Punto al Arte: Obras barroco de España
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Apolo y Marsias


José de Ribera, conocido con el sobrenombre de lo Spagnoletto, o sea, "el Españolito", por su origen y pequeña estatura, pone de manifiesto la crudeza de su realismo en su obra Apolo y Marsias.

Como la mayoría de los pintores del siglo XVII, Ribera dedicó gran parte de su producción a los asuntos religiosos, principalmente de santos, aunque también se acercó a la temática mitológica en diversas ocasiones debido, sin duda, a su residencia en Italia, donde este tema era tradicionalmente apreciado. La escena concentra el punto culminante en que Apolo despelleja a Marsias ante la mirada de horror de varios personajes situados al fondo de la composición, en un segundo plano.

La historia, extraída de la literatura antigua, explica cómo Marsias, un sátiro seguidor de Dionisia se jactaba de su gran habilidad para tocar la flauta. Su orgullo le llevó a retar a Apolo a una composición musical. El vencedor tendría el privilegio de imponer cualquier castigo al contrincante. Los encantos de su melodía no pudieron rivalizar con la lira del dios y éste fue el ganador, que impuso a Marsias, por su arrogancia, un castigo feroz: lo ató a un árbol y lo mató cruelmente.

El pintor de origen valenciano muestra el aspecto más sádico del mito. El momento en que Marsias, representado sin los rasgos de cabra que son normales en un sátiro, está siendo desollado por las propias manos de su rival, que contrariamente muestra un gesto alegre y complaciente. El vencido aparece en el suelo colgado del árbol con las manos y los pies atados retorciéndose de dolor. Este pronunciado escorzo de la figura recuerda particularmente El Martirio de San Pedro de Caravaggio.

Este sentimiento trágico y violento que aplicó a su obra fue completamente incomprendido. Ribera combina dos estilos: la de los maestros venecianos y la del clasicismo. Utiliza una riqueza cromática típica de Tiziano en la túnica del dios de la belleza, mientras que el rigor y la claridad compositiva la toma de los clasicistas, al igual que la energía concentrada en los rostros de los protagonistas.

Estos son algunos de los factores no caravaggiescos que intervinieron en la configuración de su complejo arte. Ahora bien, este interés por la realidad concreta, constante en casi toda su obra, es llevada a un extremo en este lienzo, que recuerda a los martirios de su primera etapa. También, al igual que sus obras anteriores, la composición está resuelta equilibradamente, a pesar de lo inestable de las actitudes de los personajes principales, los cuales presentan un hábil tratamiento anatómico.

Con la técnica del claroscuro logra extraordinarios efectos de luz y sombra, gracias al contraste que crea entre las zonas violentamente iluminadas, que centran la atención del espectador y las zonas oscuras.

Dos versiones de Apolo y Marsias se conservan respectivamente en el Museo Real de Bellas Artes de Bruselas y en el Museo Nacional del Capodimonte de Nápoles. Ambas pinturas, de 182 x 232 cm, son fechadas en el año 1637.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Inmaculada Concepción

Bartolomé Esteban Murillo, uno de los artistas más populares de España, trabajó principalmente para iglesias y conventos, por lo que la mayoría de sus obras son esencialmente religiosas, de las que esta Inmaculada Concepción, realizada hacia 1678, supone uno de los más bellos ejemplos.

En el Barroco se concreta la iconografía de la Inmaculada Concepción que tuvo un papel muy importante en toda España. En el siglo XVII se discute obsesivamente si la Virgen fue creada sin mácula, sine macula, es decir, sin contacto carnal. Una vieja controversia que había comenzado ya en el siglo XII con San Bernardo de Claraval. 

Francisco Pacheco como teórico concreto esta iconografía a nivel plástico. Al final de su tratado el Arte de la Pintura, publicado en 1649, realiza una serie de recomendaciones para representar la Inmaculada Concepción de María. Entre estos consejos dice que no debe aparecer con el Niño en los brazos; ha de estar coronada de estrellas con la luna a sus pies; ha de ser pintada en la flor de su edad, de doce a trece años, y con las puntas de la media luna hacia abajo; ha de estar adornada con serafines y ángeles, y se ha de pintar con túnica blanca y manto azul.

Las Inmaculadas de Murillo se caracterizaron por una delicadeza y una gracia especial a la figura femenina e infantil. El sentimiento, lo amable y lo tierno son calificativos característicos de su obra. Precisamente, aquí se aprecian con claridad. El artista sevillano creó una pintura serena y apacible, en la que priman el equilibrio compositivo y expresivo, con una delicadeza nunca conmovida por sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, concibe sus cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana.


María viste túnica blanca, símbolo de pureza, y manto azul, símbolo de eternidad. Lleva sus manos al pecho y eleva la mirada al cielo. Una refinada gama de colores cálidos donde predominan los claros amarillentos y luminosos del fondo de la composición, hacen resaltar la silueta de la joven, el manto de la cual, dispuesto en diagonal, acrecienta el movimiento ascensional. La composición se inscribe en un triángulo perfecto, cuyo vértice es la misma cabeza de la Virgen.

El estatismo de la figura de la Inmaculada contrasta con el movimiento de los querubines que le sirven de peana, en posturas retorcidas. Este revoloteo de ángeles en espiral ha llevado a considerar la obra un preludio del rococó.

Fue encargada por el canónigo de la catedral de Sevilla, Don Justino de Neve, para la iglesia del Hospital de los Venerables Sacerdotes de dicha ciudad, motivo por el cual se la conoce también como la Inmaculada de los Venerables. El cuadro permaneció en ese lugar hasta que el mariscal francés Soult se la llevó a París durante la guerra de la Independencia. A su muerte se vendió en subasta, siendo adquirida en 1852 por el Museo del Louvre.

Desde 1941 esta Inmaculada Concepción, llamada con el sobrenombre de Soult, un óleo sobre lienzo de 27 4 x 190 cm, pasó al Museo del Prado por una política de intercambio con el gobierno francés.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Venus del espejo


La Venus del espejo o Venus y Cupido es una de las obras más famosas y singulares de Velázquez, no tanto por su indiscutible calidad técnica sino por el tema representado: una Venus desnuda, tema insólito en la pintura española de la época. De hecho, es la única obra conservada del pintor sevillano en la que aparece un desnudo femenino integral, aunque, según los inventarios redactados aún en vida del artista, realizó otros dos más.

Como muchas obras mitológicas de la época, el modelado del cuerpo ha hecho pensar en una inspiración en la escultura clásica, particularmente parece evidente su relación con el Hermafrodita, cuya actitud reproduce. Pero también mantiene numerosas referencias a la pintura veneciana, sobre todo de Tintoretto, Tiziano y Giorgione, y a la obra de Rubens e incluso de Miguel Ángel.

En este lienzo, de compleja interpretación, el sevillano coloca a una mujer vista de espaldas de belleza palpable y misterioso encanto, de carne y hueso. Queda reflejado su admirable habilidad para representar la anatomía.

Da la sensación de que el artista hubiese sorprendido a Venus mientras Cupido sostiene el espejo en el que se refleja el rostro de la belleza, aunque en realidad lo que deberíamos ver sería el cuerpo de la diosa tendida sobre un manto oscuro. La cara de la modelo resulta real e irreal al mismo tiempo, probablemente el rostro se difumina intencionadamente para esconder su identidad por temor a la Iglesia, pues este tipo de escenas estaban completamente prohibidas.


Resalta el contraste entre el paño gris azulado, sobre el que está tendida la joven, y el color blanco, al igual que el cortinaje rojo, que a su vez da gran carga erótica al asunto. La inclinación del espejo imposibilita que se muestre el rostro, ya que está fuera del cuadro.

Existen discusiones en cuanto a la fecha de realización del lienzo, aunque la mayoría de las opiniones coinciden en que pertenece a la época de su segundo viaje a Italia. De todas formas, la obra apareció nombrada en un inventario de 1651 como propiedad del Marqués del Carpio y de Heliche, primer propietario documentado de la obra, y por tanto en cualquier caso su fecha no puede ser anterior a 1651.

Además, el cuadro representa un tema que en España estaba perseguido por la Inquisición, en cambio en Italia este tipo de escenas eran frecuentes, sólo hace falta recordar, entre otras, las Venus de Giorgione o la de Tiziano.

Su pertenencia a dicho Marqués, gran amante de la obra de Velázquez y de las mujeres, ha suscitado la opinión de que pueda representar a su esposa o a una de sus amantes. Quizás para despistar, el pintor colocó el rostro del espejo difuminado para así reflejar inciertamente la dama que el marqués amaba. En cambio, las últimas investigaciones han dado a la luz que la figura femenina corresponde al retrato de la amante de Velázquez, tal vez la pintora Flaminia Triva.

Hasta La maja desnuda de Francisco de Gaya no se volverá a retomar la temática del desnudo femenino con tanta magnificencia.

Realizada quizás en Roma, este óleo sobre lienzo, de 122,5 x 175 cm, se puede admirar en todo su esplendor en la National Gallery de Londres, a pesar de que en 1914 recibiera siete puñaladas que apenas sí se notan actualmente.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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