Punto al Arte: Delacroix Eugène
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Eugène Delacroix (1798-1863)



Delacroix, Eugène (Charenton-Saint-Maurice, 26 de abril de 1798 - París, 13 de agosto de 1863) Pintor francés. 

Es uno de los máximos representantes del romanticismo. En su época de estudiante fue admirador de Th. Géricault, quien, en contra del neoclasicismo imperante, defendía que la pintura podía tratar temas no heroicos, de la realidad inmediata. Su ruptura con el neoclasicismo se manifestó abiertamente en el Salón de 1824, en el que expuso su obra Matanza en Quíos, evocación de un episodio de la guerra de la independencia griega, que fue muy alabada por el entonces periodista Thiers, quien más tarde protegió a Delacroix. De su estancia en Gran Bretaña, en 1825, provienen su admiración por ConstableTurner y Bonington (con este último regresaría a Francia), y su pasión por Shakespeare y Byron. Su contacto con Bonington le inclinó a cultivar desde entonces los apuntes acuarelados. Otro aspecto del romanticismo de su arte de aquellos años lo constituyen las litografías con que ilustró el Faust de Goethe (1828). El entusiasmo de Delacroix por la independencia griega le inspiró buen número de cuadros. 

De 1828 data su gran lienzo La muerte de Sardanápalo (Louvre), obra que es un auténtico manifiesto de la autonomía artística y de la noción típicamente romántica del pintor como creador. En ella se conjugan la influencia de Rubens y la de los venecianos, en un estilo personal en el que el color y la mancha predominan sobre la delineación de contornos y el modelado. Sus lienzos de temas medievales muestran pasión romántica y exactitud en los detalles históricos: Batalla de Poitiers (1830; Louvre), Batalla de Nancy (1831; Museo de Nancy), Asesinato del obispo de Lieja (Museo de Lyon), etc. 

En el Salón de 1831 expuso su lienzo La Libertad guiando al pueblo (Louvre), tal vez la imagen más célebre de la revolución. Ilustra un suceso político contemporáneo francés, la Revolución del 28 de julio de 1830, que supuso el destronamiento del último Borbón y la imposición del monarca Luis Felipe de la dinastía de los Orleans. En esta evocación de la lucha en las barricadas, retornó a la combinación de gran estilo alegórico y reportaje de la vida real. Así, La muerte de Sardanápalo y La libertad guiando al pueblo, probablemente sus obras más populares, lo sitúan entre los pintores más destacados de su generación y entre los grandes maestros de la segunda mitad del S. XIX. 

De sus pinturas murales hay que destacar la decoración de la Biblioteca del Senado francés (1847), el techo de la Galería de Apolo, en el Louvre (1851), y la Capilla de los Angeles, en la iglesia parisiense de Saint-Sulpice (1861 ). Su objetivo, según decía, era unir a Miguel Ángel y Velázquez. Publicó escritos teóricos en los que revela un agudo sentido crítico y un gran talento expositivo.

Delacroix, pintor romántico por excelencia

Eugene Delacroix (1798-1863), nacido en Charenton, es el más original de los pintores franceses de la primera mitad de su siglo. Su nacimiento y su educación infantil constituyeron, incluso para él mismo, un misterio. Su madre descendía de los célebres ebanistas de Luis XVI Oeben y Riesenev; pero no consta quién fue su padre, y no ha faltado quien sospeche que era hijo natural de Talleyrand. Fue condiscípulo de Géricault en el estudio de Guérin, e influido por el Radeau de "La Méduse", a los veinticuatro años exponía su lienzo titulado: Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Ditis (tema sacado de la Divina Comedia), con los patéticos condenados que tratan de aferrarse al esquife de Caronte. El cuadro obtuvo un gran éxito, y fue muy alabado por el pintor napoleónico Barón Antoine-Jean Gros. Otro que lo ensalzó en la crítica periodística fue Thiers, el futuro estadista, que siempre admiró mucho a Delacroix.

Las matanzas de Scío (o Quíos) de Eugéne Delacroix (Musée du Louvre, París). Esta obra de 1824 se encuadra en la corriente de pintura romántica por su estilo y por su tema (la lucha de Grecia por su independencia). Las familias griegas aparecen entregadas a los soldados turcos, sobre un fondo goyesco con escenas de lucha y pillaje. 

Eungène Delacroix y el linaje de la pintura moderna


EUGENE DELACROIX
Y EL LINAJE DE LA PINTURA MODERNA

LA NATIONAL GALLERY DE LONDRES EXAMINA, A TRAVÉS DE UNA AMBICIOSA EXPOSICIÓN, EL LEGADO DE D ELACROIX EN LA PINTURA MODERNA Y EL SIGNIFICADO DE SU CRUCIAL INFLUENCIA EN LA OBRA DE LOS MÁS DESTACADOS PINTORES, DE MANETA KANDINSKI; MIENTRAS TANTO, EN PARÍS, EL MUSEO DELACROIX INDAGA EN EL INTERÉS DEL PINTOR POR EL ARTE GRIEGO Y ROMANO CARLOS G. NAVARRO

         UN CÉLEBRE historiador del arte, Alfred H. Barr. Jr. ( 1902-1981 ), fue el reconocido autor de un árbol genealógico del arte moderno cuya influencia ha sido determinante para comprender la cultura contemporánea. Barr, primer director del MoMA de Nueva York, la institución cultural más influyente del siglo XX, sintetizó en un sencillo diagrama el parentesco histórico del arte moderno con el pasado más glorioso de la historia de la pintura.

         El MoMA había nacido con la intención de prestigiar y hacer accesible el nuevo arte a un público que, en la década de los años treinta del siglo pasado, todavía se resistía a aceptarlo. Para ello llevó a cabo una valiosísima labor de selección y razonamiento de obras y artistas a través de un irrepetible programa de exposiciones que ha ofrecido durante décadas las claves necesarias para hacer comprender a la sociedad los discursos de la modernidad.

PATRIARCA DE LO MODERNO

         En su afán de legitimación, Barr asoció en ese significativo esquema, elaborado como un árbol genealógico, a los más importantes pintores modernos con algunos maestros pretéritos, cuidadosamente seleccionados como eslabones previos, de acuerdo al orden dado por la crítica tradicional, dotándoles con esa secuencia ficticia de una necesaria nobleza heredada que identificaba a los primeros modernos como parte de una larga estirpe artística. Se autorizaba así, desde la noción académica de tradición, la entrada definitiva del arte moderno en la historia de la cultura y, con ello, ocupaba legítimamente el lugar privilegiado que le había reservado la posteridad.

         En ese esquema, la más fecunda línea de creación contemporánea quedaba trazada a partir del maestro francés Eugene Delacroix (1798-1863). Barr fijó así una idea clave del imaginario contemporáneo: la condición de Delacroix-compartida con otros dos pintores franceses, lngres y Manet-como precursor del arte moderno, al tiempo que enlazaba a cada uno de ellos con grandes maestros de la tradición clásica de los siglos XVI y XVII – RubensRafael y Velázquez, respectivamente-, distinguiéndose de esta forma tres claras sagas modernas. El ascendente de Delacroix sobre las generaciones inmediatamente posteriores a la suya es por tanto un hecho reconocido, y su influencia no ha pasado en absoluto desapercibida para la crítica.

         La ambiciosa exposición que presenta ahora la National Gallery de Londres, organizada en colaboración con el Minneapolis lnstitute of Art, que ha sido su primera sede, se pregunta por la fecundidad real de esta asociación tradicional y por sus consecuencias plásticas más palpables hasta bien entrado el siglo XX, para, a partir de esta reflexión, explicar claramente los límites artísticos de esa genealogía ideal, valorando la recepción de la herencia artística de Delacroix más allá de su propio contexto histórico.

         En ella se exhiben más de 80 obras, de las que cerca de un tercio son pinturas del maestro francés, entre las que destacan las réplicas y bocetos de algunas de sus composiciones míticas, así como sus trabajos preparatorios, que contienen en realidad lo más maduro y audaz de su arte, lo que enlaza con el modo en que fue apreciado por los primeros modernos. El resto de las pinturas de la exposición inglesa se deben a grandes artistas de la modernidad, en las que puede percibirse de forma nítida el impacto de su obra a través de varias generaciones posteriores a la suya, hasta llegar a la de Henri Matisse.

         Comisariada por Patrick Noon y Christopher Riopelle, conservadores del Minneapolis lnstitute of Art y de la National Gallery, respectivamente, la muestra se ordena en cuatro grandes secciones que abordan los aspectos fundamentales de esta noción genealógica del estilo y sus repercusiones inmediatas en el arte de finales del siglo XIX y principios del XX. La exposición comienza con una alusión al famoso Homenaje a Delacroix, de Henri Fantin-Latour (París, Museo de Orsay), en el que diez célebres pintores se reúnen en torno al retrato de Delacroix un año después de su muerte para rendirle justo tributo; por tanto, enlaza, convenientemente, con la reveladora exposición, dirigida por Christophe Leribault en París en 2011, en torno a esa icónica pintura que exploraba la reivindicación de Delacroix no solo por sus propios discípulos, sino por una égida de pintores y poetas independientes que, frente a las convenciones académicas, reconocían como referente al maestro, por su forma libre de concebir la pintura.

         A lo largo de su vida, la producción artística de Delacroix había dividido a la crítica debido a la consideración tan distinta que motivaron tanto su color como su técnica. Sin embargo, después de su muerte, y tras la publicación de sus diarios, el pintor fue revelado como un auténtico teórico del arte, lo que contribuyó notablemente a su apreciación como el ingrediente reconocible de la afirmación del estilo de las siguientes generaciones, que le encumbraron como a su mejor precursor. Inspirados por los argumentos más característicos de Delacroix, fueron estos los que determinaron decididamente el interés de los jóvenes artistas por sus obras.


MODELO DE PERFECCIÓN


Piedad (a partir de Delacroix),
por Vincent van Gogh, 1 889,
óleo sobrelienzo,
73 x 60,5 cm, Ámsterdam,
Van Gogh Museum

         Así, el primer ámbito de la exposición de Londres aborda el concepto mismo de emulación, mostrando el modo en que fue admirado y reconocido por otros artistas, que copiaron sus obras como las de los grandes maestros antiguos. Junto a los homenajes, como el de Fantin-Latour del National Museum de Gales o la Apoteosis de Delacroix, pintado por Cézanne, del Museo de Orsay, que explican por sí solos la sinceridad de su reconocimiento, hay ejemplos de copias de obras del pintor, como la realizada por Manet de su Barca de Dante (Museo de Bellas Artes de Lyon) o la de su Boda judía en Marruecos realizada por Renoir (Worcester Art Museum), o incluso la incorporada en el fondo de la Naturaleza muerta con un boceto de Delacroix, de Paul Gauguin (Estrasburgo, Museo de Arte Moderno), quien llegó a coleccionar -como también hiciera Degas- un buen número de obras del pintor romántico. Todas ellas reflejan la conciencia, como modelo de perfección, con la que contemplaron su ejemplo, y junto a la copia de Rubens realizada por el propio Delacroix, profundizan en la noción de linaje artístico heredado a la que alude el concepto principal de esta exposición.

ORIENTALISMO ROMÁNTICO

         Por otro lado, Delacroix es considerado como un descubridor para la modernidad del concepto de orientalismo. Su amor por el exotismo, interpretado como un escenario fuera de la norma, le llevó primero a imaginar y luego a conocer y repensar Oriente como un concepto genuinamente acuñado por la imaginación romántica. En pos de la autenticidad que emanaban sus pinturas, viajaron al norte de África –o incluso a España- un número casi infinito de artistas europeos que buscaron la experiencia de descubrir un paraíso lejano. Una de las claves de su fortuna crítica fue precisamente la recuperación por parte de los pintores modernos del orientalismo en clave teórica, para profundizar en cada una de suspropias propuestas artísticas.

         A lo largo de la amplia sección dedicada a este aspecto pueden verse, mezcladas con algunas de las más bellas pinturas orientalistas debidas a Delacroix, las composiciones de Cézanne, Eugene Fromentin, Pierre-Auguste Renoir, Théodore Chassériau o Frédéric Bazille; todos ellos supieron capturar devotamente los motivos acuñados previamente por el maestro. Pero el empleo de esos motivos dados para la reflexión puramente pictórica queda en la exposición brillantemente asociado a la relación que mantuvo la pintura moderna no solo con la experiencia del viaje a Oriente o su conceptuación literaria, sino sobre todo con la forma en que los artistas modernos recibieron los argumentos narrativos propios de la tradición académica, con los que Delacroix había convivido.

         Destaca particularmente en el contexto de la exposición el papel concedido por uno y por los otros al arte religioso, que asume el protagonismo principal de la tercera sección de la exposición. A partir del tratamiento de Delacroix de las imágenes icónicas de la tradición cristiana, la exposición lo relaciona con el interés de algunos de los modernos por esos mismos conceptos, ya en clave de contemplación estrictamente plástica. Así, Gustave MoreauOdilon RedonVan Gogh o Gauguin demostraron un interés sincero por interpretar esos mismos argumentos académicos, a menudo religiosos pero también históricos o literarios, a partir de Delacroix, como un camino de libertad hacia sus propias búsquedas personales.

         El último tramo de la exposición culmina con la valoración del maestro como un precursor de la modernidad, desde lo formal, en pos de la idea de relativización del argumento, para ofrecer así el más hondo calado de su ejemplo a través de su posteridad artística. La liberación del colorido y de la pincelada fueron decisivas para la aceptación del gusto moderno, pero también lo fue que la observación de la naturaleza y la renuncia a los asuntos tradicionales se trataran con la misma gravedad que la tradición académica. Para Delacroix, "todos los temas se vuelven buenos por mérito del autor". De hecho, escribiría una valiosa admonición en ese sentido: " ¡Oh. joven artista!, ¿esperas un tema? Todo es tema, el tema eres tú mismo, son tus impresiones, tus emociones frente a la naturaleza. Dentro de ti es donde debes mirar, y no a tu alrededor". Liberados así de la dictadura de los argumentos poéticos impuestos por la Academia, los artistas modernos se enfrentaron, guiados por Delacroix, a la prosa del natural. De hecho, la exposición concluye con un conjunto de obras que se refieren a argumentos de la naturaleza, entre los que destacan las pinturas de floreros y los paisajes. Obras como Un jarrón de flores, de Gauguin, Estudio para una improvisación,  de Kandinski, o dos pequeños estudios de Matisse, uno para Calma, lujo y voluptuosidad y otro llamado La japonesa, toman el relevo plástico al maestro francés. En ellas se asumen sus propósitos coloristas y libres y completan, finalmente, su mensaje de independencia artística.

         Paradójicamente, el Museo de Delacroix de París exhibió hasta fina les de marzo de este año una pequeña pero muy pertinente e interesante exposición que plantea, sin pretensiones, el sincero interés que acercó al maestro francés al mundo de la Antigüedad y que supone el contrapunto a la muestra londinense, con la que ha coincidido algún tiempo.

         La exposición francesa estaba centrada en la génesis y en el significado de la decoración que desplegó en su atelier parisino de la rue de Fürstenberg. Ese decorado estaba compuesto básicamente de altorrelieves vaciados de escogidas esculturas antiguas, y se han expuesto además algunos de sus dibujos de estudio de antigüedades griegas y romanas y varias pinturas. Todo ello deja al descubierto el aprecio y la sensibilidad de Delacroix hacia el mundo antiguo, lo que permite junto a la exposición de la National Gallery, una reflexión sobre la compleja noción de genealogía asociada a la aparición del gusto moderno. Delacroix, ferviente admirador de las antigüedades griegas y romanas, que pudo estudiar en el Louvre desde su juventud, contempló de ellas precisamente lo que tenían de audaces y poco convencionales, interesándose no tanto por los aspectos clásicos a los que venían asociándose, sino más bien por explorar sus límites formales y sus formas más transgresoras, como si reconociera lo anticlásico como un componente inmarcesible de la cultura.

         (Fuente: Revista “Descubrir el Arte”, Mayo 2016, nº 207)

La Libertad guiando al pueblo de Delacroix



La Libertad guiando al pueblo (La Liberté conduisant le peuple aux barricades) fue pintada por Eugéne Delacroix inmediatamente después de los sucesos del 28 de julio de 1830, que motivaron la caída de Carlos X y su sustitución por Luis Felipe de Orleáns, el llamado Rey Burgués.

En medio de una ciudad en llamas, surge una mujer, con el torso desnudo, que representa a la vez la Liberad y Francia, porta en su mano derecha la bandera tricolor y en la izquierda el fusil. Le acompañan miembros de las diferentes clases sociales, un obrero con una espada, un burgués con sombrero de copa portando una escopeta, un adolescente con dos pistolas, etc., para manifestar la amplia participación y dejar clara que la causa común no mira la procedencia jerárquica. A los pies de la figura principal, un moribundo mira fijamente a la mujer para señalar que ha merecido la pena luchar.

La composición se inscribe en una pirámide cuya base son los cadáveres que han caído en la lucha contra la tiranía, cadáveres iluminados para acentuar su importancia, que se contraponen con el gesto hacia delante de los combatientes.

La composición se basa claramente en la Balsa de "La Medusa", no obstante, aquí Delacroix invierte la orientación de las figuras que, en este caso, avanzan hacia el espectador. Los escorzos, el movimiento y la disposición asimétrica de los personajes, recuerdan las obras del Barroco.

Como advierte Argan, es el primer cuadro político de la pintura moderna, que exalta la insurrección popular contra la monarquía borbónica restaurada, es decir, con esta obra, el romanticismo deja de mirar hacia la antigüedad y comienza a querer participar en la vida contemporánea. En ella el deseo de compromiso político se hace patente al convivir en la representación personajes reales, como el mismo artista.

El cuadro radica en la extraordinaria brillantez del color y el claroscuro. En la Libertad guiando el pueblo, la luz es un elemento primordial. Estalla con fuerza en la camisa del hombre caído en primer plano para envolver la figura de la alegoría y disolverse por medio de la polvareda con el humo y las nubes, e impedir contemplar con claridad el grupo de figuras que se sitúan tras el personaje femenino, así como las torres de Notre-Dame. Es una luz violenta.

La pincelada, que recoge lecciones de Goya, es suelta. Las fachadas y tejados de las casas se reducen a un conjunto de minúsculos toques, así como las pequeñas imágenes de soldados en el centro del extremo derecho, que no son más que un conjunto de manchas.

Se está ante una composición absolutamente dramática donde las líneas y las pinceladas de color se ondulan aumentando la tensión del momento. Todas las formas están recorridas por un movimiento ondulante siendo difícil encontrar una línea recta y más todavía percibir una figura estática o serena.

La pintura es, en definitiva, una reminiscencia de la Balsa de "La Medusa". Al igual que ésta, el plano de la base es inestable a partir del cual nace y se desarrolla de manera ascendente el movimiento. De igual modo, la masa humana culmina con una figura que agita algo, allá un trapo, aquí una bandera. Al igual que su compatriota, en primer plano sitúa los muertos en unas posiciones tremendamente realistas.

La Libertad guiando al pueblo fue presentada al Salón de 1831 y adquirida por Luis Felipe para el Museo Real. Actualmente este óleo sobre lienzo, la obra maestra de Delacroix, de 260 x 325 cm se conserva en el Museo del Louvre, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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