Punto al Arte: 04 Arquitectura colonial
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América Central

Como se ha avanzado, tres grandes zonas culturales se constituyen a raíz de la conquista. Así, en el Caribe y Centroamérica, los colonizadores podían sentirse en un territorio y un clima conocidos: se trata de una región tropical o templada; las mesetas no son demasiado altas y resultan casi siempre fértiles; la piedra y la madera, materiales de construcción occidentales por antonomasia, son abundantes.

En 1523 se inician en la isla La Española las obras de la catedral de Santo Domingo, después de dos versiones anteriores sumamente modestas. Se trata de un templo gótico de tres naves y capillas entre los contrafuertes como era costumbre en España. Sin crucero, con ábside poligonal y bóvedas de crucería simples o complicadas, el único lujo consiste en los detalles escultóricos internos y en un portal renacentista aplicado sobre la fachada. Hubo también en Santo Domingo un importante convento de San Francisco, destruido en el siglo XIX y del que apenas quedan ruinas. En cambio se conserva hasta ahora, restaurado, el Palacio de Diego Colón (1510-1514), llamado así por quien lo mandó construir, hijo primogénito del descubridor de América. Es un sencillo edificio de piedra con varias salas y dos galerías altas abiertas al exterior.

Alcázar de Colón, en Santo Domingo. Conocido también como Palacio de Diego Colón, su construcción se inició a principios del siglo XVI y sirvió de residencia de los primeros virreyes de América: don Diego Colón y su esposa María de Toledo. Ha sido remodelado para recuperar su magnífico estilo mudé- jar y en su interior se ha instalado un museo.

El siglo XVI será en América Central el de la implantación de las órdenes religiosas, sobre todo de los franciscanos, dominicos y agustinos. Constan sus conventos de una iglesia de nave única cubierta por bóvedas de crucería y coronada de almenas; de un enorme atrio con barda y puerta en cuyos ángulos se levantan las “capillas posas” o lugares de reposo en las procesiones. A veces hay también “capillas abiertas” o “de indios”, especie de pequeñas iglesias semicubiertas desde donde se pueden seguir los oficios. Esto sin contar las dependencias: uno o varios claustros, número muy limitado de celdas y, en fin, el resto de los locales puramente utilitarios.

Los franciscanos fueron los más sobrios; los dominicos ya agregaron cruceros a las iglesias, y los agustinos cubrieron literalmente sus conventos de pinturas murales, realizadas a veces en simple grisalla.

⇦ Claustro del convento de San Miguel, en Huejotzingo (Puebla). En esta antigua localidad mexicana se encuentra el famoso convento de San Miguel construido por la orden franciscana entre 1 544 y 1570, con una mezcla de estilos plateresco y mudéjar.

Hubo conventos de las tres órdenes en las ciudades y en el campo. En general, los conventos urbanos, que aún existen, están hoy casi siempre deformados. En cambio, los rurales se conservan mucho mejor y son, sin duda, más importantes. Entre los franciscanos se cuentan los de Huejotzingo y Calpan, en el estado de Puebla. El primero fue comenzado en 1530 y concluido cuando a su vez empezaban las obras del segundo, es decir, a mediados del siglo XVI. De los conventos dominicos se retendrán sólo dos nombres: el de Coyoacán -en un suburbio del Distrito Federal- y el de Tepoztlán, en el camino de Cuernavaca a Taxco, que no hay que confundir con Tepotzotlán, en el estado de México.

En el convento de Tepoztlán (1560-1570), parece haber intervenido el más famoso arquitecto español de la época que jamás haya pasado por América: Francisco Becerra, que, después de trabajar en la catedral de Puebla, intervino también en las trazas de la de Lima y la de Cuzco. Finalmente, entre los mejores conventos agustinos hay que mencionar Acolman, Yuriria y Actopan. El primero lleva fecha de 1560 y ostenta en su fachada un portal plateresco de gran calidad artística. Actopan, en cambio, constituye el mejor conjunto de pintura mural del siglo.

Iglesia del convento dominico, en Tepoztlán (Morelos). La conversión de los indígenas a la religión cristiana fue encomendada a la orden de los dominicos por el virrey Velasco. Fray Domingo de la Función hizo derruir la imagen de piedra del dios Ometochtli, y en 1570 inició la construcción del convento y de esta iglesia (1580-1588).

En el siguiente, la arquitectura se presenta bajo otras condiciones. Para empezar, es evidente que el volumen total de la construcción disminuye con respecto a la primera etapa de la colonización. Si el siglo XVI corresponde en América Central a la fundación de ciudades y al proceso de instalación de las órdenes, no hay duda de que el siglo XVII ve sobre todo la terminación de las primeras grandes catedrales y el inicio de las obras de ciertos voluminosos conventos urbanos, cuya novedad consiste en no ser sólo masculinos como hasta entonces, sino también, en gran número, conventos femeninos especialmente de clausura. La actitud mental que preside toda esta arquitectura es distinta si se compara a la precedente. En el primer caso se estaba ante una arquitectura de circunstancias; en las nuevas sedes episcopales y conventuales se descubrirá una voluntad de arte “culto” con influencia poshe-rreriana en la disposición general de las masas -que revelan cierta sobriedad- y, en contrapunto, un tratamiento barroco del detalle principalmente en lo concerniente a los retablos, un tanto solemnes y recargados en esa fase del siglo XVII.

Iglesia del convento agustino, en Yuriria (Guanajuato). Excepcional ejemplo de la impronta del plateresco en la arquitectura colonial, la iglesia es el monumento más importante de esta ciudad mexicana situada a 1 .882 metros de altura. La construcción se realizó entre 1550 y 1559, y su fachada, presidida por la imagen de San Agustín, muestra rasgos indígenas con motivos florales y animales.

México cuenta con unas quince mil iglesias y treinta y tres catedrales. De estas últimas, sólo se tratará de unas pocas. Las principales entre las fundadas en el siglo XVI son las de Mérida, México, Puebla y Guadalajara: en las tres últimas se siguió trabajando durante todo el siglo XVII y hasta finales del XVIII. Poseen una característica que es general a todas las hispanoamericanas: la amplitud de los terrenos en que se elevan. Esto permite desarrollos muy impresionantes, tanto en el número de naves como en el de capillas y cúpulas.

Catedral de Mérida, en Yucatán (México). En 1561, la iglesia de esta ciudad, obra de Miguel de Agüero, fue consagrada como catedral bajo la advocación de San ldelfonso. La fachada, de estilo renacentista, ostenta el emblema nacional mexicano de la época colonial, mientras que las torres son de estilo morisco.

Catedral de México, en el Distrito Federal. Iniciada en 1563 y proseguida durante 250 años, Ésta fue una duración inusitada entre las iglesias hispanocoloniales. La fachada tiene esculturas de Miguel y Nicolás Jiménez, colocadas en 1687. Las torres fueron terminadas por José Damián Ortiz de Castro hacia 1790. En su extremo derecho, la capilla del Sagrario está considerada como la apoteosis de la fachada-retablo. Realizada entre 1749 y 1760 por Lorenzo Rodríguez, parece una joya rococó esculpida en la pálida piedra llamada chi/uca, que contrasta con los muros de rojo tezontle.


La actual catedral de México es un edificio nuevo que reemplaza -casi en el mismo sitio- a otro más antiguo. La actual fue comenzada en 1563 (el mismo año que El Escorial) y sus dos consagraciones tuvieron lugar, respectivamente, en 1656 y 1667. La fachada fue terminada unos diez años más tarde; son en cambio del siglo XVIII la parte superior, las torres y la totalidad de la cúpula. La catedral de Puebla es su gemela, aunque un poco más reducida. Sin embargo, resulta más unitaria que su hermana mayor y posee unas torres esbeltas que revelan aún más su deliberada verticalidad.

Hay que agregar que este siglo XVII es también el momento en que empieza a afirmarse la “escuela poblana”, es decir, el uso de yeserías en el interior de los locales y de la policromía de la cerámica usada como revestimiento al exterior.

En las grandes ciudades, las obras comenzadas en el siglo XVI van a ser proseguidas o terminadas durante el siguiente y con las características con que habían sido imaginadas salvo algunos detalles de la decoración, más sujeta a la moda. En general se trata de conjuntos severos y de buena calidad de diseño, como pueden serlo en la Ciudad de México: las portadas de la catedral, las iglesias de la Concepción y San Bernardo, y el convento de Santa Teresa. En efecto, tanto allí como en provincias, los conventos de monjas van a adquirir a partir de entonces una gran importancia. En Querétaro, Morelia y otras ciudades centroamericanas se empiezan a levantar enormes edificios destinados a ese fin. Sus iglesias -cuyas naves únicas son paralelas a la calle sobre la que se abren por un doble portal- poseen también soberbios retablos y coros en una o dos plantas, desde donde las religiosas pueden seguir el oficio sin ser vistas.

Catedral de Puebla (México). Iniciada su construcción en 1575 según un proyecto de Francisco Becerra, tiene una gran similitud con la catedral de la capital mexicana. La fachada principal, que se ve en la imagen, está realizada con cantera gris, decorada con detalles de piedra de villerías, y en las portadas están instaladas las esculturas de varios santos.

Las obras maestras de la yesería poblana aplicadas al interior de las iglesias se encuentran, a principios del siglo XVII, en Santo Domingo de Oaxaca y, más tarde, en el templo del mismo nombre en la propia ciudad de Puebla. Estas yeserías suponen una libertad de imaginación tridimensional rara vez alcanzada en el arte de cualquier tiempo y país. Empiezan con cierto empaque renacentista y poco a poco se transforman en una proliferación delirante. En el siglo siguiente estas fantasías obsesivas serán interpretadas en “estilo ingenuo” en algunas de esas pequeñas iglesias próximas a Puebla, de las cuales las más famosas, por su exterior de cerámica y su interior en yeso policromado, son San Francisco Acatepec y, sobre todo, la inolvidable Santa María Tonantzintla.

No sólo México sigue construyendo durante el siglo XVII, sino que Guatemala, por ejemplo, conoce también un ritmo parecido, aunque con realizaciones más provincianas a medida que se alejan de los centros principales. La primera fundación de Guatemala es del año 1524: esta ciudad, al pie de dos volcanes, fue destruida en 1541. Trasladada apenas unos kilómetros más al Norte, la población iba a vivir siempre amenazada hasta el terrible terremoto de 1773. A partir de entonces se fundó una tercera ciudad en un sitio más propicio: la actual Guatemala, de menor interés arquitectónico. En cambio, la anterior, Guatemala Antigua o simplemente Antigua, a secas, es uno de los centros artísticos más importantes de la región.

Iglesia de Santa Teresa la Antigua, en Ciudad de México. Esta iglesia pertenece al convento de Santa Teresa, en el cual permaneció un tiempo sor Juana Inés de la Cruz. Construida en 1859 por Lorenzo de la Hidalga, tiene dos portadas barrocas flanqueadas por columnas salomónicas y una cúpula de ocho caras que se apoya en un espléndido tambor con grandes ventanales y columnas. 


Nave de la iglesia de Santo Domingo, en Oaxaca (México). El interior está compuesto por una sola nave de setenta metros de largo con capillas laterales a ambos lados y la anexa capilla del Rosario. Una de las características de esta iglesia es la magnificencia de su decoración barroca, en la que priman los dorados, y el contraste entre este interior y su exterior, más bien austero. Su construcción se extendió desde finales del siglo XVI hasta 1620. 

En ruinas o en estado de relativa conservación pueden verse aún hoy en Antigua los conventos de las órdenes conocidas. El más importante es el de La Merced, organización de origen puramente español y que, junto con la Compañía de Jesús fundada por un español pero rápidamente internacionalizada, completan el panorama de la religiosidad más activa en todo el ámbito de la América hispana. En el convento de La Merced, en Antigua, se juega con el elemental pero bellísimo contraste que ofrece el muro de ladrillo revocado de un color claro y la decoración en relieve de cal blanca. Todos los elementos de la arquitectura culta están presentes allí, sólo que tratados en “popular”: superposición de órdenes, columnas rechonchas y desproporcionadas, fustes salomónicos cubiertos de racimos, entablamentos, conchas, jarrones.


Iglesia del convento de la Merced, en Antigua (Guatemala). Terminada poco antes del terrible terremoto de 1773, aquí triunfa la ornamentación de gusto popular (preferencia por las superficies planas, ausencia de hinchazones y de hundidos). La decoración escultórica, tan parecida a la de las cercanas ruinas de la ciudad maya de Petén, recubre todo el monumento con su fino grafismo blanco, sin desdibujar las masas arquitectónicas, centradas por la puerta y la ventana hornacina típicamente guatemalteca





Basílica de Guadalupe, en Ciudad de México. Situado en el cerro Tepeyac, donde los aztecas ya rendían culto a Tonantzin, este santuario es el máximo exponente del culto religioso mexicano y a él acuden los devotos y peregrinos. La construcción del primer templo se inició en 1709, pero fue destruido y el nuevo edificio, obra de Pedro Ramírez Vázquez, fue consagrado en 1976 por el papa Paulo VI. 

Durante los siglos XVI y XVII, las formas arquitectónicas, aunque muchas veces racionales y bellas en sí mismas, no dejan de resultar un tanto chatas y pesadas. Había motivos para ello: la Ciudad de México está construida sobre una laguna y teme aún hoy las grandes alturas; Antigua, en cambio, fue la víctima de una tierra que tiembla demasiado a menudo. En las siguientes centurias, empero, junto con el dinamismo general de las formas, vendrá un afán de verticalismo que producirá en México iglesias como la pequeña de Ocotlán en Tlaxcala o la emblemática de Santa Prisca, enTaxco. La otra adquisición de la época son por un lado las cúpulas que proliferan cubiertas de azulejos multicolores, y, por otro, los retablos también “en altura” dorados y policromados con verdadero énfasis.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

América del Sur

En 1527, los españoles venidos de Panamá por el Pacífico descubren en Túmbez el imperio incaico. Cuatro años después inician la conquista del Perú, que va a ser aún más sangrienta que la de México, pues los españoles no sólo van a luchar con los indios, sino también entre ellos. Conquista muy dura, puesto que hay que salvar montañas entre las más altas de la tierra, explorar inmensos ríos, dominar llanuras y selvas infinitas.

El paso de los religiosos se produce en condiciones muy diferentes a las que habían tenido lugar en América Central. Si bien los primeros franciscanos de México tenían por guía a un flamenco, puede decirse que, en la masa, los que construyeron traían un ideal de forma típicamente hispano. En cambio, desde el principio y durante tres siglos en América del Sur, los frailes constructores en una gran proporción no fueron sólo españoles sino flamencos, alemanes, tiroleses, portugueses e italianos.

⇨ Catedral de La Habana, en Cuba. El interior del templo está formado por tres naves y ocho capillas laterales, separadas por columnas de orden toscano. En 1788 se inició su construcción en el corazón de La Habana VieJa, según planos diseñados por los jesuitas. Las obras de orfebrería del altar estuvieron a cargo del italiano Bianchini y también hay pinturas de Jean-Baptiste Vermay.



No hay que hacerse ilusiones: no se da un siglo XVI sudamericano comparable al que ya se ha visto en México. Quedan, yendo de Norte a Sur, la catedral de Tunja (Colombia); la catedral, San Francisco, Santo Domingo, San Agustín y La Merced, en Quito; las ruinas de las iglesias de Saña y Guadalupe en la costa al norte de Lima; la primera y modesta versión de las iglesias del lago Titicaca; las dos de Santa Clara, en Ayacucho y el Cuzco, respectivamente, y las tres de San Francisco en el Cuzco, Sucre y Potosí.

Muchas de estas iglesias poseen o poseyeron cubiertas en bóveda de crucería, artesonados renacentistas o mudéjares, techos que se perpetuarán durante toda la colonia. En efecto, los constructores, después de los primeros terremotos comprendieron que las bóvedas góticas eran más aptas para resistir que las pesadas de cañón corrido. En cuanto a los artesonados constituyen siempre un medio de prestigiar el local que recubren y por eso puede decirse que duran en el tiempo.

De todo ese primer siglo de conquista, los edificios más importantes que aún están en pie -aunque a veces deformados- son las catedrales colombianas de Tunja y de Cartagena de Indias y las iglesias quiteñas.Véase el caso de estas últimas. El convento de San Francisco de Quito posee una enorme superficie, lo que le permite contar con trece claustros, tres iglesias, un colegio y otras dependencias. La iglesia principal es obra de un flamenco, Fray Jodoco Ricke, que evidentemente se apoyó en modelos tomados de Serlio que interpretó de manera nórdica. En el interior, la iglesia contaba con un magnífico arteso-nado mudéjar de maderas incrustadas formando polígonos estrellados. Un incendio en el siglo XVIII la privó de ese adorno, que sólo se salvó en parte: sobre el coro y el crucero. Su vecina y rival, la iglesia de Santo Domingo (totalmente estropeada por “arreglos” modernos), posee también otro artesonado mudéjar en la nave; finalmente, la de San Agustín se enorgullece de una soberbia bóveda de crucería sobre el coro.

Claustro del convento de San Francisco, en Quito (Ecuador). Vista del claustro principal del convento, formado por dos galerías superpuestas que rodean un inmenso patio. La galería inferior tiene 104 columnas dóricas de piedra unidas por arcos de estilo morisco y, en la superior, los arcos están sostenidos por columnas bajas y bulbosas, que no tienen precedentes en la arquitectura colonial americana.

Así como el siglo XVII constituía una época casi de receso en México, ese mismo siglo representa el gran auge arquitectónico del Virreinato del Perú. Varias ciudades se destacan entonces claramente: Lima, el Cuzco, Arequipa, Trujillo, Ayacucho, en el Perú actual; La Paz, Sucre, Potosí y Cochabamba, en Bolivia. Como siempre, la arquitectura religiosa domina de lejos a la civil, que no puede competir con ella.

En Lima se rehacen o se terminan obras comenzadas el siglo anterior. La ciudad cuenta ya entonces con grandes construcciones como la catedral y los enormes conventos de San Francisco, Santo Domingo, San Agustín, La Merced y La Compañía. Al igual que en el resto de la América hispana se encuentra aquí un curioso problema. Las plantas y elevaciones de estos edificios son tradicionales y bastante poco imaginativas: nave única con capillas entre los contrafuertes o cruz latina con cúpula en el crucero. La significación está dada principalmente al exterior por el portal, lo alto de las torres o la semiesfera de la cúpula. En el interior, en cambio, ese efecto está exclusivamente a cargo del mobiliario: sillerías del coro, pulpitos y, sobre todo, la serie siempre variada de los gigantescos retablos, que son a veces oscuros, pero, en general, dorados y policromados.

Iglesia del convento de San Francisco, en Quito (Ecuador). La gran obra de la arquitectura quiteña del siglo XVI es esta iglesia, que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La monumental iglesia está formada por tres naves con crucero y ábside. Las naves están separadas por columnas de piedra que sostienen los arcos de medio punto. La decoración del interior ostenta artesonados moriscos y en los retablos se puede apreciar la influencia de los artesanos indígenas.

El gran vuelco en la arquitectura que va a proli-ferar por todo el altiplano desde Arequipa a Puno, está marcado por la construcción de la iglesia de La Compañía después del gran terremoto de 1650 que destruyó prácticamente la ciudad de Cuzco. En ese templo, otro flamenco de genio, el Padre Egidiano (Gilíes en realidad) va a poder ejercer su talento, creando así el “modelo” ideal -interior y exterior- de una iglesia culta a gran programa (1651-1668).

Arriesgándose a una mayor altura en la nave y las torres, practicando una elegante cúpula sobre tambor, inventando en la fachada un gran arco trilobulado bajo el cual se desarrolla una especie de “retablo exterior” y en las torres unos remates bien diseñados, Egidiano se nos impone no sólo como un gran arquitecto: su obra es la “cabeza de serie” en Cuzco y en toda su región. En la ciudad misma: La Merced, San Sebastián, San Pedro repiten con mayor o menor fortuna el esquema de La Compañía. A lo lejos, lo mismo ocurre en Arequipa, en Puno.

⇨ Iglesia de la Compañía, en Cuzco (Perú). Construida entre 1651 y 1668 por el Padre Egidiano, un flamenco que se atrevió a alzar un edificio de gran altura en una zona de frecuentes terremotos. Las enormes torres, que flanquean la fantástica fachada-retablo de Diego Martí- nez de Oviedo, dan solidez al conjunto.



Si en América del Sur el siglo XVII es el inventivo, el siguiente concentra, sin embargo, mucho mayor volumen de edificación. Lima, destruida a su vez por el terremoto de 1746 como no lo había sido nunca hasta entonces, va a ser reedificada -tal como era- por el Virrey, conde de Superunda, en un material tradicional ligero: la quincha, conglomerado de cañas, barro y cal que sirve para construir tabiques y techos. Salvo el elemento de “engaño” que esto supone hay que convenir que las formas en sí mismas continúan su desarrollo normal como si fueran de ladrillo.

De estas reconstrucciones quizás el mejor ejemplo -en su totalidad- sea el convento de San Francisco. En cambio, el interior más rico, más variado por la calidad intrínseca de sus retablos fabulosos es, sin duda, el de la iglesia de San Pedro, que forma parte del convento de los jesuitas. Siempre sin salir de Lima y en el mismo siglo XVIII hay que anotar que el más suntuoso palacio urbano de toda Sudamérica es el llamado de Torre Tagle, siempre gallardamente en pie.

En el mismo Perú habría que mencionar a la ciudad de Arequipa, edificada en una piedra volcánica blanca, fácil de tallar, lo que da una arquitectura funcional de bóvedas, con detalles decorativos donde se puede ver cierta influencia indígena. Sin olvidar a Puno, con su catedral toda en granito rosa a cuatro mil metros de altura a orillas del Titicaca, elevada por la munificencia de un minero agradecido.

Claustro del convento de San Agustín, en Quito (Ecuador). Recinto cuadrangular rodeado por una doble galería de arquería superpuesta: la inferior con arcos de medio punto sostenidos por esbeltas columnas dóricas, y la superior formada por la alternancia de arcos pequeños y grandes apoyados en columnas bajas y abultadas.

En los países al norte de Perú, hay que recordar la severa catedral neoclásica de Bogotá, la iglesia de San Francisco en Popayán y el castillo de San Felipe de Barajas, en Cartagena de Indias, la más imponente obra de ingeniería militar de todo el período colonial en el Nuevo Mundo. Uno de los más perfectos y unitarios templos de América -puramente europeo por otra parte- es la iglesia de La Compañía, en Quito: fachada refinadísima de un italiano; interiores copiados de San Ignacio de Roma, interpretados en madera dorada y pintada de rojo por ebanistas tiroleses.

⇨ Iglesia de la Compañía, en Arequipa (Perú). Detalle de la fachada de este edificio colonial que es una muestra difícilmente superable de escultura "mestiza" de barroco español y de gusto indígena. La fidelidad al plano le confiere una apariencia de bordado sobre piedra, que recubre inmensas superficies con formas de vegetación tropical (frutos, mazorcas y lianas trepadoras) mezcladas con extraños temas prehispánicos y con recuerdos confusos de antiguas mitologías.



En los países al sur de Perú habría que citar, en fin, la serie estupenda de iglesias del lago Titicaca, segunda floración de las del siglo XVI. En La Paz: San Francisco y el palacio de Diez de Medina (hoy Museo); en Sucre: San Felipe Neri; en Potosí: la desaparecida Compañía (de la que queda un curioso campanario) y San Lorenzo. Allí mismo y como ejemplo civil -muy retocado hoy- se encuentra La Moneda, donde se acuñaba el metal del Cerro y que es, indudablemente, después de las fortificaciones de Cartagena de Indias el mayor edificio laico de América del Sur.

El resto siempre ha sido más pobre. De la actual Argentina apenas si merecen recordarse la catedral de Córdoba y las Misiones jesuíticas de los guaraníes.

En el Paraguay: otras Misiones o Reducciones fundadas por la Compañía de Jesús (siempre interesantes urbanísticamente) y la extraña serie de iglesias en madera, como Yaguarón, en donde los constructores han vuelto a inventar el prototipo del templo dórico primitivo: sala rectangular cubierta por un techo a dos aguas que sirve para cubrir la cella y la galería de postes que rodea a toda la nave.

⇦ Claustro del convento de San Francisco, en Lima. La estructura de este recinto refleja la tendencia de la arquitectura colonial peruana a construir amplios espacios horizontales.



En cuanto a Brasil, dos episodios principales explican su arquitectura colonial. Uno tuvo lugar desde el siglo XVI al XVIII en el Nordeste: Recife, Olinda, San Salvador (Bahía) y Río de Janeiro. Allí, la influencia portuguesa es directa: no sólo se importa la mano de obra, sino hasta los materiales de construcción, la pedra lioz que venía como lastre en la bodega de los buques. Al principio, las iglesias son modestísimas. En Bahía, en el siglo XVII, los jesuítas empiezan en 1657 las obras de su convento. La que fue su iglesia es hoy catedral de la ciudad: extraño y sobrio edificio con una bóveda a casetones realizada en madera que finge la mampostería. Más sinceros, en la misma ciudad, resultan los conventos de Santa Teresa (inaugurado en 1697) y el de San Francisco (1708-1723). Este último -muy italianizante- es un milagro de gracia y proporción, sobre todo por su claustro aéreo, blanco de cal, con un soberbio zócalo de azulejos y columnas de piedra ocre. El interior es literalmente la “gruta” dorada, sin un solo vacío.

Este mismo tipo de decoración recibió también hacia esa época la iglesia del viejo convento (1590) de San Benito, en Río de Janeiro. Esta ciudad, que después de Bahía fue capital durante varios siglos, posee aún soberbias iglesias del siglo XVIII: la Candelaria, la iglesia del Carmen. En Recife, una gran iglesia característica es San Antonio. La más lujosa del siglo XVIII es otra, la de San Pedro de los Clérigos: toda en curvas y con ese carácter profano, típico de la arquitectura barroca lusobrasileña; en su interior se llega en cambio a una especie de rococó afrancesado.

Palacio del marqués de Torre Tagle, en Lima. Terminado en 1735 y salvado de milagro del terrible terremoto de 1746, que destruyó casi toda la ciudad, esta mansión, que es el palacio urbano más suntuoso de toda América del Sur, está ocupada actualmente por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Perú.

Con el descubrimiento tardío de las minas de oro y de diamantes en la región central del interior de las tierras -en portugués Minas Gerais-, la arquitectura brasileña del siglo XVIII iba a tomar nuevo impulso. La ciudad principal de la región es también otra vez una ciudad minera: Ouro Preto.

Si bien en un principio la arquitectura de Ouro Preto conserva ciertos principios de rigidez que pueden verse aún en el Palacio de Gobierno, de José Pinto Alpoim y Manuel Francisco Lisboa (arquitecto portugués y padre del futuro Aleijadinho), en la Santa Casa de Misericordia y en el Carmen, obra de Lisboa padre, las formas se dinamizan y se enriquecen -como en la Galicia española o el norte de Portugal- con soluciones curvas. Esto produce iglesias de plantas complejas en elipses combinadas y con dos corredores (que también existían en el Nordeste tardío), que llevan de la calle hasta la sacristía sin pasar por la nave única. Aquí se hace notable también el carácter “civil” de toda esta arquitectura: los edificios de culto se presentan como grandes casas ornadas de escudos, de balcones.

Catedral Primada de Santa Fe de Bogotá (Colombia). Situada en la antigua plaza de Armas, hoy plaza de Bolívar, es la iglesia de mayor envergadura de todo el país. Fue construida entre 1807 y 1823 en estilo neoclásico y en el mismo lugar en que Fray Domingo de las Casas ofició la primera misa después de la fundación de la ciudad en 1538. En su construcción intervino activamente Fray Domingo de Petrés un fraile capuchino enviado por la orden para que dirigiera las obras.


Iglesia de la Compañía, en Quito. Vista de la capilla mayor de una de las obras maestras del barroco americano. La fachada de la iglesia e de procedencia europea, especialmente italiana: desde la planta del templo, copia exacta de la iglesia del Gesù, en Roma. El altar mayor consta de tres cuerpos sostenidos por ocho pares de columnas salomónicas cubiertas de hojas, frutos y aves. 

El mayor esplendor se debe, sin embargo, a la actividad de Antonio Francisco Lisboa (1730-1814), más conocido por el Aleijadinho, mulato hijo de Manuel Francisco y de una negra. El Aleijadinho es, sin duda, el escultor y arquitecto más genial nacido en esa parte de América en todo el transcurso del siglo XVIII. En esta región de Minas Gerais -Sabara, San Juan del Rey- parece ser el autor de graciosas y equilibradas iglesias. En Congonhas do Campo se encuentra como escultor de los “pasos” de un Calvario, pero, sobre todo, de esos doce famosos profetas que constituyen hoy lo más conocido de su arte. Su obra maestra es San Francisco de Ouro Preto, en que todo da la impresión de ser de él, desde la planta resuelta en curvas hasta el medallón finísimo en piedra gris (pedra savao) del centro de la fachada. Otro artista importante es Manuel Francisco de Araujo, arquitecto del Rosario de Ouro Preto y de San Pedro en la vecina ciudad de Mariana.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Arquitectura colonial

Para comenzar hay que distinguir dos colonizaciones francamente distintas: la española y la portuguesa. En la española, tres zonas culturales, tres “mundos” se imponen enseguida: a) el Caribe, especie de mar “Mediterráneo de América” de donde partieron los conquistadores; b) la totalidad de Centroamérica, desde California hasta Panamá; c) toda la América del Sur a exclusión del Brasil. Así que éstas serán las tres grandes zonas que se visitarán en este recorrido por la arquitectura colonial.

Capilla del Rosario, en la iglesia 
de Santo Domingo (Puebla). De
estilo barroco mexicano, está con-
siderada una obra maestra de la 
arquitectura de esta ciudad.

 Como se tendrá ocasión de comprobar más adelante, la inmensa mayoría de obras de la arquitectura colonial pertenecen al siglo XVIII. De este modo, desde mediados del siglo XVII, el estilo barroco tomó fuerza en América Latina sobre todo en los actuales territorios de México y Guatemala y en las ciudades peruanas de Cuzco y Lima. Pero el arte decorativista, fruto del mestizaje entre el barroco y las tendencias artísticas autóctonas, tuvo en las tierras volcánicas de Centroamérica una característica singular: la horizontalidad de los edificios, a causa de la actividad sísmica. En la arquitectura urbana se distinguen los edificios masivos, de muros anchos y torres bajas para resistir la actividad telúrica de la zona, así como las quinchas o entramados de cañas atadas y aglutinadas con barro.

Catedral de Santa María la Menor. en Santo Domingo. Fue iniciada en 1523 por el obispo Geraldini, un italiano que había sido preceptor de los hijos de los Reyes Católicos. Construida por canteros y escultores llegados inmediatamente después de descubrimiento del Nuevo Mundo, su estilo Renacimiento, tan europeo y tan puro, la convierten en algo excepcional en América. Fue la primera catedral que se construyó en el continente y en ella descansaron los restos de Colón. 

Por otro lado, también es preciso hablar del urbanismo que surge a raíz de la llegada de los conquistadores. La labor urbanística de los españoles y los portugueses a su llegada a América se desarrolló en varios planos: el asentamiento de los colonizadores en las ciudades existentes y en las de nueva fundación, la labor doctrinal y la defensa de su comercio. El modelo de ciudad adoptado en el Nuevo Mundo fue el que imponía el estilo barroco en Europa, donde la urbe se concebía como símbolo del poder absoluto de los reyes y se estructuraba en torno a un centro constituido por una gran plaza, la plaza mayor, y se distribuía en manzanas y amplias calles de trazado en cuadrícula. Sobre esta base, los colonizadores adaptaron para sus fines los grandes núcleos indígenas y fundaron otros nuevos.

Asimismo, la preocupación por la seguridad del comercio se manifestó en la planificación de las ciudades costeras, construidas todas ellas con un carácter defensivo siguiendo la tradición de las fortificaciones militares. La Habana, Cartagena de Indias, San Juan de Puerto Rico y Veracruz, entre otras, contaron con murallas y castillos preparados para la defensa.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Antigua, capital del barroco latinoamericano

Fachada de la catedral de Antigua, iniciada en 1669, 
sorprende por la pureza de su estilo español y por 
la simplicidad de sus lisas columnas sobre zócalos de
los que todo énfasis ha desaparecido. 
El centro artístico por excelencia del barroco latinoamericano fue Santiago de los Caballeros de Guatemala, hoy Antigua o Antigua Guatemala, situada a sólo 42 km de la actual capital guatemalteca. Esta ciudad, que en la actualidad está incluida en la lista de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, fue por entonces capital de una audiencia que abarcaba algunas provincias del sur de México y los actuales Guatemala, Nicaragua, Costa Rica, Honduras y El Salvador.

Las sucesivas reconstrucciones de la antigua capital centroamericana, debidas a los repetidos terremotos que asolaron la ciudad, dejaron en sus calles el ejemplo de varios estilos como el plateresco, el herreriano y el manierista, pero sobre todo del barroco, trabajado fundamentalmente por el arquitecto Diego de Porres. Este arquitecto fue el encargado de reconstruir los edificios dañados por el terremoto de 1717 y de proyectar y construir nuevas obras, entre las que destacan los edificios del convento de Santa Clara, la Escuela de Cristo, la Fuente de las Sirenas y la iglesia y el convento de Nuestra Señora del Pilar de Zaragoza Capuchinas, en cuya fachada se nota la sobriedad propia del estilo herreriano.

Tras la muerte de Diego de Porres y con los terremotos de 1751, se inició el período final del barroco en esta ciudad, que produjo todavía algunas interesantes manifestaciones en la nueva capital de Guatemala, llamada Nueva Guatemala de la Asunción, establecida en 1776. La ermita de San José y Capuchinas, así como el uso de plantas y elementos tradicionales en las viviendas, son muestras en la capital guatemalteca de la nostalgia por el estilo predominante en Antigua.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La preeminencia del siglo XVIII

El siglo XVIII representa, sin exagerar, el 70 o el 80 por ciento de lo que queda del conjunto que construyeron los colonos a lo largo de toda la América española. Hay razones para esta preeminencia: del siglo XVI quedan pocos monumentos. Muchos de ellos y otros muchos del siglo XVII fueron agrandados o enriquecidos en el XVIII. Después, pese a la relativa contribución del neoclásico, puede decirse que la historia eclesiástica se detuvo. Es lógico que los edificios que sobresalen aún hoy pertenezcan en su inmensa mayoría al siglo XVIII y esto desde California hasta el sur de Chile.

Fachada de la catedral de Zacatecas (México). Ejemplo del barroco colonial, aquí se muestra un detalle de la fachada de estilo churrigueresco, con una exuberante y rica decoración de vides y angelitos sobre columnas salomónicas que flanquean las imágenes de los santos. Fue construida entre 1730 y 1752.


Catedral de Oaxaca (México). Vista parcial de la fachada de estilo barroco del siglo XVIII, que fue construida entre 1741 y 1752. Está formada por tres cuerpos rematados por un frontón curvo con la Virgen en una hornacina central rodeada de varios santos.

En aquel tiempo, América Central y el Caribe habían prosperado en tal forma que ello repercute en la arquitectura: nuevos palacios urbanos, conventos de ciudad y de campo aparecen como resultado de algunas inmensas fortunas, especialmente las logradas en la explotación de minas. No es casual que Guanajuato, San Luis Potosí, Zacatecas y Taxco sean ciudades enriquecidas por la minería. En todas esas ciudades se construyen en el siglo XVIII suntuosas catedrales e iglesias. En la Ciudad de México se encuentra una primera oleada que ofrece edificios importantes como el santuario de Guadalupe, La Profesa o el llamado Palacio de la Inquisición. Más tarde será el momento del Sagrario Metropolitano -al lado de la catedral, como es costumbre-, obra maestra del andaluz Lorenzo Rodríguez (1704-1774), que hace triunfar en él esa pilastra en forma de trapecio alargado que se conoce con el nombre de estípite.

Iglesia de San Cayetano, en Guanajuato (México). Detalle de la fachada de esta iglesia, también conocida por La Valenciana, nombre de las minas de oro y plata que tuvieron su auge productivo en la segunda mitad del siglo XVIII. Decididos a dotar a la población de un templo tan rico como las minas, sus propietarios iniciaron su construcción en 1775 sobre un crestón de la veta madre, utilizando piedra rosa de una cantera cercana. En 1788 concluyó esta obra, digna representante del  arte churrigueresco.

El introductor de esta variante barroca de la columna salomónica fue, en realidad, otro andaluz, Jerónimo Balbás, que lo había empleado en un retablo. Es la época también del magnífico portal de la iglesia de la Santísima Trinidad, del Colegio de las Vizcaínas y de la capilla de Balvanera agregada a la antigua iglesia de San Francisco. Al norte de la Ciudad de México se levanta entonces el convento de San Martín de Tepotzotlán cuya fachada es de 1760-1762. El templo que se encuentra detrás es anterior en un siglo, pero la fabulosa decoración de retablos gigantescos dorados de arriba abajo, es también de mediados del siglo XVIII. En fin, el último episodio mexicano del barroco comporta obras como la capilla del Pocito, obra del arquitecto Guerrero y Torres (1792), posible autor también de la iglesia de la Enseñanza (1772-1778).

El resto de México arde en un chisporroteo cuyas mejores luces serán las iglesias de Tlaxcala, las de Oaxaca (incluyendo la catedral), las de Morelia, Guadalajara, Querétaro, Guanajuato (especialmente La Valenciana). Quizá la más armónica de todas sea, sin embargo, la de Santa Prisca (1748-1758), en Taxco, que, aunque un poco anterior, parece resumir las virtudes del estilo.

Iglesia de Santa Prisca, en Taxco (México). Construida por Diego Durán entre 1748 y 1758 por encargo de José de la Borda, rico propietario de una mina de plata, toda su ornamentación revela la preferencia que los criollos de las pequeñas ciudades sentían por el gusto mestizo, frente al barroco europeizante de las capitales.

Es imposible en breve espacio dar cuenta de la profusión de monumentos erigidos durante el siglo XVIII en esa parte de América. Baste señalar la hermosa y proporcionada catedral de La Habana, los conventos de Santa Clara, de las Capuchinas y la Universidad, en Antigua. Igualmente es inútil recordar que se ha hablado aquí de la arquitectural gran programa”; hay siempre otra paralela y “espontánea” que ha servido para construir iglesias, capillas y millares de casas cuyo origen puede remontarse a modelos andaluces o nórdicos de España, según sean abiertas sobre patios y galerías o concentradas y provistas de balcones protuberantes para protegerse del clima. Este fenómeno se volverá a encontrar también en América del Sur.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Las grandes ciudades precolombinas

Vista de la gran plaza del Zócalo, en Ciudad de México, con la catedral Metropolitana y el palacio de Gobierno al fondo. 
En el urbanismo de las grandes ciudades precolombinas como Tenochtitlán, la actual Ciudad de México, o Cuzco, la capital inca, se aprovecharon los edificios emblemáticos indígenas para situar en ellos los nuevos centros de gobierno y de culto religioso. Así, el antiguo centro ceremonial de Tenochtitlán se convirtió a partir de la llegada de los españoles en la plaza mayor, la catedral y el palacio del virrey.

Respecto a los nuevos asentamientos, la construcción en la América hispana se rigió por una serie de Instrucciones y Ordenanzas que constituyeron un modelo urbanístico incluso en Europa. Entre tales normas se contemplaba no sólo la necesidad de elegir un emplazamiento idóneo con agua, materiales de construcción cercanos, tierras aptas para el cultivo y fáciles comunicaciones, sino también las dimensiones de la plaza mayor y los edificios representativos que ésta debería albergar (catedral, palacio del virrey, cabildo, etc.), la ubicación de las plazas menores y el carácter monumental de los edificios que se habían de erigir para que los indígenas comprendieran que los españoles habían llegado para quedarse.

De esta manera, los fundadores de cada ciudad ocuparon los palacios construidos en las plazas mayores, y las calles circundantes tomaron el nombre de sus vecinos más sobresalientes. Excepciones al trazado en cuadrícula, el más empleado, fueron las ciudades mineras, como fue el caso de Zacatecas (México) o Potosí (Bolivia), cuya ordenación se efectuó en función de los caminos más aptos para el traslado de los minerales, y las misiones.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Las escuelas de imagineros

A partir de la segunda mitad del siglo XVI comenzaron a desembarcar en América Latina obras de arte europeo para decorar los nuevos edificios civiles y religiosos. Poco después llegaban también los primeros pintores y escultores, la mayoría de ellos procedentes de España, Flandes e Italia.

En el área andina, el paso del jesuita italiano Bernardo Bitti por Lima y Cuzco dio inicio a la difusión de los conocimientos artísticos europeos, en su caso de estilo manierista tardío. La posterior llegada de Mateo Pérez de Alesio y de Angelino Medoro, quienes trabajaron en Lima, Santa Fe de Bogotá y Quito, consolidó las influencias italianas sobre artistas posteriores, entre ellos Gregorio Gamarra, Lázaro Pardo Lago y Luis Riaño.

Catedral de Córdoba (Argentina). En contraste con el clasicismo de la fachada, ejecutada bajo la dirección de Blanqui, la gran cúpula, construida a mediados del siglo XVIII por el arquitecto sevillano Vicente Muñoz, es un perfecto ejemplo de dinamismo barroco. Las cuatro torrecillas angulares, que sirven de contrafuertes a la enorme cúpula, están inspiradas en el románico castellano-leonés. 

A esta corriente se superpusieron ya a mediados del siglo XVII las influencias flamenca y española, debidas a las obras enviadas desde España de los talleres de imaginería de Francisco de Zurbaran y Juan de Valdés Leal. Exponentes de esta fusión fueron los artistas Juan Espinosa de los Monteros, orientado a la corriente flamenca, y Martín de Lozaiza y Marcos Ribera, estos dos inspirados en la obra del pintor español José de Ribera.

Ruinas de la iglesia de la misión de San Ignacio, en Misiones (Argentina). Aquí se ven los restos de la fachada de la iglesia, que los jesuitas construyeron y que formaba parte de la misión fundada por la Compañía en los territorios de las actuales repúblicas de Argentina y Paraguay, a fin de evangelizar a los indígenas. 

⇦ Iglesia de San Francisco de Asís, en O uro Preto (Brasil). Esta ciudad es una joya arquitectónica debido a la concentración de edificios que están suntuosa y profusamente ornamentados, de ahí que la UNESCO  la haya proclamado Patrimonio de la Humanidad en 1980. Uno de los tesoros es esta iglesia, en la que intervino el famoso Aleijadinho, quien, a pesar de su discapacidad física realizó verdaderas maravillas en ésta y otras edificaciones de Ouro Preto. 



A la labor de estos artistas se sumó la de los pintores indígenas, que desde el principio firmaron sus obras y trabajaron en colaboración con los artistas extranjeros. Los pintores de la escuela cuzqueña combinaron las formas decorativas indígenas con las europeas, sobre todo con las de la escuela flamenca, siempre ricamente decoradas en oro.

Sin embargo, la consolidación de la pintura indígena como estilo diferenciado no se produjo hasta la irrupción de Diego Quispe Tito, nacido en 1611, quien se inspiró en los ejemplos derivados del manierismo, aunque su obra fue clave para la escisión entre las tendencias españolas y autóctonas.

El trazo fino, la influencia de los grabados flamencos, la abundancia de elementos decorativos en los trajes, rasgos que definen en su conjunto a la escuela cuzqueña de pintura, fueron precisamente los elementos que caracterizaron la obra de esta figura de la plástica andina. Otros pintores indígenas de interés fueron Casilio de Santa Cruz y Juan Zapata, este último inspirado en la obra de pintores españoles.

Catedral de San Pedro de los Clérigos, en Recite (Brasil). Fachada de estilo típicamente colonial, que presenta los dos campanarios y una entrada principal en el centro con ornamentos barrocos. Una característica de esta iglesia es el patio dispuesto en forma de cuadrilátero con el atrio escalonado y dos calles laterales que se van estrechando a medida que se alejan del patio. Llamada también plaza del libramiento y del tercio, esto indica la función comercial que antiguamente se le daba a este espacio al acabar la trilla. 

En Bogotá, ya en el siglo XVIII, destacó Gregorio Vázquez de Arce, el principal seguidor de la escuela sevillana de Murillo en América, junto con el mexicano Juan Rodríguez Juárez, en tanto que en Quito los mejores representantes de la pintura americana fueron Miguel de Santiago y Nicolás Javier de Goribar.

La trayectoria de la escultura ornamental, en un estilo extremadamente recargado, sería similar a la de la pintura. En México destacó el español Jerónimo Balbás, autor del retablo mayor de la iglesia del Sagrario; en Guatemala, Quirio Cataño y Juan de Chávez y en Quito, Bernardo Legarda. En Lima ejerció una notable influencia la obra del escultor de la escuela sevillana Juan Martínez Montañés.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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