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Artistas de la A a la Z

Joan Miró

De Chirico, que, entre 1911 y 1917, fue el gran"metafísico", Max Ernst André Masson, que son los pintores-filósofos-poetas, poseen, con dos o tres más, las llaves del ámbito surrealista. Joan Miró, que en 1924 fue vecino de Masson en su estudio de la calle Blomet, y más tarde de Ernst, en la calle Tourlaque, durante 1927, llevaba consigo la frescura de un alba de Rimbaud.


Este es el color de mis sueños de Joan Miró (Colección particular). En esta obra de 1925, el texto se incorpora a la pintura a modo de poema visual; es la época en que el pintor afirmaría que no hacía distinciones entre poesía y pintura. 


La siesta de Joan Miró (Colección particular). El autor pintó esta obra en 1925, en la que demuestra haber creado un universo más allá de la vida aparente, formado por signos que representan la vida real. Paisaje: 


El saltamontes de Joan Miró (Colección J., Bruselas). Obra de 1926, en la que la serie de signos, cuidadosamente elaborados, se mueven formando un lenguaje propio. Breton dijo que el pintor catalán sólo tenía un deseo: abandonarse y pintar. Y añadió que por ello podía pasar por "el más surrealista de todos nosotros". 

Cuando se contemplan hoy los cuadros pintados por Miró en los años 1924-1930 es imposible sustraerse del magistral dominio del color que acreditaba el genial pintor. Ante sus obras, se siente el color como captado en su mismo nacimiento, un color a la vez amplio y ligero, donde se inscriben, decantados hasta la pureza primordial, los signos de una magia de encantamiento, acompañando y dando ritmo a la más inesperada de las fiestas espirituales. Joan Miró permite una nueva visión sobre las cosas, una mirada que se tuvo pero que se ha perdido por el camino. De este modo, Miró muestra las estrellas con la familiaridad de un niño que hace admirar sus canicas, estrellas danzarinas, díscolas, acariciadoras, que juegan en la límpida noche con los perros, los gatos, los saltamontes, los pájaros, las cabelleras de las mujeres y con delirantes fuegos fatuos. Un universo lúdico, el mirómundo, como se lo ha llamado en otro lugar, pues de sus obras es posible extraer una concepción muy personal de la vida. Este mirómundo se bosqueja en cada tela con su población de seres sensuales y tiernamente chuscos, cuyas formas recuerdan las de la ameba, de las holoturias, de los tubérculos y del castaño de Indias, seres que se prolongan en raicillas, en punteados, en nubes, que por todas partes surgen elementos palpantes y se desplazan con ayuda de la vibración de las pestañas. De esta forma, Miró invita a una coreografía en pleno cielo de tal naturaleza que, al contemplarla, hace inevitable que venga a la memoria este adagio: "a horizonte perdido, paraíso recobrado".


Bodegón del zapato viejo de Joan Miró (Colección James Thrall Soby, New Canaan, Connecticut). Este cuadro, pintado en 1937, en plena guerra civil española, logra que los objetos inertes vibren con intenso dramatismo, como un símbolo de la tragedia, paralelo al Guernica de Picasso. Los objetos realistas -un tenedor o una botella, un pedazo de pan o un zapato- parecen desintegrarse por el efecto de un color extraño, tenebroso, que hace de ellos un reflejo del drama y el horror que viven los seres humanos. 


El bello pájaro descifra lo desconocido a una pareja de enamorados de Joan Miró (Museum of Modern Art, Nueva York). Gouache que forma parte de la serie de 23 obras llamada Constelaciones, realizada entre 1939 y 1941; son como una imaginativa evasión que sucede a una época de enorme dramatismo en la obra de de este artista. De ellas, André Breton escribió: "Nos procuran la sensación de un hallazgo ininterrumpido, ejemplar, en el que la palabra serie adopta la acepción de un juego de destreza y de azar". 


La corrida de toros de Joan Miró (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Obra pintada en 1945 en la que los tres personajes de la composición son fácilmente reconocibles: el enorme toro central tiene a la derecha el torero con la muleta desplegada y el estoque en el puño, y a su izquierda, el caballo destripado. Sin embargo, no reflejan en absoluto un aire gozoso de fiesta, sino que asumen la tragedia. 


El oro del azul del cielo de Joan Miró (Centro de Estudios de Arte Contemporáneo, Fundación Joan Miró, Barcelona). A mitad de la década de 1960, la obra de este artista experimenta un proceso de depuración. Aquellos personajes inconfundibles, tanto si se mostraban rebosantes de humor como si aparecían con su aire de espantosa tragedia, han cedido paso al puro signo pictórico. Todo aquí es línea y color sin que por ello el mundo que describe el pintor haya perdido sus características inconfundibles.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El carnaval de Arlequín


El Carnaval del Arlequín (Le Carnaval d'Arlequin) es una de las telas más célebres de Joan Miró. La pintó en París durante el invierno de 1924-1925, en el estudio que el escultor Pablo Gargallo poseía en la calle Blomet y que éste le cedía durante sus ausencias.

Un autómata que está tocando la guitarra y un arlequín con bigotes tienen los papeles principales. A su alrededor aparecen gatos jugando con unas bolas de lanas, unos pájaros ponen huevos de donde salen mariposas o unos peces voladores se van a la búsqueda de los cometas. También se ve como un insecto se escapa de un dado o un mapamundi espera sobre la mesa, así como una escalera que tiene una oreja humana enorme proyecta un ojo minúsculo entre los barrotes.

El ojo, adoptado como emblema para señalar la presencia del hombre, será una constante en la producción artística de Miró y aquí aparece por toda la tela, pues se abren unos ojos sobre los cubos, los cilindros y los conos. A través de una ventana que se abre al exterior se advierte un azul del cielo con una pirámide de color negro, que Miró dijo ser la Torre Eiffel, una especie de llama roja, de compleja identificación, y un sol.


En la obra se aprecia una clara tendencia por parte del pintor a llenar toda la superficie del cuadro con muchos elementos, con juguetes fabulosos, curiosos animales o criaturas semihumanas. Esta composición abigarrada, según el autor, se debe a las alucinaciones causadas por el hambre. Él mismo comentaba que en esta pintura "intentaba plasmar las alucinaciones que me producía el hambre que pasaba. No es que pintase lo que veía en los sueños como entonces propugnaban Breton y los suyos, sino que el hambre me provocaba una especie de tránsito parecido al que experimentaban los orientales".

En la tela se encuentran ya los signos predilectos del lenguaje mironiano que se repetirán en obras posteriores, como la escalera, símbolo de la huida y la evasión, pero también de la elevación; los animales y, sobre todo, los insectos, que siempre le interesaron mucho. O la esfera, a la derecha de la composición, una representación del globo terrestre; en palabras del artista: "ya entonces me obsesionaba una idea: ¡He de conquistar el mundo!". Asimismo, el ojo y la oreja provienen de Tierra labrada, su primera obra de transición del realismo a lo onírico e imaginario.

Esta obra supuso la plena aceptación del artista en el grupo surrealista de París, dirigido por André Bretón, que, incluso llegaría a afirmar que Joan Miró, con su gran imaginación, era el más surrealista de todos ellos, aunque el pintor catalán nunca se sintió como tal.

Un dibujo preparatorio conservado en La Fundación Miró de Barcelona pone de manifiesto la preocupación del artista por la composición de todos y cada uno de los motivos, aparentemente dispuestos de forma inconexa y arbitraria, pero que en cambio siguen una estructuración completamente tradicional.

En este cuadro reelabora elementos figurativos aparecidos en obras de Pieter Brueghel y de El Bosco, donde se asiste también a esta invasión de criaturas simbólicas.

Como La masia, el Carnaval del Arlequín es una obra detallista que exige una lectura detenida. Los colores, sobre todo los primarios, obedecen también a esta lectura detallada y participan igualmente de la unidad armónica del cuadro aportando más dinamismo a la obra. Este óleo sobre tela, de 66 x 93 cm., se conserva en la galería AlbrightKnox de Buffalo, Nueva York.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Giacometti, Magritte, Dalí

Arp, DuchampPicabia y Man Ray han sido objeto de análisis en el estudio precedente sobre el movimiento Dadá. A excepción de Man Ray, que casi no abandonó París entre los años los años 1921 y 1940, los demás únicamente retornaron de modo intermitente, apartados de querellas, poco inclinados a luchas doctrinales y refractarios a la disciplina colectiva, pero, a pesar de ello, o, quizás, gracias a ello, fueron grandes aliados. Picasso, admirado y reconocido por Breton a partir de 1922 como el "desencadenador" de todo el arte moderno, estuvo presente en todas las revistas surrealistas, hasta Minotaure "Usted ha dejado colgar de cada uno de sus cuadros una escalera de cuerda, léase una escalera hecha con las sábanas de su cama, y es probable que, tanto usted como nosotros, no deseemos más que bajar, que subir de nuestro sueño". Así es como Breton se dirigía a Picasso en 1929, con estas elogiosas palabras, en Le Surréalisme et la Peinture. Este, que había adornado, a guisa de frontispicio, la recopilación de Breton titulada Clair de Terre con un admirable retrato del autor, no escatimó su simpatía por un movimiento de cuya importancia global se había hecho cargo inmediatamente.


Cadáver exquisito de André Breton, Georges Sadoul y Robert Desnos (Colección particular). Estos tres personajes vinculados al movimiento surrealista crearon esta obra en 1929, pintada con la técnica del gouache.





Alberto Giacometti nació en 1901 y con apenas 28 años se presentó en París atraído por el esplendor de una ciudad que bullía como pocas en el plano artístico. Desde pequeño ya conoció lo que era vivir en un ambiente artístico pues su padre, Giovanni, era un notable pintor impresionista en la Suiza de aquellos tiempos. La pulsión artística que vivió en su infancia le llevó a seguir estudios de dibujo y pintura en la Escuela de Artes y Oficios de Ginebra, que después se le quedaría pequeña, del mismo modo que Suiza, para sus deseos de convertirse en un artista importante. Así, llegado de Stampa, su ciudad natal, Alberto Giacometti se unió al llegar a París a Georges Bataille, quien dirigía en el año 1929 la revista Documents, donde volvían a encontrarse Michel Leiris, Georges Lirnbour, Robert Desnos y Roger Vitrac, que habían roto con Breton. Se aproximó a éste algo más tarde y sus intercambios fueron lo bastante privilegiados como para que fuesen objeto de uno de los capítulos de Amour fou, donde Breton describe la génesis de la escultura de Giacometti titulada Ahora, el vacío, pero más frecuentemente conocida bajo el nombre de Objeto invisible. Las obras de Giacometti del período 1929-1935, principalmente Jaulas, Objetos desagradables, Mesa en un corredor, Mujer degollada y Palacio a las 4 de la mañana, respondían a la nueva concepción del "objeto de funcionamiento simbólico", tan apreciada en aquel momento por los surrealistas. Estas obras aparecían como la materialización de objetos soñados, cuyo oscuro sentido parecía preñado de premoniciones y presagios. De ellas emanaba una fascinación singular, algo parecida a la de ciertos objetos sin edad hallados misteriosamente y de los que se desconoce su función y su uso. Más adelante, ya en la década de 1940, Giacometti daría por superado su paso por el surrealismo y regresaría al arte figurativo. No se abre para él una época de mediocridad o de ostracismo, pues en los años siguientes habría de dar a la luz algunas de las obras que con mayor merecimiento han pasado a los anales de la Historia del Arte. De este modo, durante su período figurativo crea sus conocidas figuras humanas alargadas, que aparecen sacudidas a veces por un espasmo nervioso que les recorre todo el cuerpo. Por otro lado, también sería justo señalar las no menos interesantes incursiones de Giacometti en el terreno de la pintura. Sus obras pictóricas, aparte del indudable valor artístico con el que merecen ser juzgadas, cobran especial importancia porque se convirtieron en una especie de señal de la llegada del que quizá es la corriente filosófica que define el siglo XX: el existencialismo. Efectivamente, el mismo Jean Paul Sastre afirmaba reconocer en las obras del escultor y pintor suizo algunas de las ideas que serían propias y definitorias del surrealismo. Por ejemplo, así escribía el pensador francés: "Giacometti por igual niega la inercia de la materia y la inercia de su nada pura; el vacío es lo pleno, flujo desplegado; lo pleno en el vacío orientado. Lo real fulgura".


Objeto desagradable, para echar de Alberto Giacometti (Colección particular). Entre los años 1925 y 1930, la obra de este artista es una expresión plástica surrealista como manifestación del mundo irracional de los sueños. 



⇦ La mesa de Alberto Giacometti (Museo Nacional de Arte Moderno, París) Escultura en yeso dorado realizada en 1933, que corresponde a la concepción surrealista del "objeto de funcionamiento simbólico" o de la "materialización de objetos soñados". Es una de sus obras más extrañamente fascinantes.




Aproximadamente al mismo tiempo que Giacometti, el surrealismo se enriqueció con un reclutamiento de peso, consistente en la persona de René Magritte, que vivía en Bruselas rodeado por los poetas E. L. 'T. Mesens, Paul Nougé, Louis Scutenaire, Camille Goemans y André Souris.


Juntos habían constituido una Sociedad del Misterio en cuyo seno los acontecimientos de la vida ordinaria y los elementos de la percepción cotidiana eran objeto de una glosa poética que la pintura de Magritte traducía en imágenes. "Magritte - escribe Breton- es el primero que, a partir del objeto más humilde, apostó ... sobre su "punto de fuga" y quiso abarcar todo lo que se descubre más allá. Fue así como se situó en óptimas condiciones para hacer que el analogon de Constantin Brunner hiciera constantes viajes de ida y vuelta entre la" realidad relativa", percibida por los sentidos, y la "realidad absoluta", deseada por el espíritu". Las imágenes de Magritte, hechas al estilo de las "lecciones de cosas"; sin buscar en absoluto efectos plásticos, ofrecían entre 1926 y 1930 cierto aspecto de soledad, como si el pintor se hubiera prohibido a sí mismo ir más allá de la simple representación de la idea, y contrastaban vivamente con el barroquismo suntuoso de las composiciones de Max ErnstMasson o Miró. Su técnica se refinó considerablemente entre 1932 y 1940 y, más aún, en los últimos diez años de su vida, pero siempre en el sentido de otorgar mayor precisión al objeto representado. La pintura de Magritte hace pensar en algún magisterio iniciático cuyas enseñanzas se dirigieran a las nociones de identidad y de propiedad de las cosas. Dos textos relativamente recientes de Henri Michaux, En révant á partir de peintures énigmatiques, y de Michel Foucault, Ceci n 'est pas une pipe, han subrayado la proyección psicológica y filosófica de esta obra que, difamada durante mucho tiempo, es hoy objeto de constante aumento de valoración internacional. El verdadero resorte de la pintura de Magritte, tal como él mismo quiso hacer que lo comprendiéramos, fue su deseo de suscitar el equivalente del sentimiento de misterio experimentado por él en distintos momentos de su infancia y juventud, y sobre todo el experimentado ante películas mudas de episodios, como Judex, Fantomas o los Misterios de Nueva York.



Las cómplices del mago de René Magritte (Colección Lizzola, Milán). Obra pintada en 1927 por uno de los más interesantes representantes del surrealismo. Este pintor belga dio una de las posibles claves para la lectura de su obra al afirmar: "No hay duda de que un sentimiento puro y vigoroso, llamado erotismo, me ha salvado de caer en la búsqueda tradicional de una perfección formal. Mi interés reside particularmente en provocar un choque emocional". Esta extraña composición, a base de elementos perfectamente realistas, ejerce una fascinación mágica, a la vez que abre posibilidades a la imaginación.  


El mundo perdido de René Magritte (Galería Milano, Milán). Data de 1929. Si bien en su obra realizada con una técnica pictórica deliberadamente descuidada, el artista pinta las cosas tal como son, pero en situaciones imposibles; en cambio aquí insiste en poner de relieve la absurda relación que se establece entre los objetos, su imagen visual y el término que los designa. Porque en esta tela, si el nombre del objeto ha reemplazado a la imagen, quizás sea para indicar que su función en este paisaje imaginario nada tiene que ver con lo que su nombre o su imagen puedan indicar. 


La isla del tesoro de René Magritte (Colección particular, Bruselas). Obra pintada en 1942, en la que el artista parece cuidar sobre todo su técnica y su paleta, intentando matizar la luz al modo de Renoir, quizás para evadirse de la vida precaria que ofrecía la Bélgica de la II Guerra Mundial. Magritte, como Ernst, demuestra auténtica obsesión por las aves: palomas o águilas aparecen frecuentemente en su obra. Aquí la incongruencia de unos seres entre aves y plantas, con alas inútilmente desplegadas y raíces clavadas en la tierra, simboliza el angustioso contrasentido de la naturaleza humana. 


Manía de grandezas de René Magritte (Galería Alexander lolas, París). Una de las más fascinantes proposiciones de la obra del primer surrealista belga es solucionar el enigma, por lo tanto vale la pena saber lo que él mismo dijo de este desnudo seccionado en tres partes, pintado en 1961: "Se trata de un sueño sobre el presente y cada sección de torso representa una generación pasada". El fondo de arquitectura y nubes presta a la figura la aureola de un gran monumento.  

Un inventario de los primeros promotores del surrealismo no resultaría completo sin la mención de Salvador Dalí. Participó en las actividades del movimiento entre 1929 y 1936. Además, fue el único surrealista que magnificó la gloria personal, el oro, la monarquía y Dios. Sus referencias plásticas a Picasso, ChiricoMax Ernst, Miró, Tanguy y Magritte caracterizan sus obras de los primeros tiempos, a la vez que su constante empleo de la técnica académica de los contemporáneos de Meissonier. El resultado sorprende con una colección de imágenes que se pretende delirante y chocante: relojes blandos, personajes con párpados sostenidos por muletas y atrofia o hipertrofia de los miembros. Todo este carnaval para-freudiano, acomodado a una teoría llamada "paranoico-crítica", sirvió de trampolín a una gloria comercial que se apoyaba en la extravagancia de la vestimenta y la exuberancia de los bigotes. En 1941, André Breton puso en su lugar a la obra de Dalí en estos términos: "A despecho de una innegable ingeniosidad en la realización de su propio escenario, la obra de Dalí, desfavorecida por una técnica ultrarretrógrada (vuelta a Meissonier) y desacreditada por una indiferencia cínica con respecto a los medios de imponerla, ha dado desde hace mucho tiempo signos de pánico y no se ha salvado más que organizando su propia vulgarización. Hoy cae en el academicismo -un academicismo que por su sola autoridad se declara clasicismo- y desde 1936, por otra parte, ha dejado de tener la menor relación con el surrealismo".


Aparato y mano de Salvador Dalí (Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida). Con esta obra, de 1927, el joven Dalí entra de lleno en el movimiento surrealista al presentar este cuadro en el Saló de Tardar de Barcelona. Es la época en que está muy vinculado a Larca, Buñuel y Paul Éluard. 


La vejez de Guillermo Tell de Salvador Dalí (Colección Mme. Natalie de Noailles, París). Obra pintada en 1931 sobre el célebre episodio de la historia suiza que aquí se interpreta no como un acto de heroica piedad filial, sino más bien como la anécdota erótica de un incesto. Ello corresponde al método paranoico-crítico definido por el mismo Dalí como "método espontáneo de conocimiento racional basado en una asociación interpretativacrítica del delirio".   


Caballero de la muerte de Salvador Dalí. El tema de la muerte ha obsesionado a los pintores desde siempre, y su tratamiento e interpretación han sido muy variados. En este caso, el artista ha optado por un cadáver en descomposición montando un caballo en el mismo trance. El paisaje de fondo con un arco iris pareciera aportar un atisbo de recuperación y de retorno a la vida después de la tormenta. La obra es de 1935.



El rostro de la guerra de Salvador Dalí (Museo Boymans van Beuningen, Rotterdam). Realizada en 1940, en esta obra el artista parece expresar todo el horror de la guerra civil española y de la guerra mundial que se iniciaba. Sin embargo, Breton, que no compartía las ideas políticas de Dalí, calificó repetidamente de retrógrada la obra del pintor catalán y negó la validez de su propuesta de sistematizar la confusión para desacreditar el mundo de la realidad.

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

El gran masturbador


El gran masturbador (Le grand masturbateur) es una de las obras más famosas del período surrealista de Dalí en la que como ningún otro artista refleja la exaltación y la profundización de los deseos eróticos. La temática ha sido muy pocas veces representada en la pintura y menos con tan claras implicaciones autobiografícas. Existen algunas en el expresionismo europeo en dibujo; pero, sobre todo, el precedente pictórico más inmediato es el de Goya en sus pinturas negras.

Durante el verano de 1929 conoce a Gala y pocos meses después pinta esta obra. Se trata de un peculiar autorretrato, donde la cabeza del masturbador remite al propio Dalí que deriva formalmente de una serie de autorretratos de perfil pintados con anterioridad. El rostro se reduce a una gran nariz apoyada en el suelo, un ojo y largas pestañas.

Bajo la monstruosa cabeza del gran masturbador aparece la minúscula pareja de un hombre des nudo y una mujer, de configuración rocosa, que es el recuerdo del solitario paraje de Cadaqués donde se dieron el primer abrazo. Un paisaje determinado por las conchas de playa, objetos cogidos en la orilla del mar que recuerdan los paseos con Gala. La sombra que la pareja proyecta recuerda el influjo de Giorgio De Chirico.

A un lado, emergiendo de lo que podría ser el cuello, se ve otra pareja, sin duda la misma, que se entrega a la satisfacción de su ardiente deseo, simbolizado por la cabeza del león, que exhibe una prominente lengua y ojos desorbitados. En este caso la figura femenina se aproxima a unos genitales masculinos cubiertos por una especie de calzones. El lirio que surge representaría la idea de purificación.


Al otro extremo, a la izquierda de la composición, otra pequeña figura masculina, tal vez el mismo Dalí, parece haberse desprendido del anzuelo que el masturbador tiene clavado en la cabeza para, vuelto de espaldas al espectador, emprender su propia aventura personal en dirección al espacio indefinido del fondo. Esta última escena es como el desenlace de la acción y podría aludir a la rotura con las redes familiares.

Agarrado a la boca del pintor hay un saltamontes cuyo vientre está plagado de insectos que se deslizan por la comisura de los labios del artista. Es la idea de la muerte y la desintegración de la materia. El saltamontes simboliza, según el propio autor, los terrores inexplicables que tenía desde niño, mientras que las hormigas hacen alusión a la putrefacción y a la obsesión por la muerte.

El más célebre cuadro del pintor catalán ofrece un retrato interior.  En esta obra hace alusión a múltiples complejos desencadenados por problemas de carácter sexual. Se observan una serie de elementos iconográficos con claras connotaciones eróticas como pueden ser el rostro femenino de la zona superior encarado a unos genitales masculinos o bien los personajes de la zona inferior fundidos en un estrecho abrazo.

En conjunto, toda la escena, inscrita en un paisaje desolado, se inscribe en una atmósfera claramente onírica. El escenario es un paisaje extenso y desierto que remite claramente a la metafísica del italiano Giorgio De Chirico.

El óleo sobre lienzo, de 110 x 150,5 cm, se puede admirar en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía de Madrid.

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

José Obiols Palau (1894-1967)



Obiols i Palau, Josep (Barcelona, 5 de marzo de 1894 – Barcelona, 25 de junio de 1967) Pintor, dibujante y grabador que estudió con Joaquín Torres García en la Escuela de Decoración de Barcelona. Fue miembro de la Agrupación Courbet y del Cercle Artístic de Sant Lluc. En 1962 fue elegido académico de Bellas Artes. Está considerado uno de los pintores más preeminentes del novecentismo.

Entre 1920 y 1922 viajó a Italia con Carles Riba, de donde volvió impresionado por los muralistas del trescientos y del cuatrocientos. En Barcelona cultivó la pintura mural y la de caballete, con paisajes, naturalezas muertas y temas infantiles.

En 1927 participó en la decoración mural del edificio de Correos de Barcelona. Participó en la Exposición Internacional de 1929 pintando unos interiores del Palacio Nacional de Montjuïc y hizo los maniquíes de moda para niños de El Dique Flotante.

Profesor del Instituto Escuela de Sarrià, hizo numerosas ilustraciones para libros y revistas, como La Revista, Jordi, el Cartipàs Català y el Sil·labari Català. Además dibujó carteles, como el conocido Ja sou de l'Associació Protectora de l'Ensenyança Catalana? (1919).

Durante la Guerra civil española, diseñó papel moneda para la Departamento de Economía y Finanzas de la Generalidad de Cataluña, departamento por lo que hizo también una importantes murales alegóricos, ahora en la Cámara de Comercio y Navegación de Barcelona.

En la posguerra pintó diversas dependencias del monasterio de Montserrat. En 1961 hizo los murales de la Sala del Buen Gobierno de la Casa de la Ciudad de Barcelona, sorprendente por el académico de sus pinturas.

Mantuvo amistad con los escritores Josep Vicenç Foix y Joan Salvat-Papasseit. Este hizo una crónica en 1917 sobre el Cartipàs Català publicada en la revista Vell i Nou, donde Salvat destacaba el poder didáctico de los dibujos de Obiols. En 1921 le dedicó el poema Res no és mesquí. En 1922 el poeta citó a Obiols y el popular cartel Ja sou de l'Associació Protectora de l'Ensenyança Catalana? en Bitllet de quinze. En 1923 el pintor ilustró "un frontispici a la trepa" en el libro El poema de La rosa als llavis decorando, también a mano, la cubierta del libro.

Algunas planchas de cobre de sus grabados se custodian en la Unidad Gráfica de la Biblioteca de Cataluña.


Galería
Tenista, 1920

El Dique Flotante, 1929

San Pablo de Masaccio


San Pablo es un cuadro del pintor renacentista italiano Masaccio. Es pintura al temple sobre tabla de 51 x 30 cm, pintado en 1426. Se conserva en el Museo Nacional de Pisa.

Esta pintura forma parte del llamado Políptico de Pisa, un gran retablo de 19 piezas que se ejecutó para la capilla del notario Giuliano di Colino en la iglesia de iglesia carmelita en Pisa. Masaccio realizó el retablo entre febrero y diciembre de ese año 1429. El políptico constaba de 19 tablas. Junto a rasgos arcaicos, como el uso del fondo de oro, la principal novedad era que todos los paneles tenían un único punto de fuga, de modo que la composición resultase unitaria. En el siglo XVIII, el políptico fue desmebrado. Los intentos de reconstruir el retablo se basan en una descripción detallada dada por Vasari en 1568. Sólo se han identificado once paneles de este retablo, y están dispersos por cinco museos distintos, no siendo suficientes los datos para una reconstrucción fiel. La representación de San Pablo es la única pieza que queda en la ciudad para la cual se hizo el retablo.

Fuente:  www.wikiart.org

La escuela pictórica inglesa

El retrato había sido la única modalidad pictórica objeto de constante cultivo en Gran Bretaña desde el siglo XVI; mas, a excepción del realizado en miniatura -en el que se habían distinguido artistas ingleses de mérito-, todos sus más valiosos cultivadores habían sido pintores extranjeros, algunos de ellos grandes figuras, como Holbein el JovenVan Dyck, en el siglo XVII, había venido a sumarse a esta notable serie de ilustres predecesores.

El campo de trigo de John Cons-
table (National Gallery, Londres).

Es una obra que ilustra a la per-

fección la definición que le aplica-

ron a Constable sus contemporá-
neos: "el más genuino pintor de 
los campos de Inglaterra".
El mismo, por su estancia en Inglaterra y su muerte en Londres, por el mecenazgo de que en aquel país fue objeto por parte del rey Carlos I y su matrimonio con una dama de la corte inglesa, se hallaba tan identificado con el país y las peculiaridades de su vida, que casi se le podría considerar inglés. Pero, además, este pintor flamenco sentó las bases de la clase de retrato que perduró en Inglaterra, al transmitir su estilo elegante a varios discípulos suyos ingleses; en efecto, Dobson y Jameson, así como el miniaturista Samuel Cooper, de él aprendieron directamente, si bien es verdad que algunos de sus principales imitadores, que después prolongaron en Inglaterra su estilo, no eran ingleses de nacimiento, sino tan sólo de adopción. Tal fue el caso del alemán Kneller y el del holandés Van der Faes, que cambió en la isla su nombre por el de sir Peter Lely, y fue pintor de la corte de Carlos II, después de la Restauración de la monarquía

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El redescubrimiento de la antigüedad


A mediados del siglo XVIII, la preponderancia del estilo barroco puede darse como definitivamente caducada. Y muy pronto esta fatiga de las formas del barroquismo tomará el aspecto de una violenta reacción.

En realidad, fueron varias las causas que contribuyeron a atraer de nuevo la atención hacia el arte antiguo, a producir un nuevo interés por las formas clásicas, que se valoran entonces de muy distinto modo a como se las había considerado a partir del Renacimiento. Lo que se fragua entonces es una convicción de que el arte antiguo ofrecía posibilidades que jamás habían sido entrevistas, y ello se deriva de varios hechos.

Descubrimiento del templo de lsis en Pompeya, de William Hamilton (Campi Phlegraei: Observations on the Volcanoes of the Two Sic/fes). La estampa número 41 de este estudio sobre las ruinas de la antigua Pompeya es una buena muestra del interés analítico por la naturaleza de los artistas del siglo XVIII. Su autor, un erudito embajador inglés afincado en Nápoles, y cuya principal afición era la arqueología, donó toda la colección que fue acumulando durante cuarenta años al Museo Británico de Londres.

Sin lugar a duda, uno de los más importantes es que en 1719 eran descubiertas las ruinas de Herculano, sepultadas bajo la lava en la famosa erupción del Vesubio. La dureza de la lava había permitido obtener allí algunos hallazgos, pero impidió su prosecución; en cambio, las excavaciones empezadas en Pompeya, en 1748, lograron en seguida un éxito mucho mayor, ya que aquella ciudad había quedado recubierta sólo por cenizas volcánicas: los monumentos no habían sido tan destruidos, y la menor dureza de las capas de recubrimiento facilitaba los trabajos de excavación. Estos habían revelado datos insospechados sobre la vida y el arte entre los antiguos. Y dichos resultados, acogidos con entusiasmo, habían abierto los ojos hacia un nuevo modo de contemplar las ruinas monumentales de Roma, mientras restos de otros monumentos hasta entonces olvidados, como los del palacio de Diocleciano en Split, eran objeto de estudio.

Mas, por aquella época, también Grecia, otro de los grandes referentes de la Antigüedad, era objeto de un "redescubrimiento". En 1751, J. Stuart y N. Revett emprendían un viaje de exploración de los monumentos griegos. Estuvieron en Grecia cinco años, y en 1762 publicaban el primer volumen de las Antiquities of Athens. Hacia esta época, Winckelmann publicó su importantísima Historia del Arte en la Antigüedad y Lessing su no menos relevante Laocoonte. El arte antiguo, por lo que se desprendía de los trabajos críticos, era algo más libre y vivo de lo que se deducía de las recetas de Vitruvio y de sus comentadores del Renacimiento. Los órdenes de Vitruvio, que los arquitectos del Renacimiento habían tratado de reconocer en los monumentos romanos, no eran más que un fantasma ideológico. Allí estaba, para deponer contra ellos, la Grecia ahora descubierta con todo un fantástico cúmulo de no pocas sorpresas. El Partenón no se sujetaba al canon de Vitruvio; cada templo dórico tenía una proporción diferente. Con cada descubrimiento, con cada nueva interpretación, se derruía un prejuicio que se había instalado desde el Renacimiento. Al libro de Stuart y Revett siguieron el de Wilkins, Magna Grecia; el tratado de Penrose sobre el Partenón, el de Cockerell sobre el templo de Egina, para no citar sino trabajos ingleses, pues la lista es realmente extensa.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La reacción neoclásica

De nuevo se asiste a finales del siglo XVIII, a una nueva oscilación en las concepciones artísticas. Si el Clasicismo buscaba en la Antigüedad clásica las fuentes de inspiración y prácticamente la esencia misma de los valores estéticos, el barroco y el rococó habían hecho gala, como se ha visto, de la imaginación y de la libertad del artista para crear de múltiples maneras.

Cúpula del Panteón, de Germain Soufflot (Pa-
rís). Jean Baptiste Rondelet terminó 26 años 

después una impresionante iglesia inspirada 

en el Panteón de Agripa en Roma y la cúpula 

en la Catedral de San Pablo de Londres y que,
tras la Revolución Francesa, sirvió como se-
pulcro de los hombres ilustres de la patria.
Pero cuando aún no había acabado la centuria en la que se forja el estilo rococó, vuelve a pendular el arte y otra vez mira al mundo antiguo, al esplendor de Grecia y Roma. Pero esta vez lo hará de otra forma. En realidad, gran parte del renovado interés por lo clásico se debe a las nuevas tendencias filosóficas nacionalistas y a los nuevos descubrimientos arqueológicos que se realizan y que, como se verá seguidamente, permiten que esa mirada a lo clásico sea nueva, serena, limpia, sobria y, sobre todo, algo menos encorsetada que la visión del Renacimiento y el Clasicismo. Además, cabe destacar un hecho no poco importante en este período, pues habremos de hablar del Neoclasicismo en una joven y poderosa nación, los Estados Unidos de América, que habrá de desempeñar un papel fundamental en el curso de la Historia y del Arte.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La escultura neoclásica

Mientras por toda Europa, y hasta en América, la arquitectura aceptaba decididamente las formas de un arte antiguo entendido sólo a medias (¡cuán poco griegos parecen hoy estos edificios neoclásicos!), la escultura y la pintura pretendían seguir igual camino. En pintura, este proceso, esta "neoclasización", iba a resultar al fin y al cabo casi imposible, ya que era poquísimo entonces lo que de la pintura romana antigua habían revelado las incipientes excavaciones de Pompeya, aún en fase algo embrionaria. En escultura, la tarea resultó mucho más fácil. Winckelmann, uno de los grandes estudiosos del arte de la antigüedad clásica, como ya se ha mencionado, dirigía principalmente sus estudios a la escultura, que era lo que había podido analizar, aunque tan sólo en algunos de sus aspectos. Schelling, más tarde, llegó a afirmar que el único medio de comprender la literatura griega era iniciarse antes en la belleza clásica por las estatuas. El grupo de críticos y artistas que a fines del siglo XVIII fundaba en Roma el Instituto de Correspondencia Arqueológica ponía todo su interés en las esculturas. No es de extrañar, pues, que los edificios neoclásicos se llenaran de pobres imitaciones de los dioses antiguos, y que los grandes hombres como Napoleón, Wellington y los sabios de aquel tiempo se retrataran desnudos, como los antiguos atletas, con ojos sin pupilas, a fin de parecer aún más griegos, tal era su deseo de ser como los grandes hombres de la antigüedad. Sin embargo, de la multitud de escultores de esta época sólo dos nombres resisten a las mudanzas del gusto, tan características de esa época. Uno de ellos es el danés Thorvaldsen y el otro el veneciano Canova. Thorvaldsen estuvo en Roma y allí trabajó largo tiempo. Sus mármoles afinados, pulidos, tienen cierto encanto de reposo, son lo que podría llamarse bien "dibujados"; en ellos no hay errores, pero tampoco ofrecen grandes novedades, y aunque son versiones nobles y amables del cuerpo humano, y que de sus estatuas no se halla ausente el espíritu, manifiestan poca inspiración.

Pequeño pastor, de Bertel Thorvaldsen (Thorvaldsen Museum, Copenhague). Este dogmático rival de Canova recibió encargos de todas las cortes europeas, y su influencia pesó enormemente en la escultura alemana del siglo XIX. Realizada en mármol, este trabajo de Thorvaldsen destaca sobre todo por la tensión de la pierna doblada del chico desnudo, el movimiento sugerido por la ligera torsión de la cabeza del perro y el cuidado detallismo de la piel de cordero sobre la que se sienta la figura. 

Ganímedes y el Águila, de Bertel Thorvaldsen (Thorvalsen Museum, Copenhague). De un tamaño casi natural de 86 cm y realizada en mármol, quien fuera uno de los más buenos amigos del escritor Hans Christian Andersen repetiría el personaje de Ganímedes en varias ocasiones más, enfatizando la andrógina sensualidad de la figura. En esta escultura de 1817, el copero del Olimpo ofrece néctar al águila de Zeus con una ambigua atención. 

Canova era otro temperamento que llevaba además en su sangre veneciana el instinto de la belleza plástica. Mas, como le ocurrió a todos los neoclásicos, resulta casi siempre afectadamente inexpresivo; hasta cuando esculpe sus diosas y sus amores, sus estatuas son innegablemente bellas, ello no admite discusión, mas parecen encantadas por un hechizo que las ha paralizado y convertido en mármol, como si en vez de animar el escultor el mármol hubiera petrificado a seres vivos.

⇦ Busto de Madame Récamier, de Joseph Chinard (Museo de Bellas Artes, Lyon). Esculpido en mármol en 1802 siguiendo la tradición realista de Houdon, tan rica en contenido psicológico, supone un paso del neoclasicismo al romanticismo. En este retrato de Juliette Récamier, el maduro escultor oficial del imperio napoleónico junto a Canova, refleja la singular belleza de la dama, que se muestra entre recatada y pícara, con una suave sonrisa sugerente y coqueta. También el pintor Jacques-Louis David la quiso inmortalizar en un cuadro que quedó inconcluso, dado que la modelo no toleraba las largas sesiones de posado. 



Trabajaba para Napoleón y su familia; pudiéndose decir, a la vista de la multitud de encargos que recibía por parte de ellos, que era su escultor de cámara. La más bella de sus esculturas, acaso sea también el retrato de Paulina Bonaparte, la liviana e ingenua hermana del emperador, a quien éste casó con el príncipe Borghese, y a la que representó Canova semidesnuda, recostada en un lecho antiguo, personificando a Venus.

Asimismo, de las damas del Directorio y del Imperio se hicieron muchos retratos. La emperatriz Josefina fue retratada en busto por el escultor F. J. Bosio, el autor de la cuadriga del Arco del Carroussel. De madame Récamier, pintada por David y Gérard, hizo un busto delicioso J. Chinard, de Lyon.

Retrato de Paulina Bonaparte, de Antonio Canova (Galería Borghese, Roma). La poesía neoclásica de la escultura de Canova queda patente en esta representación de la hermana de Napoleón, recostada y semidesnuda en una chaise-longue con una pequeña manzanita en la mano, tal y como SI fuera una personificación de Venus. Esculpida en 1808 durante el matrimonio que pactó el propio Napoleón con el príncipe Camilo Borghese, cuya colección de arte donó al museo del Louvre, la imagen que ofrece de la ingenua princesa está muy idealizada bajo las formas típicas de la escultura neoclasicista. 

Si estos escultores son todavía discutibles, mucho menos interesantes resultan los pintores del primer grupo neoclásico, que fueron encabezados por Mengs, un artista academicista de fama internacional. Este era oriundo de Bohemia y trabajó para todas las cortes de Europa, después de pasar por Italia. Su sistema, que, por lo demás, era el de todos los pintores neoclásicos, no podía ser menos creativo: reproducir en la pintura los cánones y modelos de las estatuas antiguas. Como de la antigüedad no se han conservado cuadros y muy pocos frescos antiguos se conocían entonces, quizá no tenía más remedio que imitar las esculturas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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