Punto al Arte: 02 El arte en la época de Augusto y sus sucesores
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El arte en la época de Augusto y sus sucesores

Conocida es la frase que se atribuye César, el cual, encontrando una ciudad de ladrillo, dejó una de mármol; pero estas palabras no son del todo justas pues, aunque construyó la basílica Julia y reedificó la basílica Emilia, dos de las grandes obras de la Roma antigua, la Roma republicana no era de ladrillo, sino de la piedra blanda volcánica del Lacio; además, la obra de embellecimiento de Augusto había sido iniciada por los patricios de la época anterior, seducidos por la maravillosa sugestión que durante tanto tiempo ejerció el arte griego. Lo que representa más que nada el impulso dado por Augusto es el reconocimiento oficial de las corrientes helenísticas. 
Camafeo de Augusto, que conmemora la victoria 
de Tiberio, al que se ve descendiendo del carro en 
la parte superior izquierda, sobre los germanos. 
En el centro la madre Roma mira a Augusto. 

A mediados del siglo I a.C., un joven Augusto se gana la confianza de César, a quien acompaña, con gran éxito, en muchas campañas militares, forjándose, de este modo, una gran amistad entre ambos. Augusto, tras llegar al poder, se encuentra una Roma diezmada por las luchas internas. Durante más de cinco decenios, debe realizar complicadas maniobras para pacificar el Imperio y, a la vez, llevar a cabo una intensa campaña constructora; por tanto, casi como a modo de resumen de su gobierno, queda, como se verá, el Ara Pacis, el Altar de la Paz.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El equilibrio entre el idealismo griego y el naturalismo latino

En el elogio retrospectivo que el orador Cicerón hizo del viejo Catón, se percibe como un último eco de la protesta de los que veían apenados desaparecer, con la introducción del fasto griego y oriental, las severas virtudes de los primeros tiempos de la República.

La liberación de Andrómeda por Perseo (Museo Capitalino, Roma), relieve en mármol. Perseo tiende a mano a Andrómeda, a a que salva de una muerte segura pues había sido encadenada a una roca por Poseidón. Se trata de a representación de un mito griego en el que se apuntan las características naturalistas que definirán e retrato romano.  

Relieves Grimani (Museo de Viena). Puesto que a idénticos efectos hay que buscar causas idénticas, es muy plausible que la concentración urbana, que por reacción puso de moda en Alejandría los sentimientos bucólicos, produjera en la ya populosa Roma el mismo deseo de evasión hacia la naturaleza. La génesis, así como la fuente de inspiración del relieve paisajístico romano, aparecen, pues, claras. En estos relieves, restos del zócalo de una fuente, la leona y la oveja con sus crías y sus toques rurales, apenas sugeridos, ilustran la nostalgia del ciudadano por la tierra. 

Augusto, declarándose sin escrúpulo por el arte helenístico, acabó con esta vacilación; él, y con él toda Roma, aceptaron sin reparo las ideas del mundo griego de su tiempo. Sus sucesores inmediatos demostraron el mismo espíritu. Tiberio, Claudio y Nerón construyeron, acaso más que Augusto, la ensalzada ciudad de mármol; y, por haberse mantenido constantes en su predilección por lo puramente helénico, el arte romano de la época de los Césares merece este capítulo.

Sucesivamente dos grandes familias de emperadores, los Flavios y los Antoninos, llenan otra centuria; con ellas el arte romano, ya maduro, despliega sus formas propias, de grandes bóvedas. Por fin, en la larga serie de los últimos emperadores hasta Constantino, el arte romano va deformándose con interesantes innovaciones y preparando la formación de las nuevas escuelas medievales.


Relieve de Domicio Ahenobarbo con escenas de censos (Musée du Louvre, París). El Imperio romano representaría una y otra vez esta escena, aquí esculpida con un claro deseo de realismo, que muestra el final de una campaña militar con el sacrificio ritual de acción de gracias al dios Marte. Relieve de Domicio Ahenobarbo con escenas de censos (Musée du Louvre, París). A diferencia del idealismo griego, aquí los personajes se nos muestran en una escena costumbrista.

Como ejemplos de obras de los primeros días del reinado de Augusto, hay que citar un grupo de relieves bellísimos descubiertos por diversas partes de la ciudad. Formaban series de pequeños cuadros esculpidos que quizá decorarían habitaciones; uno de ellos, el más exquisito, reproduce un motivo griego que había ya representado la pintura antigua: la liberación de Andrómeda por Perseo. La hermosa joven desciende, hasta encontrar al héroe, por los peldaños materialmente húmedos de una roca; el dragón está a sus pies, testimonio del combate preliminar; pero no es el esfuerzo heroico lo que impresiona en este relieve, sino la gracia fina, urbana, con que se encuentran los dos personajes. El joven no tiene más que extender el brazo; ella se acerca agradecida; los pliegues de la túnica y el manto muestran aquella suave hermosura de líneas paralelas que en ocasiones se encuentra en las cosas naturales, como una flor abierta o un plumaje exquisito.

Otro de estos relieves muestra a Endimión dormido; el joven reposa blandamente, mientras su perro aúlla, como si viera a Diana aparecer en el fondo, marcado con las sombras horizontales del relieve, que dan una impresión plástica de la oscuridad de la noche. He aquí ya dos detalles, el de la humedad de la roca del relieve de Perseo y el de las tinieblas del de Endimión, que son efectos de un realismo pictórico que el arte griego no se hubiera atrevido a pedir a la escultura.


Relieve de Domicio Ahenobarbo con escenas de censos (Musée du Louvre, París). A diferencia del idealismo griego, aquí los personajes se nos muestran en una escena costumbrista.

Esta misma impresión de compostura helenística y de realismo latino la producen dos preciosos relieves, llamados, por su primer posesor, relieves Grimani, también encontrados en Roma y actualmente en el Museo de Viena, los cuales representan una oveja y una leona con sus cachorros. Con toda seguridad fueron utilizados para el adorno de una fuente; en los fondos se reproducen todavía los paisajes idílicos, tan estimados en la época helenística, con cuyos modelos puede decirse que el arte romano imperial va aprendiendo.
Pero pronto el sentido histórico y en extremo positivista del pueblo romano exige de sus maestros griegos una más directa imitación de la realidad. La obra más antigua que se conocen del género histórico, puramente romano, son los relieves que se han identificado como de un friso que adornaba el altar levantado por Domicio Ahenobarbo en conmemoración de su Victoria de Brindisi. Estos relieves, descubiertos ya desde muy antiguo, habían sido vendidos en Roma y dispersados; unos están en el Museo de Munich y otros en el del Louvre, olvidándose la procedencia común de un mismo sitio.



Los fragmentos de Munich representan un cortejo de nereidas y tritones que acompañan el carro de Venus y Neptuno, y están ejecutados en un estilo tan genuinamente griego, que en las historias del arte se acostumbraban citar, no como romanos, sino como modelos de la última orientación del arte helenístico alejandrino. En cambio, en la parte anterior del altar, que es la del Museo del Louvre, el friso representa por primera vez una escena que será luego mil veces repetida por el arte romano: el sacrificio ritual de acción de gracias con que un jefe militar debía terminar siempre una campaña. El propio Domicio está representado vestido con la toga del sacriticador a un lado del ara, adonde le llevan las víctimas varios auxiliares, como él coronados de laurel.

Más allá, los veteranos se despiden de su general visiblemente emocionados; uno esconde el rostro mientras se apoya en el caballo. Toda esta parte del friso tiene, pues, un carácter perfectamente histórico; representa un hecho determinado; debe de ser casi de actualidad, y, sin embargo, se pone a continuación de los relieves de Munich, donde las nereidas y tritones no sirven más que para proporcionar, con el lenguaje siempre alegórico preferido del arte griego, una alusión mitológica de la campaña naval de Domicio Ahenobarbo.

En la parte genuinamente romana del friso, o sea la del sacrificio, todos los detalles están evidentemente copiados de la realidad; la cabeza de Domicio debe de ser un retrato, como también acaso las de algunos de sus acompañantes. Las tres víctimas conducidas al sacrificio, el cerdo, el carnero y el toro, señaladas por el ritual romano, están en orden inverso en el ara de Domicio Ahenobarbo, porque la ceremonia era para celebrar el término de la acción guerrera. Pero, en cambio, para abrir una campaña su orden debía de ser litúrgicamente contrario.

Así puede verse en los relieves que decoraban también con estas tres víctimas una bellísima tribuna del Foro romano y en otras representaciones de este asunto en la columna Trajana, en frisos de arcos triunfales y en simples aras, donde se reproducían las víctimas y además los sacrificadores en grupos pintorescos. El arte romano sintió una extraordinaria predilección por esta escena, donde aparecen mezclados el sentimiento religioso del culto oficial del Estado y la glorificación de los triunfos de sus legiones.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El retrato oficial

Ya se ha mencionado la importancia de los retratos para los primitivos romanos, con las restricciones que imponía el jus imaginum; pero esto mismo contribuyó a que se consideraran las efigies de los hombres de Estado como algo más que una muestra de su parecido personal. Las peculiares circunstancias de la fisonomía de cada personaje están expresadas con cierta dignidad; en ellas se advierte el realismo etrusco alterado por un concepto político que les da nobleza especial. La cabeza del niño Octavio, encontrada en Ostia, tiene ya expresión de seriedad precoz; las mejillas flacas, la mirada concentrada del que después será el primer Augusto. En la cabeza de Ostia, Augusto representa tener trece o catorce años.


⇦ Cabeza de bronce (Museo Británico, Londres). En este retrato Augusto tendría unos veinticinco años: un rostro joven, de mirada limpia, pero ya marcado por la tarea ingente que se le avecina. 



Otra cabeza de bronce, descubierta en 1910 en el Sudán, junto a Meroe, muestra al joven emperador hacia los veinticinco años; los rasgos de su fisonomía son siempre los mismos, sus cabellos caen lacios sobre la frente; es sin duda alguna un retrato de familia enviado a un amigo, gobernador acaso de aquella lejana y misteriosa provincia. Allí, en el último rincón del vasto Imperio romano, en la Nubia, adonde la civilización contemporánea acababa de llegar sólo hacía unos pocos años, penetraban ya los retratos del joven Octavio, constituido por designios de la suerte en nuevo señor del mundo.

Un retrato de Augusto como sumo sacerdote se descubrió en Roma en 1909, en la Vía Labicana, con algunos restos aún de su policromía. La cabeza está envuelta noblemente entre los pliegues del manto sacerdotal y tiene acaso más expresión reflexiva que ninguno de sus retratos; es un feliz modelo de figura imperial que será adoptado frecuentemente por sus sucesores. Otros césares, y sobre todo los emperadores filósofos de la dinastía de los Antoninos, se complacieron singularmente en verse representados con este simple manto que les cubre la cabeza, único distintivo del gran sacerdote romano.


⇨ Augusto de Vía Labicana (Museo de las Termas, Roma). En esta imagen se aprecia el rostro sereno del pontífice máximo, y da la medida del hombre a quien los años han traído prudencia y cierto desengaño.  

Augusto de Prima Porta (Museo Vaticano, Roma). Aquí, Augusto aparece como lmperator; imagen triunfal, sin casco y con los pies desnudos como conviene al héroe, simbolizados en su coraza los éxitos en Hispania y la Galia por él pacificadas. 

⇨ Estatua de Livia procedente de Velleia (Museo della Civilta Romana, Roma). En esta representación, que presenta la cara algo desfigurada por la rotura de la nariz, destaca el detalle con el que se han esculpido los ropajes. 



Por fin, en otro retrato, el emperador Augusto, algo más viejo, con gesto de mando y vestido de general, arenga a las tropas. En la coraza están representadas en finos relieves, como apoteosis de su reinado, la Galia y la Hispania humilladas; los bárbaros de la frontera del Eufrates devuelven las águilas tomadas a las legiones de Craso, y el carro del Sol, sobre el pecho, pasa iluminando aquellos grandes días de la Roma de Augusto. Esta estatua, una de las joyas del Museo Vaticano, se llama el “Augusto de Prima Porta”, porque fue hallada en la villa ya mencionada de la emperatriz Livia; los relieves de la coraza ponen en relación esta escultura con la fecha de los frisos del Ara Pacis. La imitación libre de los modelos griegos es bien visible. El Augusto de Prima Porta tiene en el gesto gran semejanza con el Doríforo de Policleto; se apoya, como él, sobre la pierna derecha mientras balancea la izquierda, y en lugar de la pica lleva en la mano el bastón consular.

Agripina la Menor y Agripina la Mayor (Musée du Louvre, París). Dos bustos de mujeres que ilustran, con el de la página siguiente, tres generaciones de una misma familia: Antonia, madre de Germánico, su nuera Agripina la Mayor y la hija de ésta, Agripina la Menor, que aparece peinada a la manera de Livia, cabello partido con leves rizos laterales, y en modo alguno es un retrato idealizado. El tocado de Agripina la Mayor se riza en pequeños bucles que orlan su frente y cubren casi la totalidad de su cabeza.  

Antonia (Museo Británico, Londres). Comparando esta escultura con las de esta página podemos advertir no sólo cómo evoluciona la estética del retrato, sino también la moda. Antonia aparece aquí con rasgos idealizados por la influencia helenística; emerge de una corola de pétalos y lleva la cabellera ondulada y partida.   

La estatua de Prima Porta inaugura un tipo de retratos imperiales de pie que adoptaron los emperadores. Se encuentran innumerables y exquisitas efigies imperiales, sobre todo en provincias, como la del Augusto de Prima Porta, con corazas decoradas con relieves alegóricos y en actitud de arengar a las tropas. Tan sólo algunos detalles caracterizan el Augusto de Prima Porta como el fundador del Imperio romano: a su lado está el delfín de Venus con el Amor a cuestas, lo cual alude al origen de los Césares descendientes de Eneas, hijo de Venus, y va descalzo, lo que revela su carácter heroico: no es un magistrado que pisa la tierra. Cuando más adelante los emperadores repitan este tipo, todos calzarán ricas y bellas sandalias.


Estos son los más notables retratos de Augusto, pero, además, una serie indefinida de mármoles, diseminados por todos los museos de las provincias del Imperio, reproducen su fisonomía hasta los últimos días de su precoz vejez, cuando, con la demacración característica de un valetudinario, parece que apenas puede ya soportar la simple corona de laurel que simboliza su glorioso reinado.

En cambio, desgraciadamente, no tenemos ningún retrato que dé con absoluta certeza la fisonomía de Livia, la grave matrona que con él compartió honorablemente las cargas del poder. En un relieve de Ravena, la emperatriz está figurada al lado de su esposo, pero la cara ha sido destruida; otro retrato, de Nápoles, es de pésimo estilo; un tercero, en Aquilea, es excesivamente pequeño. Acaso más que ningún otro da la impresión de la figura de Livia una estatua con diadema del Museo Vaticano, que es, con toda seguridad, de la época de Augusto. Su gesto es el tan peculiar de las estatuas funerarias griegas con manto del siglo IV a.C; mas por su severidad resulta tan romanizada, que se la tomó en un principio por personificación de las virtudes femeninas, y de aquí proviene el nombre de imagen del Pudor que se le dio de un modo harto arbitrario.
De Tiberio, el hijo de Livia adoptado por Augusto, se conservan multitud de buenos originales. Un retrato, sentado, del Vaticano inicia también el tipo del emperador glorificado que será frecuentísimo en la serie de las figuras imperiales, aunque esté poco en consonancia con la naturaleza enfermiza y la fisonomía afeminada de Tiberio.

Jarra de las Victorias (Musée du Louvre, París), que formaba parte del tesoro descubierto en 1895 en las bodegas de una villa romana en Soscoreale. Es de plata y los relieves, en parte dorados, representan a dos Victorias sacrificando una pareja de bóvidos. La magnífica factura de la pieza hace sospechar que el orfebre era griego.

Este aparece desnudo, sólo lleva un manto pendiente del hombro que cae sobre las rodillas, tiene el gladio en una mano y con la otra empuña el cetro imperial. Se conservan asimismo varios retratos de los dos jóvenes príncipes Cayo y Lucio César, nietos de Augusto y presuntos herederos del Imperio romano.

De Claudio también se conservan retratos en esta postura heroica de gran monarca divinizado; uno que está de pie, en el Vaticano, lleva cetro y manto y le acompaña el águila del mismísimo Júpiter. Claudio, con sus grandes ojos, que parecen salirse de las órbitas, no adquiere majestad, a pesar del tono pedante con que lo ha querido dignificar el escultor. De Nerón hay varios bustos interesantísimos; en todos ellos tuerce la cabeza, sobre un cuello enorme en que se rizan los pequeños bucles de una barba no desarrollada. Los emperadores y los demás miembros de la familia de Augusto, a excepción de Nerón, quien quería dejarse la barba al modo de los antiguos filósofos, van completamente afeitados. Todos dejan caer los cabellos lacios sobre la frente, típicos de la familia; peinado que usaron también por adulación cortesana los demás patricios y allegados.

Muchos otros personajes han sido identificados no sólo por las inscripciones que se hallaban con los retratos, sino también por medallas. Los personajes secundarios de la casa imperial solían hacerse acuñar piezas de los metales en curso con soberbios retratos suyos o de sus parientes. Una alegoría de la persona conmemorada o el relieve de algún objeto que el difunto tuvo en estima llenaba el reverso.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La casa romana. Su decoración

La casa romana, que había comenzado siendo tan sólo un atrio, una habitación común para todo y también para todos, fue después aumentando sus dependencias de modo indefinido. El primer atrio se rodeó de cámaras por cuatro lados; después se le agregó otro atrio con nuevas habitaciones, y muchas veces también detrás un jardín con un pórtico posterior. Así, la casa sufrió, como todas las demás producciones del arte y de la vida, la penetración de las ideas helenísticas, y aun conservando el atrio tradicional, se transformó con el patio, los pórticos y columnas en una casa griega.

Decoración del segundo estilo procedente de la villa romana de Agro Pompeiano. en Boscoreale, cerca de Pompeya, que atestigua la fantasía de las composiciones de ese período.   

Estaba ya dotada de patio la llamada casa de Livia, en el Palatino, morada de algún personaje importante de la familia imperial, acaso el propio Augusto, acaso Germánico, que se conservó después por respeto englobada en las grandes construcciones posteriores. En muchas casas de Pompeya se encuentran también los dos elementos: después de un pequeño vestíbulo que conduce al atrio tradicional romano, con su impluvium en el centro, se encuentra un patio con pórtico a la griega.

Los triclinia, o alcobas del atrio de las casas romanas, están decorados con mármoles y más a menudo, por economía, con estucos pintados, entre los cuales se distinguen cuatro estilos. Al principio, la pared se ha decorado con revestimientos, con molduras pintadas que imitan a veces puertas y pilastras, pero todo figurado como si fuera de relieve en la pared. Este procedimiento constituye el primer estilo de la decoración romana, llamado de las incrustaciones, porque los revestimientos simulados con el fresco parecen incrustaciones de materiales más ricos que los de la pared.



Ménade y un centauro (en un fresco de la villa romana de Cicero, en Pompeya). Esta obra pertenece al tercer estilo, caracterizado, entre otros rasgos, por el color uniforme de la pared.  

El segundo estilo de decoración de las casas de Pompeya, que parece algo posterior al de las incrustaciones, es el que se ha llamado estilo arquitectónico, porque en la pared se han figurado elementos arquitectónicos en perspectiva, que tratan de dar idea precisamente de verdaderas construcciones, con columnas avanzadas que figuran destacarse del muro para producir así un efecto de profundidad que ensanche la habitación.

Este segundo estilo deriva, evidentemente, del anterior. En las primitivas casas republicanas, los revestimientos son simplicísimos, representando tan sólo almohadillas de mármol, mas pronto avanzan los elementos arquitectónicos para figurar la perspectiva. La decoración de la casa de Livia, en el Palatino, fluctúa entre los dos estilos: ciertas partes de esta decoración son ya del estilo arquitectónico; otras, en cambio, pertenecen aún al primer estilo de las incrustaciones. Hay allí un delicioso motivo de revestimiento plano, combinado con medias pilastras, y unas guirnaldas de hojas y frutos, como las que decoraban el interior del Ara Pacis, que ya dan la impresión de relieve o de proyectarse fuera de la pared.

Decoración de la casa de Livia, en el Palatino romano. La pintura parietal romana, que sólo conocemos hasta el año 79, fecha de la erupción del Vesubio, se ha dividido en cuatro estilos. El primero es de influencia helenística y en el segundo, al que pertenece esta decoración, la arquitectura pictórica, dispuesta en zonas verticales, enmarca cuadros llenos de fantasía.  

Pero la fantasía arquitectónica se va exagerando con el tiempo: avanzan más las columnas, que se hacen cada vez más realistas, y entre estos pórticos pintados se figuran paisajes bellísimos, llenos de naturalismo, o ventanas con panorama al fondo. Por fin, prosiguiendo en la misma idea, toda la pared se divide en columnas o pilastras, las cuales dejan también ver entre ellas pintorescas composiciones. En una villa imperial situada fuera de las murallas de la propia Roma, el efecto resulta todavía más exagerado, porque toda la pared está deliciosamente decorada con la vista de un vergel florido; los árboles más graciosos se yerguen hasta el techo, llenos de pájaros multicolores; en el centro del plafón, una fuentecilla brota de entre las hierbas. Esta no podía llamarse, en verdad, composición del estilo arquitectónico, pero el principio decorativo es el mismo: se trata sencillamente de ensanchar la habitación con perspectivas figuradas.

El tercer estilo de decoración mural romana es el llamado estilo ornamental. Aquí ya no se trata de dar la ilusión de la profundidad; toda la pared tiene, por lo general, un tono uniforme. Es blanca o negra o de un rojo intenso llamado pompeyano, pero en esta intensa nota de color se destacan mil adornos en miniatura: frisos con pequeñas guirnaldas, fajas verticales con entrelazados, guirnaldas, máscaras y cestitos y, sobre todo, los paños colgantes; están dispuestos estos mil elementos de un modo apacible, procurando sólo que con sus colores complementarios apaguen la nota demasiado intensa del campo uniforme de la pared.

Fresco romano perteneciente al cuarto estilo de la palestra de Herculano, al este de Nápoles. En las ruinas de esta población arrasada por la lava del Vesubio se conservan valiosas pinturas como este fresco, en el que destacan los motivos arquitectónicos en el centro de la composición, típicos del cuarto estilo. 

La parte más rica de esta decoración ornamental son las fajas, llenas de figuras de amorcillos jugando y de escenas caricaturescas. En su origen parece probable que estos frisos se aplicaran en pinturas al vidrio; de otro modo no se explica la minuciosidad con que están dibujados todos los detalles, impropia de la decoración al fresco. Debió de corresponder este estilo ornamental a la moda imperante durante el reinado de Nerón, porque los restos de estucos y frescos que decoraban su Domus aurea están compuestos según este tercer sistema de decoración mural.

El estilo de pinturas de la Casa o Domus aurea de Nerón, descubierta en la época de Rafael y Miguel Ángel, influyó muchísimo en el estilo decorativo del Renacimiento del siglo XVI. Siendo las cámaras decoradas de la Domus áurea actualmente subterráneas, forman como grutas o cantinas, y de aquí que al descubrirse estos adornos se les llamara grutescos. Los elementos decorativos del Renacimiento están, pues, principalmente derivados del tercer estilo ornamental romano, porque entonces no se conocían otras decoraciones romanas ni se habían excavado aún las casas de Pompeya, las cuales son un arsenal variadísimo de motivos de los varios estilos romanos de decoración.


⇦ Fresco procedente de Pompeya. Según el oráculo, un hijo de Zeus y Dánae, Perseo, mataría a Acriso, su abuelo materno. Para evitarlo, Acriso mandó encerrar a Dánae y al recién nacido en un arca y echarlos al mar. Este fresco describe el momento en que ambos son rescatados en la isla de Serifo por unos pescadores. 



Y, por fin, un cuarto estilo de decoración mural romana es el adoptado en los últimos días de Pompeya y, por consiguiente, al terminar ya el I siglo d.C. Se llama estilo ilusionista, porque no tiene la pretensión de dar un efecto del natural, como el primero y segundo estilos, y porque para enriquecer la pared se vale también de la representación de formas arquitectónicas: columnitas, frisos y ventanas, pero pintados de la manera más fantástica. Las columnas, delgadísimas, están aglomeradas, sin respeto a la verosimilitud, en un laberinto de formas que llega a producir algunas veces un efecto desorientador. Hay elementos de exquisita imaginación en este estilo. A veces, las columnitas de los caprichosos templetes se sostienen sobre pequeños animales, los amorcillos se encaraman por sus finos tallos, las hojas en espiral se retuercen, como los modernos modelos metálicos. Pero más que nada su belleza estriba en la infinidad de colores vivísimos que, en aquel torbellino de formas, aparecen y desaparecen en un pequeño espacio de pared.

Estos cuatro estilos decorativos romanos no guardan entre sí un orden estrictamente cronológico; en la casa de Livia, en el Palatino, dos de ellos se encuentran en una misma construcción; de todos modos y a grandes líneas puede considerarse que uno sucede al otro, de acuerdo con los sucesivos cambios de la moda. Ellos sirven a menudo para fijar la época de las casas en que se encuentran, porque hay algunos datos seguros, esto es: el segundo estilo era contemporáneo de Augusto, el tercero del reinado de Nerón y el cuarto de la destrucción de Pompeya. Se ven allí edificios a medio acabar que se estaban decorando con el cuarto estilo.


Las Tres Gracias, fresco procedente de Pompeya. El tratamiento del desnudo femenino por parte de los artistas que trabajaron en Pompeya nos ha dejado obras tan interesantes como esta recreación del mito de las Tres Gracias, en la que las figuras femeninas aparecen algo estilizadas. 

El centro del plafón, tanto en el tercero como en el cuarto estilos, solía llenarlo un recuadro que reproducía alguna pintura famosa del arte griego, repetida naturalmente de una copia manoseada una y mil veces. Pero, así y todo, los cuadritos que decoran los muros de Pompeya son muchas veces preciosas sugestiones para restaurar grandes obras pictóricas perdidas, que se completan con otros indicios que proporcionan la cerámica o los mosaicos.

Por otra parte, al tratar del Ara Pacis y de otros monumentos del período augústeo, se han indicado ya las condiciones del naturalismo en los detalles y del orden equilibrado en la composición que caracterizan la escultura romana. Se ha hecho referenda también de las representaciones figuradas de carácter histórico y de las personificaciones locales, de ríos, fuentes y ciudades. A veces estas personificaciones se representaban separadas de un asunto histórico; el genio romano, olvidando por un instante su carácter conmemorativo, encontraba placer en representar, sin ningún propósito religioso o civil, los númenes locales.

De ello es ejemplo el maravilloso relieve del Louvre, procedente de la Vía Apia, en el cual se ve a tres matronas coronadas de torres, tres ciudades: una con el cántaro, otra con espigas y otra que se arregla el manto, pero marca el camino: la Roma imperial.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La arquitectura de los Césares

La arquitectura seguía un movimiento paralelo; los tipos eran griegos, pero inconscientemente se adaptaban al genio romano, más práctico y representativo. De esto se tiene un ejemplo importantísimo en el famoso templo de Augusto en Ankara, llamada entonces Ancira, ciudad griega del Asia Menor, en el cual ya aparece algo de la influencia del espíritu romano sobre sus maestros tradicionales. Es un edificio de una sola cella; tiene, con poca variación, la planta de un templo griego, pero las proporciones son bien distintas y mucho mayor la altura; adviértese ya la preocupación de las dimensiones más que de la belleza, la cual algunas veces perjudica al arte romano. La puerta, inmensa, es como una ampliación agigantada de las puertas del Erecteo y de otros templos griegos, pero tiene encima del dintel un friso muy característico de una trenza de hojas de laurel, entre las dos ménsulas que sostienen la cornisa, la cual será ornamento predilecto del arte romano imperial.

Pegaso de Belerefonte (Palacio Spada, Roma). El espíritu bucólico que todavía impregnaba algunas obras romanas se hace evidente en este relieve que muestra al mítico Pegaso abrevando en aguas rumorosas, en un paisaje que el artista acaricia más que esculpe.  

Se ha calificado de famoso el templo de Ancira, y lo es porque en sus paredes conserva grabada la larguísima inscripción llamada “el testamento de Augusto”, con la cual el primer emperador se despide de su pueblo enumerando sus Campañas y las reformas y construcciones que se han llevado a cabo durante su gobierno.

Allí, en la inscripción de Ancira, se habla ya de un altar de la Paz, o Ara Pacis, construido en Roma. Muchos fragmentos del Ara Pacis se descubrieron ya en el siglo XVI, y hoy están diseminados entre el Museo del Louvre y el de Florencia, el Vaticano, la villa Médicis y el Museo de Viena. Otros mármoles habían quedado en el propio palacio de Fiano, que se edificó en el mismo lugar; el basamento del Ara Pacis debía de estar, pues, entre sus cimientos.

El trabajo de restauración ideal del edificio fue comenzado en 1902 por el arqueólogo austríaco Petersen, quien no sólo hizo ver la unidad del estilo y común origen de todos los fragmentos que, según él, provenían del Ara Pacis, sino que intentó reconstruir su forma e impulsó al Gobierno italiano a realizar excavaciones en el subsuelo del palacio Fiano para descubrir otros restos que allí podían quedar aún enterrados.

Templo de Augusto, en Ankara. Los restos que se conservan permiten deducir la gran altura que presentaba el edificio, que, aunque inspirado en los modelos griegos, mucho más proporcionados y modestos, avanza la grandilocuencia que definirá a la arquitectura romana. 

El recinto del Ara Pacis era aproximadamente cuadrado, con un simple altar en su interior; por fuera, la pared tenía dos zonas de relieves: una de hojas y acantos, y otra zona superior con figuras. Este friso superior del Ara Pacis constituye hasta hoy el monumento más importante de la escultura romana; por su significación en la Historia del Arte ha sido comparado con el friso de las Panateneas del pórtico del Partenón, aquel desfile de los ciudadanos de Atenas que suben en procesión a llevar el peplo o manto a la diosa. En lugar de los dioses olímpicos que esperan el cortejo en el centro de la fachada del templo griego, en el friso romano se ven las nuevas divinidades filosóficas de los tres elementos.

El grupo de aquellos númenes estaba a un lado de la puerta; en el otro, un personaje simbólico que representa el pueblo o el Senatus romano (un anciano fuerte aún, coronado de laurel, y con el manto sobre la cabeza, como un sacerdote) se apresta a sacrificar las tres víctimas rituales. En estos relieves son interesantes los últimos resabios del estilo helenístico alejandrino, tanto en el grupo de los tres elementos, que por su personificación y atributos recuerda el grupo llamado del Nilo, como en el otro relieve del sacrificio, donde hay un fondo de paisaje ideal con árboles a la manera alejandrina y el pequeño edículo o templo, tan característico, que quiere representar la cabaña de Rómulo y Remo, quienes, desde lo alto, asisten también a la escena.

En las fachadas laterales y en la posterior se desarrollaba la parte más original de este friso del Ara Pacis: una procesión cívica, presidida por el mismo Augusto, revestido con los atributos de Pontífice Máximo, acompañado de magistrados y un grupo de lictores, y detrás, el séquito interesante de los personajes de su familia: la emperatriz Livia, con su yerno Agripa y su hijo Tiberio; el joven Druso con Antonia, que lleva de la mano al pequeño Germánico; por fin, el cortejo de senadores y patricios, que desfilan gravemente envueltos en sus togas.

Ara Pacis (Roma). Monumento que Augusto mandó erigir a su regreso de las campañas pacificadoras en España y la Galia en el año 13 a.C. Se trata El arte en la época de Augusto y sus sucesores de un edificio cuadrado, alzado sobre un podium. Dos puertas, una al este y otra al oeste, se abren en sus muros decorados. 

Esta procesión de personas de la familia imperial y grandes dignatarios del Estado, retratados con insuperable realismo y llenos de nobleza y dignidad, contrasta con el bullicioso tumulto de los ciudadanos de Atenas que, a pie o a caballo, acudían a la fiesta de las Panateneas. Hay además en el Ara Pacis la gran novedad de la introducción de los retratos; en el Partenón, ni Pericles, ni Aspasia, ni sus amigos están identificados; en el Ara Pacis reconocemos no sólo a Augusto, sus parientes y las mujeres de su familia, sino también a los pequeñuelos que serán con el tiempo los gobernadores de la segunda generación del Imperio.

Ara Pacis (Roma). El acusado realismo de las figuras de la parte superior de la cara noroeste de este monumento se complementa con la detallada reproducción de las hojas de acanto que embellecen la mitad inferior.  

El friso superior de la procesión cívica está separado por una greca de otra zona de decoración vegetal, la cual es la maravilla del arte augústeo ornamental. De un gran manojo central de hojas de acanto, jugosas y transparentes, que están en la base, arrancan unos delicadísimos rizos curvados en espiral con penachos de palmetas, pequeñas hojas y flores, graciosos animalitos y el cisne favorito de Apolo, protector de Augusto. El campo inferior de la pared, enriquecido admirablemente con esta decoración vegetal y debido a su poco relieve, contribuye muchísimo a la impresión de urbanidad y serenidad que se exhala de aquellos finos mármoles del basamento del Ara Pacis. Pero la interpretación viva de las hojas de acanto es de realidad tan intensa como la de los retratos del friso superior.

Detalle del Ara Pacis (Roma). La glorificación de la Tierra entre el Aire y el Agua corresponden a los que, en aquel mismo momento, cantaban en verso Horacio y Virgilio; el aire es representado como un Aura con el cisne, y el agua, como una Nereida con un tritón. 

Si se comparan las hojas estilizadas del acanto de los capiteles corintios griegos con el mazo de tallos y hojas que forman el centro del plafón del Ara Pacis, se verá como el genio romano imponía su espíritu positivo de análisis hasta para la representación de los seres inferiores de la naturaleza. En un capitel griego, las hojas de acanto son todas abstractas, simétricas e impersonales; en el Ara Pacis, la decoración está repartida con orden, como si las plantas quisieran también conformarse con el decoro y régimen del Imperio, pero cada una aparece activa, llena de intensa personalidad en los tallos y las hojas.

En el interior del edículo del Ara Pacis había otro friso con guirnaldas de hojas de laurel, rosas y frutos, sostenidas por las típicas cabezas de bueyes, que ya eran tradicionales en el arte republicano romano.


Ara Pacis (Roma). Ante estos relieves procesionales parece obvía la comparación con el friso de las Panateneas del Partenón de Atenas, obteniéndose con ello una clara ilustración del diferente espíritu que inspira ambas obras y, en suma, de la distancia que separa el arte griego del romano. Pese a ser, el Ara Pacis, un ejemplo de la inclinación filohelénica del arte romano en tiempos de Augusto, no representa una ceremonia genérica, ideal, sino que alude a una fecha precisa: el 30 de enero del año 9 a.C., en que Augusto ofrece un sacrificio a Eneas. Los personajes no son una abstracción, sino auténticos retratos. 

Es, pues, el Ara Pacis un sublime resumen de la historia de Roma hasta aquellos días, con su tradición helenística, sus retratos, donde el genio latino se encuentra injertado de realismo etrusco, las guirnaldas republicanas y por fin el espíritu del Imperio, triunfante en la familia de Augusto. Es el comienzo material y plástico de las Odas de Horacio, con la glorificación de los hombres que hicieron la eterna Roma, para la cual pedía el poeta que nada más grande vieran nunca los astros, y de las palabras de Virgilio, que señala al romano el papel de domeñar a los superbos.

Y, sin embargo, el monumento era materialmente bien pequeño. Pequeño era también de dimensiones el Partenón al lado de tantos otros grandes edificios como existen en el mundo; pero recomponiendo todos los fragmentos del Ara Pacis, queda aún éste mucho menor; la bella pared, tan espiritualmente revestida, no tiene más que unos catorce metros de fachada por doce de lado y seis de alto. Allí estaba, no obstante, la semilla del arte nuevo, la cual tenía que esparcirse por todo el Imperio y acabar por constituir el arte europeo medieval y el arte del Renacimiento.

Arco romano de Augusto, en Aosta. Se trata de un monumento de grandes dimensiones, como exigía un imperio en victoriosa expansión, que se encuentra en la parte oriental de la población.  

Arco triunfal de Orange, en Provenza. Es uno de los arcos más grandes que construyeron los romanos, y sus relieves ornamentales recrean la victoria de Roma sobre los galos.  

Acueducto cercano a la Vía Apia, mandado construir por Claudia. A pesar de estar prácticamente en ruinas, se aprecian la monumentalidad y la técnica arquitectónica empleada por los constructores romanos en las obras públicas. 

La afición de los emperadores, tan generalizada más tarde, por los arcos triunfales conmemorativos se inicia en los tiempos de Augusto y sus inmediatos sucesores. Tan adecuado era este tipo de monumento al genio fastuoso y civil de Roma, que se hubo de suponer que había sido creación original de los arquitectos imperiales.

Cierto es que, como tipo de monumento, los arcos triunfales romanos son también de derivación helenística: en los países de la Grecia asiática eran frecuentísimas las soberbias puertas que decoraban la entrada de sus ciudades, del mismo tipo del arco triunfal romano. Pero si en la arquitectura imperial muchas veces los arcos aparecen todavía en la entrada de las ciudades o de un recinto religioso o de un Foro, como los que aún hoy limitan a cada extremo la llamada vía Triunfal del Foro romano (uno el arco de Tito y otro el de Septimio Severo), también aparecen aislados, en el preciso lugar donde se quería conmemorar un hecho histórico o como límite de división de provincias, y de este modo la puerta se convierte en monumento conmemorativo.

Columnas del Templo de Marte, en Roma. Entre las ruinas del Foro de Augusto destacan las tres columnas que aún se mantienen en pie de este templo dedicado al dios de la guerra. 

Las escenas de los relieves cuidan, en lo posible, de puntualizar la significación del suceso histórico o el hombre ilustre a cuya memoria se había levantado el arco. Su empleo en este sentido empieza ya en la época de Augusto, porque se tienen noticias de un arco triunfal suyo, levantado en el campo de Marte, que ha desaparecido, y también de otro de Tiberio. Igualmente parece ser de la época de Tiberio el gran arco triunfal de Orange, en Provenza, decorado con relieves alusivos a las guerras con los galos. El magno monumento, con sus tres arcos, descuella aún imponente en medio de la carretera, a la salida de la pequeña ciudad provenzal que guarda todavía otros restos romanos.

Un tipo de monumento que fue después indispensable a todas las ciudades de alguna importancia del Imperio fue el Circo, o hipódromo para las carreras. Su origen es también griego -casi no es necesario mencionar los estadios de Delfos y Olimpia, donde se reunían los griegos periódicamente-. Pero es muy posible que los romanos copiaran de los etruscos el tipo de anfiteatro y los juegos que allí realizaban, y que los etruscos, a su vez, lo hubieran conocido en su lugar de origen: Asia Menor. De todos modos, los ejercicios gladiatorios y las carreras se practicaron en Roma mucho antes de que se aceptaran sin reserva las maneras helenísticas. El primer circo de Roma estaba en el valle que queda entre el Aventino y el Palatino; era fácil establecer graderías en las pendientes de ambas colinas, y se creó la pista profunda del estadio sin necesidad de excavar ni construir. En la época imperial se enriquedó con las tribunas o palcos del lado del Palatino.

Maison Carrée (Nimes). Levantado en el año 16 a.C. en honor de Augusto. En excelente estado de conservación, ofrece todas las particularidades que separan el templo griego del romano: elevado podium con escalinata, amplio pórtico de columnas corintias libres y embutidas en la maciza celia, carencia de opistódomos. No es, como el templo períptero griego, un cosmos encerrado en sí mismo, sino su ilusión. La caliza blanca en que fue construido ha adquirido con el tiempo matices entre rojizos y ambarados que acentúan, más aún, esta sensación de perfección ilusoria.  

En tiempos de los emperadores de la familia de Augusto, Roma se enriqueció con varias construcciones grandiosas de carácter público, las cuales tenían que empezar ya a darle su aspecto definitivo de metrópoli imperial. Agripa edificó sus termas famosas. Claudio erigió el gigantesco acueducto cuyas ruinas son todavía el mayor encanto de la campiña romana. Nerón construyó otro circo en el Vaticano, y también la Casa dorada o Domus aurea, una mansión de lujo, con jardines, para completar la residencia demasiado exigua de la casa tradicional de Augusto, que habitaron los primeros emperadores en el Palatino.

Pirámide de Cayo Cestio, en Roma. En los monumentos funerarios de la época se advierten las diversas tendencias que conforman el arte en Roma, como en esta tumba, que sigue la moda egipcia aunque los materiales son típicamente locales.  

Pero acaso las obras más exquisitas de este período sean todavía las que ordenó el propio Augusto: su famoso Foro, construido al lado del antiguo Foro republicano, conjunto monumental formado de un pórtico con un templo de Marte al fondo, y el templo de Apolo, al lado de su casa en el Palatino. Los restos que se han conservado de ambos monumentos, sobre todo el Foro de Augusto (del templo de Apolo sólo quedan unos capiteles), son del mismo estilo helenístico del Ara Pacis, impregnado de carácter romano.

Los Césares no sólo procedieron a embellecer la Urbe, sino que contribuyeron a la romanización de las primeras provincias del Imperio construyendo por doquier monumentos civiles y conmemorativos. España, la primera de las provincias, tuvo un templo de mármol dedicado a Augusto en Tarragona, poco inferior en belleza a los que el propio emperador había construido en Roma y del que quedan todavía algunos restos escultóricos.

Tumba del panadero Eurysaces, en Roma. Originalísima construcción con agujeros circulares que recuerdan las bocas del horno y un friso donde se desarrollan escenas alusivas al oficio del difunto. Es una pura creación romana.  


En las Galias, el más importante monumento era el gigantesco altar de Lyon dedicado al numen de Roma, una ara inmensa de mármol decorada con guirnaldas y bucranios. Pero también en Vienne y Nimes el genio civilizador romano dejó su huella con dos templos extraordinariamente conservados. Ambos estaban dedicados a los númenes de Roma y Augusto y, por consiguiente, carecen de relieves alusivos; la decoración se reduce a elementos vegetales. También ambos están levantados sobre un basamento o podium, como los templos romanos de la época republicana; tienen un espacioso pórtico como el del templo de la Fortuna Viril de Roma y carecen de opistódomos o cámara posterior para sagrario o bestiario.

En la época de los Césares empiezan a construirse en Roma tumbas gigantescas. Una de ellas, a un lado de la puerta Ostiense, toda de mármol, tiene la forma de pirámide y en una de sus caras lleva la inscripción dedicatoria a un tal Cayo Cestio. La pirámide de Cayo Cestio es una prueba de las relaciones y simpatías de los romanos del primer siglo de la época imperial por el Egipto de los Tolomeos. Sin embargo, la tumba del tipo de pirámide no hizo fortuna en Roma. Las cenizas de Augusto y los individuos de su familia fueron conservadas en un edificio circular erigido en el campo de Marte, hoy desfigurado por completo porque su vasta cámara interior fue transformada por los papas en una sala de conciertos. Exteriormente debía de ser como una inmensa torre coronada por un montículo de tierra con cipreses, recordando acaso los túmulos etrus-cos, aunque el basamento fuera ya mucho más monumental.
Tumba de Cecilia Metela, en la Vía Apia. Monumento cilíndrico sobre un zócalo cuadrado, cerrado por una saliente cúpula originalmente cubierta de tierra -las almenas son del siglo XIII cuando el edificio fue utilizado como fortaleza- y revela la pervivencia de la manera itálico-toscana con influencias helenizantes. 

Una torre de este género, bastante bien conservada, está en la Vía Apia, fuera de Roma, y en ella puede leerse una inscripción que dice ser la tumba de Cecilia Metela, nuera del triunviro Craso y contemporánea, por lo tanto, de Augusto. Dentro de la gran mole maciza, que en la Edad Media sirvió de torre de un castillo de los Colonna, hay una pequeña cámara, con cubierta cónica, donde estaba el sarcófago. No sólo fueron los grandes patricios quienes se hicieron construir espléndidos mausoleos, sino también los simples burgueses y hasta los artesanos, como el panadero Eurysaces, cuya tumba monumental, con grandes agujeros como las bocas de un horno, muestra en la parte superior un friso con escenas de su oficio

La casa romana, heredera de la griega y etrusca (planta y perspectiva exterior), estaba concebida " hacia dentro". Eran raras las ventanas y nula la decoración exterior. En torno al atrio, patio descubierto porticada en cuyo centro un estanque -el impluvium- recogía la preciosa agua de lluvia, se abrían las diversas habitaciones. Al fondo, entre las dos alas del atrio, estaba el tablinum, cuarto de los señores de la casa que desembocaba en una especie de huertecillo, origen del futuro peristilo en la edad republicana tardía.  



Atrio con mosaicos de la Casa dei Vettii, en Pompeya. En el centro de esta imponente y lujosa casa pompeyana, cuya decoración corresponde al denominado cuarto estilo, se encuentra la abertura del impluvium. 

La casa romana conservó el tradicional atrio durante la época imperial. Así como la casa griega se desarrollaba alrededor de un patio, la casa romana tenía el atrio, otro elemento central. El atrio era una sala cubierta, con una abertura única en el techo que se llamaba compluvium. Por allí entraba la luz, por allí caía el agua de la lluvia; por esto, debajo había una abertura en el suelo, el impluvium para recoger el agua que caía del tejado.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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