Punto al Arte: 04 La pintura egipcia
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La pintura egipcia

La evolución de la pintura de los egipcios nos permite recorrer los hitos técnicos y estéticos que han marcado la historia del arte de la Antigüedad. En los albores de la civilización egipcia, la pintura se encuentra al servicio de la religión, y nos sorprende la renuncia a encontrar en esta manifestación artística un fin en sí mismo y una posibilidad de puro goce estético y de orgullo por parte del artista, aunque éste, poco a poco, conseguirá ganar espacios de libertad para expresar toda su capacidad creativa.

Vaso predinástico
(Museo de Montserrat, Barcelona).
Lo más sobresaliente de esta pieza,
fechada en el año 3000 a.C., es la
decoración esquemática formando
grandes espirales por todo el cuerpo
del vaso. 
Ello no impide, como se verá, que las pinturas que proceden de la civilización egipcia hayan alcanzado cotas de virtuosismo, perfección técnica y sensibilidad que aún hoy, miles de años después; puedan maravillar. Por ello, deben ser contempladas corno un acto de escritura los murales que se han encontrado en las tumbas con representaciones sobre la vida cotidiana del difunto y los peligros que le esperan en su trance hacia la otra vida, el gran terna de la pintura egipcia.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Las convenciones

En el momento en que el morador de las riberas del Nilo se puso a machacar el extremo de una caña para hacer de ella un pincel con el que pudiera trazar sobre la panza de una vasija la imagen de la forma que deseaba representar, puede decirse que había nacido el dibujo que, en Egipto, se encuentra en la base de toda noción de silueta evocada en dos dimensiones. Porque el bajo relieve no se esculpió sin antes haber trazado con tinta su contorno: se afirmaría que las primeras manifestaciones de este arte plástico, aportadas por las famosas paletas de pizarra protodinásticas, representan una decoración en relieve que previamente había sido señalada por el pintor o dibujante.

Paleta protodinástica (Musée du Louvre, París). Esta pieza con forma de pez fue realizada en pizarra. La pintura, que durante las primeras dinastías no se utilizó con mucha profusión, vio su máximo apogeo a partir del Imperio Nuevo. 
Incluso antes de que apareciese el bajo relieve, las vasijas de cerámica de finales del neolítico ya venían decoradas con una pintura designada con el nombre de "nagadiense" o "nagadense" (de acuerdo con los nombres de las localidades a las que fue atribuido su tipo). Se trata de vasijas que, después de una larga evolución de su técnica y su forma, estaban destinadas a contener ofrendas alimenticias en tumbas relativamente primitivas. Estas tumbas todavía no contaban con capillas con las paredes decoradas, como será el caso de épocas posteriores, y se puede tener la certeza de que era este recipiente principal, el que estaba ornamentado con la escena esencial para el culto funerario y las necesidades post mortem del difunto.

Aún no ha surgido ningún texto de aquella época, lo cual no permite comentar la intención del ritualista. Sin embargo, tal intención resulta evidente, ya que los temas representados en las cerámicas constituyen un auténtico leitmotiv con el que estaba estrechamente relacionado, según parece, el destino de ultratumba de su beneficiario. El marco, en el cual muy bien podría situarse al difunto, es el célebre paisaje del Nilo de aquel Egipto ya en plena opulencia, extensamente regado por una riada generosa en la que flotan numerosas embarcaciones de múltiples remos.

Terracota egipcia (Museo Egipcio, Berlín). En este recipiente de terracota, procedente de Nagada (3500 a.C.), el motivo de la ornamentación es un estilizado hipopótamo. Desde sus orígenes los egipcios se inspiraron en el mundo natural que les rodeaba y, de forma bastante esquemática, lo reproducían tanto en sus obras de arte como en sus objetos cotidianos. 
Aquí y allá sobresalen islotes por encima de las aguas, y las orillas cubiertas de arena aparecen pobladas de cazadores que se enfrentan al animal salvaje, pescadores que arrastran sus redes, el hombre al acecho de la trampa en la que ya han caído prisioneras las patas de los animales. Al hipopótamo le han clavado el arpón, el avestruz y el ibis galopan, la palmera y el áloe crecen libremente. Todo ello se encuentra en la primera tumba decorada de la protohistoria egipcia, ubicada en Hierakónpolis, donde la pintura ha invadido la pared y, sobre el barro recubierto con un fondo blanquecino, ya no aparece únicamente el trazo: se utiliza el ocre del desierto y la blancura hace resaltar las siluetas que estaban coloreadas con negro intenso.

En los albores de la historia, pues, la pintura ha adquirido carta de ciudadanía. Pero habrá que esperar a las primeras composiciones murales del Antiguo Imperio para que, junto al blanco y al negro, se introduzcan también, en la gama de colores, los ocres rojos y amarillos, los azules y los verdes, que producirán -puede apreciarse en el magnífico friso de las ocas de Meidum- un arco iris de tintes excepcionales, mezclados unos con otros, que pasan por los más suaves y refinados matices.

Fragmento de tela de lino con una pintura, hallado en la necrópolis de Gebelein (Museo de Turín). La figura, perfectamente reconocible, es una embarcación con remeros. Se fecha hacia el 3500 a.C., durante el período predinástico. Es el primer de pintura como técnica independiente, es decir, no aplicada a la cerámica y, si se exceptúan las pinturas rupestres prehistóricas, puede decirse que se trata en realidad de la primera pintura de la historia del arte. 
En el umbral de la historia de Egipto, la pincelada del artista fue capaz de representar, dentro de perfiles de una precisión tan audaz como ingenua, todo el conjunto de seres humanos, animales y elementos inanimados, mediante una técnica que recuerda mucho la que, más tarde, los especialistas utilizarán para las sombras chinescas. Los volúmenes se adivinan gracias a la redondez de determinadas formas, y la perspectiva se intuye de modo semejante a como se emplea en la actualidad para dar sensación de lejanía. Sin embargo, a pesar de que la aparición del dibujo es anterior al III milenio a.C., habrá que esperar hasta el período de la revolución cultural y religiosa amarniense, de Tell el-Amarna (hacia 1380 a.C.), para que los artesanos tengan derecho a transgredir e incluso infringir determinadas leyes religiosas que regían en toda figuración.

Esta rigidez legal apunta a que el dibujo y la pintura egipcios, de este período faraónico, no parece que llegaran a estar nunca al servicio de una expresión artística, que tradujera únicamente la emoción que un egipcio podía experimentar ante una línea armoniosa o en presencia de determinado fenómeno que impresionara sus sentidos. Tampoco el hombre del Nilo -entre el delta y la segunda catarata del río- se ha servido de formas ni de colores para describir un sentimiento personal, una impresión, siquiera confusa, o sus aspiraciones íntimas.

Friso de las ocas de Meidum (Museo Egipcio, El Cairo), que data de principios de la IV Dinastía, hacia el 2700 a.C. Es uno de los primeros murales del Antiguo Imperio que introduce junto al blanco y negro una gama de color de refinados matices. En él se utilizaron pigmentos en su estado natural: óxido de hierro para los rojos y marrones; malaquita y azurita para los verdosos y azules. La extraordinaria exactitud de la representación permite estudiar en detalle, como si se tratase de la página iluminada de un libro de zoología, al "chenalopex", la oca del Nilo. 
La pintura y el dibujo son primordialmente una escritura, aunque una escritura ornamental que no sirve para expresar una confidencia, ni para transmitir, mediante su-lenguaje, un mensaje estético; es un medio, un auténtico instrumento para crear, de acuerdo con los preceptos religiosos, un "ambiente", un mundo que hay que presentar distinto de como aparece; las alusiones pintadas le permiten existir en un plano diferente a la disposición del muerto. En diversas ocasiones se ha dicho que el egipcio, en general, jamás produjo arte por el arte: la pintura no es una excepción a esta regla.

No obstante, eso no impedirá nunca que un pueblo tan dotado como el egipcio se sienta profundamente enamorado de la pureza de una línea, la armonía de una forma, el equilibrio de la composición, el inigualable juego de colores. Posee una sensibilidad artística innata, un refinado gusto casi sin tacha y una habilidad lindante con el virtuosismo. A ello se añade la natural amenidad de carácter del egipcio, pacifico y poeta, contemplativo -capaz, por naturaleza, de analizar lo que le sirve de espectáculo-, amante de la vida familiar y sociable con los demás. El humor no le resulta extraño, la sátira discurre por sus venas.

Princesa comiendo un pato asado (Museo Egipcio, El Cairo). Figura compuesta en un bajorrelieve amarniense, que representa un momento cotidiano en el que una joven está disfrutando del alimento. 
El énfasis de la expresión, el entusiasmo de un país soleado, la afectividad a veces llevada a extremismos hacen que se afirme exteriorizándose más, tal vez, que cualquier otro pueblo, aunque, sin embargo, con una moderación y contención notables. Su espíritu religioso y el telón de fondo de una magia que es un "instrumento en sus manos", le incitarán a trazar, en una síntesis extraordinaria, cuantas formas y colores hay que evocar para que el objeto quede perpetuado, para que la acción tenga cumplimiento y la intención alcance su fin.

Por lo tanto, el dibujo y la pintura no son más que escritura. Pero cuando, abandonando el trazo simple, el artista se convierte en pintor y penetra en el campo de los colores, estas convenciones desempeñan su papel a modo de fuegos de artificio, ya que la expresión coloreada es también un género de escritura, un lenguaje mágico y nada se deja a la aventura ni a la improvisación.

Las inundaciones del Nilo durante el reinado de Nyuserre, según un mural del templo solar de Abu Ghurab (Museo Egipcio, Berlín). Todas las épocas, todas las etapas de civilización de Egipto han estado a merced del río Nilo: la economía, la agricultura, la pesca, en fin, la vida. Las inundaciones, lejos de ser una desgracia, son la fortuna, puesto que el limo, que el río dejaba en las riberas, permitía las buenas cosechas. 
Caza del hipopótamo en un relieve mural de la tumba de la princesa ldut, en Saqqarah (2200 a.C.). Relieve que representa una escena de la vida cotidiana en su entorno natural. El conjunto muestra la riqueza zoológica, ejemplificada en los hipopótamos, los peces, de la que los cazadores esperan servirse. También hay pájaros y mangostas.
Con la pintura, se afirmaría que el símbolo queda incluso ampliado. En Egipto, el color siempre ha sido un medio de transposición de unos valores  y nociones fundamentales que corresponden a la naturaleza de los seres y las cosas, y no a su aspecto. El verde, color del papiro tierno, evoca simultáneamente frescor y juventud, y el negro es la tierra de Egipto, hecha del humus constantemente fertilizado que da vida a ambas riberas. El rojizo, por el contrario, significa la esterilidad, las arenas del desierto, en oposición a la opulencia y generosidad de la tierra arable. Por extensión, todos los seres que tienen la piel y el cabello rojizos estarán abocados al dios estéril de la turbulencia, de la agitación, de la agresividad. El blanco es la luz que apunta al amanecer, la fosforescencia que libera del poder ctónico de los demonios. El amarillo intenso representa el oro, carne de los dioses, incorruptible, imputrescible, color de eternidad. El amarillo claro se utiliza para representar las carnes de las mujeres; el moreno rojizo es el color de la piel de los hombres.

Al atender a la definición del rojo vivo como color de la sangre: es la vida concentrada; es el tabú o la se­ñal que se encuentra incluso en el trazado de los títulos literarios y que los romanos han transmitido con la utilización de la rúbrica. Queda el azul y sus dos tonalidades principales: turquesa y lapislázuli. El azul muy profundo, lejanísirno, el que forma la cabellera de todos los entes divinos, es el lapislázuli. Y la delicada turquesa de radiaciones profilácticas, que conduce al nacimiento del mundo antes de que apunte el alba, es el anuncio de una nueva vida; es la transparencia de las límpidas aguas, del océano primordial en el que va a lavarse las impurezas el dios que renacerá.

Detalle de una escena ritual en un relieve de la mastaba del visir Kagemni, en Saqqarah (2247 a. C.). Los artistas elegían decorar las mastabas con pinturas o, según la calidad de la piedra como en este caso, con bajorrelieves. El rito estaría destinado a conseguir la inmortalidad del "Ka" del difunto. 
El lenguaje de los colores en Egipto está lejos de haber sido analizado totalmente, y todavía son muchos los detalles ignorados. Un estudio detallado tal vez llegue un día a descifrar que en este país de la Tierra Amada, como en muchas otras partes del globo, los puntos geográficos podían estar representados, en la antigüedad, por tonalidades diversas. Se ha pretendido explicar el epíteto de color otorgado al mar Rojo, utilizando la noción geográfica que los árabes, al igual que los chinos, tenían de los colores: en el campo de la egiptología, se puede afirmar que los egipcios designaban muy a menudo el mar con esta expresión: "el Verdísimo".

De hecho, en Egipto el color lo cubría todo: era indispensable tanto para la obra arquitectónica, como para las demás artes, antes de los actuales tiempos modernos. En este país de sol deslumbrante que es la Tierra de los Faraones, cuanto más viva sea la luz, más violentos resultan ser los tonos: las medias tintas sólo estaban reservadas a la decoración interior. El color era la indumentaria de la arquitectura, su vestidura esencial: los complementos de la arquitectura, las esculturas exentas y el bajo relieve, también pasaban por las manos del colorista (en este caso, el término resulta más adecuado que el de pintor). Porque son muy raros los casos de relieves pintados llegados hasta la actualidad que permitan hablar de un auténtico arte del pintor.

Fragmento con piernas de hombre y perro (Museo Egipcio, Turln). Pintura mural de la tumba de Iti, en la necrópolis de Gebelein (2.200 a.C.) Se representaban las extremidades inferiores de perfil para indicar el movimiento, los hombros y el pecho de frente para recalcar la unión de los brazos, y el rostro se mostraba también de perfil con los ojos de frente. 
A su vez, en las escenas que representan una ceremonia al aire libre o un cuadro campestre, el pintor nunca pudo o quiso evocar aquella extraordinaria degradación que se produce en la suavidad del cielo, desde el horizonte hasta el cenit, en cualquier estación del año o a cualquier hora del día. Nada de eso fue recogido jamás por el pintor: era, sin duda, testigo atento de ello, pero su mente no estaba allí porque, para él y sus contemporáneos, tanto la nube como la puesta del astro eran debidos a la obra de las fuerzas contrarias al orden, que producen la perturbación o las tinieblas. Toda la decoración de las escenas representadas destaca, pues, sobre un fondo irreal, la atmósfera de otro plano, que es el del mito y el de las fuerzas ocultas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La técnica

Tanto si la pintura era aplicada sobre piedra, como sobre la muna (tapia), o incluso sobre madera, el artesano recubría previamente la superficie con una capa de "estuco", hecho de cal blanca, que los arqueólogos a menudo denominan en su argot: "enlucido de yeso". Como se ha visto, hacía un dibujo de color rojo (raras veces, blanco), y el trazo leve a veces era corregido con el pincel nervioso y de admirable precisión del maestro, que utilizaba pintura negra. El negro era de humo o de carbón (el hollín resultaba muy frágil y se adhería bastante mal a los soportes). El blanco venía dado por la caliza o por el yeso pulverizado (carbonato de calcio); el amarillo anaranjado procedía de los ocres que, todavía hoy; siembran la superficie del gebel, en particular en la orilla izquierda de Tebas. El amarillo puro era un oropimente (trisulfito de arsénico). La malaquita y la azurita proporcionaban respectivamente los pigmentos verdes y azules: muy pronto fueron sustituidas por una pasta de vidrio en polvo, obtenida a partir del cobalto, para los azules, y de óxido de cobre en especial para los verdes, mezclada con caliza y cuarzo triturados, a los que se añadía carbonato de sosa natural (esta preparación se empleó para la pintura del busto de Nefertiti). En cuanto a los rojos profundos y violentos, sólo el óxido de hierro podía proporcionar su intensidad.

Ida y vuelta de la peregrinación a Abydos de Snefru y su esposa. Esta pintura mural, realizada hacia el año 1450 a.C., bajo el reinado de Amenofis II, de la XVIII Dinastía, muestra hasta qué punto el pintor se comporta como un escriba que registra puntualmente en imá genes las escenas que le encargaba el ritualista. Todos los detalles, incluso los más especialmente anecdóticos, figuran en esta acta gráfica (tumba 96 b de las necrópolis de Tebas). 
Ramsés I entre las almas de Pe y Nekhen. Pintura mural de la tumba de Ramsés I en el Valle de los Reyes de Tebas de 1290 a.C. La figura del faraón está pintada en el centro, a la izquierda se sitúa una representación simbólica del dios Horus, con cabeza de halcón, y a la derecha el dios Anubis, con cabeza de chacal. La postura en la que se han dispuesto las figuras parece una forma ritual, ya que los tres la adoptan. 
Se necesitaba un aglutinante para que esas mezclas pudiesen adherirse al soporte elegido. Para ello se preparaba una solución con la que se conseguía una pintura al temple, a base de goma arábiga y clara de huevo, una especie de cola a la que se echaba agua en pequeña cantidad. Se ha podido descubrir el empleo, a partir de la XVIII Dinastía, de cera de abejas que, más tarde, se convertirá en el elemento esencial de las célebres pinturas a la encáustica, denominadas "del Fayum", en las que los retratos de momias, cuyo objetivo último era decorar la parte superior del sarcófago antropoide, constituyeron el lazo de unión esencial entre la evocación pictórica en color egipcia y el concepto occidental del retrato.

En cuanto al pincel, como ya se ha indicado, estaba hecho con caña (juncus maritimus) machacada en uno de sus extremos. Entraba en la composición de las brochas, mezclada con hierba halfa y finas nervaduras de hojas de palmera. Estas brochas eran utilizadas para poder extender los colores en superficies bastante extensas.

Fresco del templo de la reina Hatshepsut (Deir el-Bahari). Detalle del fresco de la capilla de Anubis en el que se representa un pato muerto. La intensidad cromática y la preocupación por el detalle se imponen en un marco idealizado. 
Los pintores preparaban los colores dentro de conchas marinas. Las paletas de los escribas, que contenían de ocho a diez cavidades para colores, eran empleadas para la iluminación de los papiros funerarios.

Durante casi toda la civilización egipcia faraónica queda demostrado que el arte de la pintura está, por encima de todo, al servicio del colorido ritual, impuesto por una religión que regula la vida de los hombres y que tiene, como fin, ponerlos en relación con el cosmos, al cual quedarán integrados, después de su paso por la tierra, si han sabido mantenerse en armonía con la Ley. En caso contrario, estaban condenados a la más completa aniquilación. Por consiguiente, aquel colorido debe ser lo más exacto posible y reconstituir el elemento necesario. De la misma manera, el material empleado por el arquitecto está en función de la significación y del papel que juega cada parte del edificio.

Relieve del templo de la reina Hatshepsut (Deir elBaharí). Bajorrelieve pintado en un pilar del templo historiando los sucesos de uno de los períodos más agitados del Imperio Nuevo (1474 a.C.). 
El umbral de basalto es el humus del que brota lo que una tierra, rica en sustancias divinas, proporcionará al hombre para su existencia material. En consecuencia, las columnas que todavía parecen brotar del suelo debían evocar las plantas. En el Antiguo Imperio, magníficos fustes de granito rosa simulaban troncos de palmera. El capitel llevaba unas marcas de colores que permitían distinguir las hojas y las flores. El techo, lo que los occidentales denominan la bóveda celeste, para el egipcio casi siempre es el firmamento plano, tal como él imaginaba el cielo, si bien es un cielo que, en la penumbra de la sala hipóstila, permitirá adivinar unas estrellas con cinco puntas rojas, amarillas o negras, conforme deban aparecer en una determinada sala del templo o en una estancia del hipogeo.

Vendimia de la tumba de Nakhti (Tebas). Detalle del mural de una escena de vendimia: campesinos pisando la uva mientras mantienen su equilibrio con las cuerdas que cuelgan de la viga. Fue realizada por el maestro de Nakhti, cuyas figuras tienen cierta rigidez, pese a la abundancia de detalles y al clima humano de las escenas. 
Mural de una tumba de Tebas (Museo Arqueológico, Florencia). Preparación del momificado para la ceremonia de purificación y tratamiento del cadáver. 
Fragmento de un mural de una tumba de Tebas (Bibliotheque Musée du Louvre, París). La pintura, hallada en la tumba nobiliaria 226, procede del La pintura egipcia 145 período de Amenofis III (1411-1375 a. C.) y reproduce unos extranjeros postrados ante el trono real. 
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los temas

No sólo la forma y los colores estaban sometidos a regulaciones muy estrictas, sino también la disposición de la decoración pintada. Por ello, el emplazamiento de una pintura, al igual que la inspiración, no se dejaba a la libre fantasía del decorador. El hecho de que en una mansión las columnas, las puertas y los frisos aparezcan a veces revestidos con colores obedecía a la intención de pintar los paneles y bastidores con las tonalidades tradicionales y protectoras, los soportes y los frisos con evocaciones de temas florales y a veces animales, siempre con el fin de proteger la morada.

Ilustración que muestra como se embalsamaban los cuerpos en el antiguo Egipto. La momificación suponía un complicado proceso de embalsamamiento del cadáver a partir de variados productos químicos y aromáticos para evitar la degradación del cuerpo. El embalsamamiento iba acompañado de un ritual religioso para reforzar la eficacia de los recursos utilizados. Finalmente se le abría la boca al cadáver para devolverle la capacidad de tomar alimentos. En estas condiciones era introducido en la tumba, su morada eterna. 
La decoración del templo y de la tumba obedecía a leyes idénticas. Y en aquellas construcciones destinadas a los seres estrictamente terrenales, las paredes aparecían casi por completo desnudas. Al parecer, en el Imperio Nuevo existe la excepción del palacio destinado a acoger la proyección encarnada del demiurgo. Por lo demás, sólo se le conoce a través de los vestigios de los palacios de Amenofis III y de Akenatón, y algunos fragmentos de cerámica barnizada con un magnífico azul turquesa, procedentes del palacio de Sethi I, en Quantir, en la zona del delta. Pero ello no puede constituir una regla para toda la historia de Egipto, dado que, en aquella época, la pintura, al igual que la escultura, es resultado de una profunda reforma religiosa, tal como se hará referencia más adelante.

Retrato de hombre joven en un sarcófago (Paul Getty Museum, Malibu). A partir de la XVIII Dinastía, la cera de abejas se convierte en un elemento esencial en las pinturas a la encáustica, llamadas "del Fayum", que constituyeron el lazo de unión esencial entre la evocación pictórica en color egipcia y el concepto occidental del retrato. 
En las paredes de los santuarios reservados a los dioses y en los muros de las capillas funerarias y de las fosas subterráneas, el artista tiene como misión reproducir una infinidad de composiciones que, al igual que los signos de la escritura jeroglífica egipcia, se desarrollan sin espacios entre las palabras, sin signos de puntuación. Los sacerdotes han elegido los temas, las actitudes, los grupos y los gestos, para que no sea transgredida la Ley. No hay la más mínima fantasía en las escenas religiosas, y las composiciones llamadas "civiles", que evocan la vida diaria, también responden, en líneas generales, a las mismas preocupaciones . Pero, en el caso de estas últimas, se permite, evidentemente, cierta fantasía en el detalle y en la anécdota, y aunque la intención final no es componer un cuadro, la interminable serie de elementos que llenan en diversos registros la decoración interior de las capillas de las tumbas, proporcionan tantas escenas de género como grupos representados.

Paleta de pintor en marfil (Musée du Louvre). Los pintores preparaban los colores dentro de conchas marinas. Las paletas contenían de ocho a diez compartimentos para colores y eran empleadas para la iluminación de los papiros funerarios. Para extender los colores en superficies extensas, los pintores utilizaban brochas compuestas por hierba ha/fa y finas nervaduras de hoja de palmera. 
Un estudio detallado sobre la expresión gráfica egipcia permite al especialista descubrir la ley casi inmutable que rige la elección y localización de esa decoración en cada sala con respecto a su situación en el edificio, y en cada pared con respecto a su orientación dentro de la sala. Por regla general, tanto en el relieve como en la pintura, la superficie está decorada en registros o bandas horizontales superpuestos y separados por una línea que constituye un elemento común entre ellos. La ilustración dentro de cada registro resulta tan bella y atrayente, que no se experimenta fatiga en la contemplación de esta aparente monotonía, sino que, al contrario, capta mucho más la atención. Sin embargo, quien: dirigió la realización de la necesaria ilustración, reservó fielmente, en un lugar determinado del muro, una amplia superficie que no sigue la distribución en registros. Esta zona sirve para trazar, en forma de un gran cuadro, el desarrollo de una acción esencial situada en un pantano, y cuyo tema principal es la destrucción de los animales que lo pueblan.

Vista interior del templo oeste de Memnonium (Tebas). Existe una ley que rige la decoración egipcia, tanto en relieve como en pintura. A cada sala, según su situación en el edificio, le corresponde una distinta, e incluso cada pared está ornamentada según su orientación. Por regla general, la superficie está decorada en registros o bandas horizontales superpuestos y separados por una línea común entre ellos. 
En cuanto aparece la decoración en la tumba del Antiguo Imperio -es decir, en la capilla de la mastaba, o incluso, ya en esta época, en la del hipogeo-, la escena en la que, como telón de fondo, aparece la gran pantalla de papiros que ocupa la altura de varios registros y constituye siempre una excepción en la secuencia ininterrumpida de "frisos". A veces, el difunto se encuentra de pie sobre una balsa y agarra los tallos altos de una caña; otras, y también sobre una ligera barca, escoltado por ayudantes, clava el arpón al monstruo más temible del Nilo: el hipopótamo que surge por encima del agua, bajo la cual se esconde el cocodrilo. Pero casi siempre la composición queda equilibrada de modo muy riguroso y simétrico, enmarcada por la clásica imagen del fondo de papiros.

Detalle decorativo en el palacio tebano de Amenhotep III en Malqata­ (Museo Egipcio, El Cairo). Patos volando entre papiros, en una secuencia que muestra la rígida distribución en frisos y a la vez la idealización ornamental de la naturaleza.
El difunto, rodeado de sus familiares, lanza el arma ritual de la prehistoria: el boomerang que retorna. Se lanzan muchos; cada uno de ellos lleva consigo el pato salvaje, cuyo cuello fracturado por el arma y como lacio, sugiere un tallo caído. Esos patos exterminados representan, de forma a un tiempo poética y mágica, los demonios vencidos. Paralelamente, el difunto, liberado ya de los obstáculos del mundo infernal por el que debe abrirse camino, enarbola con ademán ampuloso, una larga pica que le permitirá sacar del agua dos peces de brillantes colores. Para poner de relieve a la presa representada en el medio acuático, una convención del dibujo egipcio permite representar, en torno a las dos futuras víctimas, una especie de "montaña de agua", festoneada por un burbujeo espumeante. ¿Quién sabe incluso si, con este proceder, el sacerdote pretendía conservar en su elemento el Tilapia nilotica y el Lates niloticus?

Porque no hay que olvidar que, con esta proeza, el desencarnado pone de manifiesto el lazo que le une a sus despojos carnales, representados en forma de un gran lates flotando en el río lleno de muertos en transformación -del mismo modo que flota eternamente el cuerpo de Osiris-, y el que le une desde ahora al bulti (el Tilapia), bajo cuya forma reaparecerá, con una flor de loto en las mandíbulas, para alcanzar la resurrección, en cuanto las aguas cósmicas de su madre se escurran en la hora del renacimiento solar, y él respire el primer soplo de aire.

Jeroglíficos y cartucho de Tuthmosis III en la capilla de Anubis, templo de Hatshepsut (Deir ei-Bahari). Soldados napoleónicos llamaron cartucho al "shenu", vocablo egipcio que deriva del verbo "sheni ", que significa circundar. Dentro de este símbolo se guardaban los nombres de los faraones. 
Este cuadro esencial, pintado centenares de veces en las paredes de las tumbas, permite comprender mejor el valor mágico -o mejor aun mágico-religioso de la ornamentación pictórica de las capillas funerarias, cuyas escenas de la vida corriente han sido interpretadas demasiadas veces, en la actualidad, como descripción de cuanto los difuntos habrían deseado encontrar de nuevo en el marco de su vida eterna.

Se comprueba, pues, que todo se reduce a mera transposición: el tema se expresa mediante el lenguaje habitual del egipcio, quien proporciona a las formas y a los colores un especial poder de evocación, cuya traducción hay que conocer.

Pescadores y cocodrilo en el muro norte de la capilla de la mastaba de Ti (Saqqarah). En las capillas funerarias, uno de los elementos decorativos más frecuentes es la imagen del difunto en una balsa o en una ligera barca, escoltado por ayudantes, enfrentándose a los monstruos más temibles del Nilo, el hipopótamo o el cocodrilo. 
En la decoración pintada en los templos egipcios, también aparece la composición de gran tamaño, en cierto modo opuesta a la distribución en registros, aunque sólo se conservan vestigios suficientes de ella a partir del Imperio Nuevo. La pintura, tanto si se reduce a cubrir los costados de un cofrecillo (concebido como depósito para guardar objetos litúrgicos y preciosos), como si ornamenta una parte importante de un muro, siempre representa una escena triunfal -el embrollo inextricable de una batalla o algún tipo de caza ritual-, animada con un lujo incalculable de detalles que ofrecen una multitud de planos superpuestos, aunque poniendo siempre pomposamente de relieve al héroe, al ilustre vencedor destruyendo al enemigo, aniquilando al adversario.

Nebamun cazando pájaros (Museo Británico, Londres). Fragmento de un mural procedente de la tumba de Nebamun en Tebas. La ornamentación funeraria trata de reproducir escenas de la vida cotidiana. En esta pintura de 1550 a.C., Nebamun, subido a una pequeña embarcación, se dedica a la caza en los pantanos en compañía de su mujer y de su hija.
Con una comparación un tanto audaz, podría decirse que, a lo largo de la civilización egipcia, el dibujante (escriba de los contornos), el escultor y el pintor grabaron en los muros de los edificios religiosos una película que el objetivo captó bajo las órdenes de un director de escena ritualista. Para el espectáculo, se eligió una pantalla especial que permitiese animar esas auténticas cintas que son los registros, lo que equivalía a proyectar sobre una superficie única todos los movimientos y detalles que habían sido tomados en etapas sucesivas. Y para este momento fundamental, todo debe estar a punto, al objeto de proporcionar la animación completa; para que los espectadores la perciban con facilidad, la acción queda recompuesta del principio al final, asegurándose así el éxito de la empresa.

El faraón ofrece sacrificios a Amón (Abydos). Bajorrelieve del templo de Seti de una escena ritual del culto a Amón, conocido también como "el oculto", dios supremo del Egipto del Imperio Nuevo, entre 1580 y 1100 a.C., y a quien se representa en forma humana y con cuernos de carnero.
Ramsés II dando muerte a un guerrero hitita en la batalla de Kadesh (Rameseum, Tebas). Estos relieves de un pilón del Rameseum describen la célebre batalla contra los hititas. El triunfo del héroe aniquilando a su enemigo es otro de los motivos preferidos por los artistas para ornamentar las capillas funerarias.
La guerra, es decir, la protección de Egipto frente al invasor que amenaza la libertad del país, su honor, su existencia nacional, esta guerra se resume en las gestas de los faraones contra los pueblos en conflicto con su país, y lo que allí se representa son, evidentemente, escenas victoriosas. Y si el faraón no ha hecho la guerra aparece, no obstante -y éste es el caso del joven Tutankamon-, el tema eterno del combate contra los africanos o los asiáticos: la decoración no ha tenido otro objetivo que afirmar el papel tutelar del rey del País Doble. El tema a elegir resulta fácil cuando se trata de Ramsés II como se puede ver, la libertad del dibujante no desdice en nada de la expresión del movimiento y de la anécdota, que resultan excepcionales en esa época. La gran composición artística nace con la batalla de Kadesh, y será conservada y enriquecida con Ramsés III, en la XX Dinastía, con aterradoras batallas, terrestres y marítimas, en las cuales Egipto se defiende vigorosamente contra los Pueblos del Mar.

Estela pintada. Detalle de una pintura del siglo XIII a.C. que muestra a Ramsés II agarrando del pelo, con su larga mano, a prisioneros nubios, libios y sirios, los enemigos que, a la sazón, hostigaban las fronteras de su imperio.
También hay que proteger al país contra los elementos que pueden desencadenarse bajo el impulso de fuerzas nefastas: las inundaciones excesivas, los temblores de tierra, una sequía aniquiladora, epidemias, problemas sociales, etc. En estas ocasiones, el faraón tiene que demostrar que puede dominar las turbulencias inherentes a las fuerzas cósmicas, la agresividad, la obcecación, las cuales no son otra cosa que manifestaciones desordenadas de los demiurgos.
























Tutankamon cazando a un león, detalle de su escudo ceremonial. Las gestas faraónicas son el tema por excelencia, la fórmula elegida para mostrar la grandeza del personaje, su valor y su poder, tal como recoge esta escena de 1337 a.C.


Escarabeo matrimonial de Amenhotep III y la reina Tiy (Musée du Louvre, París). Realizado sobre esteatita vidriada en color azul, material utilizado durante la XVIII Dinastía. Su escritura jeroglífica informa de los acontecimientos importantes acerca de la vida del faraón y su familia. 
   


   En consecuencia, el faraón desempeña su papel enfrentándose al animal salvaje que, sin embargo, puede ser símbolo del poder, si respeta al hombre y si está dominado por su espíritu. Pero, entregado a sí mismo, en un mundo en desorden, este idéntico animal -toro o león- debe ser yugulado o destruido. De este modo, resultan comprensibles las escenas paralelas a las de las batallas que, en el mismo cofre de Tutankamon, presentan al joven rey matando a toros y leones salvajes en pleno desierto, circunstancias que probablemente no vivió nunca. El tema resulta tradicional: ¿No hace recordar a Amenofis III, a través de los textos de sus escarabeos históricos, los destrozos y capturas de esos animales que llevó a cabo? Y el tercer Ramsés hizo esculpir y pintar en los muros exteriores de su supuesto templo funerario de Medinet Habu, aquellas prestigiosas composiciones de la caza del león y, sobre todo, la de los toros, en la que el talento del dibujante ha expresado con una precisión admirable las formas y las actitudes, el galope de los caballos, la majestad del soberano, la cabalgada de los oficiales del rey, la diversidad de animales del desierto y la elegancia de sus formas, y, finalmente, la conmovedora agonía de los toros atravesados por las flechas en los pantanos de Kehneh, bordeados de cañaverales y llenos de peces.

Relieve del primer pilono del templo de Ramsés III (Medinet Habu). Ramsés III hizo esculpir y pintar en los muros de su templo funerario composiciones de caza. El artista logró captar con una precisión admirable la actitud majestuosa del faraón, el coraje de sus servidores y una gran diversidad de animales.
Al producirse, en Amarna, la reforma "herética" de Amenofis IV (hacia 1375 a.C.), hubo que renovar la inspiración de los temas (puesto que la expresión del mundo ctónico estaba prohibida en toda clase de decoración), y ya no volvieron a aparecer escenas violentas: al no existir el mal, ya no era preciso exhibir la lucha para aniquilarlo, y las fuerzas del bien fueron acentuadas con énfasis nuevo gracias a las escenas del culto a Atón, dirigido por el rey y su familia, y a la aparición de los mismos soberanos representados en vastos cuadros que facilitaban al pueblo entero su contemplación; de este modo, el pueblo podía reconocer en esos intermediarios vivientes el ejemplo y la garantía de la obra del dios.

Relieve amarniense (Tell ei-Amarna). La mano de Akenatón sostiene una rama de olivo. Este faraón rompió con muchas creencias y tradiciones antiguas. Sus encargos artísticos representaron una gran novedad para la época. Sus representaciones están despojadas de ese rígido hieratismo que caracterizaba a los primeros faraones y potencian, en cambio, su aspecto más humano.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La evolución

Resulta todavía difícil tratar con exactitud de la evolución de la pintura egipcia con todos sus detalles. Más bien habrá que referirse a las grandes etapas del dibujo y la composición de las escenas. Porque si bien la necrópolis de los nobles del Imperio Nuevo, situada al oeste de Tebas, revela, a través de casi un millar de tumbas, la transformación de la pintura entre el comienzo de la XVIII Dinastía y el final de la XX, no es posible, en cambio, seguir con tanta facilidad el desarrollo de esta técnica y de este arte durante los Imperios Antiguo y Medio, por la razón básica de que se han conservado muchos menos testimonios, y cuando éstos subsisten, es evidente que su estado de conservación deja mucho que desear. Los colores se han marchitado, muchos de los detalles han desaparecido o bien el estado de la pared ha quedado tan transformado por la acumulación de sedimentos de toda clase, que habría que proceder muchas veces a la limpieza de la superficie para poder estudiar la pintura de aquella época.

Detalle de una pintura mural en una tumba (Beni Hasan). La necrópolis de Beni Hasan es una de las más importantes del Imperio Medio, a cuya época pertenece esta pintura que reproduce una mujer tocando el arpa.



Aparecen en este estado, por ejemplo, las célebres tumbas de Beni Hasan, cuya primera y utilísima publicación sólo presenta siluetas blancas y negras en numerosas paredes decoradas. Cuando se estudian esas pinturas, bajo la capa de hollín y suciedad que recubre los colores se descubre un dibujo y una coloración de tal habilidad, elegancia, incluso talento, y de tal originalidad, que resulta evidente el cúmulo de información insuficientemente explotada que permitiría, sin duda, emitir un juicio más completo sobre la expresión colorista del primer Imperio tebano; ya se tendrá ocasión de citar algunos ejemplos más adelante.

En lo que respecta a la pintura del Antiguo Imperio, no cabe duda que podrían hacerse consideraciones análogas: resultan bastante raros los ejemplos suficientemente bien conservados o conocidos hasta hoy. Sin embargo, habrá que recordar las célebres ocas de Meidum, procedentes de la tumba de Nefermaat y de Atet, que se remontan al reinado de Snefru, el padre del faraón Keops, es decir, el primer faraón de la IV Dinastía, que reinó hacia 2680 a.C. Ya se había hecho referencia a ellas; ahora hay que subrayar la ejecución impecable de esta visión del animal, como podría hacerlo en la actualidad un grabador encargado de ilustrar la plancha de un manual de zoología: con gran habilidad y cuidando de la exactitud de formas y colores, todo permite reconocer la especie representada. El fondo gris-rosáceo proporciona todavía mayor preciosismo a las tonalidades empleadas para describir a los seis palmípedos, con lo que resulta perfectamente reconocible la oca del Nilo, el chenalopex. La vegetación, compuesta de hierbas y pequeñas gramíneas en flor, anima, mediante manojos sabiamente distribuidos entre los pájaros, ese registro sacado de una gran escena de caza con trampas.

Decoración mural de la tumba de Atet (Museo de la Universidad de Manchester). Escena campestre de estilo realista que reproduce con gran habilidad formas y colores, pintada durante la IV Dinastía.
Este estilo realista contrasta tan violentamente con la coloración clásica de los bajos relieves pintados hallados en Gizeh y en Saqqarah, que constituye, desde los albores de la IV Dinastía, una etapa decisiva en el largo curso de la pintura egipcia. El ejemplo de las ocas de Meidum no debía de ser único. La prueba de ello se tiene en lo que aportan los fragmentos de la tumba de Methethi. Y hay que considerar también la aportación que significan los pájaros de ofrenda, la imagen de los cocodrilos agazapados en el fondo del río o, incluso, la llegada de los orix domésticos (tres fragmentos conservados en el Museo del Louvre).

Con ello, se ha alcanzado los inicios de la VI Dinastía y, a través del estudio de los vestigios decorados de la tumba de aquel alto funcionario, es posible captar no sólo la habilidad del pintor, sino también su completa falta de inhibición. Va más allá de la servil copia de la naturaleza, ya que no necesita acumular la infinidad de pormenores que visten la forma animal, sino que la resume, la sintetiza, la destaca. El acento de color se sitúa donde hace falta, y el detalle puesto de relieve vale por todo el conjunto. Sin embargo, a pesar de haber alcanzado uno de los niveles más altos para representar al animal, el pintor egipcio del Antiguo Imperio quedaba paralizado -o casi-, cuando se trataba de dibujar la imagen del cuerpo humano: utilizará de nuevo la escritura agrandada, los jeroglíficos de aspecto relativamente rígido en el hombre y la mujer, con un rostro sin expresión y más estáticos que nunca.

Fragmento de la pintura mural de la tumba de Methethi en Saqqarah (Musée du Louvre, París). La sencillez del trazo y cierta ingenuidad caracterizan la pintura mural egipcia de la V Dinastía.
Es evidente que quienes sólo poseen una importancia material y únicamente tienen valor por su papel de meros ejecutantes -el criado, el artesano, el campesino- son descritos de modo muy distinto. Dejando de lado los magníficos relieves pintados dentro de las capillas de las mastabas de Saqqarah, para penetrar en la tumba de Kaïemankh, de la VI Dinastía, en Gizeh. Las paredes están pintadas y, sobre un fondo gris azulado, aparecen las escenas artesanales de campesinos y barqueros. En este caso, se vuelve a encontrar no sólo la seguridad de trazo del artista que sabe plasmar cualquier forma animal, sino que la mirada y el alma quedan satisfechas con esas siluetas de boyeros o marineros, ejecutadas generosamente con un colorido pleno, rojo ladrillo, iluminadas únicamente por un taparrabos blanco, tocadas con un breve casquete negro, bajo el cual, la mirada del personaje, tan sólo evocada, posee una intensa vida.

Todo queda en su justo punto, y todo es síntesis de movimiento y forma: la ligera robustez del boyero, la cadencia de su caminar, la juventud de su silueta, la libertad de movimientos. No cabe duda: el artista habría podido expresarse con entera libertad, pero la intención religiosa lo frenaba.

Pastores conduciendo un rebaño de órix (Musée du Louvre, Parfs). En este fragmento de la pintura mural de la tumba de Methethi en Saqqarah, el artista logra alejarse de la absoluta rigidez y provocar una sensación de soltura de movimiento de los pastores gracias a la contorsión de sus cuerpos y, sobre todo, a la naturalidad de los animales.
En el Imperio Medio, se notan las mismas tendencias y cualidades. Es muy clara la impresión de grabado en color o de lujosos cromos que proporcionan las "viñetas" de los sarcófagos, pintadas sobre madera, en los inicios de este período. En cuanto se aborda la expresión del cuerpo de un animal, se percibe la liberación. Incluso parece más evidente y atractiva en las pinturas murales de las tumbas de Beni Hasan, en los lugares en que la pared ha sido limpiada.

Sin embargo, a pesar de que los pequeños cuadros evocados por la agrupación de individuos, de animales y de vegetales traducen con toda claridad el acontecimiento que se ha pretendido figurar, la acción que debía representarse, la verdad es que cada elemento de la escena es tratado por sí mismo y queda yuxtapuesto al elemento vecino. Tanto si se trata de la escena de la recolección de higos, como del desfile de mujeres asiáticas o del poeta precedido por su asno (compárese con el asno de Gebelein, del Museo de Turín) o incluso de la célebre acacia cubierta de pájaros de la misma tumba de Khnumhotep, se respetan los planos principales, aun cuando sea a costa de cierta rigidez. Sin embargo, hay que señalar que en la escena del órix, se nota mayor ligereza y soltura, y la contorsión de los cuerpos queda deliberadamente exagerada para dar mayor animación del movimiento de los boyeros.

Murales de Saqqarah. Las pinturas de esta soberbia necrópolis egipcia se caracterizan por la profusión de escenas de la vida cotidiana y la precisión de sus descripciones.
Es evidente que la actualidad nos incita a sentir una especial predilección por todo lo arcaico, a veces intencionadamente primitivo. Por ello, conmueven tanto la contemplación del asno seguido por su dueño, en las sorprendentes pinturas de Gebelein, o de la vaca que acaba de alumbrar y lame el lomo de su ternero (Museo de Turín). Pero, dentro de esos contornos de una pureza atractiva por su verdad y sinceridad, lo esencial de la decoración continúa estando trazado con una síntesis alada y genial. La vaca agacha la cabeza y, para limpiar eficazmente con su lengua rasposa el lomo de su cría, impone a su hocico un gesto de torsión que repercute en toda su cabeza: el dibujo ha tenido que deformar los cuernos para mostrar ese movimiento. En cuanto al asno, cargado con los sacos de trigo, acaba de ser golpeado por el campesino que le sigue: trota, con las orejas enhiestas. La mancha negra del ojo, situada dentro de un óvalo blanco, traduce por sí sola la dócil atención del animal: sabe que, para conservar intacto su espinazo, debe continuar la marcha.

El asno cargado y su conductor (Museo Egipcio, Turín). En esta pintura procedente de Gebelein, la habilidad del artista se revela en la expresividad conseguida con poquísimos elementos: un solo punto negro en su centro da vida al ojo del asno y le confiere incluso un innegable sentido del humor: acaba de recibir un golpe y debe comportarse dócilmente si no quiere recibir otro. La pintura fue realizada durante el primer período intermedio, hacia 2200 a.C.
Era normal que la construcción de la rica necrópolis de los nobles, al oeste de Tebas, permitiera el desarrollo del arte de la pintura y provocara, a partir de los inicios del Imperio Nuevo, la eclosión de talentos, la liberación, incluso para los pinceles más independientes. Al principio, serán los comparsas, rodeando al tema principal -criados o artesanos en movimiento, el animal en todas sus formas, etc.- quienes, como siempre, incitarán a la expresión más auténtica, al tratamiento más libre. Y, desde este momento, la gracia y la belleza entrarán a formar parte del tratamiento del cuerpo humano, el de las bellas damas y el de los nobles señores, con lo que, a partir de entonces, la evolución resulta más evidente justamente por la perfección del estilo.
  
De Tuthmosis I a Amenofis III puede seguirse paso a paso esa poesía que se introdujo imperceptiblemente en la expresión sintética de los cuerpos de los dueños de las tumbas. Las formas fueron cada vez menos rechonchas, los colores menos toscos, las siluetas menos pesadas, las extremidades menos rígidas. La transparencia se expresó con medias tintas y artificios de colores. El perfil de los cuerpos se hizo asimismo menos riguroso, y el contorno se rompió liberando la densidad de la masa coloreada que contenía, que fue perdiendo su inercia. Luego fue introducida la elegancia; fue tan exagerada la riqueza del vestido y de las pelucas, que el detalle cubrió algunas veces el elemento a que anteriormente se había concedido tanta importancia a causa de una convención sin relación con la estética.

Pájaros posados en una acacia (Beni Hasan). Pintura tebana de la tumba de Khnumhotep realizada durante el reinado de Amenemhet II o de Sesostris II, hacia 1950 a. C. Cada una de las aves ha sido estudiada muy cuidadosamente y sus caracteres especificas se reproducen con exactitud propia de un ornitólogo, pero concediendo una importancia secundaria a la verosimilitud del conjunto. Los pájaros aparecen yuxtapuestos simplemente, sin crearse ninguna relación entre los mismos, como si el espectador también debiese contemplarlos por separado.



La vaca que acaba de alumbrar (Museo Egipcio, Turín). Este fresco procedente de la tumba de lti, en la necrópolis de Gebelein, reproduce una conmovedora escena con una gran simplicidad de trazo, en la que la vaca limpia con su lengua al ternero recién nacido. Para que pueda apreciarse el movimiento, el artista impone al hocico de la vaca un gesto que repercute en toda su cabeza.
La tumba de Snefru (Tebas). En este mural de la tumba del gobernado: de Tebas durante el reinado de Amenofis II, es atendido por su hermana y esposa Meryt-Amon en una ceremonial ritual.
El pequeño boyero, fresco de la tumba de Nebamun (Museo Británico, Londres). Es una de las muestras pictóricas más ilustrativas de la evolucionada escuela tebana. Se diría, por el frescor y la vivacidad de la escena, que el pintor observó del natural y luego recreó de memoria los detalles. Un hábil encadenamiento de los contornos y un extraordinario juego de yuxtaposiciones de enorme libertad componen un ritmo ondulante que consigue producir una sorprendente calidad estética. 
Se ha pretendido a menudo que el arte de la pintura no apareció realmente en Egipto hasta la XIX Dinastía, en el momento en que la liberación del artista, producto de la reforma amarniense, daba todavía sus frutos, a pesar de que se produjera un retorno a la tradición clásica. Sin embargo, basta con estudiar los animales representados en la escena de caza de la tumba de Kenamon, alto funcionario de Amenofis II (mediados del siglo XV a.C.) para convencerse de lo contrario.

Todo depende del artista y, sobre todo, del tema. Pese a estar muy próxima al expresionismo amarniense, la escena de caza de Kenamon -que no deja de ser un cuadro "ritual"-, permite apreciar claramente las limitaciones impuestas por ese ritual, aun habiendo sido muy hábil y sensible el pintor.

Dentro de un conjunto representado por ese museo de la pintura egipcia que es la gran necrópolis nobiliaria de Tebas, hay que asegurarse de la fecha de la pintura, del tema expresado y de la calidad del artista, si se pretende hacer un estudio serio. Los pintores fueron siempre anónimos, pero cada uno de los que fueron elegidos para dirigir la decoración de una capilla era, en verdad, un auténtico maestro.

Por ejemplo, el "maestro de Usirhat", que sabe dar a sus pinturas un aspecto de ágil esbozo, casi inacabado, que transparenta una juventud y una gracia infinitas; el "maestro de Nakht" (tumba n.0 52), con una pintura de formas todavía muy simples, a pesar de haber dejado atrás los tiempos de Tuthmosis III; el "maestro de Amenemhet" (tumba n.0 82), en quien las líneas se afinan y los colores adquieren ya unas degradaciones preciosas.

Cada vez más, el detalle anecdótico se hace presente en las escenas campestres, y también van siendo más frecuentes que en tiempos anteriores los toques de pintura aplicados directamente sobre el fondo, como técnica que sustituye al dibujo minucioso que el colorista tiene por misión iluminar. Así quedan "trazados" los sicomoros y las acacias, los montoncitos de trigo e incluso determinadas siluetas de marineros.

Por supuesto, continúa siendo un detalle de virtuosismo en la tumba de Menena, la célebre escena de caza y pesca en los pantanos, ilustrada por aquellos ademanes del difunto lanzando su boomerang o la larga pica. Son innegables el encanto y la belleza de la mujer y las hijas del dueño de la tumba; su mundo irreal queda animado y el hálito de su vida las hace respirar.

Bailarina y dos músicas amenizando un banquete, fresco de la tumba de Nakht, nº 52, de la necrópolis de Tebas. La actitud quieta de la música contrasta con el movimiento que agita el cuerpo de la bailarina, desnuda y enjoyada según la costumbre de las fiestas de la XVIII Dinastía. La diferente orientación de los rostros representados acentúa el dinamismo de la silueta de la danzarina.

El cuerpo de la hija sentada en el suelo, completamente desnuda, fue trazado con una pincelada, y a pesar de la delgadez de sus miembros, su ademán de lanzar un capullo de flor de loto lleva al espectador a sentirse partícipe de la escena. Uno de los personajes más atractivos de esta tumba, tal vez sea aquel portador de un antílope, donde parece que el pintor lo haya concentrado todo para impresionar los sentidos de quien lo contempla. La autenticidad de los gestos, la suavidad un tanto misteriosa del rostro del joven efebo, la delicadeza del animal, la presencia de la vida, la sutileza de los tonos, que van degradándose del castaño gris hasta el pardo rojizo, y la luminosidad que proporciona la larga mancha blanca en el pelaje del cuello y la parte trasera del animal, así como en la inmensa córnea del hombre. Todo hace de este pequeño cuadro una obra maestra tan original como característica de una época próxima al reinado de Amenofis III.

Banquete celebrado el día de la "Fiesta del Valle" (Museo Británico, Londres). Fragmentos procedentes de la tumba de Nebamun que describen el banquete en honor de los dioses y de los difuntos; también de todos los parientes y amigos supervivientes. 
Escena de caza de la tumba de Nakht (Tebas). El maestro de Nakht reproduce con extraordinaria precisión la caza de patos en las orillas del Nilo, atrayendo la atención del observador hacia el joven que alza su brazo con energía en el momento de lanzar su arma. 
A partir de esta época, el movimiento se hace más intenso. Ya se subraya con cierto énfasis en tiempos de Tuthmosis IV. El "maestro de Tchanini" (tumba nº 74) le dará incluso cierta truculencia cuando pinte unos soldados de Nubia, extremadamente musculosos como buenos luchadores que son, desfilando casi como si danzaran, provocando algún desorden en su peinado y haciendo que se agiten las colas de los gatos salvajes colgados de sus taparrabos y de las jarreteras.

Joven esclava en la tumba de Rekhamara (Tebas). Con lÍnea elegante y difuso colorido, el pintor recrea el momento en que una sirvienta sirve a una invitada al gran banquete funerario. 
Deambulando por esta prestigiosa necrópolis, podrían citarse multitud de capillas, para cuya decoración los ministros y altos funcionarios de los reyes de las XVIII y XIX Dinastías, escogieron a verdaderos pintores, quienes, aun observando estrictamente la ley impuesta, dejaron plena constancia de su arte y expresaron su personalidad, a pesar de todas las convenciones.

Deteniéndose por unos instantes en la ilustre tumba de Ramose, que es la escena funeraria más importante de la ribera izquierda de Tebas, se encuentra a las plañideras, que gozan de celebridad universal. Sus altos cuerpos, revestidos de túnicas azuladas por la polvareda del suelo, resultan todavía más alargados por el plisado del lino, sombreado de negro. Lanzan un estridente gemido; grandes lágrimas se deslizan por sus rostros levantados hacia lo alto; sus largas cabelleras rizadas caen pesadamente, como recordando aquella inexorable desaparición, ese desgarrador lamento. Ese grupo de "panateneas de la desesperación", evocan todo el dolor del Universo.

Música en la tumba de Djersekareseneb (Tebas). A pesar de la rigidez de la figura de la música, la energía del trazado, las masas de colores planos y la seguridad del dibujo, confieren un gran dinamismo a la pintura. 


Y, sin embargo, tal vez sea en las paredes esculpidas de la tumba, donde el color se haya manifestado de forma más original e inesperada. El relieve, sin duda el más delicado del mundo, finamente cincelado en una piedra calcárea de tonos y aspecto marfileños, parece no haber sido recubierto nunca con aquellos colores tan caros para los egipcios. Pero, a fin de que esta magnífica composición brillara con todo su fulgor y preciosismo, el maestro ha realzado la negrura del ojo de cada personaje: el efecto resulta tan atractivo como imprevisto; el visitante que contempla la decoración de esta capilla, siente un profundo respeto por la intensa vida que le llega del abismo de los siglos.

Se está en la época de las mayores audacias, aunque siempre respetuosas con la Ley. Es innegable que, al contemplar una escena egipcia en la que aparecen personajes, con sólo mirar a los ojos de los seres humanos, se alejan, casi se desvanecen, los demás colores y formas, y toda la atención queda prendida en la mirada (recuérdese que en la escultura exenta y en el relieve, los ojos a menudo están incrustados para subrayar su excepcional fulgor).

Aventamiento del grano de la tumba de Menna (Tebas). En las paredes de esta tumba se puede seguir todo el proceso de producción del cereal, desde la preparación de la tierra hasta la cosecha y su almacenamiento. La pintura muestra el trabajo en la era, generalmente realizado por mujeres. 
Esas innovaciones, implantadas durante el reinado de Amenofis III, serán llevadas como estandarte por su hijo y sucesor, aquel que fue calificado de hereje. Pocas personas, incluso las no versadas en egiptología, desconocen la existencia de Amenofis IV -Akenatón, quien sustituyó el nombre Amenhotep = ''Amón (fuerza oculta) está apaciguado", por el de Akenatón ="El que es útil (favorable) al Globo (del ojo) solar" (o también: "La radiación encamada de Atón").

Explicar el funcionamiento de esas fuerzas, sin las cuales no podrían existir ni la naturaleza ni el hombre, y perpetuarse, dar una idea de la prodigiosa energía del demiurgo, no consistirá nunca en sumergir al hombre en un abismo de terror, ni mantenerle apartado, como en otros tiempos, del contacto con el concepto divino. Se precisa, pues –y siempre gracias a las imágenes-, comentar este conocimiento y esta fe, y acercar su imagen perceptible a todos los seres.

Akenatón no podía imponer libremente ni de manera total su reforma en el feudo del dios oculto, en el que tantos "iconos" hay con las formas que el sacerdote sabio otorga a las manifestaciones de éste. En ese Karnak, consagrado ante todo al rey de los dioses -o mejor dicho, a la más eminente expresión del dios que se había logrado ofrecer hasta aquellos momentos-, es donde el rujo de Tiyi y de Amenofis III impondrá primero, con retumbar de trueno, la presencia del globo del ojo solar, el cual estará provisto muy pronto de rayos terminados en manos, para que signifiquen el dominio total de su majestad en el mundo.

Muchacha pescando de la tumba de Menna (Tebas). La tumba de Menna, "escriba de los campos del Señor de las Dos Tierras", es pródiga en escenas que recrean las labores del campo así como de caza y pesca. 
El joven faraón será quien instruya personalmente (según rezan los textos) a sus artistas, ya que la forma tangible, al igual que el dibujo o la pintura, deben plegarse, desde ahora, a la nueva teología. Ante todo, dos factores: el rey es la más noble expresión de la acción divina y, en cierto modo, debe ser la demostración concreta de la obra del demiurgo. Es instrumento y servidor de éste, y gracias a su mediación, la creación queda asegurada.

Las primeras representaciones del soberano adquieren una forma semejante a la de un hermafrodita que parece estar investido, como cualidades hermanadas, de la fuerza de fecundación. Pero hay que alejarse al máximo de lo abstracto, evitar el aderezamiento de los dogmas que han utilizado las formas y los colores para convertirlos en una escritura convencional. Aunque conservando los, hábitos y exigencias ancestrales, de los que no llega a liberarse el artista (rostros de perfil, ojo de frente, etc.), ahora, sin embargo, las cosas ya no serán representadas tal como deberían ser idealmente, tal como el espíritu las concibe o las reconstruye y analiza, sino tal como se ven desde el ángulo bajo el que se contemplan.
Horemheb ante Horus (Saqqarah). Esta pintura de la tumba de Horemheb muestra al faraón dirigiéndose con cierta familiaridad al dios Horus, de cuyos sacerdotes era su supervisor.



En Akhetaten, "el Horizonte del Globo" (la actual Tell el-Amarna), los artistas podrán expresarse sin obstáculos: las pinturas halladas sobre todo en los restos de los edificios reales (es decir, en las estancias donde vivieron los soberanos) han proporcionado la prueba más reciente de lo dicho antes. Pero ya, el palacio real de Malgatta, en el sudoeste de Tebas, donde se habían instalado Tiyi y Amenofis III, había iniciado, con sus decoraciones murales, las tendencias del nuevo arte.

Como ilustración de la pintura amarniense, centrándose en el estudio de dos innegables obras maestras: las princesas a los pies de su madre (conservada actualmente en el Ashmolean Museum de Oxford), y la decoración mural de la pajarera del palacio norte deTell el-Amama, al parecer última morada de la reina Nefertiti.

Escribas trabajando (Saqqarah). Relieve de la tumba de Horemheb que reproduce lo que al parecer es una escuela de escribas dada la juventud de algunos de los protagonistas de la escena. 
Dejando de lado el simbolismo de toda aquella época, porque continúa aplicándose el simbolismo a las formas, como es el caso del desmesurado alargamiento de los cráneos principescos, que intentaba, tal vez, evocar una imagen cósmica, es evidente que el tipo físico del soberano y de sus descendientes fue voluntariamente estudiado sin indulgencia por el artista, cuyo talento debía estar, ante todo, al servicio de la sinceridad.

En dos de las seis hijas de la pareja real (las conservadas en el Ashmolean Museum) aparecen taras físicas: el tipo dolicocéfalo resulta muy exagerado; el largo cuello no presenta aquella elegante curva tan apreciada, sino una serie de pequeñas protuberancias; la pelvis, excesivamente hinchada, produce una impresión de dejadez; el abdomen se destaca con los pliegues prominentes del estómago y del pubis; los muslos hinchados por cierta obesidad y, a partir de la rodilla, la pierna queda delgada y enjuta.

Plañideras en los funerales del visir en la tumba de Ramose (Tebas). Los cuerpos esbeltos, cubiertos por sutiles túnicas azuladas, se agitan temblorosos en el colmo de su desesperación. Por el rostro de cada una de estas mujeres resbalan gruesas lágrimas. Ramose fue visir durante los reinados de Amenofis III y Amenofis IV. 
Nunca se había "escudriñado" tanto en el detalle del cuerpo; y el color, sabiamente aplicado, evitando los tonos vulgares, evoca la redondez de las carnes, el estiramiento de determinados músculos y, mediante sombras y luces, hace palpitar a ambos cuerpos. Ahora, los dedos adquirirán una agilidad extraordinaria, los dedos gordos de los pies dan a éstos una animación casi estremecida, y el rostro -todavía iluminado por ojos excesivamente importantes- tiene una plasticidad sugerida de forma sorprendente. El dibujo de los labios, completado con el color, hace aparecer tres cuartos de boca, y la sutil sensualidad de ésta queda realzada por las comisuras que dan relieve a las mejillas. La frente, muy deprimida, termina imperceptiblemente en la cresta de la nariz prolongada por una elegante línea hasta el pequeño apéndice arqueado de las ventanas nasales, dando la impresión de respirar con exquisita delicadeza. Con objeto de destruir la irrealidad de los grandes ojos maquillados, vistos de perfil, dominados por unas cejas inmensas, los párpados aparecen ribeteados por un ligero trazo rojo oscuro: con ello, se enriquece el modelado del rostro.

Con un ademán, una de las niñas se vuelve hacia su hermana y le toca el mentón, con gesto afectuoso. Las infantas, totalmente desnudas, aparecen coloreadas sin tener en cuenta las convenciones habituales: su piel es roja como la de los egipcios, como lo es la imagen de la diosa Hathor. La originalidad del artista es absoluta. Las princesas están sentadas sobre dos pequeños almohadones color rojo; se perfilan sobre una tela casi análoga a la que recubre el puf en el que está sentada su madre (sólo se ve el talón de la reina). Por añadidura, el final de la ancha faja roja de la vestidura real termina encima del almohadón. Y, sin embargo, esas hijas de Amenofis IV, destacan con su sorprendente tonalidad superpuesta, que puede ser, mutatis mutandis, el primer camafeo que se conoce en el mundo.

Las dos hijas menores de Akenatón (Ashmolean Museum, Oxford). Detalle de un fresco procedente de la residencia real de Tell el-Amarna que representa a Akenatón, Nefertiti y sus seis hijas reunidos bajo un dosel. Aquí observamos los frágiles cuerpos desnudos y rojizos posados sobre un almohadón, perfilándose sobre una imaginativa composición cromática. La actitud de las niñas es espontánea e infantil, lo que aleja a esta pintura de la tradición por la que se mostraba a los niños como adultos en miniatura. 



En Amarna, puede verse la increíble agilidad de unas plantas exuberantes, cuyas pesadas corolas fuerzan a los tallos a encorvarse graciosamente. Las flores enmarañadas, las direcciones contrapuestas de los elementos vegetales evocan la animación del pantano, el rumor de una vegetación que, dentro de su espesura, ofrece un refugio ideal a unos pájaros de ensueño. Parece como si la brisa levantara la flor del papiro para que pueda verse al martín pescador, esmaltado de blanco y negro, que con su pico remueve el estanque de irisadas aguas.

En la base de los cañaverales, crecen altas membranas rosáceas, como llamas entrecruzadas, que abrazan a esa decoración paradisíaca, proporcionándole una calidez desacostumbrada. Aquí y allá, se ha abierto la flor del loto para iluminar con su azul celeste la cortina de verdor. Próximos al estanque, sobre un fondo negro, unos ramilletes de gramíneas proporcionan todavía más refinamiento, recordando los llamados "tapices de mil flores". Más lejos, una paloma azul con cola de pavo real, da la sensación de estar incubando sobre un nido de coral.

El reflejo de la naturaleza logra aquí su más intensa poesía y realismo; las tonalidades degradadas del pastel son utilizadas con auténtica maestría: es el expresionismo egipcio, que ya no se volverá a encontrar en las demás épocas del arte faraónico.

Fragmento de la decoración de la Pajarera de la reina Nefertiti en Tell el-Amarna. Este detalle decorativo data de la XVIII Dinastía, reinado de Akenatón (hacia 1360 a.C.). La escena tiene una fuerza plástica extraordinaria. Las pesadas corolas de las plantas exuberantes curvan los tallos y ofrecen una sinfonía vegetal de finos matices. En ella se insertan unos pájaros magníficos. El arte logra aquí una identificación entre poesía y realismo que será difícil ya de encontrar en las siguientes épocas de la evolución de la pintura egipcia. 
Unos años más tarde, el retomo a las tonalidades planas, la acumulación de detalles, el abandono de la inspiración directa, condujeron a los últimos artistas de influencia amarniense a las formas sobrecargadas que sólo consiguieron efectos decorativos casi excesivos, aunque de cierto encanto, en el cofre de marfil, de Tutankamon.

Sin embargo, en los inicios de la época ramésida, antes de que se inicie la XX Dinastía, la pintura egipcia parece convertirse, aunque sólo por un instante, en un arte casi autónomo. Unos pocos "cuadros" ilustran esas posibilidades, a las que llegó el artista liberando su dibujo y su color, mediante un trabajo de esbozos que trazaba sobre ostraka (fragmentos de caliza). La naturaleza, la forma, el gesto prescinden de la sujeción ancestral y de la exageración amarniense.

Esos esbozos sobre caliza, procedentes casi todos ellos de Deir el-Medineh, poblado por los artesanos de la necrópolis tebana, constituyen un raro conjunto de temas estudiados por separado, que, una vez preparados convenientemente, aparecen, "codificados", en las paredes de determinadas tumbas tebanas. Esos primeros esbozos constituyen, pues, la base de la decoración definitiva y ofrecen los esquemas de pintores y dibujantes. Nada más directo y espontáneo que el lobo y el cabrito del Museo del Louvre, o la danzarina acróbata del Museo de Turín, "haciendo el puente" y barriendo el suelo con su larga cabellera.

Ostrakon de la bailarina (Museo Egipcio, Turín). En este esbozo, la danzarina acróbata cubre el suelo con su rizada cabellera al "hacer el puente". Aquí interesa destacar la extrema libertad, la independencia del artista respecto de las fórmulas del arte tradicional. 
En la época de los primeros Ramsés pueden constatarse los resultados de esos intentos de independencia en el trazo, en el color y en la intención. El camino recorrido puede medirse con la mera comparación entre el asno dibujado en la tumba de Panehesy (nº 16) y los de épocas anteriores.

Ya no se considera necesario evocar la silueta del cuerpo mediante la degradación de tonalidades: aquí, jugando con el contorno, dibujado con trazo nervioso, aquí delgado, allí pastoso, en otro lugar de espesor decreciente, el animal aparece en plena acción. Unos toques dan color a la cola y a la crin, y ya no ha sido necesario dibujar detrás de él al dueño ocupado en apalearle el espinazo para comprender que acaba de ser arreado. La cabeza enhiesta del animal, las orejas echadas hacia atrás, su hocico ligeramente entreabierto y su ojo mirando hacia arriba, demuestran que acaba de reaccionar: dolido, pero forzado a obedecer bajo la orden implacable que acaba de recibir. Otro paralelismo entre dos muestras de un mismo tema, con una dinastía de diferencia, demuestra claramente el avance del pintor ramésida.

Tomemos la escena de la vendimia, reproducida en la tumba de Nakht (nº 52), de la XVIII Dinastía, y en la de Ipy (nº 217), de la XIX Dinastía. En la de Nakht, las vides están ordenadas en una línea regular, en la que aparecen pintados los racimos y las hojas, unos junto a las otras, como elementos yuxtapuestos.

⇦ Vendimia de la tumba de Nakht (Tebas). Detalle del fresco de escenas de la vendimia y de la caza de pájaros en el pantano del maestro Nakht que constituye una muestra fehaciente del estilo pictórico de la XVIII Dinastía antes de la revolución religiosa y artística amarniese. Pese a la abundancia de detalles y una cierta atmósfera humana en esta obra, realizada hacia 1420 a.C., continúa prevaleciendo cierta rigidez ritual en las figuras.



Todos tienen igual importancia. Los dos hombres situados bajo la cuba, uno detrás, el otro en la misma dirección, ejecutan un ademán automático que sólo es un símbolo: uno de ellos coge los racimos y el otro los lleva a la prensa, que aparece dibujada a la izquierda. Por encima de la cuba, ha sido representada la masa zumosa, todavía en su pulpa, que los campesinos prensarán. Estos, distribuidos en dos grupos, uno frente al otro, pisotean los frutos, agarrándose con una sola mano y en el mismo lugar, a unas cuerdas rígidas. Entre los dos cuadros, y por encima de la cuba en que cae el zumo, cuatro tiajas ocupan un registro superior.

Todo ello continúa siendo una escritura jeroglífica ampliada, aunque los signos están dispuestos en cuadros evocadores. Por el contrario, en la tumba de Ipy, se está ante una realidad, a la que se han plegado al máximo las convenciones. A la derecha, continúa dibujada la escena de la cuba, pero las anchas hojas de la vid, vistas de frente y de perfil, están dispuestas de modo irregular y su enmarañamiento con los racimos, recuerda la fantasía, la asimetría y la exuberancia de la naturaleza. Los tonos no corresponden a los colores planos, y el pincel del artista ha sabido evocar el color cobrizo de las hojas y el aterciopelado ceniciento de los Erutos repletos de zumo. Los vendimiadores resultan especialmente vívidos, su actitud se aparta de las rígidas convenciones, a pesar de responder todavía a las leyes del dibujo egipcio. Las rodillas están dobladas, los cuerpos se proyectan hacia delante o hacia atrás, y las jarras de vino están dispuestas en el suelo, ante el espectador, para que las vides puedan ocupar la parte superior del cuadro.

Detalle mural de la tumba de Nefertari (Tebas). Las pinturas murales de la tumba de la esposa de Ramsés II están consideradas las más espléndidas del Valle de las Reinas. Saqueada poco después de su muerte y ocultada su entrada más tarde, permaneció olvidada durante siglos hasta que fue localizada en 1904. Aquí vemos a la reina juango al senet.



No hay rigidez en el trazado, no se utiliza, como en el pasado, artificio alguno para evocar el contenido fuera del continente: sólo una línea de granos recuerda, en la superficie de la cuba, la uva que se acumula bajo los pies de los vendimiadores. Estos se agarran con ambas manos a las cuerdas que les sostienen en su acción: dos cuerdas aparecen casi tensas para demostrar la tracción a que están sometidas, en tanto que la tercera aparece floja, ya que quien la sostiene se ha vuelto, dejando en suspenso su esfuerzo, para contemplar a sus compañeros situados bajo la cuba.

También aquí, el trazo que delimita los personajes aparece reforzado en determinados Lugares para evocar debidamente su silueta, y unos toques irregulares sugieren las diferentes cabelleras. Las expresiones de los rostros son obra de un artista. Finalmente, éste ha pintado de amarillo todo el fondo de la escena para proporcionar mayor ambiente a este conjunto. De la misma época y en la misma tumba, es la escena de pesca en la que unos personajes, a pesar de cierta rigidez en sus ademanes, animan la visión del trabajo de sólidos fellah, cuyas preocupaciones dibujadas en el rostro, no tienen nada de abstracto.

Ese primitivismo de la mejor ley, esa rudeza campesina y espiritual, aparecen también en el grupo de dos pescadores en disputa. El de más edad, con cabellos blancos, tira con suavidad de la cuerda que el más joven, de cabellos negros, le arrebata enérgicamente y con aire agresivo. Al fondo de la escena hay dos acacias, esbozadas con unos pocos trazos de pintura roja y verde, y las vainas de los árboles han sido señaladas por el pintor con talento y fantasía, por medio de manchas negras y azules, juiciosamente distribuidas con gran agilidad.

Por desgracia, esta liberación será pronto abandonada y los logros conquistados con tanta lentitud quedarán absorbidos de nuevo por una codificación que, poco a poco, ahogará definitivamente la iniciativa y el genio individuales.

La decoración de la tumba de la gran esposa real, Nefertari, la preferida de Ramsés II, es todavía un testimonio del punto culminante alcanzado por la pintura monumental oficial. En las paredes, el dibujo ha sido sustituido por un ligero modelado en yeso, y en ellas, dioses y diosas aparecen coloreados al modo clásico, igual que en épocas anteriores, y únicamente la abundancia de detalles y el colorido revelan la época de su realización (a excepción de algunos acentos dados al rostro). Muy distintas son las imágenes de la reina. Su figura aparece representada con toda naturalidad y con los atavíos de su tiempo; el espectador queda sorprendido ante la variedad de adornos y joyas.

Detalle mural de la tumba de Nefertari (Tebas). Entre los muchos motivos temáticos de los espléndidos murales de esta tumba tienen un capítulo especial las deidades, entre ellas la de Naos.



Pero por primera vez aparecen en el cuerpo humano la degradación de tonalidades que hace resaltar la redondez de los miembros, las sombras y luces en el rostro de la soberana, el bello color de sus carnes, transparentándose ligeramente la sangre bajo la piel de las mejillas, de la nariz y del mentón. Sin embargo, a pesar de este afán de realismo, de sugerir la humanidad de la reina, sorprende la forma en que han sido tratados los pies: sólo aparece el dedo gordo. Ello no puede atribuirse únicamente a incuria; entonces, ¿cómo explicar esta distorsión en la representación de la naturaleza? Este detalle nos lleva a destacar la existencia de un obstáculo que no pudo ser superado, y al establecer comparaciones con otras pinturas contemporáneas, resulta inevitable la reflexión.

Entremos, por ejemplo, en la tumba de Usirhat (nº 51), de fines de reinado de Sethi I (XIX Dinastía), y quedaremos admirados por la composición decorativa que recuerda una miniatura persa: aquí, el difunto, acompañado por su madre y por su esposa, recibe la libación de la fresca diosa del sicomoro.

La piel de Usirhat es de un moreno rosado y sus pies, en los que no falta detalle, están protegidos por unas lujosas sandalias blancas. Unos colores sabiamente dosificados colorean los cuerpos de las dos mujeres que le acompañan. Su madre tiene la piel algo más oscura que la esposa, y sus pies, de perfil y enteramente visibles, están dibujados con toda minuciosidad.

Por el contrario, la diosa que tienen enfrente, colocada como símbolo sobre la imagen del estanque, se sostiene arcaicamente sobre pies sin detalle de dedos, amarillos como el oro en que están representadas las carnes de los dioses. Todos ellos son intemporales: impera la convención. Este era el punto esencial que, probablemente, era preciso respetar.

Detalle mural de la tumba de Pashedu (Deir el-Medineth). Con el espectacular fondo de jeroglíficos vemos al propietario del sepulcro arrodillándose detrás de una palmera que aparece en primer plano confiriendo a la escena un cierto tono teatral.



Aunque, por otra parte, el artista pudo entretenerse en perfilar los miembros superiores con el oficio que tan lenta y costosamente adquirió con la tradición. Su predilección por la realidad pudo expresarse mediante el color rosado que dio al rostro de la noble tebana; incluso animó sus mejillas con un ligero maquillaje. Así descubrimos en la fosa tumbal que la bella reina Nefertari no podía ser tratada completamente como una simple mortal: el artista, por muy enamorado que estuviera de su modelo, se encontraba religiosamente limitado en sus posibilidades gráficas y coloristas.

Para concluir, repitamos que los logros del pintor, la expresión del dibujante, tendrán que desaparecer lentamente durante el último período del Imperio Nuevo: esta agonía, que va restando progresivamente vida al arte de la pintura, se intensifica en las últimas tumbas situadas al oeste de Tebas.

Pero la progresiva inclinación hacia el tipo de vi ñeta del Libro de los Muertos que en adelante figurará, ampliada, en las tumbas, congela las tonalidades, las líneas, el movimiento, la inspiración: el color vuelve a desempeñar de nuevo el papel que le había sido asignado por el rito; es mero lenguaje mágico sin que prácticamente tenga nada que ver con la representación real -a veces, incluso realista- del mundo viviente.

Fuente: THistoria del Arte. Editorial Salvat.

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