Punto al Arte: 02 Arte de los Imperios Medio y Nuevo
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Arte de los Imperios Medio y Nuevo

El arte, espejo del espíritu del tiempo en que vive, refleja, en la nueva era que se abre, la del Imperio Medio, un Egipto que ha perdido el esplendor de épocas pasadas. El desastroso fin del Imperio Antiguo tiene importantes consecuencias en las nuevas manifestaciones artísticas que se darán a partir de entonces, pues sin un sistema político estable que garantizara la seguridad de los ciudadanos, la concepción sublime y elevada del arte pasará a un segundo plano. Habrá que esperar por tanto a que Mentuhotep II, príncipe tebano, consiguiera reunificar los dos Egiptos para que, gracias a la estabilidad que garantizaría la centralización del poder, la vida artística recuperara el empuje creador de épocas pasadas. Aunque el arte egipcio hubo de pagar el precio de las convulsiones vividas, y en los primeros tiempos tras la reunificación surge un arte impregnado de tristeza, casi autocompasiva melancolía, como se puede ver en los rostros de los antaño orgullosos y altivos faraones.

Estatua de Mentuhotep (Museo Egipcio, El
Cairo). Por su ejemplaridad, y por la sabia
combinación de estatismo y naturalismo,
esta obra en arenisca del 2040 a.C. resume
los rasgos esenciales de la escultura del ya
desaparecido Imperio Antiguo.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El Imperio Medio

No se tienen noticias de qué acontecimientos políticos fueron la causa del hundimiento del Imperio Antiguo. Lo cierto es que al terminar la VI Dinastía desapareció prácticamente el poder central de los faraones de Menfis y se entra en un período anárquico, que dura un siglo y medio, que los egiptólogos conocen con el nombre de Primer Período Intermedio. La nobleza feudal y el poder aislado de las ciudades se reparten el país en un movimiento histórico que recuerda a la Edad Media europea y que ha hecho hablar de una "Edad Media egipcia".

Retrato del faraón Sesostris III (Museo de Luxor, Egipto). Este retrato de Sesostris III (1878-1840 a.C.), es considerado una obra maestra del arte del Imperio Medio. Los rasgos del faraón aparecen más humanos y alejados del hieratismo que impone su divinización.



Al llegar la que se llama XI Dinastía, se restablece de nuevo la autoridad real por una usurpación de los príncipes de Tebas, en el Alto Egipto. Debió de ser hacia el 2000 a.C., y fue Mentuhotep II el príncipe tebano que restableció la estabilidad política y adoptó el título de Unificador de las Dos Tierras, o sea de los dos Egiptos.

Para entonces muchas cosas habían cambiado. El pueblo egipcio fue psicológicamente afectado por tan largo período de disturbios y su confianza en la estabilidad inmutable del mundo había sido golpeada con gran dureza. Todo ello se refleja directa mente en el arte del Imperio Medio, en el que a la pasión por la Muerte sucede un amable tono menor, una poesía de la vida cotidiana que procura, al contrario, adoptar una melancólica posición de olvidar el pasado y aprovechar el presente.

Estatua de Sesostris I, joven (Museo Egipcio, El Cairo). En el Imperio Medio, las estatuas funerarias que en el Antiguo Imperio habían estado protegidas por las sombras de los nichos salen a plena luz. Este faraón de la XII Dinastía adopta aquí un aire solemne, pero su mirada es suave e irradia una melancolía que poco tiene que ver con el hieratismo del Antiguo Imperio.


La expresión del rostro de los faraones de este período pierde la majestuosa inmutabilidad antigua y se hace más simpática, impregnada de cierta tristeza. Las diversas expediciones de exploración al Alto Egipto, donde Mentuhotep II engrandeció su capital de Tebas, ciudad que continuaron embelleciendo todos sus sucesores, nos han proporcionado maravillosos retratos de los Amenemhet y de Los Sesostris de la XII Dinastía. Tienen un estilo inconfundible. Conservando los rasgos peculiares de la fisonomía de cada uno, están como envueltos en una atmósfera de tristeza y desolación que los hace extrañamente interesantes. Parece como si adivinaran que aquella restauración imperial tenía que ser ahogada por la terrible invasión de los hiksos que liquidó el Imperio Medio hacia el1700 a.C.

El Sesostris I joven del Museo de El Cairo tiene una mueca fina que revela a un melancólico; este temperamento se manifiesta más en su otro retrato, ya anciano, que conserva el Metropolitan Museum de Nueva York. Lo mismo sucede con el rostro de ojos salientes y boca fuertemente cerrada, que hace un gesto amargo, del rey Amenemhet III, del Museo de Bruselas. Este estado de espíritu es visible incluso en la maravillosa esfinge de granito rosa del Museo del Louvre. El cuerpo de león y la majestad del klaft sobre la cabeza no le quitan su tensión angustiada. Por cierto, que esta esfinge lleva los sellos de un invasor hikso, el rey Apopi, que así pretendió usurpar una representación faraónica de la XII Dinastía.

Pero, además de los acontecimientos políticos, hubo otras circunstancias que contribuyeron a dar este carácter tan particular a las esculturas del Imperio Medio. Entre ellas jugó un papel de singular importancia un nuevo desarrollo religioso. Ya se ha dicho antes que durante el Antiguo Imperio el culto al dios solar Ra gozó casi de un monopolio, especialmente entre los faraones y grandes personajes de las V y VI Dinastías. Pero durante el Imperio Medio, una nueva devoción, relacionada con el culto de Osiris, fue ganando un creciente prestigio como interpretación popular del destino humano. Osiris es el mito del dios que muere y resucita, es una divinidad subterránea, como la fertilidad de la tierra, que -frente a la religión de Ra- promete una inmortalidad abstracta que debe haber influido en el estado de espíritu que tanto afectó a la escultura del Imperio Medio.

Esfinge de granito rosa (Musée du Louvre, París). La gran esfinge de Amenemhet II procedente de Tanis muestra una majestuosidad vigilante y expresa por su tamaño el poder siempre alerta del faraón.
Estatua del canciller Nakhti (Musée du Louvre, París). A fines del III milenio a.C. y durante el lmperio Medio la escultura tallada en madera sustituye a la esculpida en granito o piedra caliza de Tura.


En las pocas estatuas retrato que se conservan de esta época, hay una aureola de tristeza que a veces se refleja en los rostros con una mueca de sollozo reprimido. Hasta las que están impávidas tienen como una parálisis enfermiza de gestos. Los retratos funerarios de grandes personajes como el sumo sacerdote Ankh-Reku, del Museo Británico, y el canciller Nakhti, del Louvre, parecen de gentes que llegaran del reino de Osiris tan aterrados por lo que han padecido en vida como por lo que van a encontrar después de muertos.

Lo mismo puede decirse de Amenemhet, del Museo del Louvre, que se titula a sí mismo nada menos que "jefe de los profetas de Shedit". Es posible que este sea el secreto de la belleza del arte del Imperio Medio: su expresión cohibida, unas veces, y, otras, dolorosa.

Sin embargo, la dificultad, cada vez mayor, de esculpir figuras exentas, obligó a producir estelas en relieve, que iban colocadas en la antesala del sepulcro y sustituían las estatuas de las primeras dinastías. Estas maravillosas estelas responden siempre al mismo tipo: el difunto está representado recibiendo las ofrendas, solo o acompañado de su esposa e hijos. Enfrente, los sucesores o parientes practican el rito mágico que espiritualiza los alimentos que le acompañarán en la tumba. El difunto extiende la diestra en gesto de recibir gustoso los manjares que le traen los parientes, mientras las mujeres aspiran el perfume de la flor de loto.

Respecto al estilo, los relieves del Imperio Medio revelan un importante cambio en la técnica. Mientras los relieves de las mastabas del Antiguo Imperio salían por entero del plano del fondo y tenían un delicado modelado, estas estelas tienen las figuras frecuentemente hundidas por debajo del plano del fondo. Con ello se consigue casi una doble silueta: la del contorno blanco, que marca la luz en los rebordes de la talla, y la de Las sombras negras del plano más saliente.


Estatua de Amenemhet III (Musée du Louvre,

París). El faraón perteneciente a la XII dinas-

tía, Amenemhet III fue quien construyó la

pirámide y el templo funerario del Fayum. 
A primera vista, se diría que esta técnica del "relieve hundido" deriva del deseo de ahorrarse trabajo, puesto que ha de ser más fácil excavar en la superficie sólo el espacio ocupado por las figuras que no excavar todo el fondo y dejar que únicamente sobresalgan éstas. Pero Lo que llevó a rehundir en la superficie de la piedra los relieves del Imperio Medio fue el sutil placer de ver la línea doblemente acentuada con la doble silueta del blanco y del negro. Se diría que con ello se obtiene el efecto de un grabado al acero, y no es extraño que estos relieves hayan sido calificados de relieves "tipográficos".

En ocasiones, las figuras eran coloreadas -en tono rojo oscuro los hombres y rosado pálido las mujeres- como se puede ver en la estela del tesorero Mereu, del Museo Egipcio de Turín. Los perfiles exquisitos de los cuerpos, de líneas deliberadamente alargadas, parecen dibujos más que relieves. Todavía hoy transmiten el encanto de las gráciles y esbeltas figuras femeninas blancas de la estela del intendente Nakhti (Louvre), y de las suntuosamente coloreadas de la tumba de Djehuty-hetep (Museo de El Cairo), enfundadas en sus túnicas ceñidas sobre el cuerpo y con su provocador escote a la moda de la época.

Otra serie de figuras típicas del Imperio Medio son los llamados "modelos" o "maquetas" y las figuras de sirvientas o esclavas con las que se enterraban los grandes señores. Son piezas de madera que, en el caso de algunos "modelos", representan moradas enteras. En otros, granjas y talleres; la carpintería, el matadero, el granero o la panadería del señor feudal con todos sus siervos trabajando en las mismas tareas en que se ocupaban en vida. Cuando el difunto era un gran general se depositaba en su tumba una compañía de soldados de madera pintada, en miniatura.

Grande es también el placer que proporcionan las grandes y esbeltas figuras de las sirvientas, portadoras de ofrendas, como la famosa del Louvre, que pertenece a la XII Dinastía. Son graciosas y elegantes, de una belleza que parece más moderna que la de las canéforas griegas que llevaban en la cabeza, como ellas, la canasta de flores y frutas.

El final del Imperio Medio viene determinado por la invasión de los hiksos, un pueblo semita, procedente del desierto de Arabia, que invadió el Bajo Egipto hacia el 1700 a.C. Estos bárbaros, armados con espadas y lanzas de hierro y utilizando carros, dominaron el delta durante casi un siglo y medio. Los faraones les pagaban tributo desde su capital de Tebas, en el lejano Sur. Pero el 1580, Ahmosis, fundador de la XVIII Dinastía, los expulsó hacia Palestina. Con ello terminaba el Segundo Período Intermedio y se iniciaba la larga etapa que recibe el nombre de Imperio Nuevo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Arquitectura del Imperio Nuevo: las sepulturas

Durante el período del Imperio Nuevo, el templo tendrá más importancia que la tumba; el faraón no será más que el hijo de Amón-Ra, el omnipotente padre del cielo y de la tierra. Amón era el dios local de Tebas, pero se identificó con Ra, y por esto fue en esa ciudad donde se construyeron los más grandiosos edificios religiosos de todo el valle del Nilo.

Fragmento de la estela del tesorero Mereu (Museo Egipcio, Turín). En este fragmento de una estela funeraria de la XI Dinastía se observa a un alto funcionario del faraón con ofrendas de manjares junto a su mujer. que aparece sentada a su lado oliendo una flor de loto.
La organización del Imperio egipcio conservaba una sombra de independencia de las provincias, o nomos, subsistentes todavía de la primitiva distribución de las tribus prehistóricas a lo largo del río Nilo. Este régimen feudal tenía la ventaja de procurar siempre pretendientes enérgicos y ambiciosos cuando las familias de los faraones se agotaban con las fatigas y el goce desmedido del poder. Pero los nuevos usurpadores afirmaban enseguida su situación contrayendo alianzas con los legítimos príncipes destronados, y ponían gran empeño en demostrar la segura posesión de su derecho apoderándose de la capital y recabando el reconocimiento de los sacerdotes de Tebas, omnipotentes durante largos siglos. De aquí que la sucesión de las dinastías no fue causa de grandes variaciones en el régimen del Estado ni en el culto, y sólo algunas veces, siempre con carácter provisional, nuevos faraones, poseídos de un extraordinario fanatismo por su ciudad o provincia, tuvieron especial empeño en trasladar a ella la capitalidad para colmarla de los beneficios que procuraba la corte. Tebas y sus dioses quedaron por algún tiempo relegados a segundo lugar; pero fuera de estas cortas interrupciones, durante los quinientos años que van de la XVIII a la XXI Dinastía, es decir, del 1570 al 1085 a.C., Amón-Ra, el gran dios tebano, mereció los honores del culto nacional en sus templos.

Inspección de ganado. (Museo Egipcio, El Cairo). Esta maqueta procedente de la tumba de Meket-Ra, perteneciente a la XI Dinastía, es una de las tantas enterradas con el difunto para que éste pudiera prolongar las actividades que había desarrollado en su vida terrenal.
Se ha dicho que "remontando el Nilo se desciende en el curso de la Historia", lo cual quiere significar que, a medida que subimos contra la corriente de las aguas del gran río de Egipto, nos vamos acercando a nuestros tiempos y va disminuyendo la antigüedad de los monumentos que encontramos. Así, por ejemplo, cerca de la desembocadura recibe el viajero la impresión de las ruinas de la antigua capital con las pirámides, y esta civilización de los faraones constructores de pirámides se ve desfilar en las dos riberas del río, hasta que más arriba se encuentran ya los templos y santuarios de los Imperios Medio y Nuevo, que tenían en Tebas su capital.

Portadora de ofrendas (Musée du Louvre, París). Estatua en madera revocada con yeso y pintada, procedente de Assiut. Esta sirvienta anónima, elegante y esbelta, carece del estatismo de las grandes damas y está representada en plena actividad: con la mano derecha sostiene una jarra de cerveza y con la izquierda aguanta en equilibrio sobre su cabeza el recipiente con el pan. El vestido ajustado, que se inicia por encima de la cintura, lleva un curioso estampado en forma de plumas. El amplio collar y el maquillaje del rostro permiten fechar esta magnífica escultura como una pieza de la XII Dinastía.


    El gobierno del pueblo egipcio se trasladó al valle superior del Nilo en la XI Dinastía, aunque la llanura de Tebas debía de ser un lugar sagrado desde los tiempos prefaraónicos. Allí han aparecido las tumbas de los faraones de las dos primeras dinastías, y, en Abydos, la tradición colocaba también la tumba de Osiris.

Trasladada la corte a Tebas, los sepulcros faraónicos siguieron recordando durante algún tiempo en su construcción la forma de la pirámide, pero sólo como un símbolo para manifestar la calidad de la sepultura. Cuando en 1907-1909 fue excavada por el Egypt Exploration Fund la tumba de Mentuhotep II, el primer faraón tebano, fue curioso observar como la pirámide atrofiada se iba reduciendo hasta llegar a caber dentro de un patio.

En cambio, el templo de la pirámide la rodea con pórticos y salas por sus cuatro costados, en lugar de estar a su pie en uno de sus lados y a la sombra del túmulo gigantesco.

El uso de estas pirámides se prolongó por bastante tiempo. Además, los primeros faraones tebanos, sin perjuicio del monumento sepulcral del nuevo tipo que se levantaba en la llanura de Tebas, se hacían construir en el Bajo Egipto la pirámide correspondiente, en la que, sin embargo, nunca debían ser enterrados sus cuerpos mortales. Es como si permaneciera en ellos una supervivencia del gran concepto de Ra con todas sus consecuencias, que tuvieron los monarcas antecesores suyos y que los faraones de las nuevas dinastías, comprendiendo sólo vagamente, no se atrevían a abandonar de golpe.

Los últimos faraones de la XVIII Dinastía renunciaron ya por completo al elemento tradicional de la pirámide y labraron sus hipogeos en las grietas de la montaña; la quebradura cercana del valle se prestaba admirablemente para disimular en su acantilado la entrada de los corredores funerarios, y el macizo de la sierra era preferible a la costosa montaña artificial que representaba la pirámide. Esta, vino a ser sustituida por la montaña natural, y el templo quedó a lo lejos, al pie del valle, sin comunicación con la sepultura. Es más: esta última se disimulaba escondiendo la entrada con rocas superpuestas; nadie conocería en las grietas de Abydos que ellas son el ingreso de los corredores magníficos de las tumbas reales. Así y todo, la mayoría de los sepulcros de los faraones fueron violados desde la antigüedad, pues los turistas del tiempo de Herodoto visitaban algunos ya vacíos; los sarcófagos habían sido levantados por los sacerdotes de la XXI Dinastía y encerrados sin pompa alguna con el mayor desorden, confundidos reyes y reinas en dos tumbas secretas.

Mastaba del templo de Mentuhotep II (Tebas). Este sepulcro faraónico del reunificador de Egipto y fundador del Imperio Medio ya ha perdido la monumentalidad alcanzada durante el Imperio Antiguo como consecuencia de la crisis y división del reino.
En una de ellas, la que había sido tumba de Amenofis ll, se amontonaron trece momias reales, donde fueron halladas en 1898 por el egiptólogo Loret. Pero este refugio secreto también había sido descubierto por los ladrones antes de la llegada de los arqueólogos. Todo el ajuar funerario había desaparecido. Loret sólo encontró los cadáveres intactos de los faraones; Amenofis II era el único que aún yacía en su sarcófago.

Más importante aún había sido el hallazgo de la otra tumba, realizado unos años antes, en 1881, por Emile Brugsch-Bey. Este asistente del profesor Maspero -entonces director del Museo de El Cairo- encontró cuarenta cadáveres de faraones y sus reinas escondidos en la tumba inacabada de la reina Astemkhet. Las circunstancias de este hallazgo fueron tan novelescas que bien merece la pena relatarlas brevemente.

A principios de 1881, un rico coleccionista americano compró un precioso papiro pintado, con una larga inscripción en jeroglíficos, a un mercader árabe que se lo ofreció en una callejuela del mercado de Luxor.

Al regresar a Europa, consultó a un experto que le aseguró su autenticidad y al que contó con todo detalle cómo lo había adquirido. El experto escribió una extensa carta al director del Museo de El Cairo, Gastan Maspero, describiendo el papiro que pertenecía a un faraón de la XXI Dinastía, cuya tumba se había estado buscando sin resultado. Maspero, que llevaba seis años anotando la aparición en el mercado negro de joyas de un valor excepcional, con toda seguridad procedentes de una tumba real descubierta y expoliada lentamente por ladrones, se alegró al recibir por primera vez detalles concretos de cómo se había realizado esa compra clandestina. Envió a Luxor a uno de sus jóvenes ayudantes que, haciéndose pasar por turista, procuró tener el mismo comportamiento que el coleccionista americano. Una noche un mercader árabe le ofreció una pequeña estatua auténtica que, según la inscripción, procedía de un sepulcro de la XXI Dinastía. Esto permitió detener, uno tras otro, a los miembros de la familia Abd-er-Rasul, que habían descubierto una tumba en una colina cercana al templo de Deir el-Bahari y llevaban seis años vendiendo poco a poco, para no despertar las sospechas de la policía, los objetos que contenía en su interior. Uno de los miembros de la familia aceptó acompañar a los funcionarios del Museo hasta el escondrijo secreto. Se trataba de un pozo de trece metros de profundidad cuya entrada había sido disimulada con piedras.

Cenotafio de Seti I en la necrópolis de Abydos. La tumba de este soberano de la XIX Dinastía responde a la nueva realidad del faraón que se presenta como hijo de Amón y el sepulcro cede espacio al templo. El de Seti I consta de siete santuarios abovedados por medio de hiladas de piedra escalonadas. Asimismo, las salas hipóstilas introducen por primera en la historia de la arquitectura la iluminación cenital y lateral.
Cuando Brugsch-Bey llegó al fondo, recorrió un estrecho corredor que giraba hacia la derecha. Aunque estaba preparado para cualquier sorpresa, se quedó con la boca abierta cuando vio la cantidad de sarcófagos que allí estaban amontonados. Se encontraba ante los restos de los soberanos más poderosos de la historia de Egipto, entre ellos Ahmosis I, el vencedor de los hiksos, Tuthmosis III, Ramsés II el Grande, que había reinado durante setenta años, y Sethi I. Todavía era visible la precipitación con la que, en secreto, los sacerdotes de la XXI Dinastía habían acumulado en aquel escondrijo los despojos reales. Brugsch-Bey llevó con él a El Cairo algunos papiros hallados en la inmensa tumba. En ellos el profesor Maspero identificó las actas notariales de los traslados de algunas momias de los faraones: "El año decimocuarto, el sexto día del tercer mes de la segunda estación, el Osiris rey Usimare (Ramsés II) fue trasladado para ser enterrado de nuevo en la tumba del Osiris rey Menmare (Sethi I); firmado: el Gran Sacerdote de Amón, Pinutem".

En realidad, la única tumba faraónica que los arqueólogos pudieron encontrar intacta, sin que los ladrones la hubieran saqueado previamente, fue la de Tutankamon. Descubierta en 1922, en el Valle de los Reyes, este hallazgo emocionó y apasionó a todo el mundo más que ningún otro descubrimiento arqueológico desde que Schliemann encontró Troya. Hoy sus tesoros - estatuas de oro, joyas, marfiles, esmaltes- que aparte de su valor artístico tienen un valor material incalculable, son el orgullo del Museo de El Cairo. Howard Carter fue el arqueólogo que dirigió las excavaciones subvencionadas por lord Carnarvon. Después de seis años de esfuerzos infructuosos, los excavadores descubrieron la entrada de la tumba y despejaron la escalera. Allí estaba la puerta de piedra con sus sellos intactos. Carter mandó un telegrama a Londres y tuvo la paciencia increíble de aguardar más de quince días la llegada de lord Carnarvon y su hija. Por fin, el 24 de noviembre de 1922, la puerta fue derribada, pero al otro lado se encontró una galería invadida de escombros.

Cámara del sarcófago de la tumba de Tuthmosis III, en el Valle de los Reyes de Deir el-Baharí. Los monumentos funerarios del Imperio Nuevo, siglo XV a.C., se caracterizan por su extraordinaria riqueza ornamental en los muros, cuyos motivos son en general mitológicos y legendarios.
Después de varios días de trabajo, los exploradores alcanzaron una segunda puerta. Las manos de Carter temblaban de tal manera, que apenas podía sostener la herramienta; finalmente, logró practicar un agujero por el que introdujo una vela encendida. Al principio no veía nada, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, según escribió él mismo, "empezaron a surgir detalles de la habitación, animales extraños, estatuas y oro, ¡el brillo del oro por todas partes!". Incapaz de soportar la duda, lord Carnarvon preguntó:" ¿Ve usted algo?" Howard Carter se volvió lentamente y al fin pudo articular: "¡Sí, cosas asombrosas!" Habían encontrado la antecámara del sepulcro de Tutankamon. Los meses siguientes terminaron la exploración que cada vez les fue proporcionando sorpresas más extraordinarias: el anexo de la antecámara, la cámara funeraria y la cámara del tesoro.

Vista parcial de la momia de Ramsés II, procedente del oeste de Tebas en Deir el-Baharí (Museo Egipcio, El Cairo). Su descubrimiento y estudio permitió establecer la edad de su muerte a los noventa años, al parecer a causa de una infección dental.
Las tumbas del Valle de los Reyes, la necrópolis real de Tebas, demuestran el mismo empeño que ya hemos visto en las pirámides, esto es: preservar a toda costa el cadáver que reclama el rito de Osiris. En el seno de la montaña se suceden las galerías y las salas que debe habitar el doble, o fantasma del difunto, con las paredes decoradas de pinturas que reproducen asuntos determinados, como escenas de la vida terrestre, viaje del alma a los infiernos, juicio de la misma, etc. Los pasillos, tanto más largos y profundos cuanto más importante era la tumba, están algunas veces interrumpidos por pozos, donde se ha disimulado la abertura que debe conducir a la cámara funeraria. Antes de llegar a ella, una falsa tumba, que guarda un sarcófago monumental abierto, puede hacer creer que la momia ha sido levantada y que la sepultura está vacía ...

Hay que golpear en las paredes hasta percibir el sonido hueco que delata la prolongación de los pasillos; hay que atravesar una nueva serie de cámaras y vencer no pocas dificultades para llegar a la verdadera tumba, con un segundo sarcófago, generalmente de madera, que contiene la momia real. Vemos, pues, que los corredores están aquí dispuestos en el seno de la montaña con el mismo método e igual previsión que en el macizo de las pirámides. El concepto del ritual mortuorio es el mismo; lo único que ha variado es el tipo arquitectónico del monumento.

Cámara del sarcófago de la tumba de Tutankamon, en el valle de los Reyes de Deir ei-Bahari. La de Tutankamon, siglo XV a.C., es la única tumba faraónica que los arqueólogos pudieron encontrar totalmente intacta. Las tumbas pretenden preservar a toda costa el cadáver que reclama el rito de Osiris. Dentro se encuentra el doble del difunto, con las paredes decoradas de pinturas que representan diferentes escenas de la vida terrestre y de viaje del alma a los infiernos, entre otros temas funerarios.
Todas estas sepulturas excavadas en el acantilado de Tebas no forman más que el primer elemento de la sepultura faraónica. En el llano, cerca del río, como ya hemos dicho, es donde se encuentran los templos del faraón divinizado, lugares más accesibles donde se celebraban las brillantes ceremonias funerarias y que corresponden a los templos del pie de las pirámides. La desierta llanura que se extiende desde la falda de la montaña hasta el río está sembrada por todas partes de las descomunales ruinas de estos panteones reales. A veces sólo quedan en pie un pilón, o las columnas de la sala hipóstila, o las figuras sentadas del faraón, como las estatuas de Amenofis III, llamadas por los antiguos viajeros griegos Colosos de Memnón, que estaban ya solitarias en la antigüedad clásica, habiendo desaparecido por completo todo rastro del templo que se extendía a su alrededor.

Tumba de Ramose, en el Valle de los Nobles de Deir ei-Bahari. Normalmente se accedía a la tumba a través de pasillos largos y profundos que en algunos casos eran interrumpidos por pozos donde se disimulaba la abertura que debía llegar a la cámara funeraria. Ni los templos ni los sepulcros de los faraones estaban abiertos al pueblo.
 
Máscara funeraria de Tutankamon (Museo Egipcio, El Cairo). Realizada en oro puro, fue descubierta en 1922 por Howard Carter tras seis años de excavaciones en una tumba del Valle de los Reyes. Tutankamon no logró salvar con su reconversión al credo de Amón el estilo de Tell el-Amarna, uno de los episodios más interesantes de todo el arte egipcio. Esta imagen exenta de todo hieratismo revela todavía rasgos amárnicos.

Vista del Valle de los Reyes y los acantilados de Tebas, en Deir el-Bahari. La llanura que se extiende desde la falda de la montaña hasta el río está repleta de las ruinas de los panteones reales, que conforman uno de los conjuntos arquitectónicos más importantes del mundo. En el Imperio Nuevo, el templo y la sepultura faraónica aparecen separados y no se ofrecen al exterior, pues sus entradas, ocultas en las laderas, consisten en estrechas galerías subterráneas que llegan a alcanzar más de 200 m de longitud.
Son dos enormes estatuas de unos veinte metros de altura, labradas cada una en un solo bloque de granito, traídos desde unas canteras situadas en el Bajo Egipto, a 600 kilómetros de distancia, cerca de El Cairo. El intendente de Amenofis III, Amenhotep hijo de Hapi, los menciona en una inscripción de su tumba: "Mi señor me hizo jefe de todos sus trabajos. Yo no edifiqué obras sin grandeza como tantos otros antes de mí. Hice tallar para él montañas de granito, porque es el heredero de Ra. Reproduje su parecido en estas estatuas, con piedras que durarán como los cielos. Nadie ha hecho obras parecidas desde el tiempo de la fundación de las Dos Tierras".

Los colosos de Memnón (Medinet Habu). Estas dos estatuas de unos 20 m de altura, talladas en un único bloque de gres representan a Amenofis III. Subsisten como único vestigio del inmenso templo funerario dedicado a su nombre, que construyó el arquitecto Amenhotep en la orilla izquierda del Nilo, al oeste de Tebas. La completa desaparición de este templo se achaca al hecho de que fue construido en ladrillo para conseguir una mayor rapidez. Los griegos, que consideraban estos colosos como una de las siete maravillas del mundo, los bautizaron con el nombre de Memnón, el héroe de Etiopía, hijo de la Aurora.
De estos panteones faraónicos, el más singular, cuya excavación ha causado grandes sorpresas, es el templo y tumba de la famosa reina Hatshepsut, en la ladera misma de la montaña. Este edificio, que lleva hoy el nombre árabe de Deir el-Baharí, o convento del Norte, ha sido explorado también por el Egypt Exploration Fund, que halló en él una cantidad considerable de esculturas y relieves. Está situado junto al ya citado sepulcro monumental de Mentuhotep II y su disposición constituye verdaderamente una novedad: no se despliega en patios sucesivos, como lo hacen los demás templos egipcios, sino que, aprovechando las cortaduras del terreno, se levanta a distintos niveles en una serie de terrazas rodeadas de columnatas que sirven de pórtico a las capillas abiertas en la roca.

Las columnas con facetas tienen una elegancia de proporciones y una sencillez casi helénicas. El conjunto de terrazas ascendentes recuerda la idea general de la vieja pirámide escalonada del rey Zoser, de la III Dinastía. Así como este antiguo monumento está ligado al nombre del arquitecto Imhotep, el maravilloso conjunto de Deir el-Baharí lo debemos a Senmut, el favorito de la reina Hatshepsut, la constructora del templo.

Templo de la reina Hatshepsut (Deir ei-Bahari). Construido por Senmut, arquitecto y favorito de esta reina de la XVIII Dinastía. Tuthmosis II, su sucesor, encarnizado enemigo de la soberana, lo mandó arrasar; durante las excavaciones se descubrieron múltiples fragmentos de las estatuas y esfinges de Hatshepsut brutalmente destruidas. El templo no se extiende en una serie de patios sucesivos, sino que. se levanta junto a la imponente montaña rocosa, integrándose en ella por varias terrazas sostenidas por columnas que sirven de pórtico a las capillas excavadas en la roca.
Se asciende a las terrazas por escaleras monumentales. Los pórticos de Deir el-Ballari debían de preservar también de la luz y del calor las habitaciones destinadas a la gran reina, quien hizo perpetuar en los antepechos de las barandas de las terrazas las campañas victoriosas de sus generales, y aun de ella misma, cuando, con aspecto masculino y entereza varonil, combatió al lado de su padre, el dios Amón. Están descritas también en estas terrazas las aventuras curiosas de sus soldados que, por encargo de Hatshepsut, exploraron la costa de Africa en un largo periplo en busca del árbol del incienso, producto que llegaba entonces impuro a través de los pueblos africanos del Sudán y de la Nubia, por la vía de las caravanas. Esta expedición al Punt, país del incienso y de la mirra, fue de todas sus iniciativas la que la reina consideró más gloriosa. Hatshepsut encomendó su mando a sus dos confidentes, el arquitecto Senmut y el tesorero Tutiy; ambos se alabaron de haber llevado a buen término el viaje, en los epitafios de sus tumbas. Los relieves de la segunda terraza de Deir el-Baharí describen todas las peripecias de la expedición y terminan con el desfile de los soldados que regresan del Punt, cada uno cargado con una rama del árbol del incienso como trofeo.

Vista del templo funerario de la reina Hatshepsut, en Deir ei-Bahari. Esta vista permite contemplar el desnivel existente en el templo, que se salvaba mediante grandes terrazas comunicadas por amplias escalinatas.
Más abajo, en el llano, aunque siempre en la orilla izquierda del Nilo, al oeste de Tebas, existe el templo de Ramsés II, llamado hoy de nuevo el Rameseum, pero que los griegos conoóan con el nombre de tumba de Osimandias. Aun equivocada, esta atribución demuestra que persistía el recuerdo del primitivo carácter funerario del edificio; pero todo en este monumento está cargado del recuerdo de Ramsés II, el gran conquistador, quien en relieves labrados en el muro parace vivier y respirar todavía, majestuoso, sentado en el trono, agitado en los combates o terrible cuando levanta la mano sobre la cabeza de los vencidos.

Estatua en el templo funerario de la reina Hatshepsut, en Deir el-Bahari. Este tipo de escultura monumental, como puede verse, se adecuaba al espacio arquitectónico al que estaba destinado. Tuthmosis III, sucesor de Hatshepsut, no sólo mandó arrasar el templo, sino que se atrevió a borrar el nombre de la soberana, haciendo que su nombre, y por tanto su espíritu, no pasaran a la posteridad.
A veces, en un mismo templo se asocian los cultos del padre y el hijo, como sucede en el de Gourna, por ejemplo, comenzado por Ramsés I, el glorioso fundador de la XIX Dinastía, continuado por Sethi I y finalizado probablemente por su nieto Ramsés II. Pero, por lo general, estos monumentos funerarios fueron la obra de un solo reinado, concluidos a lo más por la piedad filial del sucesor.

Los reyes del Punt (Museo Egipcio, El Cairo). Detalle de los relieves en piedra procedente del templo funerario de la reina Hatshepsut, en Deir el-Bahari. Puede datarse este relieve alrededor del 1473 a.C. El país de Punt era un lugar remoto del antiguo Egipto localizado en la actual Somalia, donde se obtendrán ciertos productos exóticos - mirra, incienso y también oro, malaquita, etc., que sólo el faraón y ciertos miembros de la corte podrán adquirir. En este relieve se ve al rey de este país y a su esposa.
La disposición de estos templos funerarios, con la única excepción del hipogeo primitivo de Mentuhotep y de la original construcción de la reina Hatshepsut, es siempre del mismo tipo y muy semejante, en la ordenación de sus elementos, a la de los edificios religiosos del otro lado del valle, que no tenían este carácter personalísimo de haber sido construidos para la glorificación de uno o dos monarcas. Ese mismo carácter personal explica el abandono y la destrucción a que forzosamente habían de quedar condenados con el tiempo estos monumentos, una vez desaparecido el culto que habían de prestarles sólo los sucesores de una misma dinastía.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Planos y alzados del templo


La reina Hatshepsut presenta dos obeliscos al dios Amón, relieve procedente de Karnak (Museo Egipcio, Luxor).
El templo egipcio es un monumento que el faraón erige para alcanzar el favor de los dioses. A él no tiene acceso el público, solamente el rey y los sacerdotes.

El templo se levantaba sobre una plataforma de unos seis metros de altura y lo formaban una avenida de esfinges, y varios pilonos o puertas monumentales, dando uno de ellos entrada al recinto sagrado. En la gran mayoría de templos, el pilono de acceso estaba precedido por unos colosos reales con la imagen del faraón; la sala hipetra o amplio patio porticado; a ello cabía sumar la sala hipóstila, que albergaba la barca sagrada utilizada para transportar a la divinidad en procesión los días de su fiesta, y el recinto sagrado, que contenía la estatua del dios. Alrededor del santuario estaban las cámaras accesorias para el culto interno.

A cada lado de la puerta se levantaban los obeliscos, piedras monolíticas de carácter decorativo. Los patios y las salas hipóstilas solían repetirse. Algunos templos ocupaban grandes extensiones, como el de Karnak, que medía en su totalidad 365 metros de longitud mientras que las columnas de su sala hipóstila alcanzaban los 23 metros de altura.

Con el paso del tiempo, la distribución del recinto sagrado cambió. Un buen ejemplo de ello es el templo de Mentuhotep II, del Imperio Medio, cuyo conjunto arquitectónico no corresponde a las diferentes sucesiones de patios y salas hipóstilas que hasta entonces componían el templo funerario, sino que se alza en varios niveles por medio de terrazas y columnas, a los que se accede mediante una rampa.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El oficio del arquitecto


Estatua de granito de Senmut cogiendo a la prin-
cesa Nefru-Re (Museo Egipcio de Berlin; 1490 a.C.).
El arte egipcio es mayoritariamente anónimo. Sólo los arquitectos parecen haber gozado de un reconocimiento social ya desde el Imperio Antiguo. A diferencia de los artistas, pintores o escultores, que se les consideraba meros artesanos, aunque ocupasen el lugar más elevado dentro de su escala social, la de los trabajadores manuales, los arquitectos pertenecían a la clase alta.

Su elevada posición social dentro de la jerarquía egipcia estaba justificada. Debían concebir y construir la tumba, la morada del faraón. El monarca depositaba en ellos toda su confianza, pues eran los responsables de construir un edificio con todas las buenas condiciones para el descanso eterno y, por tanto, evitar posibles profanaciones.

De hecho, eran los únicos que guardaban el secreto de la verdadera entrada a la tumba. lneni, arquitecto que llevó a cabo la ejecución de la tumba de Tuthmosis I, ya escribió en su momento que sólo él dirigió la construcción real para evitar así posibles robos, porque cualquiera podía percatarse de la estratégica situación de la cámara secreta.

La cultura egipcia estaba profundamente ligada a la naturaleza, por eso el arquitecto trató siempre de que sus obras se armonizaran con el entorno geográfico, adaptando el monumento al paisaje. Este es el caso del edificio que Senmut realizó para Hatshepsut, donde la arquitectura encaja perfectamente en el marco del desierto y el acantilado. Sobre una de las paredes del templo de Deir el-Baharí, el genial arquitecto se representó de rodillas, adorando, dejando constancia de su recuerdo.

El prestigio social del que gozaban se incrementó a su vez por el protagonismo político que mantuvieron desde el comienzo de la historia de Egipto, como es el caso de lmhotep o el mismo Senmut, y en algunas ocasiones fueron elevados a la categoría de dioses.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Savat.

Los grandes templos del Imperio Nuevo

Los templos del otro lado del Nilo, llamados Kamak y Luxor, se encuentran mucho mejor conservados. Ellos son la obra sucesiva de todos los faraones. Ambos templos estaban dedicados a Amón y unidos en la antigüedad por una avenida monumental, de la que se pueden reconocer los rastros en la llanura donde estaba la gran capital, Tebas, la de cien puertas. Actualmente se levantan solitarios en el terreno de aluvión que se extiende a la derecha del río, en un desierto de ruinas.

El Rameseum se alza en la orilla izquierda del Nilo y al oeste de Tebas, en honor de Ramsés II. Está dedicado al dios Amón. La progresiva destrucción de las paredes ha ido transformando los patios en descampados y las salas hipóstilas en pórticos. Actualmente, los vestigios de las columnatas, los pilares osiríacos decapitados y el gigantesco pilón que subsiste forman una ruina romántica y evocadora. Diodoro, el historiador griego, lo llamó tumba de Osimandias, deformando así el nombre de pila de Ramsés II: Usimare.
Para construir el núcleo principal de estos dos templos de Tebas, Luxar y Karnak, con sus salas hipóstilas y pilones, fueron necesarios todo el poder y las riquezas de los grandes príncipes y conquistadores de Asia.

Más adelante, hasta los faraones helénicos, o Tolomeos, y algunos emperadores romanos quisieron todos agregar un nuevo elemento a los edificios religiosos de la antigua Tebas. Uno de ellos enriqueció el patio, ya construido, con una nueva fila de columnas; otro se contentó adornando sencillamente el antiguo con las finas agujas de dos obeliscos; otro, en fin, hizo grabar su retrato o su nombre en las paredes de los pilones.

Primer patio del Rameseum, Tebas. Este famoso templo funerario de Ramsés II está a medio camino entre los Colosos de Memnón y los templos de Deir el-Bahari. Obsérvese el torso derribado de un coloso de granito rosa que representaba a "Ramsés, sol de los soberanos" y que medra 18 m de altura. Se calcula que la estatua entera debía pesar más de un millón de kilos.
En cada época de prosperidad se restauraron los desastres causados por las anteriores revoluciones o guerras civiles, y hasta durante las invasiones los mismos dominadores extranjeros, como los persas, no pudieron desentenderse de la sugestión formidable que les producían los templos tebanos y mostraron especial empeño en añadir sus nombres bárbaros a la lista de los fundadores nacionales. La historia de estos edificios es en esencia el resumen monumental de la historia de Egipto. Ellos fueron los verdaderos centros de la actividad religiosa y política del Imperio tebano. A su erección dedicaron los faraones todos sus esfuerzos, dejando en segundo lugar la que en otros tiempos había sido obra predilecta de las primeras dinastías, es decir, las tumbas reales.

Ramsés II en su carro luchando contra los hititas, bajorrelieve del Rameseum de Luxor. Se puede fechar esta obra alrededor del año 1237 a.C. Ramsés II debió luchar contra los hititas que representaban una amenaza para el imperio egipcio. Tras su victoria en la decisiva batalla de Kadesh, celebrada en el Poema de Pentaur, Ramsés II recuperó Siria y firmó un tratado de paz y alianza con el hitita Khatushil l.
Tan complejo resulta así el edificio, en virtud de estas nuevas construcciones y embellecimientos posteriores, que se hace casi imposible, para el arqueólogo que estudia sus ruinas, eliminar lo accesorio, reduciendo aquel conjunto de patios y salas a los elementos primitivos de un templo egipcio.

De todos modos, un templo egipcio está siempre formado de la misma manera. Se llega a él por la avenida de esfinges, hasta dar con el primer pilón. Las esfinges de la avenida de Karnak tienen cuerpo de león y cabeza de carnero. Entre sus patas delanteras están las figuras de los faraones. Son el símbolo de Amón, síntesis de Ra y Harmakhis, los antiquísimos dioses solares del delta. Atravesada la puerta, se encuentra un primer patio, lugar público donde penetraba todo el mundo. Por este primer patio se entra a una sala destinada a las ceremonias, que es lo que se acostumbra a llamar la sala hipóstila, a causa de su construcción mediante columnas. A veces entre el patio y la sala hipóstila hay un segundo pilón, pero en los templos más sencillos se pasa del patio a la sala por una simple puerta.

Al fondo de la sala hipóstila está la entrada de la naos, o lugar santo, reservado a la comunidad sacerdotal, y después se pasa a un segundo patio, en el fondo del cual estaban las dependencias, almacenes y habitaciones de los guardianes del santuario.

Relieve esculpido de fa tumba de Ramsés, en Gourna. En este relieve se ve a la pareja real vestida de ceremonia, con la peluca ritual. El faraón lleva flores de loto y la reina le pone la mano en el hombro, en señal de complicidad, protección y apoyo. Resaltan los ojos pintados de un color mucho más fuerte.
Todo el conjunto del templo estaba encerrado en un rectángulo formado por una doble pared, con un corredor que lo aislaba completamente del exterior. En resumen, no hay más que una sucesión de tres elementos: el pilón, el patio y la sala hipóstila, que se describirán a continuación.

El pilón, que es la puerta triunfal, sin otra utilidad que la puramente decorativa, tiene dos torres cuadradas a cada lado, que son macizas; no hay dentro de ellas ninguna habitación ni otro paso más que una pequeña escalera para llegar a los agujeros de donde salían las grandes abrazaderas que sostenían los mástiles con gallardetes en los días de solemnes fiestas. Las grandes superficies planas de las paredes inclinadas de las torres del pilón se prestaban a la decoración en relieve, con episodios de la vida del faraón constructor del edificio; éste también solía estar representado en grandes figuras a ambos lados de la puerta, y sin duda para enriquecer más esta entrada se añadieron a veces obeliscos de granito, labrados de una sola pieza.

Las torres cuadradas del pilón se acababan con el único modelo de moldura de la construcción egipcia, o sea la gola invertida, que, con su forma saliente, proyecta la sombra dura del sol de Egipto en las líneas horizontales de remate del pilón. Algunas veces, en lugar de los dos grandes obeliscos monolíticos había dos gigantescas columnas a cada lado de la puerta, que servían también de adorno.

Avenida de las Esfinges del templo de Amón (Karnak). Detalle de una de las numerosas esfinges que en doble fila bordean la avenida de acceso al templo. Como todas ellas, tiene cuerpo de león y cabeza de carnero y presenta entre sus patas delanteras la imagen del faraón, a modo de «guardián del doble horizonte». La cabeza del carnero es una alusión al dios Amón.
En cuanto a los patios, su variedad por lo que se refiere a la composición es mucho mayor y sus dimensiones varían también extraordinariamente de unos a otros.

Unas veces los patios no tienen columnas a su alrededor; otras están dispuestas en una o dos filas, pero solamente a los lados; otras forman un verdadero claustro en los cuatro lados del área descubierta. El primer patio de Karnak lleva en el centro, de puerta a puerta, dos filas de columnas monumentales que señalaban una avenida o calle en medio del inmenso cuadrado del patio; en cierto modo, venían a ser como la prolongación de las grandes avenidas de esfinges que conducían a los peregrinos hasta las primeras puertas del santuario.

Avenida de las Esfinges del templo de Amón (Karnak). Separados ya los monumentos funerarios de los santuarios, los soberanos ofrecían a la divinidad estos colosales templos como expresión de su propia piedad y gloria y a ellos sólo podían acceder los propios faraones, los sacerdotes y los altos dignatarios.
. Se halla en el templo frente al segundo pilón. Este faraón, que se cree reinó 67 años, fue uno de los más ambiciosos constructores de toda la historia de Egipto. A sus pies puede verse la pequeña figura de la reina Nefertari, su esposa. La gran diferencia de tamaño es un buen ejemplo de "perspectiva jerárquica".
Gran patio y segundo pilón de Karnak. El templo fue centro principal de actividades religiosas y políticas durante el Imperio Nuevo. La planta de este recinto ofrece gran complejidad. El segundo pilón o segunda puerta triunfal se halla entre el patio y la sala hipóstila. Las dos torres del pilón son macizas; sólo había en su interior una estrecha escalera para poder colocar en su cumbre los gallardetes cuando la solemnidad lo requería. Los fustes truncados, resto de la doble hilera de columnas, señalaban una avenida, prolongación de la llamada "de las Esfinges".
Algunos de estos patios están decorados con una hilera de colosos en las dos paredes, como puede verse en Karnak y en el Rameseum. Cuando las columnas se hallan en los cuatro lados del patio, a veces no son todas del mismo orden, sino que las de entrada y fondo llevan, por ejemplo, capiteles acampanados, y las laterales, capiteles de flor de loto sin abrir, completamente distintos de los campaniformes. Pero por regla general, como acontece en Luxor, los cuatro lados del pórtico son semejantes.

A estos patios debía tener libre acceso el pueblo; son propiamente la antesala del santuario, y venían a representar el claustro o nártex del templo cristiano. Allí debieron de efectuarse también algunas ceremonias, pero el auténtico culto se celebraría en la sala hipóstila, situada después del patio, y no era ya lugar tan accesible.

Celosía de piedra, todavía "in situ", que iluminaba la sala hipóstila de Karnak. La penetración de la luz a través de linternas cenitales y celosías laterales al interior del templo producía un efecto espacial sobrenatural, que más tarde los romanos y los cristianos incorporaron a sus propios templos y basílicas. 
El nombre de sala hipóstila es también griego, y tiene el significado de sala bajo columnas. La sala hipóstila recibe la luz de lo alto. Esto se consigue dividiéndola en naves por medio de filas de columnas, unas mayores y más altas en la nave central, y otras columnas más bajas que sostienen el techo de las naves laterales. La diferente elevación de las naves deja un espacio de muro, cerrado con celosías de piedra, por donde penetra la luz, como por altas ventanas laterales. Una sala hipóstila es, pues, un espacio grande, sostenido por columnas, con el techo plano, formado de grandes dinteles, con la nave central más alta, cubierta con bloques de una pieza, sin ventanas en los muros, pero dotada de iluminación superior.

Columnas decoradas de la sala hipóstila del gran templo de Amón-Ra en Karnak. Este espacio era como una representación de un oasis de papiros y lotos transformados en colosales columnas. a través de cuyo bosque se llegaba a un espacio oscuro que sugiere lo desconocido.
Templo de Amón-Ra, en Luxor. Entrada principal del templo, de forma trapezoidal, flanqueada por dos grandes pilonos y coronada por una cornisa de garganta, con un elevado obelisco al frente y numerosas estatuas del faraón. A esta entrada le sigue un atrio con pórticos de columnas que dan acceso a la sala hipóstila.
Las salas hipóstilas de los templos egipcios, con penumbra misteriosa, sin ninguna abertura indiscreta, a excepción de las celosías superiores; con sus hileras de columnas, que tamizaban la luz de lo alto; decoradas siempre con los fulgores vivos de los relieves policromados, debían de ser la obra maestra de la construcción y el arte egipcios. Algunas de ellas tienen dimensiones extraordinarias.

La gran sala hipóstila de Karnak es todavía la mayor sala cubierta de piedra que existe en el mundo; tiene 152 metros de largo por 51 de ancho, con 134 columnas para sostener el techo; las doce columnas de la nave central son de igual diámetro, todas ellas, que la columna Vendóme de París. Una catedral gótica cabría holgadamente dentro de esta sala iniciada por Sethi I y terminada por Ramsés II Esta obra colosal de los faraones de la XIX Dinastía es el mayor espacio religioso construido por los hombres de cualquier época o país.

Patio de Amenofis III (templo de Luxor, Tebas). La inteligente planta de este edificio y la forma de sus columnas lo convierten en uno de los mejores templos arquitectónicos de todo Egipto. El amplio patio está rodeado por tres de sus lados con una doble hilera de columnas papiriformes. Cada una de ellas representa un haz de papiros recogido en un collar debajo del capitel y cada capitel forma un compacto capullo que soporta el peso del arquitrabe.
En cuanto al santuario propiamente dicho, estaba en una segunda sala y a veces después de un nuevo patio más pequeño que el anterior. Era el lugar santo por excelencia, donde acaso entraba sólo el faraón y el sumo sacerdote, y donde se conservaba la imagen de la divinidad. A medida que se va avanzando en el interior del templo, los patios y las salas van reduciéndose de dimensiones, el techo es más bajo, el nivel del suelo se eleva y la luz se amortigua: todo prepara el ánimo para penetrar en el lugar recóndito donde estaba el divino fetiche. Además de estatuas antropomórficas del dios, se conservaban allí reliquias mágicas.

Columnata de Amenofis III (Luxor). En este templo tebano, dedicado a la tríada de dioses Amón, Mut y Konsú, Amenofis III levantó una columnata de siete pares de columnas papiriformes de unos 16 m de altura. Cada capitel representa una flor de papiros abierta. Esta columnata une el patio construido por Amenofis III con el que posteriormente edificó Ramsés II como entrada al conjunto. 
Nada más peligroso que las divisiones cronológicas de los estilos egipcios. La columna egipcia presenta gran variedad de formas que coexisten en distintas épocas: el pilar cuadrado del llamado templo de la Esfinge está presente profusamente incluso en el Alto Egipto y las columnas con facetas planas se hallan también allí en abundancia. Los capiteles con flores de loto o de papirus que forman el gracioso remate de las columnas de los patios de Luxor y del Rameseum, en Tebas, tienen precedentes en el Egipto antiguo; no es posible establecer una rigurosa división cronológica de los estilos de Egipto, basándose en los tipos de columna.

Templo de Ramsés II, en Abu Simbel. Quizás el más espectacular de todos los templos que edificó este faraón, en este caso situado en la Baja Nubia. Es un "speos" rupestre, excavado en el gres de la montaña frente al Nilo. Presiden la entrada cuatro colosos sentados, de más de veinte metros de altura, que representan al faraón portando la doble corona, la del Bajo y el Alto Egipto, mostrando la unidad del territorio. Entre los pies del faraón se ven algunas figuras que en este caso representan a la reina.
Pero existen algunas formas preferidas del Imperio Antiguo, como los soportes con capitel en forma de palmera; en cambio, otros capiteles complicados son de invención más reciente y usados más por los constructores de la época de los últimos faraones.

Los llamados pilares osiríacos, o sea los soportes en forma de Osiris amortajado, con los emblemas divinos, que están presentes en el Rameseum, parece que fueron principalmente erigidos durante la dominación de los Ramésidas, y casi caracterizan las construcciones de los monarcas de esta familia. Una circunstancia bien característica de la columna egipcia es la ausencia completa de basa, reducida a lo más a un simple cojinete anular de poca elevación, de suerte que la columna parece descansar sobre el suelo.

 Relieve con escenas bélicas del gran templo de Ramsés II, en Abu Simbel. Podría fecharse hacia el 1256 a.C. En la parte inferior del relieve se observan uno de los pueblos sometidos por las tropas faraónicas. Los guerreros vencidos y cautivados aparecen arrodillados, con los brazos atados a la espalda y unidos por una cuerda alrededor de sus cuellos de la que parecen tirar los oficiales de la parte superior del relieve. 



El encanto principal del templo de Luxor procede de sus maravillosas columnas papiriformes construidas en época de Amenofis III, quince siglos a.C. Doscientos años más antiguas que las de la sala hipóstila de Karnak, estas columnas figuran haces de papirus recogidos en un collar por debajo del capitel; éste se ensancha de nuevo formando como un cáliz recio que soporta el peso de los arquitrabes. Estas graciosas columnas hacen que Luxor sea quizás la más exquisita obra de arquitectura de Egipto. Karnak supera a Luxor por sus dimensiones, Luxor a Karnak por su belleza.

La escultura y la pintura contribuyen también al aspecto general del monumento. Los templos están todos ellos decorados con relieves, que cubren las partes planas del edificio, sin sujetarse a la distribución impuesta por los elementos arquitectónicos, arquitrabe, friso y cornisa, como ocurre en el templo griego. Donde queda un espacio vacío en la pared, y hasta en los fustes de las columnas, los escultores lo llenan de relieves y tapan las juntas de las piedras para no tener que encerrar sus asuntos dentro de los límites de cada hilada.

Colosos del pequeño templo de Nefertari, en Abu Simbel. Los cuatro colosos que se representan son imágenes de la reina Nefertari y el faraón Ramsés II, con los atributos de la diosa Hathor. Ramsés II quiso que el templo dedicado a su esposa fuera, si no tan grande como el que había levantado para él, sí decorado igualmente con grandes estatuas.
Estos relieves eran después policromados; en algunas construcciones, el clima excepcional de Egipto nos permite admirarlos todavía con sus colores primitivos. Son generalmente esculturas de poco saliente; la luz intensa de la Tebaida bastaba para acentuar todos los detalles. Las formas están admirablemente dibujadas, y los relieves levantados al principio sobre el plano del muro, pero durante el Imperio Nuevo, cada vez se prefirió más los relieves rehundidos, excavados de la superficie, que queda más alta que la decoración escultórica, siguiendo el estilo iniciado en los relieves sepulcrales del Imperio Medio.

Otra forma de relieve son Los llamados speos o templos rupestres, excavados en La roca, en Nubia. La frontera del Egipto propiamente dicho estaba en la primera catarata del Nilo. Más allá empezaba la Nubia, que los egipcios llamaban Kush, poblada por tribus de tez más oscura y de negros. Alli estaban los yacimientos de los cuales procedía el oro. Para asegurarse la posesión de la Nubia, Ramsés II hizo construir una cadena de fortalezas militares a lo largo del Nilo y también templos excavados en la roca viva, en las gargantas donde no hay márgenes para poder edificar.

Colosos de Abu Simbel. La gran presa de Asuán amenazaba con cubrir con sus aguas el templo de Abu Simbel; pero, para salvarlo, en 1968 se cortó el acantilado en gigantescos bloques y el templo se trasladó pieza a pieza hasta su nuevo emplazamiento.



Los dos templos subterráneos más grandiosos y conocidos son los speos de Abu Simbel. Están en la orilla izquierda del Nilo a unos 40 kilómetros al norte de la segunda catarata. El mayor de los dos speos está dedicado a la gloria de Ramsés II y en su fachada hay cuatro colosales estatuas del faraón entronizado, talladas en la roca. Tienen poco más de veinte metros de altura y son, por tanto, mayores que las estatuas sedentes de Amenofis III, del llano de Tebas, que los griegos llamaron Colosos de Memnón. Encima de estas cuatro figuras gigantescas hay un friso con treinta y tres monos cinocéfalos de cara al Este, adorando al sol naciente.

Pabellón de Ramsés III. en Medinet Habu. Esta vista general de Medinet Habu permite observar el gran número de cámaras y corredores para el culto que se levantaban junto a los pilones siguiendo el mismo eje longitudinal de simetría.
Cada uno de ellos mide más de dos metros de altura. En el interior existe una primera sala con ocho pilares osiríacos y relieves que narran la victoria del faraón en Kadesh, sobre los hititas; de ella se pasa a otro espacio más pequeño que hacía el servicio de sala hipóstila y aún hay una tercera excavación cuadrada que corresponde al santuario. El otro speos es mucho más pequeño y fue labrado para glorificar a la esposa de Ramsés II, la reina Nefertari, que aparece esculpida en su fachada, junto a las estatuas de su esposo y de la diosa Hathor.

La gran presa de Asuán, cuya primera fase fue inaugurada en 1965, hacía necesario cubrir este valle con las aguas del inmenso embalse. Esto obligó al gobierno egipcio, con el apoyo de la UNESCO, a trasladar los templos y reedificarlos en un promontorio cercano, más alejado del río, donde se encuentran actualmente. El 1968, una empresa alemana, en colaboración con otras sociedades internacionales, cortó en gigantescos trozos cúbicos todo el acantilado de Abu Simbel en el que estaban excavados los templos, y lo volvió a montar, pieza a pieza, en su nuevo emplazamiento.

En cuanto a la arquitectura civil, no debía de ser tan espléndida en el Egipto tebano ni tampoco tuvo el carácter de permanencia de los templos. Muchas veces los palacios estaban edificados exdusivamente de ladrillo.

Sala hipóstila del templo mortuorio de Ramsés III, en Medinet Habu. Sala fechada en 1175 a.C. La sala hipóstila está compuesta por un corredor central y por recintos laterales con gruesas columnas profusamente decoradas con relieves que sostienen la techumbre pétrea.
 Estatua de la reina Hatshepsut (Metropolitan Museum, Nueva York). Se trata de una bellísima estatua procedente de su templo de Deir ei-Bahari, de mármol blanco que mide 1,96 metros y que representa a la reina Hatshepsut sentada, con el "klaft" o tocado real y el collar ceremonial. que pone de relieve su gracioso cuerpo femenino y enmarca esa expresión llena de amabilidad. No lleva aquí la barba real con la que aparece en otros relieves que le confieren un carácter andrógino al que aluden las inscripciones cuando la llaman "Hijo del Sol".




⇨ Estatua de Tuthmosis III (Museo Egipcio, Turin). A la muerte de Hatshepsut, esposa y hermana suya, Tuthmosis ascendió a faraón y mandó que le representaran como un joven héroe. La elegancia juvenil del cuerpo y el perfil de este rostro que insinúa una sonrisa no dejan adivinar aquel guerrero implacable que llevó dieciocho veces sus ejércitos al otro lado de las fronteras. Un nuevo aspecto tremendamente comprensivo y humano vino a sustituir en el Imperio Nuevo el hieratismo anterior.


⇦ Cabeza colosal de Amenofis III (British Museum, Londres). Esculpida en cuarcita, procede del templo funerario, desaparecido, dedicado a él y situado al oeste de Tebas. En esta pieza se evidencia un estilo formal que anuncia la revolución amárnica. Los ojos, la boca y la nariz tienden a una atrevida abstracción que transporta la expresión mayestática a una esfera sobrehumana. Puede decirse que en los últimos años del reinado de Amenofis III la escultura egipcia tiende al expresionismo.



Estatua de Ramsés II (Museo Egipcio de Turín). Representación en granito negro del gran faraón de la XIX Dinastía. Sentado, con el casco metálico azul y el "ureus" sobre la frente. Aparece como gran señor, representante de la Verdad y del Orden, en una síntesis de diversas tendencias estilísticas heredadas del pasado. Obsérvense la rigidez de ciertos elementos y la acentuación de los contornos angulosos, así como una evidente suavidad en el modelado. Se reúnen en él el estilo arcaizante y un sentido atrevido, casi actual, con todas las contradicciones que ello representa.



Las obras de fortificación de las ciudades debían de ser bien poca cosa. Egipto estaba defendido por su propia situación geográfica, y el único punto débil residía en el istmo de Suez. Aunque por allí podía ser conquistado fácilmente por una banda de orientales, como fue la invasión de los hiksos. Una vez forzado el istmo, después de una batalla desgraciada en que el faraón hubiese arriesgado todas sus fuerzas. irían cayendo una a una todas las ciudades, sin defensa suficiente.

Los viajeros griegos confirman esta opinión porque al regresar a su patria, impresionados hondamente por el esfuerzo gigantesco que representaban los grandiosos templos egipcios, apenas hablan de las ciudades y palacios.

Retrato en relieve de la reina Tiyi (Museo Real de Arte e His toria, Bruselas). Como reacción a la última fase, tan sofisticada, de la pintura egipcia, las tumbas más representativas de la época de transición de Amenofis III a Akenatón fueron decoradas en relieve. La reina Tiyi revela en su rostro su origen nubio. Hija de nobles provincianos fue impuesta como soberana por Amenofis III, con toda pompa, enfrentándose así con una tradición religiosa que exigía que la madre del príncipe heredero fuera hija de un faraón. El parecido de este perfil con el de Akenatón, hijo de Tiyi, es realmente sorprendente. 
Quedan, en cambio, algunos restos de los castillos o fuertes que los egipcios construían con objeto de prevenir toda sorpresa por parte de los enemigos del país. Más tarde, cuando con sus campañas en Siria, Egipto se puso en contacto con los pueblos orientales, aprendió a proteger sus fortalezas con fosos y reductos avanzados.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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