Punto al Arte: 01 El simbolismo. Los nabis.
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El simbolismo

Sin necesidad de remontarse a los antiguos y a la Melancolía de Alberto Durero, hay que admitir que William Blake (1757-1827) fue el verdadero precursor del simbolismo. Lo es por sus alusiones alegóricas, por su Torbellino de amantes, por su arte de visionario y de místico, en le que aparecen mezclados paganismo y cristianismo. Lo es incluso por su profetas y su Dios barbudo, que más bien parece destinado al Walhalla de Wagner. Otro antecesor del simbolismo fue el alemán Phillip Otto Runge (1777-1810), cuyas pinturas cíclicas sobre la Mañana (Museo de Hamburgo) están sembradas de mujeres-auroras y de niños con guirnaldas. En Francia, lo es el grabador Rodolphe Bresdin (1825-1885), ese genio extravagante (vivía en un desván transformado en jardín, con cursos de agua corriente) que descubre, en la Comedia de la muerte, el obsesivo y macabro símbolo de la vida perecedera.

Cristo en el Monte de los Olivos de Gustave Moreau  (Museo de Gustave Moreau, Paris) Máximo exponente del Simbolismo francés, este artista se interesó mucho por los tema bíblicos. En esta obra muestra el episodio de Cristo orando en el monte de los Olivos poco antes de ser crucificado. Si bien estaba muy influido por los grandes pintores renacentistas, él siempre hacía una interpretación muy personal de las escenas religiosas conocidas. 

En 1981, como ya ha sido señalado, se publican los preceptos del simbolismo pictórico en el Mercure de France, aunque el movimiento simbolista llevaba ya cierto tiempo incubándose. En el mundo de las letras y las artes nunca había sido tan grande el deseo de recurrir a figuras e imágenes empleadas como signos de una cosa o de una persona, y ello con carácter propio y distintivo. De este modo se pretendía suscitar o resucitar la idea de un objeto o de un personaje en contraste con la representación concreta de la realidad.

En las artes plásticas, el simbolismo aparece con la pintura de Gustave Moreau, el diletante solitario enemigo de las exposiciones. En la rue La Rochefoucauld poseía un taller que permanecía secretamente cerrado incluso para sus admiradores y que sólo se abría a los alumnos, los futuros fauves, que él mismo formaba en la Escuela de Bellas Artes, en la que entró por verdadera casualidad. Moreau había pintado, en 1864 y 1865, Edipo y la Esfinge y El joven y la muerte, la gran composición relacionaa con la desaparición prematura de Théodore Chassériau. En su arte, este maníaco genial se muestra obsesionado o¡por la cruel figura de Salomé, hasta el punto de impregnar su obra con un demonismo secretamente erótico. Su obsesión por la belleza femenina convirtió a esta última representación –la de Salomé- en el personaje central y centrífugo de su obra.
⇦ Aparición de Gustave Moreau (Museo de Gustave Moreau, Paris) Se trata de la representación al óleo de una acuarela que el propio artista expuso en el Salón de 1876. La historia de Salomé, símbolo de la mujer atractiva, decadente y perversa, apasionó en gran medida a este pintor, máximo exponente del simbolismo francés. Aquí la plasmó en un marco de recargada suntuosidad, aterrada ante esta acusadora visión, pero, aún así, irresistiblemente seductora.



La célebre acuarela expuesta en el Salón de 1876, la Aparición, ejerció una fortísima influencia en el arte simbolistas, sobre todo por la evocación de la hija de Herodes, cuya imagen Moreau multiplicó y en cuyo cuerpo dibujó filigranas de insidiosos tatuajes. La obra de Gustave Moreau está repleta de esfinges, grifos, hidras, unicornios y flores místicas, de Dalilas y liras muertas. Este arte, sobrecargado de columnas de ópalo y de paredes de crisoberilo, era exactamente lo contrario del realismo de Courbet y del antiintelectualismo. Al igual que Gustave Moreau, caso todos los artistas simbolistas fueron grandes lectores.
       
Su cultura estuvo alimentada por la Salambô de Flaubert, la Salomé de Oscar Wilde, el Al revés de Huysmans y las crónicas de Jean Lorrain. Eso, sin hablar de Poe, de Baudelaire y de músicos como Chausson y Duparc. El arte de Gustave Moreau tiene ciertas afinidades con el de los prerrafaelistas ingleses y, sobre todo, un paralelismo con el Burnjones de los Sleeping Knighs (Walker Art Gallery de Liverpool); por el contrario, no tiene relación alguna con el simbolismo con que Fantin-Latour envuelve sus litografías en honor de Ricardo Wagner.
Salomé en el jardín de Gustave Moreau (Museo Mahmoud Khalil, El Cairo). Este es uno de los varios cuadros que el artista dedicó al personaje bíblico de Salomé, un tema que parecía obsesionarle. Inspirado en la Salomé de Oscar Wilde, realizó esta obra en acuarela representando a una bella y aparentemente inocente joven llevado la cabeza de San Juan Bautista en una bandeja.


⇨ Litografía de la serie dedicada a  Edgar Alan Poe de Odilon Redon (Biblioteca Nacional, París). Subtitulada El ojo como un globo extraño se dirige hacia el infinito, esta obra, junto con las otras seis que la acompañan, fue concebida en 1882 no como una ilustración del poeta estadounidense, sino más bien como un tributo a la pasión de éste por lo extraordinario y lo sobrenatural. El tema del ojo obsesionó a Redon  y lo trató con diferentes matices, ya fuera como símbolo de conciencia universal, cuando lo representaba abierto, ya como símbolo de la vida interior y la soledad cuando lo pintaba cerrado.



Tercera influencia preponderante: la de Odilon Redon (Burdeos, 1840-París, 1916) que impregnó a los ambientes del primer simbolismo. Causó estupefacción su álbum En el Sueño (1879), una de cuyas estampas muestra un astro extraño que adquiere la forma surrealista de un ojo desorbitado. Reflexivo y soñador a un mismo tiempo, un tanto prisionero de su ascendencia acomodada, Redon redujo a una misteriosa simplicidad las recargadas visiones de Moreau; la obsesión por las imágenes de éste se refleja en sus cabezas degolladas. Inspirado por el wangerianismo de Parisfal (1892 y el fantástico Edgar Poe, pintó mágicos ramilletes de adormideras y margaritas, perfiles recortados en una aura luminosa, pegasos blancos elevándose hacia las nubes, conchas que parecen aprisionar todavía a Venus. Su preocupación entre el delirio y el esplendor, entre el Tao y el Evangelio, entre Cristo y Buda, sus ilustraciones del Flaubert de la Tentación de San Antonio, sus ángeles caídos y sus quimeras son otras tantas ventanas abiertas al misterio (“¿De dónde procedemos? ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos?”, se preguntaba Gauguin en su célebre cuadro de 1897, en el que remplazó el simbolismo por la síntesis). En Redon, todo eso se mezcla con dibujos precisos de árboles y follajes, reminiscencias de la realidad del mundo de la naturaleza.


⇦ La adormidera roja de Odilon Redon. (Musée d'Orsay, París). Uno de los numerosos estudios de flores que este artista pintó en los últimos años de su vida, fascinado por el Jardín Botánico de París, que visitaba con frecuencia.



Desde hace bastantes años, la pintura de Eugene Carrière (Gounay, Seine-et-Marne, 1849-París, 1906) es infravalorada. Sin embargo, y a pesar de las reservas que puedan ponerse a su arte, este hombre fue uno de los artistas moralmente más puros de finales del siglo XIX. Después de su fracaso en el concurso de Roma, ruvo una vida difícil. Pobre, excluido del mundo oficial, fundó, junto con Puvis de Chavannes y Auguste Rodin, la “Société Nationale des Beuax-Arts”, abierta a los nuevos talentos. Lo que impresionaba a los contemporáneos del artista, muerto de un cáncer Jean  Dolent, es de una realidad que posee “la magia del sueño”. Carrière, como él mismo decía, era un “evoulucionista”, un “visionario de la realidad”. La frase de Degas ante la obra de este artista brumoso (“¡Qué feo es fumar en la habitación de un enfermo!”) tal vez haya rebajado excesivamente sus méritos. Algunas de sus maternidades, sus retratos –el Verlaine y el autorretrato que se hizo antes de morir- son obras conmovedoras. Pero muchos de sus rostros, al igual que algunos bustos de Rodin, tiene el redondeado del academicismo.

Puvis de Chavannes (Lyon, 1824-París, 1898) tenía ya más motivos para ser calificado de simbolista. Nacido en el seno de una familia burguesa, se formó en el taller de Thomas Couture (entra en él un años antes de Manet). Inluido por las pinturas que Chassériau hizo en la Cour de Comptes, se lanza hacia un género abandonado por los impresionistas: la decoración mural, que alterna con cuadros de caballete como La Esperanza, El Hijo pródigo (1879) y El Pobre Pescador (1881).
 
Los ojos cerrados de  Odilon Redon. (Musée d'Orsay, París). Pintada en 1890, esta tela significó el inicio de Redon en el color, ya que hasta entonces sólo realizado dibujos al carbón en los que trabajó sobre todo el juego de luces y sombras. Los ojos cerrados aluden al pensamiento secreto o a la presencia interior del sueño, tema simbolista por excelencia, que será adpstado por el surrealismo cuarenta años más tarde. Se ha querido ver en esta cabeza clásica una influencia del Esclavo de Miguel Ángel, pieza que Redon no se cansaba de admirar en el Louvre.

El pobre pescador de  Puvis de Chavannes. (Musée d'Orsay, París). No se trata de una reproducción detallista de unas flores, sino de la expresión de un estado emotivo. Se ha dicho que nadie, ni siquiera Degas, consiguió representar como él el color azafrán de sus  heliotropos ni el rojo azul de sus anémonas, ni su gama delicada de tonos ambarinos, perlados, coralíferos. De hecho, este cuadro pintado en 1881, es una de las obras clave del simbolismo francés. Un crítico de la época dijo que el pescador no era ni carne ni pescado, ni tan sólo un buen arenque, en aquella nebulosa, simulacro de pinturq que insinuaba una barca en un río inexistente. Y otro lo calificó de “pintura de Viernes Santo”. Sin embargo, fue copiada por simbolistas, que vieron en ella una representación de la miseria humana, de la desolación, traducida en una serena atmósfera indiferente.
    
Esta última tela tuvo gran importancia en la evolución de la pintura simbolista. Su simplicidad alegórica, su atmósfera de recogimiento, la desnudez de las formas, la economía del color dado con sordina, concordaban bastante con el manifiesto de Aurier y con la búsqueda de lo que Gauguin llamaba la “saintaise”, lo que nos explica que precisamente Gauguin, así como Seurat y Maillol, llegaran a copiar esta tela. Pero muy pronto Puvis de Chavannes queda totalmente absorbido por los encargos.

Después de Marbella, es Lyon, París (el Panteón, la Sorbona y el Ayuntamiento). Inspirado por la princesa Cantecuzéne, que fue su musa como entonces se decía, Puvis su convirtió en el autor de esa obra gris, triste, desigual, aunque respetuosa de la idea y el espíritu que desplegó en las grandes telas que preparaba en el estudio y que luego hacía pegar en los muros preparados al efecto.

Aunque esta pintura diga poco en la actualidad, es el origen de Gauguin y Seurat, quienes verán en ella la “sensación directa enmendada”, el dibujo simplificador” y la “tendencia monumental” (André Mellerio). 

Casi siempre se olvida de incluir entre los pintores simbolistas al que puede er considerado como un propagador de la alegória; el suizo Arnold Böcklin (Basilea, 1827 – San Domencio, cerca de Fiesole, 1901). De familia acomodada, tuvo una vida dura en Roma después de la ruina de su padre. Marchó entonces a Munich y la Pinacoteca de esta ciudad le compró su Pan entre cañas. Después de haber sido profesor en Weimar, regresó a Italia y se instalo en Florencia y más tarde, en los alrededores de esta ciudad.


La sirena de Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Berna). Esta obra, también llamada El mar en calma, fue pintada en 1887 por el máximo exponente del simbolismo centroeuropeo, junto a otras de temática similar, se considera hoy una anticipación del movimiento surrealista. Böcklin pasó de pintar paisajes de colorido oscuro a obras de estilo monumental y de mayor luminosidad, inspiradas en temas mitológicos, como esta sirena que reposa sugestiva y sensual en una roca, mirando directamente al espectador mientras el tritón, imponente, se hunde en el mar.

Böcklin intentó dar un planteamiento y un color rejuvenecidos a los mitos de la antigüedad grecorromana. Nacido un año después que Gustave Moreau, y por tanto contemporáneo de éste y de los prerrafaelistas ingleses, pintó a sus héroes y sus semidioses con un estilo mucho más realista que aquéllos. Su simbolismo de escenógrafo teatral se hace patente en Vita somnium breve (1888), alegoría de las etapas de la vida, y en la fantástica Peste (1898) del Museo de Basilea.

En Alemania, Hans von Marées (1837-1887) es autor de arte mixto, emparentado con el de Puvis de Chavannes, pero que presenta al mismo tiempo, en medio de reminiscencias de Tiziano y del arte tradicional, un sabor de materia que le confiere todo su valor. Marées posee una paleta cálida, un empaste jugoso. Algunas  de sus obras, como los frescos decorativos realizados de Nápoles, no dejaron de ejercer cierta influencia en el joven Paul Klee.


Jóvenes a la orilla del mar de   Puvis de Chavannes. (Musée d’Orsay). Se trata de la clásica composición de este artista: la figura de pie y de espaldas marcando el eje de la composición, ligeramente descentrado. Puvis consiguió difundir nueva vida a la tradición académica restituyéndole la seriedad y nobleza primitivas y situándola más allá del tiempo. Su interés obsesivo por la composición, cuyos maestros creyó ver en Rafael y Poussin, sorprende siempre por la insólita colocación de la figura central y la fría serenidad del ambiente.

También está relacionado en muchos aspectos con el simbolismo Auguste Rodin (París, 1840-Meudon, 1917). ¿Acaso no murió antes de poder terminar aquella Puerta del infierno, en la que pretendía reunir un conjunto que recordara las ideas de Blake? La obra fue encargada a Rodin el 16 de abril de 1880 por el Ministerio de Bellas Artes, por la cantidad de ocho mil francos y nació de un proyecto de una puerta monumental destinada a un museo de artes decorativas. Está llena de lirios rotos, de caídas de Ícaro, de alegorías (Las Tres somras) y coronada por El Pensador. Obsesionado por la Divina Comedia, Rodin no pudo ver el vaciado en bronce (realizado casi diez años después de su muerte) de esta Puerta que venía a resumir desordenadamente los principales temas de su arte.

El simbolismo, cuyos artífices de auténtica envergadura continúan siendo Gustave Moreu y Odilon Redon, tendrá pronto una prolongación en el parisiense Alphonse Osberg (1857-1939), quien siguiendo el ejemplo de Puvis de Chavannes, “artista del alma” como se decía entonces, llena sus pinturas con princesas nocturnas y “liras mágicas”. C. Seller, de Nacy, pinta con mejor fortuna, ángeles etéreos, de una lactescencia de azucena. Luego llegan los belgas, que tienen en Henri Leys una especie de prerrafaelista. Entre ellos destacan las figuras de Émile Fabry (1865-1966), que se proclama pintor ideísta e hinduista, y de Fernand Khnopff (1858-1921), el soñador de metáforas visuales de un preciosismo a la inglesa. Algunas obras logran imponerse, como La Muerte en el baile de máscaras (1880), del acuarelista Félicien Rops, y el Cristo de los ultrajes, de Henri de Groux.

Náyades de  Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Basilea). Este cuadro, de composición monumental, representa la epata de pintura mítico-paisajista que desarrollo Böcklin hacia al final de su vida. La obra, de colorido algo forzado, subraya una composición abigarrada y barroca que sorprende, sin embargo, por su gran dinamismo.

Mientras tanto el abogado belga Octave Maus, ayudado por el jurista Edmond Picard, funda en Bruselas, en el años 1881, la Revue d’art moderne y la Asociación de los XX que, a partir de 1884, organiza cada año exposiciones a las que invitan una gran participación internacional, abierta generosamente a la aportación de los simbolistas.

Entre los belgas, Jean Delville y Emile Fabry forman parte del Salón de los Rosacruces, animado desde 1892 hasta 1897 por Josóphin Péladan, un diletante esteticista y místico a la vez. Como reacción a su época, a la que consideraba un plena decadencia, Péladan soñaba ya en 1888 –fecha de su regreso de Bayreuth, donde se enamoró locamente del wagnerianismo- en una especie de falansterio de artistas llamados a colaborar en lo que él llamaba (ya que se confesaba católico)”una tercera orden de intelectuales militantes y de agitadores estetas”. Péladan, el “Sâr”, como le llamaban, se habían encastillado en un extraño esoterismo enraizado  en Leonardo de Vinci y opuesto al realismo de Gustave Courbet. “El Salón de los Rosacruces –escribía en Le Figaro del 2 de septiembre de 1891- será un templo dedicado al Arte-Dios, con las obras maestras como dogma y los genios como santos.” Y Péladan enumera a los que en su opinión son los grandes artistas del momento: Puvis de Chavannes, Odilon Redon, Louis Anquetin y el músico Eric Satie.

La isla de los muertos de Arnold Böcklin. (Kunstmuseum, Basilea). Titulada así por un marchante. De hecho, es una de las obras más famosas de este pintor y escultor suizo, y de las más importantes para él, que la denominó “Pintura para soñar”. Es una obra plenamente simbolista que data de 1880, y de la cual existen varias versiones posteriores. No describe la naturaleza tal como los ojos la ven, sino que elabora a partir de ella las impresiones recibidas por el artista creando un mundo nuevo, que es, en suma, un rechazo de la realidad.


Las caricias o La esfinge de  Fernand Khnopff. (Museo Real de Bellas Artes, Bruselas). Este pintor, uno de los simbolistas belgas más destacados, fue miembro fundador en 1883 del “Grupo de los XX”. A él se debe la creación de dos tipos femeninos que se contrapones: la esfinge y el ángel. En este óleo de 1896 personificó a la esfinge con cuerpo de felino, y junto a ella el varón, de aspecto menos feroz.

En estos salones participaba también el holandés Jan Toorop, con sus árboles antropomorfos, los franceses Osbert, Armand Point y Charles Filliger que pintaba guaches con un estilo místico; los suizos Carlos Schwabe, minucioso dibujante de lirios y de Mélisandes, y Ferdinand Hodler, que expuso las Almas frustradas, pero que más tarde abandonó el simbolismo por el paralelismo. Entre los que expusieron con los Rosacruces figuraba asimismo el bernés Albert Trachsel, un arquitecto paradójico que se complacía en construir en sueños templos y palacios que diseñaba a modo de precursor de Freud. El álbum de sus láminas fue publicado en el Mercure de France, en 1897, con el título de Fêtes réelles.

La muerte del enterrador de Carlos Schwabe (Musée d’Orsay, París). Considerada una obra clásica del movimiento simbolista, en ella el artista representa al ángel de la muerte como una mujer hermosa armada con una guadaña, que viene en busca de un viejo enterrador. Las alas parecen acariciar al anciano como si quisiera calmar sus miedos, mientras en su mano derecha resplandece una luminosidad misteriosa.

También podemos considerar obras simbolistas El Grito (1883), la Danza de la vida y algunos grabados de Edvard Munch (Engelhaug, 1863-Ekely, 1944). El pintor noruego, que, en 1887, expuso en el Salón de los Independientes de París su Friso de la vida humana, una obra dominada por las representaciones del Amor y de la Muerte, se ordenará inmediatamente hacia el expresionismo.

Acaso se puede ver también cierto simbolismo en el barroquismo a veces legendario de Adolphe Monticelli (Marsella, 1824-1886), con sus bruscos saltos de empaste a los azules de turmalina, que evocan con disfraces de baile de máscaras, lecciones de amor en un parque y noches de Walpurgis provenzales.

La noche de Ferdinand Hodler. (Kunstmuseum, Berna). En esta obra se observa el dominio de un fuerte colorido y de la configuración lineal. La composición y factura revelan claramente los vínculos que mantuvo Hodler con el Jugendstill y el simbolismo. No obstante, sus pinturas, influyeron también decisivamente a los pintores expresionistas.

Ya más tardíamente, puede decirse que el simbolismo se prolonga hasta el “modern style” francés y decoradores como el vidriero Gallé, el ebanista Majorelle y el arquitecto Guimard, autor de las entradas del metro parisiense. También lo encontramos en el Jugendstil alemán, que reveló al  público europeo la obra de Gustav Klimt (1862-1918), con sus retratos de mujeres con túnicas sobre un fondo de mosaicos.

En Inglaterra está Beardsley (1872-1898), ilustrador de la Salomé de Oscar Wilde y autor de los grabados titulados Wagnesitas. En Estados Unidos no podemos ignorar a Whistler (1834-1903) cuyo simbolismo alcanza hasta a su propia firma, convertida en mariposa, ni a A.P. Ryder (1847-1917) y su Caballo y la muerte del Museo de Cleveland. Finalmente, Suecia tuvo a Ernst Josephson y Rusia a Mihail Vroubet.

El día de Ferdinand Hodler. (Kunstmuseum, Berna). La posterior evolución de su estilo, dentro de la corriente del monumentalismo simbolista, le llevó a la creación de composiciones murales como ésta que vemos aquí. Obsérvese el equilibrio de masas, la fuerza rítmica y la configuración lineal de la obra. Hodler, una de las grandes figuras de la pintura helvética, se halla más próximo a Puvis de Chavannes que al simbolismo germánico. En su obra intentó traducir el drama de la existencia y el ritmo del universo, en una visión plástica grandiosa, mística y atormentada.

En resumen, aparte de los creadores Gustave Maureau, Odilon Redon, Puvis de Chavannes, Böcklin y Rodin (Hans von Marées, Hodler y Munch sólo fueron simbolistas momentáneamente), el movimiento denominado “simbolismo” se compone de un determinado número de prosélitos que no llegaron a producir obras importantes. Todos ellos estaban influidos por los poetas y escritores contemporáneos: Verlaine, Huysmans, Mallarmé, Jules Laforgue, Maeterlinck. El hecho de depender de autores literarios les relegó a menudo al papel de simples viñetistas. En la prensa, el movimiento tuvo como principales defensores, junto con Huysmans, a Joséphin Péladan, Albert Aurier, Jules Destrée, André Mellerio, Jean Lorrain, Gustave Geffroy, Charles Morice y Claude Roder Marx.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El simbolismo. Los nabis

Del mismo modo que todas las tendencias de la poesía y del arte que se imponen con fuerza en un momento determinado, el simbolismo tuvo sus predecesores y, sin duda, entre los artistas que prepararon su llegada destaca la figura de William Blake. Es significativo que Blake, poeta y pintor al mismo tiempo, fuera uno de los grandes precursores del simbolismo, movimiento artístico que se desarrollará precisamente tanto en el campo de la literatura como en el de la pintura y que se extenderá por buena parte de Europa y Estados Unidos.
La joven del perfil  de Aristide Maillol (Museo 
Hyacinte Rigaud, Perpiñán).  Es el retrato de 
Jeanne pintado con una simplificación de for-
mas típicamente nabi.


Y para definir los rasgos esenciales de esta concepción del arte nada mejor que los preceptos del simbolismo pictórico escritos por Georges Albert Aurier en el Mercure de France del 9 de febrero de 1891. Según Aurier, la obra de arte debería ser a un mismo tiempo ideísta, es decir representativa de una idea, simbolista para expresar esta idea en formas, y sintética para proporcionar a estas formas una significación general. Asimismo, esta creación artística debería ser subjetiva, decorativa y emotiva; debería provocar un “estremecimiento del alma”. Como se tendrá ocasión de comprobar seguidamente, el anhelo de articular el arte en torno a la idea será el objetivo máximo de los artistas simbolistas.

Más concreta es la aparición del segundo movimiento artístico, el de los grupos de los nabis, que se originó en la Académie Julian y en Pont-Aven, Bretaña, en los últimos años de la década de 1880. Como una contraposición a los simbolistas, los nabis, que cultivarán la pintura y la escultura, se constituyen al principio como una especie de clan en el que tienen sus propios apodos nabínicos. Pretenden una pintura en la que progresivamente quedará arrinconado el tema por la búsqueda del arte puro, y para ellos lo importante será la disposición de los planos, la distribución sobre el lienzo de manchas y superficies recortadas, la paleta de tonos puros de restallante intensidad, que pronto atenuarán.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.



Los nabis

En contraste con el simbolismo, que reunía a escritores y poetas y a artistas plásticos, el grupo de los nabis nació de la asociación de algunos escultores y pintores. Tuvo su origen en la Académie Julian y en Pont-Aven, Bretaña, donde Gauguin, orientado a la sazón junto con Emile Bernard hacia el sintetismo, inicia a Paul Sérusier, un joven de 25 años alumno de la "Académie", y le incita a la audacia pictórica. A principios del mes de octubre de 1888, el futuro autor del Cristo amarillo, paseándose por el Bois d'Amour con Sérusier, da a éste una lección haciéndole pintar, bajo su dictado, en una plancha de madera, una evocación libre de un paisaje en el que pueden reconocerse algunos árboles reflejados en el agua; pero ello tratado en superficies bien recortadas, de colores vivos y contrastados." ¿De qué color ve este árbol?", le preguntó Gauguin. "Es verde. Pues ponga verde, el más bello de la paleta. ¿Y esta sombra? Más bien azul. Pues no tema pintarla tan azul como le sea posible."


El Talismán de  Paul Sérusier. (Musée d’Orsay, París). Esta obra, que realizó bajo la dirección de Paul Gauguin, lo situó como uno de los pintores más representatativos del grupo de los nabis. Con su pintura, Sérusier pretendió sobre todo llevar a cabo una renovación de la significación religiosa de la pintura basada en la simbología de los colores y de los números, que se utilizó en la Edad Media.

Enorgullecido por lo que él llamaba el Talismán, Sérusier corre a llevar la pintura a sus compañeros del taller libre que entonces se encontraba en el Passage des Panoramas. Entre los profesores que venían a" corregir" a petición, estaban algunos pretenciosos y el académico Bouguereau. Sérusier no tuvo dificultad en maravillar a los estudiantes más atrevidos del taller. Se llamaban Paul Ranson, Maurice DenisPierre Bonnard y Henri -Gabriel Ibels.

Estos jóvenes pintores, después de haber reclutado para su grupo a Edouard Vuillard y Ker-Xavier Roussel -dos disidentes de la Ecole des Beaux Arts-, buscan un nuevo medio de expresión. Quedan impresionados por la exposición de los pintores simbolistas y sintetistas que tiene lugar en el café Volpini, y en la cual Maurice Denis participa con el seudónimo de Louis Roy (1889). Toman el relevo del simbolismo y se hacen llamar nabis, es decir, profetas, un nombre que les ha sugerido un poeta judaizante, Casalis, viejo amigo de Mallarmé. Influidos por el arte de Extremo Oriente, los nabis vuelven a los paneles decorativos, pero de forma muy distinta a como lo hizo Puvis de Chavannes. Hablan de "arabescos", intentan pintar lo que Sérusier denomina "la imagen mental", se interesan por la música, por la teosofía, por las teorías de Edouard Schuré, que publica su libro Los Grandes Iniciados (1889). Casi todos ellos antiguos estudiantes del Lycée Condorcet, en sus cartas terminan usualmente con la fórmula ETPMV et MP (En ta paume, mon verbe et ma paume) (En la palma de tu mano, mi verbo y mi palma).


Las mujeres encuentran la tumba de Jesús vacía de  Maurice Denis. (Musée du Prieuré, St-Germain-en-Laye, Francia). Este cuadro en más una superficie cubierta de color, como lo definirá él mismo, que una representación en sí. Para Denis, el problema ya no era la realidad representada en el cuadro, sino el cuadro en sí mismo, una premisa de la que también se valdrían los fauvistas y los cubistas a la hora de elaborar sus obras. Con esta nueva concepción, Denis acabó con la distinción entre la pintura de representación y la pintura ornamental.

Cada mes, los nabis celebran una cena en el "Os á Moelle" de la Impasse Brady. Bonnard y Vuillard se adentran en el mundo de una pintura intimista en la que arriesgan un pincel todavía tímido que busca un arte menos representativo. Sérusier y Denis son los teóricos del grupo. El 23 de agosto de 1890, Maurice Denis, bajo el nombre de Pierre Louys (pronto tomará el seudónimo de Maud para firmar su pintura), publica en Art et Critique su famoso artículo-manifiesto: "Recuérdese que un cuadro, antes de ser un caballo de batalla, una mujer desnuda o una anécdota cualquiera, es esencialmente una superficie plana cubierta de colores dispuestos según cierto orden". Equivalía a anunciar el retorno a un arte compuesto, un poco al modo japonés, un arte de sensibilidad y colorido, y proclamar la ruptura con un tema espectacular o trivial. Con ello, se iba a la búsqueda de la pintura pura, cuyo valor, a partir de aquel momento, se determinaría prescindiendo del additurus, de lo que se denominaba la anécdota, es decir, el motivo representado. En consecuencia, el tema es cada vez más simple en la pintura de los nabis, lo cual explica la preferencia de Bonnard y Vuillard por las escenas de intimidad familiar.


El desayuno de Pierre Bonnard. (Musée du Petit Palais, París). Como en toda su obra, este cuadro permite ver que a pesar de que Bonnard abandonó el impresionismo de los inicios de su carrera, mantuvo las diferencias cromáticas en sus cuadros, en los que también se aprecia una disolución total de los objetos en el ambiente.Gracias a él, la tradición impresionista de Monet y Renoir sobrevivió en el tiempo a la revolución propugnada por los fauvistas y los cubistas, e influyó en el pensamiento filosófico de Henri Bergson, "centrado en la explicación de los procesos de la vida interior". Para él, la presencia del  objeto era una auténtica molestia, por eso lo primero que se capta en su obra es el tono; después es posible percatarse de que la trama deja traslucir una gran profundidad.



⇦ Portada de la Revue Blanche de Pierre Bonnard. (Museo de las Artes Decorativas, París). Esta famosa litografía que sirvió de portada a la publicación de vanguardia que fue una especie de reducto nabi y el órgano constitutivo del modernismo francés, muestra claramente la influencia que como dibujante recibió Bonnard de la obra de Toulouse-Lautrec.



Desde 1889, fecha de su Misterio católico, Maurice Denis se mantenía en un simbolismo cristiano y escribía su diario personal con un estilo intermedio entre Gide y Maeterlinck. Mientras tanto Sérusier se hundía en procesiones desiguales de figuras cada vez más estilizadas y con cierto aire bretón ...

En 1891 los nabis encuentran en Le Barc de Bouteville,  47 rue Le Peletier, un marchante que les monta su primera exposición, a la cual se unen Toulouse-Lautrec, Emile Bernard, Louis Anquetin y Charles Filliger. En octubre del mismo año, los hermanos Alexandre yThadée Natanson fundan la Revue Blanche, en la que Vuillard presenta su exposición particular a finales del mismo año. En la Revue Blanche los nabis conocen a Félix Fénéon, el agudo crítico, a Jules Renard, a Tristan Bernard y a Alfred Jarry, con quienes sostienen entrevistas. Pero en las páginas de este periódico de vanguardia encuentran un refugio para sus dibujos. Además, han entrado en relación con Lugné Poé, el animador del Théatre Libre, y allí cuelgan sus telas, litografían las portadas de los programas y bosquejan los decorados, trabajo que proseguirán para el Théátre de L'Oeuvre (1893). Esto les permitió llevar a cabo, entre otras, la escenificación de las piezas de Oscar Wilde, Ibsen y Gerhardt Hauptmann.

Parque de París de  Édouard Vuillard. (Musée d'Orsay, París). Esta obra, de 1894, pertenece al primer período de este artista, en que pintó sobre todo cuadros de tonalidades claras y brillantes, algunos influidos por el arte de las estampas japonesas. Más tarde, sus lienzos adoptaron tonos más oscuros, con el predominio de los grises.

En 1892 entra en el grupo Georges Lacombe, el Nabi escultor. En este mismo año tiene lugar el Salón de los Rosacruces, en el que participa Félix Vallotton, un cáustico suizo originario del cantón de Vaud, que engrosará a partir de aquel momento el grupo de los nabis; también se unirá a ellos el húngaro Rippl-Ronai, uno de los ilustradores de la Revue Blanche. Este último trae al grupo a Aristide Maillol que, en aquellos momentos, se dedicaba a la pintura y sobre todo a la decoración, antes de pasarse a la escultura. Verkade, el escasamente talentoso Nabi obeliscal, llevado por su fe cristiana entra como novicio en el convento de benedictinos de Beuron, Alemania (1894).

Esta corriente de misticismo precipitará a Maurice Denis en un arte "sagrado" que muy pronto sabrá a academicismo. Muy distinto es el talento directo, sensible, brillante, a veces travieso, de Bonnard, quien en 1894 realiza el cartel de la Revue Blanche; en aquella misma época, Vuillard decora con pinturas al temple la residencia de Alexandre Natanson. Mientras tanto, las exposiciones de los nabis se suceden, un año tras otro, en Le Barc de Bouteville. 

El 10 de diciembre de 1895, tiene lugar en la Maison de L'Oeuvre, con decorados de Sérusier y Bonnard, la primera representación de Ubu rey, que ejerce gran influencia en la pintura de este último. En 1900, año en que Vollard publica el Paralelamente de Paul Verlaine, ilustrado con litografías de Pierre Bonnard (sería muy interesante un estudio sobre las numerosas ilustraciones de libros que los nabis llevaron a cabo), aquellos Profetas participan en una exposición de grupo, que tiene lugar en la sala de los Bernheim-Jeune, 8 rue Laffitte.

Desnudo en el baño de Pierre Bonnard. (Museo Nacional de Arte Moderno, Centre Pompidou, París). En esta pintura, como en toda la obra de este artista, lo primero que se observa es el colorido del conjunto, dominado normalmente por disonancias, notas cálidas o frías. Sin embargo, tras esta primera impresión, el espectador puede ver más en profundidad: perspectivas a veces un tanto forzadas, el dominio de la línea y el color y, sobre todo, las imágenes suspendidas, siempre fugaces e indefinidas.

A partir de aquella fecha, el grupo inicial se disloca. Los débiles quedan ahogados por quienes imponen su personalidad a su paso por el cenáculo. Es tos últimos son Bonnard, Vuillard, Valloton, Maurice Denis y Maillol.

En cabeza figura Pierre Bonnard (Fontenay-auxRoses, 1867-Le Cannet, 1947). Tras sus inicios dentro de una especie de "modern style", Bonnard ha sido el pintor de escenas íntimas a la luz de la lámpara, de niños saliendo de la escuela, de desnudos femeninos perfilados en el vano de una puerta o tendidos en bañeras que, bajo su pincel, se convierten en estuches de lo maravilloso. Su obra, civilizada y agreste a un tiempo, es un prolongado elogio de la mujer en un espacio cotidiano que supo impregnar de magia. Con una paleta pizarrosa y dorada, Bonnard ha evocado París, sus plazas, sus bulevares con sus perros callejeros o de casa rica, sus cafés y sus transeúntes en las plazas de Montmartre.

También es el artífice de los mediodías en la casa de campo con las puertas abiertas al verano, el pintor de ramilletes de amapolas y de meriendas bajo los árboles en torno a tartas sobre las que pasan zumbando las avispas. No podemos despreciar su dibujo trémulo, heredado de Corot, que convierte en pretenciosa cualquier afirmación del trazo. En su arte, el incesante elogio de la mujer, cuyos atractivos se reflejan en espejos, es como un mal necesario. La incomparable sensibilidad de Bonnard está hecha de resguardada ingenuidad. Este hombre de rostro dulce, un poco soñador, de mirada escrutadora, ha sabido conservar en su pintura la nota matizada, efusiva, deslumbrante, y ello hasta el final, hasta el momento en que ya no puede distinguirse entre sol, mar y cielo, y todo queda confundido en la magia del color.

Siesta en un jardín del sur de Pierre Bonnard. (Kunstmuseum, Berna). La composición de este cuadro, colorista y etéreo como todos los de este artista, convierte al observador, al igual que a las niñas retratadas en la esquina derecha del lienzo, en espectadores del magnífico espectáculo que ofrece la naturaleza, representada en todo su esplendor en un segundo plano, convirtiéndose a su vez en el tema principal del lienzo. De nuevo, lo inmediato da paso a una reflexión más profunda de la realidad que nos rodea. Algunos estudiosos de la obra de Bonnard aseguran que a diferencia de Degas, cuya visión parece nacer de un "contacto instantáneo", la de aquel se formó después de una "larga presencia".

Se puede afirmar que en sus inicios Édouard Vuillard (Cuiseaux, Saone-et- Loire, 1869-La Baule, Loire-Inférieure, 1940) acompaña a Bonnard física y moralmente, puesto que en 1891 los dos amigos comparten el estudio, en el 28 rue Pigalle, junto con Maurice Denis y Lugné Poé. También fue un intimista, con sus admirables interiores tratados con las tonalidades rebajadas de la pintura a la cola, y en ellos muestra principalmente a su madre en el comedor de la plaza Vintimille (actualmente, plaza Adolphe Max). Sus pinturas, mates y delicadas, poseen un toque variado como el de Bonnard, aunque algo forzado.

A propósito de una exposición Bonnard-Vuillard, Gustave Geffroy habla de un "tachismo violento". Las escenas íntimas de Vuillard, menos impregnadas de feminidad que las de Bonnard, están matizadas al estilo de Fragonard. Las obras de su primera época resultan valiosas por su simplificación (En la cama, 1891), por el abigarramiento de sus superficies puntilladas. Muestran un nuevo sentido de la decoración en las grandes pinturas al temple realizadas en el piso del doctor Vázquez (1896) y en los Jardines de París, pintados para Alexandre Natanson.

En la cama de  Édouard Vuillard. (Musée d'Orsay, París). Amigo íntimo de Bonnard, este pintor interpretó con gran refinamiento escenas de la vida burguesa, huyendo del naturalismo. Entre los nabis era conocido como "el intimista", porque describía su mundo familiar con escenas insólitas y sorprendentes, imprevistas, en las que el color lograba armonizar, como en sordina, tonos discordantes.

Hacia 1900, el arte de Vuillard empieza a perder importancia al dedicarse al elogio del burgués francés, al que retrata sin asomo de humor. Su dibujo adquiere un aire satisfecho. La obsesión por el acabado domina hasta tal punto al pintor que, a partir de 1906, Vuillard atrofia su talento con una interpretación estricta de la realidad. Muere como un documentalista exacto y sin misterios.

No se puede reprochar a Felix Valloton (Lausanne, 1865-París, 1925) que tenga un arte convencional. De origen protestante, maestro del blanco y negro, en los grabados en madera de Intimidad, Valloton intentó a veces mostrarse ingenioso en pintura. Con ello, derivó hacia un realismo terrible, hasta el punto de buscar voluntariamente la falta de gusto en un arte de carácter anarquizante pero muy personal, analítico, incluso mordaz en ciertos momentos, y de una reprimida sexualidad de desollado. En realidad, Valloton era un insatisfecho y, al igual que Amiel, escribía su diario. Su Verano del Kunstgewerbemuseum, de Zurich, es una de las obras más destacadas de nuestro primer medio siglo. Asimismo, Valloton ilustró numerosas obras, en especial el Libro de las Máscaras de Rémy de Gourmont.

Jóvenes paseando de Édouard Vuillard. (Colección Josefowitz, Francia). Uno de los, temas preferidos de este artista era la representación de las situaciones sencillas e intimistas. He aquí, un ejemplo de ello en este cuadro pintado hacia 1891-1892.


El baño al atardecer en verano de  Félix Valloton. (Kunsthaus, Zurich). A pesar de que este artista suizo-francés nunca se consideró miembro integrante del grupo de los nabis, su obra se enmarca claramente dentro de esta tendencia, que abogó por el simbolismo y las técnicas de estirpe impresionista de la yuxtaposición de tonos puros. Obsérvese si no, su afán de refundir la mitología del pasado en una escena del presente.

Maurice Denis (Granville, 1870-París, 1943) es la figura central que enlaza el simbolismo con los nabis. El que se firmaba Maud tuvo unos inicios resonantes. Aparte de ser hombre de letras y amigo de los poetas simbolistas, definirá -porque era pintor y escritor- la estética de los nabis, incluso mejor que Sérusier. Inspirado conjuntamente por Emile Bernard y Gauguin, empieza por una composición de formas contorneadas y casi medievales, en las que con paleta sorda, un tanto violácea, con algunos listados luminosos, el arabesco envuelve a los personajes. Es un arte muy "1900", un poco a lo Maeterlinck. Al propio tiempo, y con el seudónimo de Pierre Louys, Denis escribe sus primeros ensayos sobre arte (se encuentran recopilados en Teorías, 1912, y Nuevas Teorías, 1922).

Uno de los méritos de Maurice Denis es el de haber despertado -tras un viaje de estudio por la Toscana- la atención por los Primitivos. Católico fervoroso, aunque proclamándolo con cierto exceso, disminuyó de valor con su pintura yesosa y tradicional, aunque puso de manifiesto sus dotes de decorador en la iglesia de San Pablo, en Ginebra, y en el techo del Théatre des Champs-Elysées.

La partida de póquer de Félix Valloton. (Musée d'Orsay, París). Esta obra, que data de 1902, ilustra a la perfección la factura preciosista de este pintor que tan exactos retratos nos dejó de los poetas simbolistas. La lámpara, es decir, la luz, marca el eje de la composición, relegando a un segundo plano lo que en cualquier otra época se hubiera considerado la escena principal. De nuevo la representación se somete al símbolo, buscando el conocimiento intelectivo y la expresión conceptual.  

Menos importante es Paul Sérusier (París, 1863-Morlaix, 1927),  primer esteta y fundador del grupo de los nabis. Tras unos comienzos singulares, se extravió en un arte de concepción más que de realización. En 1906, hizo su autorretrato con el título de El Nabí bajo la figura de Dios padre. Llegó a la Académie Julian con una base de sólidos estudios y, hay que recordarlo, fue él quien trajo a sus camaradas la paleta y el fuego sagrado del Talismán. Sus interminables teorías y sus muchachas-flores un poco exangües no consiguen convencernos. Y si bien su retrato de Paul Ranson en traje nábico resulta un documento francamente bueno, no se puede conceder valor alguno a sus composiciones excesivamente gauguinescas y a sus paisajes en los que a veces sueña una "musa" aislada. Deseaba pintar lo que denominaba "la imagen mental" y se interesaba por la teosofía. Terminó elaborando un arte muy simplificado, pero al mismo tiempo pobre de formas y colores, un arte de "ideísta" más que de plástico.

En 1893, Aristide Maillol (Banyuls-sur-Mer, 1861- Perpiñán, 1944) entró en contacto con los nabis. Maillol se dedicaba entonces a la pintura y ya se había sentido seducido por las curvas de las mujeres generosamente desarrolladas. En 1881, copió El Pobre Pescador de Puvis de Chavannes. Hace arte decorativo y tapicería, y vive miserablemente. Afectado por una enfermedad de la vista, renuncia a pintar y se pasa a la escultura, empezando con la madera. En 1902, ya superada la etapa de penuria, Maillol dibuja, muchas veces a la sanguina, los esbozos de sus esculturas que, tras una ligera influencia del "modern style", poseen una plenitud de edad de oro que le colocan al nivel de Renoir. Maillol se limita a un tipo de desnudo femenino que presenta en cuclillas (La Noche), de pie (Pomona) o tendido (Monumento a Cézanne) y en el que reanuda el modelado continuo de la forma ceñida y monumental, en oposición a Rodin y a su modelado manual tan aparente.

El paraíso de  Maurice Denis. (Musée d'Orsay, París). Sus obras de tema generalmente religioso, como ésta que se ilustra aquí, siguieron el estilo de Puvis de Chavannes, llegando a una descomposición casi total de las formas en un intento de reaccionar contra las tendencias realistas del impresionismo. La realidad objetiva y subjetiva, visual o imaginaria queda supeditada al cuadro mismo, que adquiere valor por sí mismo.


Delante del mar de Ker-Xavier Roussel (Musée du Petit Palais, París). En este cuadro, c omo muchos otros de los pintados por los artistas que formaron el grupo de los nabis, se aprecia claramente que su línea programática fue poner por obra el “sintetismo impresionista-simbolistas” de Gauguin, cuyo objetivo fue superar el límite sensorial del impresionismo, buscando “más allá de la experimentación, una posibilidad de contemplación”.

Poco se puede decir de los restantes nabis, como Ker-Xavier Roussel que, tras unos prometedores comienzos, se entregó a una mitología complaciente y fácil, y de los minores, es decir, Henri –Gabriel Ibels, el colaborador de "Escarmouche" que ilustra los programas del Théatre Libre; Georges Lacombe, muerto a los 42 años, hoy olvidado, pero autor de curiosos paisajes con mares orlados de olas a la japonesa y de maderas esculpidas que recuerdan el "lecho bretón" de Gauguin; Paul Ranson que ejecutó unas decoraciones nábicas y compartimentadas, cuando no se dejó llevar por la decoración de una imaginería oriental; Louis Anquetin que, en 1889, pinta un tiro de caballos que pasa por el Pont Neuf; Jean Verkade que no superó la etapa escolar de sus dibujos. También tendría que mencionarse a Charles Filliger que, sin ser propiamente nabi, estuvo muy relacionado con este movimiento. Finalmente, ahí están el belga Evenepoel, un discípulo de Gustave Moreau, que en sus inicios roza el nabismo, y su compatriota Léon Spilliaert que hace un navismo expresionista.

Muy rápidamente los principales artistas del grupo abandonaron el tachismo y el arte japonés, y siguieron sus propios caminos para dar paso a los nuevos vanguardistas que esta vez se llamarán Jauves y cubistas.

Bibliografía: Historia del Arte. Editorial Salvat. Diario “El País”

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