Punto al Arte: 01 Pintura francesa posromántica
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Jean-François Millet

Jean-François Millet (1815-1875) -natural de Gréville, en La Mancha- poseía el mismo profundo sentido de la naturaleza de que estaba dotado Rousseau; como él, comprendía las voces de la tierra y el cielo, e interpretaba lo que nos quieren decir los árboles y lo que significan los senderos.

La llegada de Millet a Barbizon fue en 1849, y sus nuevos amigos no tardaron en advertir lo que este pintor significaba.


J.F.Millet, hijo de campesinos pobres y campesino el mismo. Esta obra es Los gavilladores. Unido al grupo de Barbizon, Millet se distinguió también como paisajista, pero en sus paisajes no olvidaba nunca a los campesinos, callados, humildes, cabizbajos y pesimistas, aunque redimidos por el trabajo. 


Millet y Rousseau fueron vecinos en Barbizon, y llegaron a intimar mucho. A menudo, Rousseau, que disponía de más recursos, tenía que acudir en auxilio del pobre Millet. Allí murieron ambos con pocos años de diferencia, y allí se les enterró, uno al lado del otro.



Millet percibía en el paisaje algo más que lo que se percibe a través de los sentidos: “Cuando regreso a casa por la noche, oigo hablar entre ellos a esos grandes diablos de árboles. No los entiendo, pero esto es culpa mía. Voilà tout”.



Pero, a pesar de esas sensaciones cósmicas que experimentaba, lo primero para Millet, en el campo, es el hombre. Nunca olvida en sus composiciones al campesino. “Es el lado humano, lo que me interesa más en el arte… Y jamás se me presenta con cariz alegre; su alegría no sé dónde está, no la he visto todavía… Lo más alegre que aquí he llegado a conocer es la calma, el silencio de los bosques y campos”.


El Ángelus (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. Las figuras de Millet son masas pesadas y tristes, con la cabeza baja, sumidas en la desolada inmensidad de las llanuras inacabables. Sus contemporáneos le reprocharon siempre su visión áspera y triste de la vida de los campesinos. Sin embargo, el pintor consideraba que "Al mirar la naturaleza y los hombres nunca he visto su aspecto alegre". Para él, que parecía escuchar las voces profundas de la naturaleza, interpretaba una realidad que, aun sin comprenderla como él afirmaba, trascendía cualquier sentimiento de complacencia bucólica.


Aproximándose a Daumier por su sentido del contraste de luces y sombras y de la construcción del cuerpo humano, lograda a través de la simplificación de sus volúmenes, Millet, en sus abocetados estudios de campesinos, se diferencia del gran diseñador por su total abandono de los dejos románticos. Su pintura, tendió siempre a ser opaca y terrosa. Baudelaire, espíritu clarividente, pero agrio, le echaba en cara además los asuntos de sus cuadros: “Hace alarde de un sombrío y pesimista embrutecimiento en sus campesinos que excita nuestro furor. Parecen decirnos: somos los “desheredados” del mundo, los únicos que “producimos gracias a nuestro trabajo”. Alguna verdad hay en ello; pero Millet buscaba algo que un diletante en pintura, como Baudelaire, no llegaría a comprender.

“Cuando pintéis -decía-, tanto si se trata de una casa como de un bosque, o de un campo, o del cielo, o el mar, pensad en quien lo habita o lo contempla. Una voz interior os hablará entonces de su familia, de sus ocupaciones y labores, y esta idea os llevará dentro de la órbita universal de la humanidad. Pintando un paisaje pensaréis en el hombre; pintando al hombre, pensaréis en el paisaje que le rodea."
Al abandonar el tema de los campesinos, parece como si el genio de Millet experimentase un cambio importante en las manifestaciones anímicas de los seres humanos que representa. Así, en La costurera (Musée d'Orsay, París), cuya figura es robusta y maciza como la de una campesina, aunque también tiene la cabeza baja, no da la impresión de que este gesto se deba al peso del trabajo considerado como castigo, sino que es propio de la labor que está realizando. La paleta del pintor parece, así mismo, haberse aclarado, y junto a los ocres y grises típicos de su gama aparece ya un definido color azul y hasta un tímido rojo.

Millet dedicó, pues, su interés a los campesinos; alguien tenía que inmortalizar, en el siglo XIX, al humilde laboureur abrumado. Una famosa obra suya (de las que ofrecen más suaves efectos cromáticos), Las Espigadoras (1857), representa a tres mujeres trabajando bajo el sol; una de ellas no puede más, es evidente que le duele la espalda. Su célebre Ángelus (1867), con sus dos sobrias figuras a contraluz, es una creación maravillosa.

Diga Baudelaire lo que quiera, esas figuras campesinas de Millet viven intensamente, y tienen sus compensaciones; no son ciegas y brutales imágenes de trabajo. En un dibujo de Millet -que fue hábil dibujante a la pluma-, dos pastoras ven pasar una bandada de ocas, y ¡cómo aspiran ambas mujeres el aire aromático y suave del otoño! Virgilio se equivocó, en Las Geórgicas, al decir a los labriegos: “¡Si conocierais vuestra felicidad…!”, creyéndoles incapaces de la percepción del mundo.


La primavera (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. En este paisaje no hay nada dramático, ningún elemento anecdótico y, sin embargo, la atmósfera sugiere el casi imperceptible paso del tiempo, una contenida explosión de vida a través de la brillante luz solar que ilumina los perfiles de los árboles y la tenue brisa que deshace y arrastra las nubes. Incluso el delicado equilibrio de la composición contribuye a que el cuadro transmita la sensación del irremediable acontecer de las estaciones.

Sí; el campesino de Millet goza del paisaje de otro modo que el hombre intelectual, pero mientras la ciudad no haya corrompido su espíritu, el gañán y el labrador tienen también intensa conciencia de lo bello. Por lo menos, Millet la tenía al comentar las observaciones adversas de algunos críticos:”Creen que me harán retroceder, que me convertiré al arte de los Salones. Pero no: campesino nací y moriré campesino. Quiero pintar lo que yo siento”.

No obstante, cuando murió el artista en 1875 se demostró el aprecio que había suscitado su arte. Después, su gloria creció: El Ángelus que había logrado vender por 2.500 francos, en 1890, volvió a venderse por 800.000. Casi idolatrado por Vincent Van Gogh, ahora Millet, como Rousseau, esperan su revalorización ante los ojos de la generación actual.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Escuela de Barbizon

Quienes representaron de un modo más exacto el cambio fueron los paisajistas que integraron la llamada Escuela de Barbizon, y sobre todo el creador de esta escuela, Théodore Rousseau (1812-1867). Este pintor, desde 1848, se había refugiado definitivamente en la pequeña aldea de Barbizon, cuando ya era bastante famoso en los medios artísticos de París, adoptando de ese modo una actitud de abierta oposición al sistema vigente, no sólo en el ámbito plástico, sino también en el mismo orden social.

Rousseau atrajo en el año 1846 a Jules Dupré (1811-1889) y a Narcisse-Virgile Díaz de la Peña (1808-1876) -nacido en Burdeos, hijo de padres españoles- a inspirarse en los parajes del bosque de Fontainebleau, en la aldea de Barbizon, y así quedó constituida aquella escuela. 


A su alrededor se fueron reuniendo otros artistas descontentos del academicismo imperante y movidos por un común sentimiento en pro de la naturaleza, el campesino y la vida rural. De tal manera, la Escuela de Barbizon es un hecho que hay que considerar desde una perspectiva a la vez histórica, en razón de la comunidad de pintores que se establecen en dicho lugar, y estilística, debido a que el lenguaje de Rousseau se impuso como normativa sistemática. Un estilo de tesitura realista, pero de entonación ligeramente romántica, que se caracteriza por su especialización casi exclusiva en el paisaje y su estudio directo del natural, lo que le convierte en un punto de referencia para la pintura del siglo XIX, influyendo en numerosas escuelas regionales donde surgen diversos focos de creación. La actitud de los pintores de Barbizon supuso una primera marginación voluntaria frente a lo establecido oficialmente, una propuesta de rebeldía ante las imposiciones de unas estructuras opresivas y el testimonio palpable de las posibilidades creativas de grupos que trabajaran al margen del orden imperante.


El abrevadero (Wallace Collection, Londres), de Constant Troyon. La naturaleza aparece aquí como mero escenario donde discurre la vida apacible de los animales, que constituyó, después de su viaje a Holanda en 1846, el eje temático de este pintor adherido a los principios pictóricos de la llamada Escuela de Barbizon.


Otro componente del grupo fue Charles Frangois Daubigny (1817-1878), quien contó con la amistad de Corot y la admiración de Monet, constituyéndose a través de su pintura de paisajes en una especie de nexo de unión entre los miembros de la Escuela de Barbizon y sus posteriores seguidores impresionistas.


Rousseau era todavía un temperamento romántico, pero su programa se basó íntegramente en un estudio objetivo y directo. El y sus compañeros, renunciando al pintoresquismo, se lanzaron a analizar de un modo escrupuloso lo que pintaban. Pero aman con tal intensidad a la Naturaleza, que le infunden los efectos sentimentales que la misma observación de la Naturaleza despierta en sus almas, y así, sus paisajes -cuidadosamente estudiados- adquieren una calidad dramática que es tanto más perceptible, por cuanto estos pintores que toman sus apuntes al aire libre, realizan sus obras definitivas -como harán más tarde los pintores plenamente realistas- en sus estudios de pintor.




Otoño (Museo de Bellas Artes, Reims), de Théodore Rousseau. Creador de la Escuela de Barbizon, armoniza un dibujo vigoroso y una técnica minuciosa que le permite precisar hasta el mínimo detalle de la naturaleza logrando una atmósfera poética no exenta de melancólico dramatismo. De este modo, los de Barbizon se rebelan contra las estructuras opresivas del academicismo imperante.


Junto a estos paisajistas se acogió en la colonia pictórica formada en Barbizon un gran pintor que se sentía atraído por el estudio de las reses de ganado. Constant Troyon (1810-1865), el Paulus Potter del XIX francés. Se dedicó a esta especialidad después de su viaje a Holanda en 1846.


Hacía tiempo que estos artistas se habían instalado en Barbizon, cuando Rousseau, que permaneció casi siempre allí, escribe a sus compañeros: Ha llegado un nuevo camarada que posee el color, movimiento y expresión, un pintor verdadero. Era Millet.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura francesa posromántica


Se puede seguir la evolución de la pintura francesa de mediados del siglo XIX tomando como punto de referencia la sucesión de acontecimientos históricos que entonces tuvieron lugar en Francia.


La industrialización, el desarrollo de los medios de comunicación terrestre y marítima (gracias al empleo de la máquina de vapor) determinan, de hecho, la desaparición del artesanado, y la formación de una numerosísima población obrera que se acumula en los grandes centros urbanos. Con ello, las condiciones de la vida económica y social sufren una alteración profundísima, que se refleja en las ideologías.

Mujer de la perla de Corot (Musée 
d’Orsay, París). Una obra emblemá-
tica del realismo posromántico. Lo 
que atrae de la pintura es la “luz in-
terior” que parece emanar de la mu-
jer retratada.

Mientras Auguste Compte elaboraba en Francia la filosofía del Positivismo, tenía lugar una serie de descubrimientos científicos del más diverso orden, que fomentaron la formulación de una doctrina optimista: la del Progreso Social. Así como antes el hombre del Romanticismo sentía nostalgia del pasado, a partir de ahora los ideales se verán proyectados hacia el porvenir.

En vez de soñar como antes en la mejoría de una vida que le aparecía como algo sustancialmente inmutable, el hombre tiene ahora que especular partiendo de la realidad; se torna realista.

Este cambio de actitud, entre el idealismo que dominaba hacia 1830 y el positivismo de 1850, donde primero se trasluce, en lo que concierne a la pintura, es en el nuevo concepto del paisaje.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Las Espigadoras


Las Espigadoras, de Jean-François Millet, constituye una de las obras fundamentales del realismo.

Fechada en 1857, el artista desarrolla en ella un tema constante de su creación pictórica: los campesinos. El cuadro descubre el aspecto menos bucólico del trabajo rural haciendo hincapié en el social, un motivo que prevalecerá siempre como verdadero interés del pintor. Tres campesinas trabajan el campo iluminadas por una tarde crepuscular que infiere dramatismo a la escena -la aplicación de la luz, a su vez, es una de las características que permite la relación de Millet con el movimiento impresionista.

Las mujeres, ataviadas con la vestimenta típica normanda, recogen inclinadas los restos de la cosecha, el trabajo más duro y menos reconocido entre las tareas rurales.

La posición de las campesinas -una de ellas, la que se encuentra a la izquierda del cuadro, apoya su mano en la espalda dolorida- y la hora en que se manifiesta la escena, dan cuenta de la fatiga que representa su labor. Sin embargo, Millet sitúa los personajes en primer plano, en una actitud de estoicidad introspectiva y silenciosa, otorgándoles de esta forma un carácter heroico. Al fondo de la tela podemos observar los almiares y una carreta cargada; más lejos, las casas.

Los colores, de gran vivacidad, en el conjunto compacto que forman las figuras de las campesinas, se encuentran acentuados por la leve tonalidad del resto de elementos que completan la composición. En la actualidad la obra se encuentra en el Musée d’Orsay, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El puente de Mantes


No es sencillo determinar el lugar que ocupa Camille Corot dentro de la historia de la pintura. Algunos especialistas lo consideran heredero del codificador del paisajismo neoclásico, Pierre-Henri Valenciennes, y último de una línea de pintores que continuaron trabajando una estética nacida en el siglo XVIII, mientras que otras opiniones no menos justificadas lo sitúan como uno de los precursores fundamentales del movimiento impresionista.

El puente de Mantes, realizada entre 1868 y 1870, es una de las últimas obras llevadas a cabo por Corot.

El pintor había trabado una sólida amistad con un magistrado de Mantes, Louis Robert, y desde 1855 acudía casi cada año a la región. La costumbre que adoptó el artista se debía tanto al afecto que sentía por su amigo como a la belleza que había encontrado en el puente medieval, que representó en una docena de oportunidades desde diferentes ángulos y puntos de vista.

En este ejemplo en particular, Corot ha abandonado un poco la atmósfera vaporosa, la difusión y las modulaciones líricas de sus composiciones paisajísticas habituales para hacer hincapié en los motivos arquitectónicos que contiene. La rigidez geométrica del pétreo puente no impiden, sin embargo, expresar la “ingenuidad y originalidad únicas” de Corot que Baudelaire distinguió en 1845.


El contraste de la materia con la que están constituidos cada uno de los elementos del cuadro, despierta en el espectador una sensación de serenidad y armonía que el pintor supo trasmitir en la mayoría de sus obras. La fragilidad, la fluidez, el juego de sombras difusas, de reflejos y sombras más sostenidas del paisaje, pueden establecer en este caso, sin ningún tipo de obstáculos, una relación directa entre Corot y el impresionismo.

El pintor ha representado en El puente de Mantes una orilla del Sena situada en Mantes-la-Jolie, con la gran audacia de ocupar el primer plano de ella con simples troncos de árboles que, a la vez, conceden el ritmo de la composición y destacan la luminosidad del segundo plano. Asimismo, la figura cortada de los árboles puede interpretarse como un recurso tomado de la fotografía que, más tarde, su gran admirador Edgar Degas se encargaría de desarrollar en profundidad.

La nota de color del hombre solitario de sombrero rojo que ocupa la embarcación próxima a la orilla, confiere a la composición un sutil equilibrio. En el fondo podemos apreciar, bajo un cielo de delicada tonalidad, una colina y un par de casas.

Tanto en sus paisajes como en sus otras representaciones pictóricas -fue un retratista de primer nivel, admirado por Degas, Van GoghGauguin y Cézanne- Camille Corot conserva siempre una serenidad que pasa por naturalidad, una sensibilidad estética que, en el fondo, procede de una visión ordenada y poética del mundo que no necesita ningún argumento.

Esta obra puede considerarse como representativa de ese eslabón que une -o separa, como hemos observado al principio-, el neoclasicismo del impresionismo. Este óleo sobre tela, cuyas medidas son 38 x 55 cm., puede contemplarse en el Musée du Louvre, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los personajes de Daumier

Honoré Daumier (1808-1879) nació en Marsella, hijo de un vidriero pobre, que con los suyos se trasladó a París en 1814; mas para el arte de la caricatura -en el que no se le reconoce rival-, puede decirse que Daumier es hijo de la Revolución de Julio de 1830. Siempre había sido un gran observador, con una fuerte vocación por el esbozo rápido, incluso mientras desempeñó varios oscuros empleos, durante su adolescencia. Después su padre le colocó de asistente del pintor y arqueólogo Alexandre Lenoir, hombre de vasta cultura artística, de quien Daumier aprendió mucho. En el año 1828 entró a estudiar en la Academia, y en 1830 iniciaba su larga carrera de ilustrador en Silhouette, de donde pasó en el año 1831 al periódico Caricature, fundado por el ferviente republicano Charles Philipon, para el que dibujaron también G. Doré y J. Gérard (alias Grandvillé). Hombre de ideas radicales, alternó siempre la caricatura política con la de costumbres, y en 1833 una serie de litografías suyas contra Luis Felipe le valió un encarcelamiento. Poco después modeló en barro una serie de bustos de caricatura política (Thiers, Guizot, el mismo rey Luis Felipe, etc.), de la que modernamente se ha hecho una emisión en bronce. Prohibida la revista Caricature en 1835, colaboró desde entonces en Charivari, mientras continuaba publicando importantes series litográficas, en las que creó algunos tipos sociales imperecederos, como Robert Macaire, personificación del arrivista sin escrúpulos de la época. Otras series tratan de diversos temas sociales: Baigneurs, Les Papas, Les Bons Bourgueois, Les Gens de Justice, etc. Toda esta vasta producción presenta -aparte su contenido satírico- muchos aspectos de ternura.

Teatro francés (National Gallery of Art, Washington), de Honoré Daumier. La vida del teatro fue uno de los ejes temáticos de la pintura realista de Daumier, quien no sólo trató la acción de los actores, sino también las actitudes del público. En algunos casos, como en este cuadro, el pintor juega con maestría con los altos contrastes de luz, los claroscuros y la penumbra que rodean a los espectadores para recrear el estado anímico a través de los gestos y las expresiones, muchas veces distorsionadas y caricaturescas, de los rostros.  



La lavandera (Musée d'Orsay, París), de Honoré Daumier. Aquí se revela el talento de Daumier como pintor de óleos. Su maestría radica aquí en trascender el detallismo realista para transmitir al observador del cuadro el esfuerzo de la mujer que, pesadamente cargada con la ropa y atenta a su hija, asciende por la escalera del muelle del Sena. Algunos elementos de su obra, como el uso significativo de los claroscuros, preludian recursos que más tarde utilizarán los pintores expresionistas. 

Amigo de E. Lami; de otro gran caricaturista y magnífico litógrafo e ilustrador, P. Gavarni, y de Baudelaire, desde que en 1855 había fijado su residencia en Valmondois, cerca de Barbizon, intimó también mucho con Millet, Rousseau, Daubigny y Corot, y desde unos años antes (a partir de 1848) había alternado su actividad de dibujante con la pintura. Los suyos son pequeños lienzos de grandioso contenido, esbozados con una enorme potencia y con un magistral manejo del claroscuro que le sitúa, a veces, en la misma línea de un Rembrandt o un Goya. Pero el secreto de su talento de pintor reside en su aguda expresividad. Esto puede percibirse claramente en su obra, inspirada en el teatro de Moliere: Crispin et Scapin (1860). Muchos de sus temas son tomados de las Fábulas de La Fontaine, y, a partir de 1867, se inspiró con relativa frecuencia en la pareja formada por Don Quijote y Sancho.



Hacia 1870, Daumier, amenazado de ceguera, hubo de abandonar sus trabajos, y ya vimos cómo Corot le favoreció en la triste situación en que se hallaba en sus últimos años.


Don Quijote y Sancho Panza (Kunsthalle, Zurich), de Honoré Daumier. Con trazos gruesos y vigorosos de colores contrastados que evocan al español Francisco Gaya, Daumier recrea la figura fantasmal del hidalgo manchego cabalgando su escuálido caballo y la de su orondo escudero, bajo cuyo peso avanza con dificultad su rucio.  


El carnicero de Montmartre (Colección privada), de Honoré Daumier. El talento de Daumier para la caricatura aquí rinde tributo a Los caprichos de Goya al mostrar con extraordinaria crudeza el gesto brutal de carnicero y el asombro atemorizado de la muJer, lo que llena de dramatismo una escena de la vida cotidiana.


Artista intensamente romántico en sus concepciones, su fino diseño ha sido una de las bases de gran parte del arte moderno, a partir de Toulouse-Lautrec, y sus creaciones han ejercido influencia muy directa en un sector de la pintura expresionista.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El paisaje de Corot


La pintura de Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) representa un aspecto muy distinto al del arte pictórico que ahora se acaba de comentar. Esta diferencia es tanto por el concepto (cuando se aparta de una visión estrictamente objetiva), como desde el punto de vista de la realización. 

En su etapa final, una concepción poética del paisaje es causa de que éste se desvanezca en neblinas ligeras sobre un fondo de cielo luminoso, generalmente crepuscular, como si todo el paisaje reproducido se transformara en un juego sutil de manchas grises y luces plateadas, por efecto de una fantástica evaporación. Esta fue una característica que en él aparece esporádicamente hacia 1845, y se afirma cada vez más en su estilo durante los últimos veinte años. Pero antes de esto, su pintura tuvo otro carácter. Siempre, sin embargo, la pintura de Corot (que fue un alma virginal) se manifestó con asombrosa ingenuidad. 

El camino de Sévres (Louvre, París) ejemplifica los paisajes tan característicos de Corot, en los que con el caballete plantado al aire libre, captaba el trémulo movimiento de las hojas, el suave balanceo de las ramas y la silueta de sus típicos "árboles soñadores". Su verdadero maestro fue la naturaleza, por eso, durante una conversación en que se invocaban los grandes artistas del pasado, Corot exclamó: "¡Las grandes líneas y los clásicos me importan un bledo! Yo estoy en los bosques".

Fue un hombre generoso, incapaz de intrigas, replegado en sí mismo, quizás a consecuencia de ciertas contrariedades íntimas al principio de su tardía carrera.

Sus padres tenían en París una próspera tienda de moda, y finalmente le dejaron medios abundantes para poder dedicarse al arte, pero jamás le comprendieron. Sobre todo el padre, Camille Corot, jamás tuvo idea de que su hijo era un pintor importante. Cuando en julio de 1839 Corot fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, su padre, al leer la noticia, pensó que la distinción iba dirigida a él, y se llevó un desengaño al enterarse de que era su hijo el condecorado. Sintióse entonces obligado a dirigirle un pequeño sermón incitándole a vestir con menos desaliño.

En tal ambiente familiar -cerradamente petit bourgeois-, la preparación de Corot experimentó un gran retraso. Su padre, tras haberle encaminado hacia los estudios, quiso establecerle un negocio, hasta que por fin, cuando ya Corot contaba veintiséis años, le permitió dedicarse a la pintura.


La catedral de Chartres (Louvre, París) es una de las primeras obras importantes de Corot, cuando -hijo de los propietarios de una acreditada tienda de modas de Paríspudo, al fin, dedicarse a la pintura. Esta obra, realizada con la tranquila objetividad y la humilde atención que caracterizaron siempre a su autor, presenta el monumento tal como aparecía en 1830. En 1872, tres años antes de su muerte, Corot añadió las dos figuras que se ven en primer término.


Su primer maestro fue un pintor de historia entonces reputado, A. Michallon, que sólo concebía el paisaje como fondo de una escena histórica o mitológica. Sin embargo, este aprendizaje resultó útil, porque Michallon inculcó a su discípulo el amor a la exactitud. Fallecido este maestro, tomó por profesor a un paisajista de segunda categoría, Victor Bertin, y en 1826 partió al fin para Italia con un pintor extranjero, compañero suyo, en viaje que se prolongó durante dos años. En Roma pudo entonces confraternizar con un grupo de jóvenes franceses con los que expuso en el Salón, después de su regreso a París, en el año 1830. A sus estudios romanos, todavía balbucientes, aunque de agradable frescor, se sumó entonces una de sus obras más importantes: La Catedral de Chartres.

Corot realizó dos nuevos viajes a Italia, que duraron varios meses, uno en 1834 y otro en 1842. De 1834 son algunos de sus paisajes italianos más sugestivos: la Vista panorámica de Volterra, y la Vista de Florencia desde la terraza del jardín Boboli, con la torre de la Signoria y la cúpula del duomo en el fondo, y en primer término los oscuros cipreses que se yerguen detrás del Palacio Pitti.

El Coliseo visto desde los jardines Farnesio, de Corot. En esta tela de finales de su vida, fatigado por la neblina difusa y las hojas de los bosques, regresa a la construcción sólida de su juventud. Por eso prefirió entonces los retratos (como el de la Mujer de la perla) o estos elementos geométricos de un monumento de piedra, en los que -sin embargo- no falta la belleza de la luz ni su visión tan sutil de la atmósfera.

En uno y otro viaje pintó también estudios de figura, entre ellos (en 1842), la bella nota de desnudo de la modelo de un amigo. Después pintó también paisajes de varias comarcas francesas, del Norte y del Midi, y a partir del año 1860 visitó con frecuencia Ville d’Avray, donde vivía una hermana suya casada, en cuya casa permaneció largas temporadas. Sus pequeños retratos, e incluso los dos autorretratos que realizó, resaltan por su pureza, y en realidad, gran parte del atractivo de lo que pintó hasta 1860 reside en su exigente ingenuidad.

Théophile Gautier, que intentó comprender su pintura (y en buena parte lo consiguió), emitió sobre el arte de Corot este juicio: “¡Qué talento más singular el de monsieur Corot! Tiene ojo, pero no le sigue la mano; ve como un artista consumado, y pinta como un niño”.

Le beffroi de Douai (Louvre, París), de Corot. Uno de los grandes logros de Corot fue expresar de modo significativo el contraste entre la luz, intensa en la pared del edificio de la derecha, y la sombra, que se extiende y cubre las casas y los transeúntes y de la que apenas parece escapar la torre del reloj. 

Fue con toda evidencia un pintor que se adelantó a su tiempo, en materia de sensibilidad. En el fondo, su concepto de paisaje es clásico; se ajusta al de Poussin; pero la pureza de su intención no le permitía apurar sus temas por miedo de fatigarlos. Contó con partidarios y con grandes simpatías (a lo que, en gran parte, contribuyó su reconocida generosidad). Además de ofrecer a la viuda de Millet 10.000 francos, sabiendo que se hallaba en situación apurada, al enterarse en 1873 de que Daumier, viejo y medio ciego, está en peligro de ser desahuciado por su casero, le cede una casita que poseía en Valmondois: “Mi viejo amigo. Tenía en Valmondois, cerca de l’Isle-Adam, una casita con la que no sabía qué hacer. Se me ocurrió ofrecértela, y como la idea me pareció buena, ya la he inscrito en casa del notario. No lo hice por ti, sino para fastidiar a tu casero”.

En los cuadros de Corot, se percibe la frescura del aire; por vez primera, la sensibilidad de la atmósfera es el verdadero asunto y el protagonista. De Corot se saben muchas cosas gracias al libro Corot raconté par lui-même, que publicó uno de los amateurs que más le trataron y que más se habían apasionado con su arte: Moreau-Nélaton. Así, tenemos una relación del propio pintor sobre su actitud ante sus temas en plena naturaleza.

“El pintor se levanta hacia las tres de la madrugada, y sale a los campos a sentarse, y espera debajo de un árbol. Bien poco puede distinguirse aún. Y de pronto, la atmósfera empieza a temblar, y se levanta una brisa que hace despertar las cosas. Un rayo de sol; después otro, y otro. Las flores se abren y los pájaros empiezan sus trinos… Nada se veía, y pronto el mundo entero estará allí para el pintor.

El sol se levanta mientras él toma sus notas; a lo lejos se pierden en el éter las siluetas de las colinas; los pájaros vuelan de un lado para otro; pasa un campesino montado en un blanco jamelgo, y desaparece por el sendero. El pintor sigue anotando, pero pronto habrá ya demasiada luz, percibirá demasiadas cosas… El artista vuelve a la granja; todos trabajan, y él descansa y sueña con lo que ha sentido al amanecer. ¡Mañana ejecutará ya su sueño!” 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El vagón de tercera clase



Hijo de un vidriero con ambiciones de poeta, el joven Honoré Daumier se vio obligado a interrumpir sus estudios muy pronto para ganarse la vida. Con sólo doce años Honoré comenzó a trabajar como mensajero de un ujier en el Tribunal de Justicia y, más tarde, fue empleado como asistente en la librería Delaunay del Palacio Real. De forma paralela, Daumier empezó a tomar clases en una academia de dibujo donde, inmediatamente, Alexandre Lenoir, ilustre fundador del Museo de Monumentos Francés, reconoció al joven su capacidad.


Aunque tal vez menos voluntaria que perentoria, la precocidad de Daumier se sumó a sus habilidades artísticas, dando como resultado, por una parte, un profundo conocimiento de las diferentes clases sociales que se interrelacionaban en su propio medio y, por otra, una gran capacidad de observación para retenerlas y reproducirlas. Esta condición de lucidez y sensibilidad es la que más adelante le permitió llevar a cabo obras de arte como El vagón de tercera clase (Le Wagón de Troisiéme Classe).



Ante todo, Honoré Daumier era un agudo crítico. Prestigioso y ácido caricaturista, fue, posiblemente, el primero de los artistas que se sirvió de medios de comunicación masivos, como revistas satíricas, para difundir su mensaje político de manera simultánea con su estilo pictórico. Dueño de una profunda conciencia social, en El vagón de tercera clase, como en gran parte de sus trabajos, el pintor marsellés desarrolla un tema reivindicativo de manera magistral: la dura vida de las clases populares en las grandes ciudades.





La dosis de sordidez que Daumier aplica en esta obra a sus personajes genera en el espectador una sensación de ternura que contrasta profundamente con la sofisticación industrial del tren -vehículo que, a la vez, les sirve de escenario social y de fondo-. Realizada entre 1862 y 1864, esta litografía confirma la inclinación del pintor hacia las causas que promueven la igualdad. La naturaleza grotesca en los rasgos de sus personajes, es una característica desarrollada a través de su condición de eximio caricaturista pero también el resultado de su gran admiración por la obra de Goya.



Entre los pasajeros del tren podemos observar en primer plano y en el centro, estratégicamente ubicado en la parte inferior de la tela, a un muchacho de clase popular durmiendo. A su izquierda, un hombre con las manos apoyadas sobre su bastón y el sombrero a su lado, medita en un gesto de fatiga que puede significar resignación o indolencia. A la derecha del muchacho, el hombre inflamado de altanería que lleva bombín, con la vista puesta en algo más alto, parece soportar la situación de homogeneidad que le impone el vagón con histriónica arrogancia.



En los asientos de detrás, el resto del pasaje convive sin apenas observarse: un hombre de sombrero de copa mira con entusiasmo el paisaje de fuera, lo mismo que la mujer que se halla frente a él pero sin establecer un diálogo entre ambos. La otra mujer de la escena tampoco parece interesada más que en sus propios pensamientos. Al fondo de la escena, a la derecha, un anciano con los ojos cerrados ha cedido al cansancio.

El trazo contundente y dinámico, los contrastes pronunciados y el poder de síntesis de Daumier, dejan claro el porqué de la admiración que más tarde despertó en muchos expresionistas. La obra mide 23 x 33 y pertenece a la colección Oskar Reinhart en Winterthur (Suiza).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El realismo de Courbet


Gustave Courbet (1819-1877) nació en Ornans (Doubs), en el Franco Condado, hijo de un rico hacendado. Fue Courbet hombre de temperamento exuberante y de ideas avanzadas, y con una decidida vocación por la pintura. Su padre hubiera querido hacer de él, primero un polytechnicien, luego un abogado (y con esta intención le envió a París); pero tuvo que resignarse a que su hijo se dedicara a la pintura, sin lograr, empero, que en la Escuela de Bellas Artes entrara en los estudios de los profesores entonces más reputados entre la burguesía francesa. En gran parte, pues, fue un autodidacto, que aprendió con RembrandtF. HalsVan Dyck y Velázquez, a los que estudió (y a veces copió) en el Museo del Louvre.

En 1846, con su amigo, el crítico Champfleury, y con otro gran amigo suyo, Max Bouchon, después “de haber discutido los errores de los románticos y de los clasicistas “-son sus propias palabras- decidió “alzar el pendón” de una nueva escuela, para la que se encontró el nombre de Arte Realista.


 El Autorretrato con un perro negro (Museo del Petit Palais, París) fue pintado por Courbet. en 1842, a los 23 años de edad, en una época en que -recién llegado a París- recurría casi exclusivamente a sí mismo como modelo. Ya desde este momento, se aprecia que el pintor será un gran colorista, dominador de la técnica llamada "de las sombras luminosas". 


Al Salón de 1847 presentó su autorretrato titulado L’homme á la pipe, que fue rechazado; después viajó por Holanda, y aunque intervino en la Revolución de 1848, se abstuvo de tomar parte en los hechos sangrientos acontecidos durante el mes de junio de aquel año.


En su estudio de la Rué de Hautefeuille se reúne ya por aquel entonces con sus amigos; éstos son, además de los citados, un pintor hoy injustamente olvidado, François Bonvin, Baudelaire, Murger, el de la Bohéme, y el soñador teórico de la Revolución Social, Fierre-Joseph Proudhon.


El Salón de 1849 -en una época plenamente revolucionaría- ofreció la gran ocasión a Courbet, porque se decidió que el jurado de admisión lo constituirían los propios artistas. A él envió cuadros de importancia; pero la tempestad estalló en torno a su nombre y sus obras en el Salón del año siguiente. Envió pinturas tan importantes como su retrato de Berlioz (que el retratado se había negado a admitir), los Canteros (lienzo hoy destruido, antes en el Museo de Dresde) y el enorme lienzo Entierro en Ornans (ahora en el Musée d’Orsay). Estas dos últimas pinturas escandalizaron a la crítica y al público por sus asuntos, que se juzgaron inadmisibles.



Bonjour, Monsieur Courbet! o El Encuentro (Museo Fabre, Montpellier). Se trata de una de esas grandes composiciones de Courbet -como El estudio del pintor-, cuya admirable calidad pictórica se impone por su segura maestría y hace que olvidemos la vanidad y la autosatisfacción, un poco ridículas, de su autor.  

Mientras tanto, el clima político había cambiado; en diciembre de 1851 Luis Napoleón daba su coup d’Etat y se proclamaba emperador con el nombre de Napoleón III. Hubo una extremada censura de prensa y se practicaron detenciones en masa; el grupo de amigos de Courbet se dispersó y él se marchó a Ornans con su familia.


Al Salón de 1853 envió, con otros dos lienzos, su cuadro Les Baigneuses. Representa a dos mujeres cerca de una charca; una de ellas, de carnes, por demás, opulentas, aparece casi completamente desnuda y vista de espalda.


El cuadro despertó la indignación, no sólo del mismo emperador, sino de Merimée y de Delacroix, que escribieron en términos muy ásperos sobre esta pintura. Pero un amateur de Montpellier, Alfred Bruyas, la compró. El artista pasó en casa de éste los meses del otoño de 1854 y en esta ocasión pintó varias obras, todas las cuales se hallan en el Museo Fabre, de Montpellier, con el antedicho lienzo escandaloso; la más importante es la titulada El Encuentro, y también Bonjour, Monsieur Courbet! Théodore de Banville alude al título de este lienzo -paradigma del arte realista- en versos sonoros, y de tono humorístico, en su Occidentale Sixieme (Es la Naturaleza quien habla): 

"Ami, si tu me vais a ce point triste et laide, C' est que monsieur Courbet vient de passer par la! Et le sombre feuillage, évidé comme un cintre, Les gazons, le rameau qu'un fruit pansu courbait, Chantaint: "Bonjour, M. Courbet, le maitre peintre!" "Monsieur Courbet, salut! Bonjour, M. Courbet", etcétera. "



Le ruisseaux de la Breme a la sortie du Puits Noir (Musée des Beaux Arts et d' Archéologie, Besanc;on), de Courbet. Cuadro emblemático de la maestría de Courbet para el paisaje. Pocos como él han sabido expresar la transparencia y el frescor del agua, la vegetación impregnada de humedad, la umbría del bosque y el pelaje sedoso de los corzos.

En el cuadro se ve a Bruyas y a su criado, que han salido al camino para recibir al pintor; éste viste como un excursionista y empuña un cayado, y en la espalda (a modo de mochila) lleva su caja de pinturas, e inclina hacia atrás la cabeza, levantando su aguda y famosa barba assyrienne. A lo lejos, en una curva, puede aún verse la diligencia en que ha llegado, y que prosigue su camino.



Una de sus obras más significativas, y que más claramente denotan el modo de ser de su autor, es el Estudio del Pintor, del año 1855. Aquel año Courbet, indispuesto con el jurado del Salón, inauguró una exposición particular en un barracón que había construido, ayudado por A. Bruyas, en un solar del Puente de Alma, y allí se exhibió este enorme lienzo. Su autor le tituló Alegoría real, y representa al artista en pleno trabajo. Era, no ya un autorretrato, sino una "autoapoteosis", que resumía su labor de siete años. Será útil que expliquemos el asunto de este cuadro: Courbet aparece en el centro, mientras da los últimos toques a un paisaje de su tierra natal; un mozalbete mira cómo pinta, y detrás del artista, un bello desnudo de mujer, La Verdad, personifica a sus modelos vivientes. En la izquierda del lienzo se agrupan todos los tipos sociales que han despertado el interés del pintor: un cura, un cazador, un payaso, un vendedor ambulante, una fille de joie, etc. A la derecha aparece, en el extremo, Baudelaire absorto en la lectura (La Poesía); después, un matrimonio burgués, y una joven pareja de amantes que, al fondo, se besan (aquéllos personifican el Amor mundano; éstos, el Amor libre); luego está, sentado, Champfleury (La Prosa), y en el fondo, Promayet (La Música), Max Bouchon (La Poesía Realista), Bruyas (El Mecenas) y Proudhon (La Filosofía Social). 

De Proudhon terminó Courbet un retrato en 1865 (cuando el retratado murió). Es un retrato póstumo porque, aunque la obra se empezó en 1853, Proudhon se había negado a "posar". Le representa en el jardincillo de su casa con sus dos hijitas. Una de ellas juega a la "comidilla", mientras la otra se distrae deletreando el abecedario, y el revolucionario pensador aparece absorto en sus sueños sociales, teniendo junto a sí el tintero, sus papeles y libros. 

El fuerte, impulsivo y egocéntrico temperamento de Courbet se halla reflejado en la misma abundancia de sus obras de grandes dimensiones; algunos de sus autorretratos se cuentan entre lo mejor de su pintura. Pintó cacerías, pero uno de sus temas preferidos fue la mujer. Sus Demoiselles de Village (Metropolitan Museum, Nueva York) son señoritas de pueblo que han salido a pasear con su perrito, y las Demoiselles des bords de la Seine (Petit-Palais, París), son dos cortesanas lujosamente ataviadas que sestean junto al río. 


El Mediterráneo en Palavas (Musée Fabre, Montpellier), de Courbet. Una de las obras maestras de este artista que algunos críticos han comparado con algunas creaciones del alemán Kaspar David Friedrich por su fuerte carga dramática que constituye la diminuta figura del hombre enfrentado a la inmensidad del mar. 

Como Millet, Courbet pintó también escenas en que aparece la mujer campesina; pero sobre todo cultivó, en gran número de cuadros, el desnudo femenino, con una gran generosidad y libertad, y algunas veces incluso, con total impudor. 

Como pintor animalista, dejó, entre otras obras, su bello lienzo Corzos en el arroyo, en que un grupo de estos animales descansan bajo los árboles al lado de un arroyo. 

Aunque resulte del todo imposible completar todos los detalles acerca de las peripecias de la vida de Courbet, sin embargo es esencial explicar su actuación durante el período de la Commune en 1870, que tuvo como consecuencia, para el rebelde pintor, su destierro. La Commune había decretado la demolíción de la Columna de la Plaza Vendome, y aunque (según parece) Courbet, cuando fue demolido el monumento, había ya dimitido a su cargo de Delegado de Bellas Artes, para el que le nombrara el gobierno revolucionario, el caso fue que se le hizo responsable de aquel bárbaro acto, y permaneció recluido en prisión durante seis meses. 

Esta condena le cerró las puertas del Salón. Pero en 1873, el asunto de la Columna de la Plaza Vendome volvió a removerse cuando el mariscal Mac-Mahon, presidente de la República, proyectó reconstruir el monumento, y entonces se le cargaron a Courbet las costas de la reparación (323.000 francos). El pintor huyó a Suiza, y se estableció en la Tour de Peilz, cerca de Vevey, donde murió. 

Courbet, por un lado, con el estallido de su realismo, y por otra parte, Charles Daubigny y Harpignies, en el paisaje, autores que conectan a un tiempo, con Corot y con la Escuela de Barbizon, presagian, en cierto modo, a Manet o a los impresionistas. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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