Punto al Arte: Escuela de París
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París, capital del arte

En los primeros años del siglo XX se instalan en París muchos artistas que habrían de marcar una época: en el año 1900 llegan Picasso, González y Eugéne Zak; en 1901, Serge Férat; en 1903, Marcoussis; en 1904, Brancusi; en 1905, Pascin, Coubine y Kars; en 1906, Bela Czobel, Juan GrisModigliani, Severini, Marie Blanchard y Souza Cardoso; en 1907, Hayden; en 1908, Csaky, Survage, Archipenko y Makowski; en 1909, Lipchitz y Zadkine; en 1910, Chagall y Kisling; en 1911, Giorgio de Chirico y Pevsner; en 1912, Charcoune; en 1913, FoujitaSoutine.

La aparición del fauvismo en 1905 y del cubismo en 1907 y el paso fulgurante de los Ballets Rusos, a partir de 1909, crean un clima excepcional de experiencias que se verá frenado por la guerra de 1914, aunque sin sufrir una interrupción total. Al terminar el conflicto, aquel clima cobra nuevo vigor, con una turbulencia un tanto desordenada, pero aquellos años de combates bélicos habrán tenido también sus efectos: la mayor parte de los artistas extranjeros, incluso los alistados en las tropas francesas, prosiguen con sus audaces tentativas junto con otros franceses que, al igual que aquéllos, aspiran con avidez a encontrar nuevas expresiones en el seno de un mundo que busca otro destino. Son los primeros pasos del arte abstracto, la explotación del cubismo, del fauvismo y del expresionismo, que dejan de ser algo excepcional gracias a una difusión cada vez mayor, y cuya búsqueda de la originalidad se convierte en habitual.


El pueblo, de Chaïm Soutine (Museo de l'Orangerie, París). Como máximo representante del expresionismo francés supo trasladar a sus obras todo lo que esta corriente artística preconizaba: "...descubrir las imágenes torturadas puede ser 'saludable' para el que lo lleva a cabo, que se libera así de lo que dice tener dentro. Y de la misma manera, la complacencia del espectador es también grande, pues él espera que precisamente la angustia convierta el paisaje ordenado en un caos".


Retrato de una joven, de Moïse Kisling (Museo del Petit Palais, Ginebra). Este pintor polaco, nacionalizado francés, fue miembro destacado de la Escuela de París. Influido por Vlaminck y Derain, en sus inicios pintó sobre todo cuadros de estilo impresionista, tendencia que posteriormente abandonó para dedicarse a composiciones de gran realismo y precisión en el dibujo, caracterizadas, sobre todo, por su colorido brillante. Como representante del expresionismo parisino, Kisling quiso interpretar la melancolía interior, pero no a través de imágenes "torturadas", como se pone de manifiesto en este sereno retrato de mujer.

El gran desnudo


En El gran desnudo (Le Grand Nu), Amedeo Modigliani recurre a la temática constante de su producción artística: el desnudo femenino, que dominará prácticamente sus últimos trabajos. En torno a 1915-1916, casi en las postrimerías de su vida, Modigliani vuelve al desnudo, un género que ya había tratado en su etapa de mayor dedicación a la escultura.

Si en los desnudos de sus primeros años destaca la rígida estilización, característica de la estatuaria negra, que tanto influyó en las vanguardias de las primeras décadas del siglo xx, las obras posteriores son un alarde de sensualidad, como en el caso de la presente obra, realizada entre 1917-1919, donde combina con gran armonía el erotismo y la exquisitez pictórica.

El peculiar encuadre corta la figura a la mitad de los muslos y hace que su cuerpo inunde casi toda la tela. A pesar de que aparece en la típica pose de la "Venus púdica", la modelo se muestra, por lo general, en una actitud de abandono ausente que no hace sino aumentar su carga erótica. Modigliani sitúa la figura perfectamente en su contexto. El rostro se resuelve con unas pocas líneas para así desplazar la atención a la plenitud del cuerpo, modelado con una combinación de contornos sinuosos, de un trazo negro intenso y una pincelada empastada, que crea un ambiente de evidente sensualidad.

En este sensual desnudo femenino resalta, como en la mayor parte de sus obras, el alargamiento suave de la figura, la ausencia de espacio tridimensional y la aparente tosquedad de la técnica. Aunque todos sus retratos presentan un parecido familiar por su elegante languidez, su uso proviene de formas derivadas del arte primitivo o arcaico.

En contraste con la naturaleza abstracta del lecho, realizado a base de toques gruesos y perceptibles, el cuerpo se modela con una pincelada minuciosa que se demora en toda una gama de colores suaves y cálidos.

Modigliani encierra la figura adormecida y melancólica en una línea de contorno delicado y curvilíneo que aviva la superficie y hace rebosar su erotismo. La sumerge en la opulencia de un espléndido cuerpo femenino que invita al espectador, transformado en un voyeur, a recorrerlo.

Esta concepción del desnudo, como motivo de contemplación gozoso, tiene en los modelos clásicos renacentistas, sobre todo en las Venus de TizianoGiorgione, o más tarde en Velázquez, ilustres antecedentes.

La temática de sus lienzos no pasaría que hizo retirar una parte de los cuadros expuestos en la galería Berthe Weill, donde en diciembre de 1917 celebra su primera y única muestra individual. Más que la representación elocuente del vello púdico, cabe pensar que lo que resultó intolerablemente inmoral y obsceno fue la apacible exhibición de un cuerpo desnudo sin alegorías ni eufemismos; algo que, con un escándalo similar, había hecho, varias décadas antes, Manet con su Olimpia. El conocido como "pintor maldito", por la incomprensión total de su arte, parece despedirse del mundo con estas figuras pletóricas de vida.

Este óleo sobre lienzo, de 72,4 x 116,5 cm, se encuentra en el Museum of Modern Art de Nueva York (MOMA).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Del respeto por la naturaleza a la reivindicación del realismo

Paralelamente a esta difusión de ideas revolucionarias, muchos jóvenes artistas franceses que, antes y durante la guerra, se habían sentido interesados por las audacias del cubismo, se convirtieron en grupos de sentimientos e ideas profundamente agitados. Sintieron entonces la necesidad de abordar los problemas del arte con mayor seriedad que turbulencia, de enfrentarse con la naturaleza para comprenderla mejor y no para renegar de ella o maltratarla. El arte lo conciben menos como un juego del espíritu inventivo que como una toma de conciencia de la realidad. La acción de muchos de ellos está sellada por cierta gravedad, una gran discreción y, al propio tiempo, por la aceptación de la soledad en nombre de la independencia. Su obra conserva estrecho contacto con la naturaleza y muchos de ellos invocan el ejemplo de Cézanne, no por las posibles deformaciones que en él descubrió el cubismo, sino por el análisis del paisaje, por su luminosidad estable y por su clasicismo instintivo.


Las bañistas, de Amedée de la Patelliére (Museo Nacional de Arte Moderno, París). La obra de Patelliére, perfectamente representada por este lienzo, pintado en 1930, representó, al igual que la de Dunoyer de Segonzac, un retroceso con respecto a los estilos poscubistas y de la primera abstracción que marcaron poderosamente el arte de su tiempo.

No participan de la fiesta permanente de Montparnasse y prefieren una existencia más tranquila, casi burguesa. Se les ve atentos, serios, abandonando con frecuencia la ciudad para ir a trabajar al campo. Su cordura no es un paso atrás, una postura cómoda para resucitar el academicismo; es una forma de afirmación personal en contra de las nuevas convenciones suscitadas por los últimos afanes.

Dunoyer de Segonzac (1884-1974) es la ilustración más brillante de este retorno a una forma de tradicionalismo vivo. En los alrededores de París o de Saint-Tropez, encuentra la ocasión para expansionar una serenidad a un tiempo grave y ligera que le convierte en un pintor indiferente a las teorías. Entroncado con este temperamento y de análogas cualidades, es Luc-Albert Moreau (1882-1948), artista que ha tenido un papel de primer orden en la revalorización de la litografía. El recuerdo de la guerra y sus tragedias le condujo a tratar casi únicamente escenas de trincheras. A estos dos nombres hay que añadir el de Boussingault (1883-1943), también él artista serio sin austeridad, sensual sin vulgaridad.


La calle del Mont-Cenis, de Maurice Uírillo (Museo de Nacional de Arte Moderno, París). Especializado en pintar paisajes urbanos, este cuadro corresponde su mejor período, cuando en 1907 se desvinculó del impresionismo e inició una nueva etapa conocida como el "periodo blanco", caracterizada sobre todo por el uso del blanco de cinc y por una amalgama de yeso mezclado con arena y cola. Hijo natural de la pintora Suzanne Valadón, que le enseñó todo su arte, en 1891 fue adoptado por el pintor y escritor español Miguel de Utrillo. En una segunda etapa se limitó a repetir incansablemente sus primeras obras, especialmente los sugestivos paisajes de Montmartre.

Siguiendo la estela de este grupo homogéneo y amistoso, se encuentra a muchos otros pintores que merecen el título de "Pequeños maestros", tanto por la naturaleza de su sensibilidad, como por el exacto dominio de un oficio muy en consonancia con sus medios y con los temas que tratan: Céria (1884-1955), Daragnés (1886-1950), Vergé-Sarrat (1880-1966); Gernez (1888-1948), amante de las luces nacaradas del estuario del Sena, además de autor de desnudos y de ramilletes de flores, en una atmósfera acolchada de poesía un tanto misteriosa. Todavía han sido más olvidados artistas que en su tiempo merecieron y gozaron de cierta reputación: Henri Ottmann (1877-1927), que enriquecía sus naturalezas muertas con irradiaciones de los colores del prisma; Maurice Asselin (1882-1947), con sus flores discretamente conjugadas con armonías de gris; Fierre Laprade (1875-1932), todavía más virtuoso que Asselin en los grises, pero aplicándolos a la evocación de tiernas figuras femeninas en silenciosos interiores o en jardines un tanto mágicos; Louise Hervieu (1878-1954), que destaca por la suntuosidad de sus dibujos negros y blancos en ramilletes e interiores misteriosos. Y agregúese a Georges Bouche (1874-1941) que, con enormes empastes, ofrece paisajes o naturalezas muertas de sordas armonías, como bañados por la bruma de un ensueño.


La habitación azul, de Suzanne Valadon (Museo Nacional de Arte Moderno, París). La vocación pictórica y las dotes naturales de esta muchacha, que se ganaba la vida posando como modelo para los pintores, fueron extraordinarias. El realismo de sus retratos acusa, como en éste, pintado en 1923, una visión crítica de la vida y de las personas.

Otro grupo, un poco más joven, muestra mayor afición por la tierra, por los paisajes: La Patelliére (1890-1932) rehuye la exteriorización y los alegres coloridos del impresionismo, y prefiere el misterio, el silencio de las penumbras campestres y su poesía impreganada de gravedad; Savin, con parecidos temas, resulta mucho menos austero e incluso se torna voluntariamente truculento. En él, los colores pardos de La Patelliére se iluminan de rojo. Lotiron (1886-1965), Gérard Cochet (1888-1969), Savreux y Guastalla (1891-1968) procuran con igual discreción plasmar la apacible armonía de los lugares y su soledad sin dramatismos.

Además de estos hombres de la ciudad que descubren la poesía de los campos franceses y de la vida lenta, se pueden añadir aquellos otros pintores que vivieron en Montmartre y se formaron en su atmósfera de islote rodeado por la gran ciudad: todos ellos quedaron sellados por su carácter de aldea olvidada y su supervivencia con medios modestos. Utrillo (1883-1955) es su vedette miserable y casi genial: miserable por su vida y su involuntario hundimiento en las ruinas del alcoholismo; genial por su instinto que le permite redescubrir, casi sin maestro y sirviéndose a menudo de postales, el encanto y el color refinado de las viejas estancias, de las paredes leprosas, las enternecedoras soledades de las ciudades del extrarradio, de sus iglesias dormitando en las plazuelas desiertas.


⇨ Mujeres en el aseo, de Maurice Briandon (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Tanto en esta delicada composición, fechada en 1930, como en el resto de su producción artística, este pintor francés, que realizó sobre todo lienzos de carácter intimista, se mantuvo dentro de los cauces académicos de las Escuelas de Bellas Artes.



Es cierto que su principal maestra fue su madre, Suzanne Valadon  (1867-1938), artista sorprendente, antigua modelo de Degas y Renoir, que llegó a ser una gran dibujante y pintora de poderosa originalidad en la observación y de gran vigor en la ejecución. Junto a estos dos artistas, sensiblemente influidos por ellos y tratando los mismos paisajes de Montmartre, se pueden citar a André Utter (1886-1948), Quizet (1885-1955), Maclet y a Leprin (1891-1933), éste más independiente.

El mismo respeto por la naturaleza se lo vuelve a encontrar en muchos pintores franceses de la generación siguiente, la nacida en torno a los años 1900-1910. Entre ellos resulta más difícil que con sus predecesores, establecer una jerarquía y hallar una personalidad que despunte claramente sobre las demás. Su presencia constituye una amplia corriente no carente de unidad, en presencia de auténticas creaciones que revelan indiscutibles cualidades, tanto en lo que concierne a la percepción del mundo exterior, como a su representación. Cada cual se expresa con medios seguros, con un lenguaje personal y gran honradez. Esta generación, por el tranquilo individualismo que la define, no ha tenido ocasión de agruparse en torno a ruidosas proclamas y alborotadas exposiciones, ni de seguir a un guía, ya que cuantos la componen no son capaces de imponer a los demás su forma de ver las cosas. De hecho, estos hombres, que proporcionan la anécdota necesaria a su colorismo matizado parecen adherirse individualmente a una prudente tradición, dan muestras de mayor independencia que quienes se lanzan por caminos revolucionarios pero que implican someterse a teorías colectivas.


Artesianas con traje de fiestade Yves Brayer (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Este pintor y dibujante francés, miembro del grupo de "La realidad poética" (Peintres de la realité poétique), ejecutó, sobre todo, paisajes  de vivo colorido de las ciudades de Provenza, Italia y España, y también algunos retratos como éste, de colores matizados.

Mucho más tarde, estos pintores se agruparán con el título general de "La realidad poética", término que, a falta de nada mejor, puede aceptarse, puesto que resulta parcialmente la idea que tienen en común y evita la dificultad de reunirlos en una doctrina estética. El único grupo que es posible encontrar entre ellos posee esencialmente una significación amistosa e incluye a Raymond Legueult (1898-1971), Roland Oudot (1897-1981) y Briandon (1899-1979). De hecho, sus obras son muy diferentes: Legueult, con sus escenas irisadas, soleadas, radiantes como fuegos artificiales; Oudot, más duro, tenaz, con una materia rugosa, rica en superposiciones, con sus cielos azules como un decorado de fondo en un escenario; Brianchon, con una paleta más mortecina, que concuerda con los contrastes de sus colores claros y acentúa el silencio en el que envuelve sus composiciones o sus frescos paisajes.


Un puerto, de Bernard Buffet (Galerie Garnier, París). Este conocido pintor y grabador francés otorgó a sus obras, con la ayuda de un cromatismo de tonos fríos, una atmósfera de melancólica, que le permitió transmitir la visión desoladora que tenía del mundo. Además de esta obra, fechada en 1972, realizó varias series de grandes cuadros, ilustraciones para obras literarias y decorados para el teatro. A pesar de la repetición incansable de la misma fórmula, la vasta obra de Buffet alcanzó una alta cotización en el mercado. Este hecho pone de manifiesto las contradicciones entre arte y especulación que vivimos actualmente y a las cuales no escapa ningún país.  


Interior, Francis Gruber (Colección Jacques Lassaigne, París). Esta obra, pintada en 1948, pone de manifiesto la concepción trágica y descarnada que este pintor posexpresionista tuvo de la época que le tocó vivir. Sus escuálidos desnudos femeninos reflejan el dramatismo y la dureza de los acontecimientos que se produjeron durante la II Guerra Mundial.

Yves Brayer (1907-1990), fervoroso amante de países soleados, pinta con idéntica facilidad el exotismo mexicano, los palacios italianos o los paisajes provenzales. Su pintura conserva el tono de las cosas captadas a lo vivo, incluso en el caso de las composiciones más ordenadas. Limouse (1894-1990), gusta emplear el color en fuertes empastes. Por el contrario, Cavaillés (1901-1977) proporciona a su pintura al óleo una finura casi transparente, como de acuarela. Planson (1898-1981) explora los mismos paisajes que Dunoyer de Segonzac, pero con una visión más clara y, al igual que éste, se detiene en ocasiones en una sensualidad sonriente en la pintura de desnudos. Terenchkovitch aligera la consistencia de seres y cosas y, con pequeños toques claros, da la impresión de pintar su centelleo. Despierre (1912-1995), dando muestras de una sutilísima percepción de la naturaleza, semejante a la de su padre Céria, se orienta poco a poco hacia un arte más razonado, confirmando con ello un deseo de redescubrir los senderos de un nuevo clasicismo.


Peceras, de André Minaux (Galerie Garnier, París). Esta obra, pintada en 1969, a pesar de su evidente realismo, parece tomar la geometría como tema primordial, ya que combina distintas formas geométricas para crear la composición. Pero Minaux no fue el único que mantuvo esta preocupación por los equivalentes geométricos de las figuras, ya que a lo largo de los siglos y especialmente en la primera mitad del siglo XX, fueron muchos los artistas, animados por Cézanne, que hicieron de la geometría su motivo de inspiración.



Caillard y Aujame (1905-1965) saben descubrir en la materia de la pasta un ardor expresivo que permite manifestar un florecimiento físico y espiritual a la vez; utilizando, junto con Caillard, la cálida brillantez que proporcionan los temas del norte de África, aunque sin dejarse arrastrar por su exotismo fácil Aujame descubre el misterio de los sombríos bosques de Auvernia, o el extraño rostro de las piedras esculpidas de modo insólito por el tiempo. Se tiende a olvidar en exceso a esta corriente que fue servida por numerosos artistas, por lo que es de justicia citar aquí a otros como Poncelet, Sabouraud, Clairin, Berthomé Saint-André, Couty y Zendel.

Hacia el año 1935 se constituye un grupo que expresa claramente sus intenciones colectivas con el título de 'Tuerzas nuevas". Con Rohner (1913-2000), Humblot (1907-1962) y Lannes (1911-1940), su voluntad de respetar la naturaleza sin menospreciar la aportación de las experiencias de las épocas anteriores a la guerra, permite adivinar en el trasfondo el recuerdo del cubismo y, sobre todo, de Roger de La Fresnaye. Estos artistas no intentan producir la ilusión de una improvisación o de una sensación espontánea, sino que desean que el orden que imponen aparezca como algo natural y no sea obligatoriamente destructor. Por ello, procuran dar a sus composiciones un ritmo que no elimine la sensación de vida y que, en Humblot, llega hasta acentuar el sentimiento dramático, o en Rohner, la obsesión de la geometría poética.


La mejor parte, de Michel Ciry (Colección Galería de París). Este cuadro, pintado en 1966, recoge en una imagen los principios del nouveau roman, una corriente literaria de vanguardia surgida en Francia hacia la década de 1950. La figura del personaje, como la mujer aquí representada, pasó a considerarse un mero artificio, caracterizada, sobre todo, por "estar ahí". 

En esta misma época, Francis Gruber (1912-1948) aborda también el realismo con visión original, observación inquieta, dibujo agudo y crispado, como una armonía de colores que opone el rojo brillante al verde frío, creando con ello, aun en un simple paisaje, una atmósfera dramática muy especial.

Después de la guerra, esta piedad agresiva encontrará eco en los jóvenes pintores que todavía tienen presentes en el espíritu los dramas de la ocupación y ven el mundo dominado por la miseria. El joven Bernard Buffet (1928-1999), especialmente dotado y dibujante muy expresivo, surge súbitamente y se impone con rapidez. No se convertirá en adalid de ninguna escuela, porque, por otra parte, la singularidad de su dibujo sólo podría suscitar imitadores sin sugerir principios estéticos. Sin embargo, su ejemplo y el sentimiento que de él se desprende, responden claramente a ciertas preocupaciones de la época y muchos hombres de su generación siguen un sendero análogo, a veces animados por las orientaciones que predica el partido comunista en favor de un arte calificado de "realismo socialista", al cual se someterá durante mucho tiempo Fougeron (1913-1998), mientras que Rebeyrolle (1926-2005) lo abandonará muy pronto para seguir más libremente los impulsos de su temperamento explosivo.


⇦ Desnudus, de Jean Dubuffet (Colección Fundación Dubuffet, París). La obra de este artista se centró en lo que él mismo definió como art brut (arte en bruto), es decir, un arte ejecutado por personas "carentes de cultura artística, que permiten que afloren en sus trabajos todas sus experiencias interiores, sin dejarse influir por las trivialidades del arte clásico o del arte de moda". Para Dubuffet, mitificar el arte poniéndolo a la altura de las actividades sublimes para diferenciarlo de las manifestaciones que displicentemente se denominan folclor, era simplemente una estupidez. Así pues, en su afán por defender estas ideas, él y sus seguidores inventaron sus propias técnicas y hasta aportaron materiales inéditos.



De hecho, esta proposición política encontrará escaso eco y la mayoría de los jóvenes realistas mostrarán pronto su independencia, sin renunciar, empero, a explorar los aspectos patéticos de la sociedad de posguerra. De Gallard (1921) introduce en sus melancólicos paisajes de suburbio, la tímida sonrisa de unos rayos de sol y algunas ramas floridas. Minaux (1923-1986) verá cómo su inspiración popular se va despojando progresivamente, depurándose hasta que resalten sus cualidades poéticas: Guerrier (1920-2001) y Verdier (1919) conservarán, por el contrario, una escritura voluntariamente dura, subrayando con trazo fuerte las estructuras de paisajes o naturalezas muertas. Aizpiri (1919) juega con oposiciones de colores y fragmentaciones de superficies para imaginar seductoras arlequinadas. Más dramáticamente aficionados a rostros ansiosos de miradas tensas, Jansem fija las silenciosas esperas de miserias resignadas y Michel Ciry (1919) las de las desesperantes riquezas de fe, ambos apoyándose en un dibujo incisivo.

Esta afirmación de realismo adquiere una forma menos social, pero no menos consciente en una iniciativa del pintor Kischka, caracterizado por sus obras sólidamente estructuradas, que crea el Salón des Peintres Témoins de leur Temps, cuyo programa consiste en exponer obras en las cuales "el hombre esté presente y sea reconocible, lo que es una forma de compromiso sin significación política, si bien tiene un valor moral, un valor de manifiesto, en oposición al desarrollo rápido e incontenible, en la posguerra, del arte llamado abstracto o no figurativo. Entre los más fieles expositores que aportaron sus obras en este Salón, Mac Avoy (1907-1991) se distingue por sus retratos que, aparte del exacto parecido, siguen de un modo fiel esta idea de conjugar el hombre y su entorno.
La estancia turca, de Baltusz Klossowski de Rola, llamado Balthus (Museo Nacional de Arte Moderno, París). La obra de este pintor francés, de origen polaco, autor de bodegones, paisajes y retratos de gran colorido, se caracteriza por una composición rigurosa que recuerda los viejos maestros. Uno de sus temas preferidos fue la figura femenina adolescente, de la que aquí se tiene una bellísima muestra.

Resulta difícil incluir a unos cuantos artistas en alguna de las categorías, aun las más amplias: Jean Dubuffet (1901-1985), cansado de experiencias demasiado sabias y de teorías muy inteligentes, ha intentado encontrar un lenguaje más simple, más natural, y creyendo redescubrir el frescor de cierta ingenuidad, no ha podido ocultar su propia inteligencia y su misma habilidad. Su fantasía y su imaginación, siempre alertas, le han conducido, tras algunas tentativas de esgrafiados, a la reconstrucción de un mundo vivo de formas que se imbrican y se engendran, a la manera como lo hacen las moléculas que forman un cuerpo.

A Balthus (1908-2001), a falta de mejor precisión, se le incluye a veces en el surrealismo, pero se distingue de él por los medios empleados, por su intención de aparente banalidad de las formas utilizadas; sin embargo, por su manera de inmovilizar el instante, infunde en sus obras una atmósfera extraña, dañina, una inquietud latente, y siempre deja presentir la reciente o próxima presencia de un momento dramático. Bissière (1888-1964), escapado del cubismo, ha sido un iniciador particularmente eficaz para muchos jóvenes pintores y uno de los inventores más sensibles de un arte que parece no figurativo, a pesar de que en él se percibe la presencia constante de la naturaleza. André Beaudin (1895-1979), hábil en construir un espacio animado de realidad geométrica, ha creado una poética de las formas muy personal. André Marchand (1907-1998) prosigue, solitario, sus experiencias para captar lo inaprensible de la naturaleza, el duro brillo del sol convertido en luz negra en paisajes provenzales, o los fluidos movimientos de aire y agua envolviendo a pájaros y toros en La Camargue. Carzou (1907-2000), descubridor de sueños transparentes, de redecillas milagrosas, dibuja en el espacio paisajes de bosques, ciudades y castillos, sin densidad, sin materia, frágiles y mágicos como una tela de araña bañada por la luz.


Composición, de Roger Bissière (Museo de Arte Moderno, Troyes). Este pintor francés, que se Inició en el cubismo, y que posteriormente tendió hacia un estilo más poético, claramente influido por Paul Klee, acabó pintando cuadros abstractos de vivo colorido. En sus obras, al igual que otros pintores contemporáneos suyos, como Dubuffet y C. Byren, el signo cobra un sentido lingüístico. A partir de 1945 también utilizó trapos cosidos con cuerdas.

Después de la guerra de 1939 se produjo un doble movimiento bastante parecido al que siguió a la guerra de 1914: por una parte, una ampliación de los sistemas innovadores que rechazan con brusquedad los aspectos más tranquilizadores de los años precedentes; por otra parte, una defensa de las concepciones tradicionales, sin perjuicio de enriquecerlas con las libertades conseguidas, conjugándolas con lo que ya existía, y no oponiéndolas. Así, pues, jóvenes artistas como Lesieur (1922), Genis (1922-2004), Commére (1920-1986), Bardone (1927), Sarthou (1911-2000), Michel Rodde (1913), Morvan (1928) y también Savary (1920), Sébire (1920-2001), Bellias (1921-1974), Guiramand (1926), Brasilier (1929) y Pollet (1929), se lanzan por un sendero semejante al que siguieron, quince o veinte años antes, los pintores de "La realidad poética", pero aportando una transposición más libre, más ligera, una visión más trémula, algo que les acerca a Pierre Bonnard y al impresionismo.

Otros -a menudo por un afán de simplificación-muestran vagas reminiscencias del cubismo y del fauvismo, a pesar de que evidencien una gran independencia: Marzelle (1916), Mouly (1918), Bezombes (1913-1994), Schurr (1921), Bierge (1922-1991), Boussard (1915), De Rosnay (1914), Du Jannerand (1919), Friboulet (1919-2003), Baron-Renouard (1918),Yankel (1921). Con cierto sentido del misterio, Capron podría ser incluido en el surrealismo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

La escuela de París

A finales del siglo XIX, el creciente prestigio de las nuevas escuelas había empezado a atraer a París a los artistas extranjeros, iniciando un proceso que se acelerará a principios del XX. Todos ellos se agrupan, podría decirse que se aglutinan, en dos barrios: Montmartre y Montparnasse. En Montmartre la mayoría se instalan en un extraño edificio llamado le Bateau-Lavoir, en el que Picasso mostró a algunos amigos Las Señoritas de Aviñón. En Montparnasse se encuentran en los cafés del cruce rué Vavin-boulevard Raspan (el "Dame", la "Rotonde" la "Coupole") o a la hora de comer en el modesto restaurante de Rosalie; los más pobres viven en una extraña construcción circular llamada la Ruche, reconstruida cerca de los mataderos de Vaugirard con elementos procedentes de la Exposición Internacional de 1900.

Jovencita de azul, Chaïm Soutine, (Mu-
seo de Israel, Jerusalén). Los retratos de 
este pintor francés de origen ruso pare-
cen una cruel caricatura.

De este modo, llegan a París artistas de toda Europa, de Estados Unidos, de México, de Japón... que conformarán un mundo artístico de libertad, bohemia y melancolía que es, sin duda, uno de los períodos artísticos más fecundos y fascinantes de su tiempo. El contacto de los recién llegados con los cubistas influyó bastante en la formación de sus estilos, en los que la sensibilidad hacia el color y la imaginación se impusieron al esquema intelectual.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El horror de la guerra

El relevo, de Luc-Aibert Moreau (Museo Nacional de Arte Moderno, París).
Tras la Gran Guerra se produjo el definitivo estallido del cubismo debido a la rápida evolución que siguieron los pintores cubistas en su forma de ver e interpretar el mundo y el arte. Esta aceleración de un proceso que se estaba gestando desde hacía algunos años fue debida, como es lógico, a un acontecimiento histórico de tal magnitud que sacudió los cimientos de la sociedad europea de la época.

Pero una contienda mucho más terrible estaba por llegar. Cuando se creía que la civilización progresaba hacia un horizonte mejor y más justo, el nazismo vino a demostrar que la barbarie podía ser mucho más salvaje en una sociedad desarrollada y culta como era la de Europa.

Las consecuencias de la II Guerra Mundial aún perduran en nuestro mundo de hoy, y uno de los efectos más importantes que tuvo en el arte de la posguerra fue cargar de ansiedad y desazón las obras de muchos artistas, que no podían cerrar los ojos ante la tragedia que había supuesto un conflicto que acabó con la vida de cincuenta millones de personas. Pero además de esa "reacción emocional", la división del mundo en los bloques capitalista y socialista, así como la hegemonía que alcanzó los Estados Unidos, tendrían consecuencias a más largo plazo.

De esta forma, surgirán nuevas vanguardias y en la segunda mitad del siglo XX la capitalidad del arte pasará de París a Estados Unidos.      

(Museo Nacional de Arte Moderno, París)

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

Una renovación más allá de la pintura

Sería imposible enumerar a todos los artistas que, durante la primera mitad del siglo XX, desempeñaron un papel activo y eficaz dentro de esta colectividad que fue la Escuela de París, de igual modo que no se podrían enumerar todas las teorías que en su seno se elaboraron, todas las fórmulas de arte que en ella se experimentaron. Todo era tentador para esta multitud en fermentación, y el deseo de cambio, de superación, de redescubrimiento, tenía que incitar a los artistas a ir más allá de la pintura de caballete y orientar sus búsquedas hacia otros oficios, otros temas. Muchos de estos pintores se hicieron grabadores, ilustradores de libros, decoradores de teatro, diseñadores de tapices y vidrieras, ceramistas, dibujantes de tejidos de moda o diseñadores de muebles e incluso escultores.

En consecuencia, este gran movimiento de renovación ha dado un empuje excepcional a todas las disciplinas. Más que los artesanos, a menudo han sido los pintores -a veces de acuerdo con los coleccionistas- quienes han renovado profundamente los aspectos y las técnicas.

El cielo, de Jean Lurçat (Mobilier National, París). Este artista, considerado el verdadero renovador de la técnica del tapiz, alejó este arte de lo pictórico y de las representaciones tradicionales de perspectivas y volúmenes, para reducirlo a sus auténticas cualidades: textura, color y temática simbólica. Las premisas de Lurçat: el empleo de nuevos materiales (nilon, lino, acero, cobre, cuerdas, etc), la utilización de una gran diversidad de procedimientos (bordados, collages, asseblages) y la ruptura con su dependencia del muro, para convertirlo en una obra autónoma, sentaron las bases de la evolución que aún se está experimentando en la actualidad, como se evidencia en las obras de la polaca Magdalena Abakanowicz, la yugoslava Jagoda Buic, la catalana María Teresa Codina y la estadounidense Sheila Hicks. 

Así, después que los grabados en madera de Gauguin transmitieran una visión más primitiva, Derain y Raoul Dufy aportaron a esta disciplina un acento y unos medios totalmente imprevisibles. Louis Jou fue el iniciador de esta técnica para muchos pintores que, tras la guerra de 1914, darían un impulso inesperado al libro de lujo y a su ilustración. La renovación del grabado sobre cobre debe mucho a J. E. Laboureur y a Dunoyerde Segonzac; la litografía, a Luc-Albert Moreau. Manteniendo el respeto por las tradiciones, consiguieron introducir numerosas ideas y fórmulas nuevas.

Lelia Caetani (joven en un parque) de Balthus (Colección privada). Una escena de la vida cotidiana, tema predilecto de este autor, que lo encuadra dentro de la tendencia del realismo fantástico más que en la del surrealismo, corriente que siempre le interesó. En esta obra, el artista muestra su capacidad de congelar un instante en el que el personaje parece estar meditando.  

⇦ Music-hal1 des Champs Éiysées, de Paul Colin. Aunque la aparición del cartel respondió en un principio a motivaciones comerciales, no tardó mucho tiempo en convertirse en motivo de inspiración para numerosos artistas, sobre todo después de la aparición de la litografía, a finales del siglo XVIII, que permitió, sin duda, generalizar su difusión al poderlos imprimir en serie. Esta obra, realizada en 1925, entronca con el estilo que adoptaron los primeros dibujos animados, que en Francia contaron con las valiosas aportaciones de Émile Cohl y Émile Raynaud.



Daragnès, pintor y grabador, tan hábil artesano como artista refinado, ha desempeñado un papel de primerísimo orden en la creación del estilo del libro moderno. Antes de la guerra, el pintor Paul Deltombe había pensado rejuvenecer los medios y los temas del tapiz. Más tarde, Paul Vera propone composiciones más originales, luego llega Jean Lurçat y a una gran amante del arte, Madame Cuttoli, corresponde el mérito de haber empezado a renovar profundamente el repertorio estético en este campo, mientras que Jean Lurçat ha vuelto a encontrar y ha interpretado en forma moderna las más sanas tradiciones técnicas. Su actuación ha sido considerable, no sólo por la calidad de sus obras, con las simplificaciones que representan, sino también por el ejemplo dado con la irradiación de este dinamismo que ha arrastrado a artistas, artesanos, industriales y al público, a un auténtico renacimiento, con todo lo que esto implica simultáneamente de riquezas en el descubrimiento y de mediocridad en la imitación torpe.

⇦ Bacante, de Leon Bakst (Museo Nacional de Arte Moderno, París). Este diseño en 1911 para el ballet Narcisse de Serge Djagilev, responde a la ruptura que el gran maestro ruso de ballet estableció con respecto a la tradición italofrancesa de finales del siglo XIX, restableciendo la igualdad de los cuatro componentes en la escenificación: libreto-poesía, música, decorados y coreografía.

En los orígenes de la renovación de la vidriera encontramos, entre otros, al pintor Jacques le Chevallier, asociado a Louis Barillet. Con sus vidrieras blancas, presentan las primeras cristaleras adaptadas a la arquitectura geométrica de Mallet' Stevens. En cuanto a la cerámica, André Metthey fue quien solicitó a Matisse, BonnardVan DongennRouaultVlaminckk, Derain y a algunos otros la decoración de platos y vasijas.

El arte del cartel tuvo también una gran expansión, y no sólo por las aportaciones de los pintores. Aunque a finales del siglo XIX la contribución de éstos fue considerable, en especial por parte de Toulouse-Lautrec, Bonnard y Steinlen, tampoco se puede subestimar el papel de especialistas tales como Chéret y, en los inicios del siglo XX, de Cappiello. Después de la guerra, surge un nuevo equipo que, dando muestras de cualidades excepcionales, adapta los últimos hallazgos de la pintura. Paul Colin, Cassandre, Jean Carlu y Loupot, se revelan como creadores llenos de imaginación y talento.

⇦ Pour le désarmement des nations, de Jean Carlu (Colección privada, París). El cartel se convirtió, en la primera mitad del siglo XX, cuando aún no se contaba con los medios de comunicación actuales, en uno de los medios fundamentales utilizados por la propaganda. Francia fue el país en que alcanzó mayor auge y su evolución corrió paralela con las diferentes tendencias pictóricas. Numerosos artistas franceses de la época realizaron carteles como éste diseñado por Jean Carlu en 1930.



Tal vez en la decoración teatral fuera donde la aportación de los pintores resultase más espectacular y más directamente activa. Con los Ballets Rusos y el efecto deslumbrador que causaron en 1909, Sergej Djagilev demuestra hasta qué punto la contribución del pintor, estrechamente asociada a la elaboración de un espectáculo, puede producir resultados originales y superar la función accesoria hasta entonces otorgada a trajes y decorados. Después de haber comenzado con la revelación de pintores rusos -Bakst, Alexandre Benois, Golovin, Korivin, Bilibin y luego Gontcharova y Larionov (estos dos últimos habían llegado a París después de haber creado el rayonismo en Rusia)-, Djagilev se dirige sin tardanza a los pintores ya conocidos en la sociedad parisiense: Picasso, Braque, Derain, Matisse. Paralelamente, Jacques Rouché, director del Théâtre des Arts, y luego de la Opera, revelaba los pintores Máxime Dethomas, Rene Piot, Drésa y, más tarde, Cassandre. Los Ballets Suecos contribuyen a esta búsqueda, con BonnardLéger, Rouault, Chirico. Los teatros de vanguardia (Copeau, Baty, Dullin, Jouvet) formarán nuevos equipos con pintores que muy pronto serán ya auténticos especialistas: Barsacq, Touchagues, Jean Hugo, Vakalo, Christian Bérard, Yves Alix y Paul Colin. En este campo, se ha conseguido un brillante palmarés, ya que ha sido posible asistir a una eclosión comparable a la de la pintura, pero manteniendo cierta autonomía respecto a ésta.

Decorado para Le Bal Masqué, de André Barsacq. En este decorado realizado para el "Théatre de 1' Atelier" de París, Barsacq rompe claramente con los diseños detallados e históricamente documentados, que reproducían la realidad con gran minuciosidad a finales del siglo XIX, para trabajar libremente dentro de las tendencias pictóricas del momento. A principios del siglo XX se introdujeron en este campo nuevas posibilidades y, durante el expresionismo, se siguió aumentando la abstracción mediante el empleo, incluso, de proyecciones. 

Vestido veraniego, de Pierre Brissaud para La Gazette du Bon Ton. Las revistas de moda y demás publicaciones también se hicieron eco de las tendencias artísticas que dominaban en la época, como se pone de manifiesto en esta bella ilustración, que permite ver perfectamente el diseño del vestido y los complementos. Posteriormente, estos dibujos fueron sustituidos por·fotografías.

No hay que subestimar el papel desempeñado por el snobismo en esta eclosión general. La clase social, responsable de la orientación de la moda y de la dirección del gusto en general, después de haberse visto atraída por las tranquilizadoras convenciones acádémicas, descubre a principios de siglo el placer de lo imprevisto, incluso la alegre excitación del escándalo. Un joven poeta, Jean Cocteau, se convierte muy pronto en consejero con amplio auditorio, y sus entusiasmos proporcionan mayor resonancia a unas experiencias que, sin su apoyo, habrían sido efímeras. De este modo, la suntuosidad de los Ballets Rusos se ve prolongada en los espectáculos de los Soirées de París, montados por el conde Etienne de Beaumont; la moda encuentra su lugar dentro de un arte joven gracias a las fantasías de un Paul Poiret que, en este campo de la elegancia ampulosa, había sido precedido por el equipo de diseñadores reunido hacia 1912 en torno a La Gazette du Bon Ton: Brissaud, Lepape, Martin, Marty, Brunelleschi, Benito y algunos otros incorporaron las modernas audacias con un refinamiento que a menudo alcanza los niveles del preciosismo.

Las cerezas, de Georges Lepape. Este delicado y precioso dibujo, realizado por uno de los diseñadores que trabajaron para La Gazette du Bon Ton hacia 1912, aún muestra cierta influencia del orientalismo del art noveau, que hacia esta época mantenía su recuerdo vivo en la ciudad de París gracias, entre otras muchas cosas, a los accesos y pabellones del metro realizados por Hector Guimard.

En resumen, todos los artistas importantes de esta época han participado en esta expansión multiforme y han cooperado a despertar las técnicas enraizadas en las rutinas heredadas del pasado, sometidas a la monotonía. Han introducido en ellas una savia estimulante, cuyas posibilidades no tardarán en ser comprendidas por los técnicos. Picasso, Chagall, Dufy y Léger, entre otros, figuran entre los más prolijos, los más curiosos en experimentar todas las disciplinas.

Con este papel de entrometidos, aportaron tantos descubrimientos -incluso puede decirse tanto talento- que parecen haber hallado de nuevo las formas más vivas de la creación artística, aquellas que ilustraron Holbein, Le BrunRubens y da Vinci, sin dejarse limitar por ellas, y encontrando, por el contrario, en cada técnica, nuevos pretextos y estímulos.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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