Punto al Arte: Obras realismo
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Las Espigadoras


Las Espigadoras, de Jean-François Millet, constituye una de las obras fundamentales del realismo.

Fechada en 1857, el artista desarrolla en ella un tema constante de su creación pictórica: los campesinos. El cuadro descubre el aspecto menos bucólico del trabajo rural haciendo hincapié en el social, un motivo que prevalecerá siempre como verdadero interés del pintor. Tres campesinas trabajan el campo iluminadas por una tarde crepuscular que infiere dramatismo a la escena -la aplicación de la luz, a su vez, es una de las características que permite la relación de Millet con el movimiento impresionista.

Las mujeres, ataviadas con la vestimenta típica normanda, recogen inclinadas los restos de la cosecha, el trabajo más duro y menos reconocido entre las tareas rurales.

La posición de las campesinas -una de ellas, la que se encuentra a la izquierda del cuadro, apoya su mano en la espalda dolorida- y la hora en que se manifiesta la escena, dan cuenta de la fatiga que representa su labor. Sin embargo, Millet sitúa los personajes en primer plano, en una actitud de estoicidad introspectiva y silenciosa, otorgándoles de esta forma un carácter heroico. Al fondo de la tela podemos observar los almiares y una carreta cargada; más lejos, las casas.

Los colores, de gran vivacidad, en el conjunto compacto que forman las figuras de las campesinas, se encuentran acentuados por la leve tonalidad del resto de elementos que completan la composición. En la actualidad la obra se encuentra en el Musée d’Orsay, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El puente de Mantes


No es sencillo determinar el lugar que ocupa Camille Corot dentro de la historia de la pintura. Algunos especialistas lo consideran heredero del codificador del paisajismo neoclásico, Pierre-Henri Valenciennes, y último de una línea de pintores que continuaron trabajando una estética nacida en el siglo XVIII, mientras que otras opiniones no menos justificadas lo sitúan como uno de los precursores fundamentales del movimiento impresionista.

El puente de Mantes, realizada entre 1868 y 1870, es una de las últimas obras llevadas a cabo por Corot.

El pintor había trabado una sólida amistad con un magistrado de Mantes, Louis Robert, y desde 1855 acudía casi cada año a la región. La costumbre que adoptó el artista se debía tanto al afecto que sentía por su amigo como a la belleza que había encontrado en el puente medieval, que representó en una docena de oportunidades desde diferentes ángulos y puntos de vista.

En este ejemplo en particular, Corot ha abandonado un poco la atmósfera vaporosa, la difusión y las modulaciones líricas de sus composiciones paisajísticas habituales para hacer hincapié en los motivos arquitectónicos que contiene. La rigidez geométrica del pétreo puente no impiden, sin embargo, expresar la “ingenuidad y originalidad únicas” de Corot que Baudelaire distinguió en 1845.


El contraste de la materia con la que están constituidos cada uno de los elementos del cuadro, despierta en el espectador una sensación de serenidad y armonía que el pintor supo trasmitir en la mayoría de sus obras. La fragilidad, la fluidez, el juego de sombras difusas, de reflejos y sombras más sostenidas del paisaje, pueden establecer en este caso, sin ningún tipo de obstáculos, una relación directa entre Corot y el impresionismo.

El pintor ha representado en El puente de Mantes una orilla del Sena situada en Mantes-la-Jolie, con la gran audacia de ocupar el primer plano de ella con simples troncos de árboles que, a la vez, conceden el ritmo de la composición y destacan la luminosidad del segundo plano. Asimismo, la figura cortada de los árboles puede interpretarse como un recurso tomado de la fotografía que, más tarde, su gran admirador Edgar Degas se encargaría de desarrollar en profundidad.

La nota de color del hombre solitario de sombrero rojo que ocupa la embarcación próxima a la orilla, confiere a la composición un sutil equilibrio. En el fondo podemos apreciar, bajo un cielo de delicada tonalidad, una colina y un par de casas.

Tanto en sus paisajes como en sus otras representaciones pictóricas -fue un retratista de primer nivel, admirado por Degas, Van GoghGauguin y Cézanne- Camille Corot conserva siempre una serenidad que pasa por naturalidad, una sensibilidad estética que, en el fondo, procede de una visión ordenada y poética del mundo que no necesita ningún argumento.

Esta obra puede considerarse como representativa de ese eslabón que une -o separa, como hemos observado al principio-, el neoclasicismo del impresionismo. Este óleo sobre tela, cuyas medidas son 38 x 55 cm., puede contemplarse en el Musée du Louvre, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El vagón de tercera clase



Hijo de un vidriero con ambiciones de poeta, el joven Honoré Daumier se vio obligado a interrumpir sus estudios muy pronto para ganarse la vida. Con sólo doce años Honoré comenzó a trabajar como mensajero de un ujier en el Tribunal de Justicia y, más tarde, fue empleado como asistente en la librería Delaunay del Palacio Real. De forma paralela, Daumier empezó a tomar clases en una academia de dibujo donde, inmediatamente, Alexandre Lenoir, ilustre fundador del Museo de Monumentos Francés, reconoció al joven su capacidad.


Aunque tal vez menos voluntaria que perentoria, la precocidad de Daumier se sumó a sus habilidades artísticas, dando como resultado, por una parte, un profundo conocimiento de las diferentes clases sociales que se interrelacionaban en su propio medio y, por otra, una gran capacidad de observación para retenerlas y reproducirlas. Esta condición de lucidez y sensibilidad es la que más adelante le permitió llevar a cabo obras de arte como El vagón de tercera clase (Le Wagón de Troisiéme Classe).



Ante todo, Honoré Daumier era un agudo crítico. Prestigioso y ácido caricaturista, fue, posiblemente, el primero de los artistas que se sirvió de medios de comunicación masivos, como revistas satíricas, para difundir su mensaje político de manera simultánea con su estilo pictórico. Dueño de una profunda conciencia social, en El vagón de tercera clase, como en gran parte de sus trabajos, el pintor marsellés desarrolla un tema reivindicativo de manera magistral: la dura vida de las clases populares en las grandes ciudades.





La dosis de sordidez que Daumier aplica en esta obra a sus personajes genera en el espectador una sensación de ternura que contrasta profundamente con la sofisticación industrial del tren -vehículo que, a la vez, les sirve de escenario social y de fondo-. Realizada entre 1862 y 1864, esta litografía confirma la inclinación del pintor hacia las causas que promueven la igualdad. La naturaleza grotesca en los rasgos de sus personajes, es una característica desarrollada a través de su condición de eximio caricaturista pero también el resultado de su gran admiración por la obra de Goya.



Entre los pasajeros del tren podemos observar en primer plano y en el centro, estratégicamente ubicado en la parte inferior de la tela, a un muchacho de clase popular durmiendo. A su izquierda, un hombre con las manos apoyadas sobre su bastón y el sombrero a su lado, medita en un gesto de fatiga que puede significar resignación o indolencia. A la derecha del muchacho, el hombre inflamado de altanería que lleva bombín, con la vista puesta en algo más alto, parece soportar la situación de homogeneidad que le impone el vagón con histriónica arrogancia.



En los asientos de detrás, el resto del pasaje convive sin apenas observarse: un hombre de sombrero de copa mira con entusiasmo el paisaje de fuera, lo mismo que la mujer que se halla frente a él pero sin establecer un diálogo entre ambos. La otra mujer de la escena tampoco parece interesada más que en sus propios pensamientos. Al fondo de la escena, a la derecha, un anciano con los ojos cerrados ha cedido al cansancio.

El trazo contundente y dinámico, los contrastes pronunciados y el poder de síntesis de Daumier, dejan claro el porqué de la admiración que más tarde despertó en muchos expresionistas. La obra mide 23 x 33 y pertenece a la colección Oskar Reinhart en Winterthur (Suiza).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El estudio del pintor


En una carta dirigida a su amigo, el coleccionista Alfred Bruyas, Gustave Courbet manifestaba: “Tiene treinta figuras de tamaño natural. Es la historia moral y física de un taller. Están todas las personas que me sirven y que participan en mi trabajo. La titularé primera serie, porque espero hacer pasar por mi estudio a toda la sociedad y expresar mis inclinaciones y mis repulsas. Tengo dos meses y medio para terminarlo y, por tanto, será preciso que vaya a París para hacer desnudos, de modo que en total me quedan dos días para cada figura. Usted se da cuenta de que no voy a divertirme (…)”. Se refería a su obra El estudio del Pintor (L’atelier du peintre), que él mismo había subtitulado Alegoría real de siete años de vida artística. La pintura significa para numerosos críticos un manifiesto del Realismo y, curiosamente, representa la única obra alegórica de todas las realizaciones de Courbet.

La escena del lienzo se desarrolla en el estudio de Courbet en París y está dispuesta en tres grupos: en el del centro, él mismo, el artista; a la derecha, sus amigos, y en el centro aquellos a los que se refirió como quienes medraban con la muerte, no sólo sus enemigos y las cosas que él combatió, sino también los pobres, los desposeídos y los perdedores. En el fondo del cuadro se intuyen dos de sus obras castigadas por la crítica (La vuelta de la feria y Les Baigneuses); a la izquierda un chino, un judío, un veterano de la Revolución Francesa, un obrero, una irlandesa y un cazador furtivo, en quienes veía representados a los perdedores y explotados, los que permitían que sus enemigos vivieran y medraran.

El cazador furtivo que aparece en primer término no es otro que Napoleón III, contrario al ánimo republicano del pintor. Detrás de la tela donde trabaja el artista, un crucificado, símbolo del arte académico, relegado a segundo plano por Courbet y reemplazado por la obra realista que se encuentra pintando. Sobre una mesa a la izquierda, una calavera representando a los críticos que determinaban los gustos populares de la época.

El niño que está de pie junto al bastidor representa la inocencia y franqueza que Courbet prefiere frente a la opinión supuestamente culta. La mujer, representa la Verdad desnuda guiando el pulso del artista. Situadas a la derecha figuran las personas más queridas y respetadas por el autor: en el grupo de cuatro hombres de negro, Alfred Bruyas, el socialista Joseph Proudhon, Urbain Cuenot y Max Buchón. No identificados específicamente, junto al vano de la puerta, una pareja de jóvenes amantes representan el Amor libre y un matrimonio burgués el Amor mundano. La figura central es la del escritor Champfleury, realista literario.

El hombre leyendo en la mesa a la derecha es Baudelaire, detrás de él, junto al espejo, la figura de su amante, Jeanne Duval. El niño arrodillado en el suelo dibujando sobre un trozo de papel, como el otro niño, tampoco ha sido limitado por la rigidez moral, y se dedica sólo a copiar, uno de los principios básicos del Realismo.

El óleo, del año 1855, mide 360 x 600 cm. y se encuentra en el Musée d’Orsay, París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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