Punto al Arte: 02 El Barroco en España
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El Barroco en la arquitectura

Ya en algunos de los edificios de Francisco de Mora, pueden observarse asimetrías y leves elementos de  pintoresquismo, que no dejan de aparecer sorprendentes en un fiel seguidor de Herrera.

La importancia que antes se atribuía, en relación con la introducción del Barroco, al caballero italiano Crescenzi, que intervino en el Panteón de los Reyes de El Escorial, se halla hoy muy mermada; en el proyecto tuvo más parte Juan Gómez de Mora, discípulo y sobrino de Herrera. Crescenzi se limitó a cuidar de su decoración. Otra figura significativa del momento fue Alonso Carbonell, autor del Palacio del Buen Retiro (1631-1633) y de su sala de baile ("Casón") construida por él en 1638. De todas formas, en estas obras, el Barroco se reduce al enriquecimiento de las superficies. Promediado el siglo, será Andalucía la región española donde se concibe y realiza en "barroco" de un modo más original.

Fachada principal de la Catedral de Granada de Alonso Cano. Dispuesta a modo de arco triunfal, consta de tres calles divididas en dos cuerpos por una cornisa horizontal y cubiertas con arcos de medio punto, cuyas pilastras tienen medal lones en el lugar del capitel. La decoración culmina en el jarrón de azucenas.

Portada de la iglesia parroquial de Vinaroz atribuida a Juan Bautista Viñes. Obra de finales del siglo XVII, presenta una fantástica cornisa que descansa sobre recargadas ménsulas.




⇨ Portada de la iglesia de la Santa Majestad de Caldes de Montbui de P. Rupin y P. Sorel l. Es una obra característica del barroco catalán por su mezcla de equilibrio y de fantasía decorativa. 



La fachada de la catedral de Granada, del polifacético Alonso Cano, que fue aprobada por el Cabildo en 1667 (el año de la muerte del insigne escultor y pintor), no es más que un testimonio destacado de ese barroquismo andaluz que se manifiesta en las plantas y, sobre todo, las fachadas de multitud de templos, y especialmente en su decorado interior.

Pero el Barroco, durante la segunda mitad del siglo florecía en Murcia y en Valencia. En esta ciudad con ejemplos tan claros como la torre hexagonal de Santa Catalina, de Juan Bautista Viñes, construida en 1688-1705, cuyos estribos angulares, en los que se apoya tan esbelta y grácil estructura, se transforman en columnas enroscadas (salomónicas) a la altura del piso quinto. En la misma Valencia hay que citar el presbiterio de la catedral, obra de remodelación barroca de un interior gótico, realizada en 1674-1682. Su autor, Juan Bautista Pérez, que había estado en Italia, consiguió con esta obra un camuflaje perfecto del espacio medieval. Las bóvedas gó­ticas desaparecen bajo los adornos barrocos y las columnas salomónicas.

Fachada de la catedral de Valencia. Fue comenzada en 1703 por Conrado Rudolf, quien hubo de abandonar la obra para seguir a su señor, el derrotado archiduque Carlos. La prosiguió Francisco Vergara el Viejo, autor asimismo de las dos hornacinas con estatuas, dispuestas entre seis columnas corintias. Para disimular el espacio angosto, esta fachada se recurva hábilmente y consigue, gracias al dinamismo de las formas, un aspecto grandioso y soberbio. 


Pórtico Real de la Quintana de José Peña de Toro (catedral de Santiago de Compostela). Fue realizado entre 1658 y 1 666 por este arquitecto, introductor del Barroco en Galicia. A pesar de la profusa decoración, este pórtico, situado en una esquina del crucero y actuando como una pantalla de piedra que oculta la cabecera románica del templo, ofrece un esquema estructural clásico, típicamente renacentista.  

El ardor constructivo barroco se extiende hacia Cataluña. En Vinaroz, provincia de Castellón, la portada de la iglesia, construida al parecer también por Viñes, en 1698-1705, sorprende por su llamativa cornisa mixtilínea apoyada sobre ménsulas, y por los estípites que figuran en el segundo piso, detalles que no volverán a verse hasta veinte años más tarde en el barroco andaluz. Ligeramente anterior es la original portada de la iglesia de Caldes de Montbui, provincia de Barcelona, obra de P. Rupin y P. Sorell, en la que se utilizan dos agrupaciones triples de columnas salomónicas decoradas con zarcillos y racimos de vid. En la ciudad de Barcelona, la iglesia de Belén (1680-1732), obra de Josep Juli, conserva sus ricos exteriores de piedra afortunadamente intactos. Así son visibles ciertos pormenores borrominescos, como los bordes de ventana volutados.

⇦ Retablo de la iglesia de San Esteban de José de Churriguera, en Salamanca. Realizado en 1 693, Es una pieza magna que resume el barroco hispano con su horror a la lógica clásica, el gusto por la profusión de adorno y los dorados, el ritmo dinámico de las formas curvadas y el expresionismo a ultranza de la escultura, que se integra a modo de pintura en relieve.



Pero la auténtica aportación del barroco romano, borrominesco y berniniano, será la ruptura del plano en las fachadas, su composición mediante superficies cóncavas y convexas. Ello sucede por primera vez en España en la fachada principal de la catedral de Valencia, iniciada en 1703 por Conrado Rudolf, un alemán que había estudiado en París y Roma, y que partió de Valencia en 1707 dejando terminado sólo el piso bajo de esta fachada. El resto fue continuado, siguiendo su proyecto, por F. Stolf y Francisco Vergara, y terminado en 1740. Lo tardío de esta última fecha hace que en su decoración aparezcan elementos escultóricos típicamente rococó, como el grupo de ángeles adorando el nombre de María que figura sobre la puerta. Pero las superficies cóncavas y convexas proyectadas por Rudolf son puramente barrocas.

Fachada oeste de la catedral de Santiago de Compostela de Fernando Casas y Novoa. También llamada fachada del Obradoiro, se alza dinámica y majestuosa como una escenografía soberbia. El proyecto se debe al arquitecto gal lego que la construyó entre 1738 y 1 750. En el conjunto escultórico, que da a la piedra esa eté rea impresión de calado, trabajaron diversos escultores de la región gallega.

Otro gran centro de creación arquitectónica barroca fue Zaragoza, con la construcción del templo  del Pilar, que fue iniciada hacia 1675 por el zaragozano Felipe Sánchez, pero en cuyo proyecto introdujo cambios considerables completamente barrocos -y no precisamente "borroministas" como se dijo- Francisco de Herrera el Mozo, a partir de 1680. El santuario, como es sabido, no se completó hasta mediados del siglo XVIII en sentido ya neoclásico, pero por su aspecto es un monumento barroco completamente típico.


⇨ Portada del hospicio de San Fernando en Madrid, de Pedro de Ribera. La espléndida portada que domina la fachada de este edificio, realizada en la década de 1720 y hoy Museo Municipal de la ciudad, es un alarde de decoración en la que el autor dio rienda suelta a su capacidad creativa dividiendo la composición de la fachada en tres partes.



Menos español es (por el autor de su proyecto, un italiano: Carlo Fontana) el santuario de Loyola. Una faceta avanzada del barroco español se muestra, en ese templo, en su exorno exterior que se debe a uno de los Churriguera, Joaquín.

Pero la gran" gesta" de la arquitectura barroca española había de consistir en el remozamiento (o revestimiento) de otro antiquísimo centro de devoción: la transformación de la basílica románica de Santiago. Es una realización asimismo tardía, aunque su preparación se inició ya a mediados del siglo XVII. En 1658-1666 el arquitecto Peña de Toro construyó el Pórtico Real de la Quintana, en una esquina del crucero de la catedral, con el que se iniciaron las obras de remodelación de este templo. Pese al extraordinario recargamiento decorativo de este Pórtico, único elemento barroquizante del mismo, sus lí­ neas constructivas obedecen todavía a los esquemas  más clásicos del Renacimiento. La magnífica y monumental fachada barroca del Obradoiro, la principal del templo, obra del gran arquitecto gallego Fernando Casas y Novoa, aunque estudiada años antes, no se empezó a realizar hasta 1738.

Casas y Novoa es la gran figura final de la tradición puramente barroca del siglo XVII. Antes que él, cronológicamente, se sitúa la actividad de los miembros de una familia de arquitectos de origen catalán, los Churriguera, arraigada ya hacia 1650 en Madrid. José Churriguera es la figura principal de la familia, en quien se ha querido ver la iniciación de la fase más exagerada del barroquismo, aunque no resulte en modo alguno cierto. Nacido en Madrid, en 1665, a los veintisiete años se trasladó a Salamanca con su hermano Joaquín, autor allí de la fachada del Colegio de Calatrava y de la cúpula de la Catedral Nueva. El año siguiente de su llegada, en 1693, José Churriguera realizaba el gran retablo barroco de la iglesia de San Esteban, magnifico ejemplo de rica imaginación en la combinación de detalles. Además de las doradas columnas salomónicas, el espacio se ve enriquecido por elementos curvados que dan relieve al panel central y por imitaciones doradas de tapices ornados con borlas.

Fachada del Ayuntamiento de Salamanca de Andrés García Quiñones. Edificio cuya fachada, pese a los tres pisos subrayados por cornisas horizontales, no pierde su ritmo vertical gracias a la escultórica espadaña de tres vanos.

De José (o José Benito, como en realidad se llamó), no es casi nada de toda la obra arquitectónica que se le venía atribuyendo, de modo que no es Churriguera el creador del "churriguerismo"; su sobrino Alberto es, en cambio, el autor de la magnífica Plaza Mayor salmantina, tan clásica por la simplicidad de sus líneas, iniciada en 1728, y que no se completó hasta 1755 con la fachada del Ayuntamiento, que no es obra de ninguno de los Churriguera sino de Andrés García de Quiñones.

Resulta muy explicable que las críticas de los corifeos del neoclasicismo al estilo" churrigueresco" arreciaran particularmente alrededor de las obras del madrileño Pedro de Ribera y de sus seguidores, a causa del exacerbamiento que en ellas muestra el adorno. Tal exageración se concreta, sin embargo, sobre todo en las portadas. Nacido en 1683, Pedro de Ribera sucedió, en 1726, a Ardemans como "maestro mayor" del Ayuntamiento de Madrid. En la fina iglesia de la Virgen del Puerto se comportó de un modo tradicionalista, y en lo ornamental se conformó al estilo "llano". Donde se manifiesta su exuberancia, en lo que realizó en Madrid, es en la fachada de San Cayetano (hoy parroquia de San Millán) y en la riquísima portada que preside la fachada del antiguo Hospicio, hoy Museo Municipal, así como en la del Cuartel del Conde Duque, ejecutadas ambas entre 1720 y 1730.

Sacnstía del monasterio de la Cartuja de Granada supuestamente de José de Bada. Realizada hacia 1727, se trata de una de las decoraciones más extraordinarias de la última fase del barroco español. Las formas curvas y convexas se combinan con el dinamismo de la línea quebrada; los filetes de estuco y las rebuscadas molduras contribuyen a crear un clima de tremenda voluptuosidad. Desde la iglesia puede verse esta sacristía como si el espacio se transparentara.

Relacionado con la tendencia (aunque no con el estilo) de Ribera se halla el famoso Transparente de la catedral de Toledo, obra firmada por Narciso Tomé en 1726, y que por su continua ondulación de líneas cabe incluir ya dentro de lo" rococó".

Otra clase de superabundancia de exorno se da, en pleno siglo XVIII, en el interior de la sacristía de la Cartuja de Granada. El proyecto del edificio se atribuye al arquitecto Francisco Hurtado; en cambio, no hay certeza acerca de quién fue el autor de aquella fastuosa decoración de estucos. Se ha atribuido a Diego Antonio Díaz, arquitecto andaluz de comienzos del XVIII, pero según otra autorizada opinión sería de José de Bada.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El Barroco en España

Se ha podido enjuiciar severamente el siglo XVII español partiendo de la base de su decadencia económica o política; jamás se pudo poner en tela de juicio su originalidad y riqueza por lo que respecta a las artes y las letras; en ambos aspectos fue, además, un período lleno de contrastes. En arquitectura se mostró progresivamente barroco; en pintura y escultura produjo un arte que es uno de los más profundamente realistas y humanos que hayan existido.

El interés internacional por el Barroco arranca de la obra de Wolfflin Renacimiento y barroco, publicada en 1888. En España este interés no se sintió, desde el punto de vista de la arquitectura, hasta bien entrado el siglo XX. A principios de este siglo aún se mantenía en vigor el juicio y la condenación del Barroco proferidos por los escritores del período neoclásico; son curiosos los terribles despropósitos de los críticos españoles de los siglos XVIII y XIX sobre los profesores del período barroco.

Cúpula de la Catedral Nueva de Salaman-
ca de Joaquín Churriguera. Detalle de la 
linterna que corona la cúpula. 

Ceán Bermúdez ni tan siquiera incluye a Churriguera en su Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (1800). Para los académicos neoclásicos, el Barroco fue un error, una degeneración, una aberración incalificable. José Caveda no  sólo condena el Barroco en su Ensayo histórico sobre los diversos géneros de Arquitectura escrito en 1848, sino que hubiera querido que los españoles no hubiesen participado en aquel gran error. "N o serán, sin embargo, los españoles -dice Caveda- quienes deban responder a Europa de la corrupción de la arquitectura de esta época. Borromini mereció, como heresiarca de las artes, la reprobación de los escritores de juicio que le sobrevivieron. Cuando Gómez de Mora se encargó de la dirección de las obras reales, en 1611, estaban ya olvidados los ideales de la severa grandiosidad de Palladio y de aquel puritanismo clásico ... , y no tardó el nuevo gusto en introducirse en la Península. Sosteníanle eminentes ingenios en España y era su intimidad muy estrecha con Roma para que dejaran de admitirle."

Catedral de Santiago de Compostela. Detalle de la fachada del Obradoiro, real izada en el siglo XVIII por Fernando de Casa y Novoa para proteger el Pórtico de la Gloria. De estilo barroco, en la parte superior se ve al apóstol Santiago vestido de peregrino.

Los escritores y poetas románticos ignoraron el Barroco, pues de haberse fijado en él de seguro les hubiera interesado; todo su entusiasmo y admiración se concentró en las catedrales y edificios góticos. La rehabilitación del Barroco en arquitectura no llegó hasta que se consideró como una manifestación paralela, complementaria, de la poesía del siglo XVII. Cuando todo el mundo empezó a mostrar la mayor estima por La Galatea y el Polifemo de Góngora, los españoles se dieron cuenta de que la arquitectura y la escultura barrocas representaban una idéntica huida de la lógica clásica y no eran por necesidad reprobables. Del mismo modo que al conceptismo se le dio el nombre poco preciso de "gongorismo", así al Barroco se le llamó" churriguerismo", derivado del nombre del arquitecto José de Churriguera, denominación desacertada porque ni fue Churriguera responsable de este estilo entre nosotros, ni siquiera fue su más ferviente cultivador.

No hay duda de que durante el siglo XVII, tanto en Italia como en España, el Barroco estaba en su ambiente. De suerte que si, en parte, España imitó en eso lo que en Italia acontecía, el barroquismo se habría producido de todas maneras en el arte español. Es más; si acaso, la influencia italiana no hizo más que retardar una evolución que ya a fines del siglo XV se iniciara, pues lo primero que vino de Italia a interrumpirla fue la faceta más severa del arte italiano renacentista: la arquitectura " grecorromana" de Herrera.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La imaginería barroca

La escultura religiosa de esa época, la imaginería policromada, ofrece una tendencia muy clara y general. Se desentiende de los anteriores acentos de renacentismo, para realizar pura y simplemente la calidad humana con acentos patéticos. Ello es característico de la sensibilidad del Barroco, que huye de las formas clásicas, de invención humana, y se emociona con las formas llameantes y las visiones de la muerte, la miseria, el heroísmo y la gloria. La transición de la muerte a la gloria está representada por las escenas de martirio manchadas de sangre. Jamás se hizo una escultura que de modo tan directo se dirija a promover y evocar el sentimiento. Valladolid y Sevilla fueron sus dos grandes focos, aunque es tí­pica de toda España, que sentía entonces una emoción fervorosa ante las exultantes manifestaciones externas de religiosidad.

Piedad de Gregorio Hernández (Museo Nacional de Escultura, Valladolid). Es una de las más bellas tallas de este escultor gal lego establecido en Valladolid, que puso su enorme realismo al servicio de la expresión del dolor; el elocuente ademán de la Virgen halla su contrapunto en el sereno dolor de Cristo.


⇨ La Fortaleza de Juan Martínez Montañés (Monasterio de los Jerónimos, Santiponce). Esta alegoría es una de las cuatro virtudes que figuran en el Retablo Mayor del monasterio. Llamado por sus contemporáneos "el dios de la madera ", fue sin duda uno de los grandes escultores barrocos. Montañés no se dejó arrastrar por el realismo expresionista, sino que trató de que su obra reflejara las características históricas y religiosas del personaje representado con toda propiedad.



El primero de tales escultores religiosos fue Gregorio Hernández, gallego, nacido según algunos en Pontevedra, según otros en Sarria, alrededor de 1566, y fallecido en 1636. Aunque su estilo deriva remotamente de Juni, personaliza el ambiente de religiosidad exaltada de su tiempo. Su primera obra conocida es el Cristo yaciente, del monasterio de la Encarnación, en Madrid (1605); pero tallas suyas no menos famosas son, además del magnífico relieve del Bautismo de Cristo (procedente de los Carmelitas Calzados), el Cristo de la Luz, su grupo de la Piedad, y la Dolorosa de la Santa Cruz, obras hoy todas ellas en el Museo de Valladolid.



⇨ Inmaculada de Alonso Cano (Catedral de Granada). Pequeña y exquisita imagen de la Virgen que el imaginero real izó entre 1655 y 1656 para rematar el facistol de la catedral, también obra suya. Esta talla policromada constituye un hito en la evolución de la imaginería barroca de España.



Temperamento realista, es lástima que la estridencia de la policromía desluzca en ocasiones las excelencias de su gubia.

La cima de la escultura religiosa sevillana del siglo XVII la ostenta un gran escultor que fue amigo de Velázquez, Juan Martínez Montañés, nacido en 1568 en Alcalá la Real (Jaén), pero formado en Sevilla. Entre sus crucifijos es famoso el que el arcediano Vázquez de Leca regaló en 1614 a la Cartuja de las Cuevas, y que se guarda hoy en la sacristía de los Cálices de la catedral; otra imagen suya muy importante es el Nazareno, con la cruz a cuestas, el Señor de la Pasión. Pero Montañés realizó otro tipo de obras en talla, como el retablo de Santiponce, y, entre sus imágenes de la Virgen, sobresale su Concepción, de la catedral sevillana.

Discípulo de Montañés en la escultura, y en pintura de Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, fue el granadino y polifacético Alonso Cano: arquitecto, escultor y pintor. Nació en 1601 y murió en 1667; fue rigurosamente contemporáneo de Velázquez y de Rembrandt.


⇦ San Francisco de Pedro de Mena (Catedral de Toledo). La imagen del santo es de un realismo impresionante. El rostro está iluminado por la beatitud, mientras el ascetismo está magníficamente logrado por la talla de su hábito monacal.



Hacia los cuarenta años se consagró, sobre todo en Madrid, a la pintura, y regresó a su patria chica en 1652. Quizá la visión de obras de arte, en la capital de España, habría madurado y aireado su talento, porque las esculturas posteriores a su estancia en Madrid muestran, en todo caso, una amplitud y una independencia de lo que anteriormente hiciera; por ejemplo, los magníficos bustos de Adán y Eva y la pequeña y deliciosa Inmaculada, en la catedral granadina. Se trata, en general, de pequeñas imágenes con las que crea tipos nuevos, con un equilibrio armónico entre el idealismo y el realismo. Por excepción en esta clase de artistas, esculpió también en piedra.

Discípulo de Cano fue Pedro de Mena, granadino también, nacido en 1628. Mena entalló el coro de la catedral de Málaga, para la que realizó el bello medallón en relieve de la Virgen con el Niño. Dos de sus mejores estatuas son el famoso San Francisco, que se conserva en el Tesoro de la catedral de Toledo, y la Magdalena Penitente (Museo de Valladolid), y es autor de exquisitos bustos de la Dolorosa.

Tallista refinadísimo e inspirado fue también Pedro Roldán, antequerano, pero que trabajó en Sevilla. Suyo es el magnífico retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla. Su hija Luisa (apodada La Roldana) fue tallista e imaginera con un estilo de graciosa feminidad.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura barroca: el realismo

La pintura española del siglo XVII es una pintura bá­sicamente realista; a pesar de que los temas dominantes continúan siendo los religiosos, el realismo invade todos los aspectos de esta pintura, en la que si bien falta casi por completo el paisaje, el retrato adquiere, en cambio, una importancia muy considerable.

El realismo, concebido con una crudeza que subrayan los contrastes entre sombra y luz, triunfó en las obras del valenciano José (o Jusepe) de Ribera, nacido en Xativa en 1591, y que habiendo residido en Italia desde los dieciocho años, se conservó siempre español, firmó sus cuadros como Valentino y es llamado por todos el Spagnoletto. No se sabe por qué ni cómo pasó Ribera a Italia. 

⇨ Niño Cojo de José de Ribera (Musée du Louvre, París). Llamado por los napolitanos "Spagnoletto" debido a su baja estatura, tuvo ocasión de conocer a Caravaggio en Roma y Nápoles y, como tantos pintores de la época, experimentó su influencia. Sin embargo, la interpretación de Ribera se inclinó por la verdad del detalle vulgar y por los efectismos de una luz rasante. Este niño tullido, que sonríe pese a su desgracia y su miseria, parece corresponder al tema popular de la picaresca.



Es posible que hubiese trabajado en Roma algunos años, dejándose influir por las obras de Caravaggio. Protegido por un cardenal, que lo recogió hambriento, Ribera escapó de los salones suntuosos para recobrar su independencia y vivir de nuevo entre los mendigos de la calle. Por su contacto prolongado con la naturaleza en toda su verdad, el joven seguidor de Caravaggio, ya desde entonces, se complacerá en pintar las carnes macilentas que ha visto a través de los andrajos de los rotos pordioseros, y buscará sus asuntos en los filósofos que van semidesnudos, en los penitentes y santos martirizados, heridos.

Pero marcha a Nápoles y allí, en la corte de los virreyes españoles, se impone por su arte magistral; los encargos que recibe, tanto de otras partes de Italia como de España, le permiten llevar una vida de ostentación.

El fin del Spagnoletto fue tan fantástico como su vida: en su estudio de pintor renombrado le visitaba el virrey, Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV; éste se enamora de la hija de Ribera y, para obtenerla más fácilmente, la hace raptar y llevarla a Palermo, donde la deposita en un convento. El infeliz padre, loco de dolor, vive sus postreros años como un monomaníaco, encerrado en su casa de Posillipo, hasta que un día desaparece sin dejar rastro. En Ná­ poles hubo de sospecharse que había vuelto a su patria, Xativa. Lo positivo es que no se habla más de él y se ignoran las circunstancias que precedieron a su muerte, aunque su partida de defunción, fechada en 1652, apareció finalmente en Nápoles.

Ribera es uno de los representantes más característicos del realismo barroco, de esa pintura mezcla de luz y de tinieblas, que impuso el genio enorme de Caravaggio. El propio Guido Reni, que conoció a Ribera en Roma, lo compara a Caravaggio y añade que lo considera "piu tenso e piu fiero". Efectivamente, la realidad vista por Ribera es análoga a la de la novela picaresca española, no teme la representación de lo deforme, de lo patológico y se entrega con fruición a exponer las torturas más sangrientas. Así el Niño cojo del Louvre, pese a su pie monstruoso y a su brazo contrahecho, sonríe alegre como si no le afectase su desgracia, mientras pide limosna con un cartel colgado de un palo.

⇦ San Andrés de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Detalle en el que se muestra lo mejor de su técnica lumínica y un válido intento de penetración psicológica. En esta obra, la singular mezcla de luz y tinieblas típica del autor, y en cierto modo caravaggista, le ha valido un merecido a precio.



El Martirio de San Bartolomé, del Prado, quizá pintado en 1630, representa el momento en que el cuerpo del mártir es preparado para la tortura. No es tan insistente en el aspecto sangriento como otras obras análogas de su mano. ASí la tela del mismo título del Museo de Barcelona y el grabado de 1 624, también sobre el martirio de San Bartolomé, en los que el verdugo, con el cuchillo en la boca, arranca al mártir atado la piel que chorrea sangre. Los santos penitentes y los apóstoles, a veces semidesnudos, que pinta Ribera, responden al deseo del Concilio de Trento de encarecer la vida conventual, tan criticada por la Reforma. Junto a otros cuadros de este tipo deben citarse la Magdalena, San Pablo Ermitaño y San Andrés, todos ellos en el Museo del Prado.

Este último es justamente apreciado por su impresionante mezcla de luz y tinieblas. Sorprendente resulta su Arquímedes, representado como un personaje típico del hampa del puerto de Nápoles, y que de ninguna manera sugiere la nobleza de la ciencia antigua. Probablemente aquí Ribera sigue una corriente de inspiración tridentina, típica de la época, que trataba de desacreditar simultáneamente la mitología grecorromana y la ciencia clásica. No hay que olvidar que estas obras son casi contemporá­neas del proceso inquisitorial contra Galileo.

Martirio de San Bartolomé de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Obra famosa que acusa, sin embargo, cierta brutalidad y truculencia. Los grupos que a ambos lados contemplan los preparativos para la tortura del santo sugieren de manera evidente un gentío. Algunos personajes están perfectamente dibujados, mientras que otros se insinúan contra el cielo transparente, un elemento insólito en el tenebrismo de Ribera .

Ribera ocupa en la historia de la pintura española un sitio mucho más elevado del que generalmente se le concede. Aquel valenciano expatriado que parecía tener poca o ninguna influencia en los destinos del arte de la Península, influye en sus compatriotas, y sobre todo en Velázquez, más que ningún otro de los maestros que le habían precedido.

Ni Morales, con sus esmaltados efectos manieristas, ni el Greco, exótico y astral, ni los italianizantes como Juan de Juanes, que admiraban en Italia los productos más academicistas, podían llegar a iniciar una verdadera escuela y formar el genio tan moderno de Diego Velázquez.

José de Ribera fue quien introdujo el realismo vivo de Caravaggio, que era lo mejor y más avanzado de su tiempo. A través de la pintura de aquel emigrado, llegó a España un nuevo ideal pictórico y una nueva forma de mirar el mundo.

⇦ San Bruno de Francisco Ribalta (Museo de Bellas Artes de Valencia). Típico representante del realismo barroco, en esta versión que el artista hace del santo, el personaje aparece en una actitud poco convencional, casi burlesca. El tratamiento de la luz y el fondo oscuro es una clara influencia de Caravaggio.



Sobre Velázquez, la gran personalidad indiscutible del siglo XVII español, nos ocupamos en el capítulo monográfico siguiente.

Anteriores o casi contemporáneos de Velázquez, otros grandes pintores completan el cuadro de la pintura española del siglo XVII. Uno de ellos es Francisco Ribalta (1565-1628), catalán que vivió en Valencia. Quizás estuviera en Italia, y sin ser propiamente un tenebrista, se complace en los contrastes de luz en sus lienzos de asuntos místicos y en sus pinturas de frailes, como el San Bruno del Museo de Valencia.

El extremeño Francisco de Zurbarán nació un año antes que Velázquez, en 1598, en Fuentes de Cantos, y falleció en 1664. Puede considerársele sevillano, pues en Sevilla estudió en el taller de Herrera elViejo. Joven todavía, en 1631, pintó, para el Colegio de Santo Tomás, la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, el cual está en lo alto, con otros Padres de la Iglesia, y en la zona inferior, Carlos V con el fundador del Colegio y un grupo de religiosos; en el fondo se divisa un panorama de la ciudad. Aunque la composición sigue el arcaico esquema medieval, como el Entierro del Conde de Orgaz del Greco, figura en ella una magnífica serie de retratos.

Zurbarán fue genialmente diestro en los efectos de color y de luz y en la evocación de la unción religiosa. Pintó retratos de grandes figuras monásticas de la España de su siglo, en los encargos conventuales que recibió, para la Merced de Sevilla (1628), la Cartuja de Jerez (1637 -1639) o el monasterio jerónimo de Guadalupe (1638-1639).Vestidos con holgados hábitos luminosos, sentados ante su escritorio u oficiando, cartujos, mercedarios y jerónimos revisten inigualable dignidad. Pintó también deliciosas Vírgenes niñas, Purísimas que son tiernas jovencitas, y ascéticas visiones.

Bodegón de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid). Es uno de los temas pictóricos predilectos del artista. En esta tela, los volúmenes de las vasijas aparecen desligados u nos de otros, tan sólo u nidos por el plano que forma la mesa. No existe en la composición preocupación por la profundidad espacial, que se disuelve contra un fondo oscuro, pero en cambio se aprecian en los objetos calidades táctiles que logran animarlos con un punto de sensualidad y conferirles una presencia inquietante.


Misa de fray Pedro de Cabañuelas de Francisco de Zurbarán (Sacristía del monasterio de los Jerónimos de Guadalupe, Cáceres). Pintado en 1 638, este fresco es uno de los diez que decoran la soberbia sacristía barroca, entre grutescos y motivos florales, presididos por las escenas de la vida de San Jeró nimo, patrono de la Orden. El monje jerónimo aparece de rodillas, extasiado ante la milagrosa aparición de una hostia de fuego, como respuesta a sus dudas sobre la presencia real de Cristo en ella.

A los treinta y cinco años es nombrado pintor real, pero según Palomino -historiador de la pintura española que escribía un siglo después- no fue a Madrid hasta 1650, y aun porque Velázquez insistía en que decorase un salón del Buen Retiro. Pero regresó a Sevilla, su patria de adopción, y después de su muerte, la viuda e hijos habitaban en una casa cedida por el Concejo de la ciudad.

Aun cuando lo más característico de Zurbarán son los monjes y los santos, porque -como Ribera- fue sobre todo un pintor de hombres, también realizó algunos cuadros con figuras de santas en los que demostró que sabía fijar en el lienzo la gracia y la belleza femeninas. Generalmente, como Santa Polonia (Louvre), Santa Casilda (Prado), Santa Justa (Museo de Dublín) y Santa Marta (National Gallery, Londres), se trata de tipos de mujer andaluza, vestida con extraordinaria elegancia y riqueza. Este placer de Zurbarán por representar los tejidos es un aspecto de su interés por el mundo real. Las flores, frutos o libros que aparecen en sus grandes telas están retratados con el mismo interés que los rostros de los personajes.

Santa Casilda de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid) Considerada una de las obras más famosas del artista, fue pintada en 1640. La vistió suntuosamente, como correspondía a su alto rango, ya que Casilda fue princesa y santa. Era hija de un rey moro y solía llevar alimento a los prisioneros cristianos, a escondidas de su padre. Aquí el pintor la captó en el momento en que su padre la interroga. Al mostrarle lo que lleva en la falda, el pan se había convertido en rosas. Este tema, altamente poético, inspiró a Zurbarán una de las figuras femeninas más extraordinarias de la pintura española del siglo XVII.

Virgen con el Niño de Alonso Cano (Museo del Prado, Madrid). De las distintas versiones de este tema religioso, el artista realizó ésta ambientándola en un paisaje. La Virgen aparece joven y con una larga melena y el Niño parece mirarla complacido.

Otro condiscípulo que Velázquez protegió en su estancia en Madrid es el pintor y escultor Alonso Cano. Algunas de sus pinturas de la Virgen son hermosísimas, como la Virgen con el Niño (Prado), inspirada en una estampa de Durero y con tonos grises y plateados que acusan la influencia de Velázquez.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Apolo y Marsias


José de Ribera, conocido con el sobrenombre de lo Spagnoletto, o sea, "el Españolito", por su origen y pequeña estatura, pone de manifiesto la crudeza de su realismo en su obra Apolo y Marsias.

Como la mayoría de los pintores del siglo XVII, Ribera dedicó gran parte de su producción a los asuntos religiosos, principalmente de santos, aunque también se acercó a la temática mitológica en diversas ocasiones debido, sin duda, a su residencia en Italia, donde este tema era tradicionalmente apreciado. La escena concentra el punto culminante en que Apolo despelleja a Marsias ante la mirada de horror de varios personajes situados al fondo de la composición, en un segundo plano.

La historia, extraída de la literatura antigua, explica cómo Marsias, un sátiro seguidor de Dionisia se jactaba de su gran habilidad para tocar la flauta. Su orgullo le llevó a retar a Apolo a una composición musical. El vencedor tendría el privilegio de imponer cualquier castigo al contrincante. Los encantos de su melodía no pudieron rivalizar con la lira del dios y éste fue el ganador, que impuso a Marsias, por su arrogancia, un castigo feroz: lo ató a un árbol y lo mató cruelmente.

El pintor de origen valenciano muestra el aspecto más sádico del mito. El momento en que Marsias, representado sin los rasgos de cabra que son normales en un sátiro, está siendo desollado por las propias manos de su rival, que contrariamente muestra un gesto alegre y complaciente. El vencido aparece en el suelo colgado del árbol con las manos y los pies atados retorciéndose de dolor. Este pronunciado escorzo de la figura recuerda particularmente El Martirio de San Pedro de Caravaggio.

Este sentimiento trágico y violento que aplicó a su obra fue completamente incomprendido. Ribera combina dos estilos: la de los maestros venecianos y la del clasicismo. Utiliza una riqueza cromática típica de Tiziano en la túnica del dios de la belleza, mientras que el rigor y la claridad compositiva la toma de los clasicistas, al igual que la energía concentrada en los rostros de los protagonistas.

Estos son algunos de los factores no caravaggiescos que intervinieron en la configuración de su complejo arte. Ahora bien, este interés por la realidad concreta, constante en casi toda su obra, es llevada a un extremo en este lienzo, que recuerda a los martirios de su primera etapa. También, al igual que sus obras anteriores, la composición está resuelta equilibradamente, a pesar de lo inestable de las actitudes de los personajes principales, los cuales presentan un hábil tratamiento anatómico.

Con la técnica del claroscuro logra extraordinarios efectos de luz y sombra, gracias al contraste que crea entre las zonas violentamente iluminadas, que centran la atención del espectador y las zonas oscuras.

Dos versiones de Apolo y Marsias se conservan respectivamente en el Museo Real de Bellas Artes de Bruselas y en el Museo Nacional del Capodimonte de Nápoles. Ambas pinturas, de 182 x 232 cm, son fechadas en el año 1637.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Murillo, el pintor de las Inmaculadas

Bartolomé Esteban Murillo era bastante más joven que Alonso CanoZurbarán y Velázquez. Nacido en Sevilla el año 1617, pasó allí su juventud oscuramente, pintando cuadros de asuntos piadosos, de los cuales se hacía gran exportación a América. Estaba cansado de esta labor rutinaria, cuando pasó por Sevilla el pintor Pedro Moya, quien venía de Londres, donde había conocido a Van Dyck. El joven Murillo vio las copias que traía Moya, oyó sus elogios, y excitado por el entusiasmo de aquel hombre, decidió marchar también a Londres a estudiar con tan grandes maestros.

Por el camino hizo estancia en Madrid y fue presentado como paisano a Velázquez. Ocurría esto en 1643; Murillo tenía veinticinco años, mientras Velázquez era ya el pintor áulico famoso. Sus visitas al Alcázar de Madrid y El Escorial, repletos de pinturas, fueron para Murillo una revelación. Pasó dos años en Madrid y al volver a Sevilla, su temperamento y estilo estaban formados. Su reputación en la ciudad que le vio nacer se hizo indiscutible, y en 1658 casaba con doña Beatriz de Cabrera, noble señora de la villa de Pilas. No se movió más de Sevilla, pintando sin cesar sus tiernos asuntos religiosos, no siempre en tono dulzón, antes bien demostrando a veces un magistral dominio del claroscuro; Niños, Vírgenes, sus Inmaculadas, sus Sagradas Familias, etc

Inmaculada Concepción de Murillo (Museo del Prado, Madrid). Llamada La Niña, en este caso es posible que se inspirara en alguna adolescente sevillana, menuda y graciosa. Entre los dos tipos oscila la numerosa serie de Inmaculadas que Murillo comenzó a pintar hacia 1650 y prosiguió hasta su muerte, constituyendo uno de los aspectos más populares de su obra. 

Este Correggio español es menos sensual en los tonos, en las gamas vivas de la carne; en cambio, es más familiar. Cuando quiere pintar grandes composiciones, como los dos lienzos del Prado que representan la Fundación de la iglesia de Santa María la Mayor, en Roma, y Santa Isabel de Hungría o la Imposición de la casulla a San Ildefonso, su fe no le impide pintar pilluelos con sin igual realismo o interpretar asuntos netamente picarescos. Murillo recibió un día el encargo de pintar el altar para el convento de Capuchinos de Cádiz; se cayó del andamio y fue llevado a Sevilla, donde murió en el año 1682.

⇦ Inmaculada Concepción de Bartolomé Esteban Murillo (Museo de Bellas Artes de Sevilla). Conocida como la Concepción grande, la Virgen se muestra como una matrona que flota suave sobre una delicada atmósfera dorada. Está en actitud orante y parece observar a los ángeles que están a sus pies. 



Es un pintor que se aprovecha de la libertad de pensamiento e interpretación que es compatible con la piedad dogmática del catolicismo español. Por eso, pese a que es uno de los más ilustres cultivadores del tema religioso dentro de la pintura barroca, su sistema de tratar las representaciones religiosas como cuadros de género, introduciendo pormenores toma dos de la vida cotidiana y episodios secundarios, humaniza a sus personajes y les confiere una gracia y una dulzura que casi parecen ya del siglo XVIII.

Ejemplos de esos simpáticos cuadros de género, excelentemente pintados, sobre tema religioso son Rebeca y Eliazar en el pozo (Prado), Santa Ana y la Virgen (Prado), las diversas representaciones del Niño Jesús con San José, etc. La serie de telas sobre la Inmaculada Concepción, que tanta fama le ha dado, fue iniciada hacia 1650 y la continuó hasta cerca del final de su vida. En las más antiguas, como en la de fray Juan de Quirós (Palacio Arzobispal de Sevilla) y en la llamada Concepción grande (Museo de Bellas Artes, Sevilla), hay pocos ángeles y destaca su ambición monumental.

Más adelante, el rostro de la Virgen, tratado con el esfumado propio de su última época, es más tierno y gracioso, aunque pierde precisión; así la Concepción llamada La Niña (Museo del Prado, Madrid), que fue pintada para el coro de los Capuchinos y que asciende vertiginosamente junto con un torbellino de ángeles, es menuda y graciosa como una obra rococó, aunque se adelanta treinta años a este estilo. Algo semejante puede decirse de la Concepción de los Venerables (Museo del Prado).

Vieja espulgando a un niño de Murillo (Aite Pinakothek, Munich). El artista introdujo a la Sevilla cotidiana y callejera de su tiempo en la pintura española. En esta obra, convierte la anécdota vulgar en una excelente pintura costumbrista. Es notable el sentido de la composición, el dibujo firme y seguro, el cálido color que recuerda a Correggio. Quizás en estas escenas sevillanas se halle el mejor Murillo, aquel que no abusa de la ternura dulzona, tan grata a su clientela, ni del fácil sentimentalismo. 

Un aspecto distinto de su obra, por el que se interesó a lo largo de toda su vida, son los cuadros de tema infantil, que han dado gran prestigio a Murillo fuera de España. Los mejores son los antiguos, en los que late un sentido dramático al contemplar la infancia abandonada y miserable: Niños comiendo uvas (Munich), Vieja espulgando a un niño (Munich), Niño jugando con un perro (Ermitage). En cambio, en los más tardíos el tema adquiere un tono intrascendente, que vuelve a recordar la atmósfera rococó: Niños comiendo pastel, La pequeña vendedora de fruta (ambos en la Pinacoteca de Munich), etc.

La pequeña vendedora de fruta de Murillo (Aite Pinakothek, Munich). La grácil delicadeza de esta obra la sitúa a medio camino entre las que retratan a la infancia desvalida, temática tan grata al pintor, y el estilo levemente rococó. Murillo, que tuvo como sobrenombre "el Correggio español", fue uno de los pintores más populares de su tiempo; en él las influencias flamencas y venecianas se llegan a fusionar con una gracia sevillana muy personal, que caracteriza extraordinariamente su realismo poético.

En Murillo se distinguen tres estilos o épocas: el llamado estilo frío, que duró hasta 1652; el cálido, que utiliza desde el año 1652 al 1656, y por fin el vaporoso, en que los contornos quedan como esfumados y que empleó en su última época, que abarca aproximadamente los quince años anteriores a su muerte.

Pero la pintura de esa época tuvo a otros muchos pintores notables. No hay ninguna exageración en afirmar que desde mediados del siglo XVII se pintó en España de un modo excelente, en especial en los tres focos artísticos principales de entonces: Madrid, Sevilla y Valencia.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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