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Artistas de la A a la Z

El romanticismo visionario de Fuseli y Blake


La experiencia artística surgida de la interacción entre el consciente y el inconsciente más allá del análisis racional se refleja en el arte del siglo XIX de una forma continuada caracterizando la idiosincrasia del espíritu romántico europeo. Esta actitud ante la vida y el arte adopta en cada país y en cada uno de sus artistas tintes especiales. Si bien el romanticismo mediterráneo puede considerarse más racional y comedido, a pesar aun de la teatralidad de algunas obras, el romanticismo de los países del norte de Europa adopta un tono más arrebatado, a veces incluso excéntrico, que se aleja de la serenidad en pos de recónditos espacios de reflexión. Para comprender la personalidad romántica de algunos autores decimonónicos y la esencia del simbolismo de finales de siglo hay que destacar a dos autores ingleses cuya cronología artística inicia el mismo siglo XIX y cuya influencia será constante a lo largo de este período: Heinrich Füssli o FuseliWilliam Blake.

Titania despertando de Johann Heinrich Fuseli (Kunstmuseum, Wintherthur). El artista pintó este cuadro en 1794 inspirándose en la obra de Shakespeare El sueño de una noche de verano. En él, la fantasía del artista pudo dar rienda suelta a su imaginación, muy inclinada a crear mundos de hadas, elfos y personajes monstruosos, un mundo de encantamientos y sortilegios muy acorde con su mentalidad romántica.  

Hijo de un pintor y estudioso de la historia del arte, Heinrich Fuseli (17 41-1825) inició, inducido por su familia, la carrera eclesiástica, la cual abandonó obligado por un escándalo acontecido a raíz de una denuncia contra un magistrado corrupto. Tras abandonar su carrera, en 1763 se trasladó a Berlín, donde estudió artes y más tarde se estableció en Inglaterra como traductor de textos franceses y alemanes. Este artista de origen suizo conoció la obra de Mengs y Winckelmann a través de su padre, y él mismo tradujo algunos de los textos participando en la difusión de estos autores y su entusiasmo por la antigüedad clásica. A pesar de sus conocimientos del mundo antiguo como dibujante y pintor, Fuseli demostró preferencia por los temas literarios.

El pintor Joshua Reynolds le animó a seguir la carrera artística y a visitar Italia. Roma sedujo a Fuseli no por su riqueza artística más clásica, sino a través del manierismo de las obras de Miguel Ángel, Parmigiano o Pontormo. A su regreso a Inglaterra realizó una serie de obras que sorprenden por su capacidad imaginativa y alejamiento de las técnicas y expresiones clásicas; entre ellas destaca La pesadilla (1781) por la exageración romántica sobre el terror. Más adelante trabajó para la Shakespeare Gallery de Boydell y fue nombrado miembro de la Royal Academy. Su mundo, poblado de fantasías inquietantes, pierde toda conexión con el equilibrio y la serenidad preconizado por Winckelmann como modelo estético y encuentra en Milton o Shakespeare las fuentes de inspiración.

La pesadilla de Johann Heinrich Fuseli (lnstitute of Arts, Detroit). Con este lienzo de 1781, el autor abre los canales al sueño y al mundo fantástico antes de que se publicaran los aguafuertes de Goya, convirtiéndose en un precursor del surrealismo. 

Las pinturas de Fuseli condensan toda la potencia de la irracionalidad que caracteriza a los protagonistas de los dramas y grandes tragedias literarias. Sus personajes poseen la terribilità de las figuras de su admirado Miguel Ángel y obedecen al drama de su destino como los héroes de las antiguas tragedias o los protagonistas miltonianos del Paraíso perdido.

De la imaginación peregrina de Fuseli surgen escenas de gran carga emotiva, pobladas de seres irreales que emergen de las brumas, de la oscuridad, a través de un dibujo fluido y vigoroso resaltado por tonos parduzcos y también por efectos teatrales de luces y sombras.

Beatriz dirigiendo el carro que transporta a Dante de William Blake (Tate Gallery, Londres). En 1824, Blake comenzó a ilustrar La divina comedia de Dante, obra de la que forma parte esta pintura y que dejó inacabada a su muerte. 

De la misma forma que Fuseli se inició en el mundo del arte conducido por el entusiasmo hacia el mundo clásico, también el pintor, poeta y grabador inglés William Blake (1757-1827) empezó su formación artística copiando modelos de la antigüedad en una academia cuando era aún niño. Más tarde trabajó en el taller de James Basire, con quien se familiarizó con el espíritu medieval y le enseñó la técnica del grabado. El trabajo de grabador fue el medio que le permitió ganarse la vida, no sin grandes dificultades, realizando encargos para editores.

Blake se inspiró en los textos mitológicos y de religiones ocultas, en la Biblia y los poemas de Dante, para producir una extensa obra basada en la primacía de la emoción sobre la razón, la fantasía sobre la realidad. Una singular fuerza mística y espiritual se desprende de los numerosos dibujos realizados para ilustrar sus poemas, ediciones publicadas por el mismo autor con grabados coloreados a mano. Con este sistema imprimió Cantos de inocencia (1789), Cantos de experiencia (1794) y diversos Libros proféticos (1783-1804). Las acuarelas incluidas en el Libro de Job o los poemas de Dante, muestran su progresivo alejamiento del neoclasicismo a medida que la poesía o la filosofía adquieren mayor carácter visionario.

Elohim creando a Adán de William Blake (Tate Gallery, Londres). En esta obra, el artista reflejó una de las constantes que se manifestarían durante toda su vida: la lucha contra el materialismo. Sobre un fondo que parece corresponder a una puesta de sol y cuyos rayos rojos se dibujan en un firmamento de color azul oscuro, la figura del Dios creador, Elohim según los primeros capítulos de la Biblia, pasa a gran velocidad sobre el barro del que acaba de surgir su criatura, después de pronunciar las palabras de la creación. 

Influido por las realizaciones medievales y manieristas, utilizó un sistema de composición espacial propio recreando el color, la luz y la sombra de manera subjetiva con objeto de transmitir el mensaje a partir del poder de la imaginación. De ahí su fácil adscripción a las primeras corrientes románticas y su alejamiento del clasicismo. Formulaciones que anticipan el simbolismo de finales de siglo y la tendencia del Art Nouveau.

En sus obras Blake se rebela ante la razón y los valores materialistas del siglo XVIII: la mitología personal sustituye a la naturaleza exterior. Fantasía que le singulariza de entre los representantes más radicales del romanticismo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura italiana en el siglo XVIII

A lo largo de la historia, es cierto que Italia ha sido, durante mucho tiempo, el epicentro no sólo político sino artístico de Europa. Es más, podríamos afirmar que sobre todo había sido la encargada de marcar las pautas artísticas, aun cuando su poder político fuera reducido, que se seguían en el Viejo Continente desde que en los gloriosos tiempos del Imperio romano expandió su modo de entender el arte y la vida.
 
Retrato de Manuel de Roda, de Pom-
peo Girolamo Batoni (Academia de 
San Fernando, Madrid). Pertenecien-
te a la colección privada que conser-
vaba Godoy en el Palacio de Buena-
vista en 1816, este retrato de medio
cuerpo es una muestra del giro neo-
clásico que adoptó su autor, inicial-
mente formado entre rafaelistas.
Por todo lo dicho, este siglo XVIII es especialmente doloroso para el arte italiano, y especialmente para la pintura, porque ve cómo otros países toman el relevo en el liderazgo que había mostrado en los siglos precedentes, cuando, especialmente en el glorioso Renacimiento, vio nacer a algunos de los artistas y obras más espléndidos que hayan surgido en Europa.

De todos modos, y aunque se haya dibujado un panorama algo desalentador, no quiere decirse que Italia no produjera obras y pintores de importancia. Es precisamente en el siglo XVIII cuando surge una escuela veneciana de gran vigor y, además, no se debe olvidar a otros pintores que, sin llegar a igualar las maravillas del pasado, intentaron seguir en la primera línea del arte pictórico europeo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura y escultura francesas en el siglo XVIII

El siglo XVIII francés fue, en el pensamiento y en el arte, extraordinariamente complejo; en él se asocian, en una concepción nueva de la vida, la exaltación del individualismo y un análisis, incesantemente proseguido, de las posibilidades de la inteligencia y la sensibilidad. En el capítulo anterior pudimos observar este siglo desde un ángulo a través del cual aparece sólo en uno de sus aspectos, el del "hermoseamiento" y la frivolidad lujosa, y es verdad que este siglo fue muy frívolo también, aunque conformarnos con esta visión sería un error. Esta frivolidad, que efectivamente existía, era sólo su vestidura, su capa exterior, el vestido con el que se acudía a las fiestas. Porque aquella época fue una de las que llevan su propia enfermedad, su mal de síecle; tal enfermedad consistió, probablemente, en plantearse, a la vez, todos los principales interrogantes que acucian al alma humana con una lucidez racional tan necesaria como dolorosa. Por esto resultó ser, por su ideario, una época tan subversiva, como dan fe de ello los acontecimientos históricos de dicha centuria: el siglo de la Encyclopédíe, de la fe en la ciencia (de la que creyó haber dado una definitiva sistematización), del racionalismo llevado a sus últimas consecuencias. Fue, verdaderamente, un siglo de ateos y deístas e indiferentes en materia de religión. Pero en él latía también un nuevo sentido de lo humano, una fe optimista, que también puede parecer algo excesiva, en las bondades naturales del hombre.

La infanta María Ana Victoria de
Nicolas de Largillière (Museo del

Prado, Madrid). Hija de Felipe V

y de Isabel Farnesio, la ruptura 
del compromiso matrimonial en-
tre esta joven princesa y Luis XV
puso a España y Francia al borde
de la guerra. 
En lo que respecta al arte, el suyo marca un contraste tajante con el siglo que le precedió. El siglo de Luis XIV, a través de su arte oficial, se había mostrado insoportablemente enfático, como no podía ser de otra forma pues, como se ha señalado, era, en buena parte, una "sintomatología" de los delirios de grandeza del absolutista monarca. Ahora, el énfasis se ha perdido o aparece atenuado y aplicado a otras intenciones mucho más sutiles. Se comprueba en los pintores retratistas, cuyo arte fue de transición entre una y otra época; todos ellos, Rigaud, Largillière, los De Troy, durante el siglo XVIII aparecen cultivando un arte que a la amabilidad une una mayor libertad en la interpretación psicológica. Uno de ellos, Nicolas de Largillière, o Largillière (16561746), fue más pintor del siglo XVIII que del Grand Siècle. Formado principalmente en el extranjero, con Goebow en Amberes y Peter Lely en Londres, de ellos adquirió una técnica de suaves transparencias que se ajusta más al espíritu de sus retratos dieciochescos.

 María Adelaida de Francia de Jean-Marc Nattier (Galleria degli Utfizi, Florencia). En 1776, el autor retrató a la tercera hija de Luis XV ataviada como Diana, la diosa romana de la caza. 

Cultivó el retrato mitológico, esto es, de damas disfrazadas de Dianas y otras divinidades femeninas, especialidad que constituyó la de otro retratista plenamente representativo del estilo rococó en ese género: Jean-Marc Nattier (1686-1766). Nattier, una generación posterior a la de Largillière, era hijo de un pintor académico. Pintó, y ello no es poco mérito, para Catalina de Rusia; mas sus grandes éxitos, algo tardíos, los logró como autor de los retratos que le encargó Luis XV de sus primeras amantes, la duquesa de Châteauroux y sus dos primas, y retrató también a las hijas de Luis XV y a otros miembros femeninos de la familia real. Los ropajes de sus modelos, aunque expresados con pompa, no tienen, sin embargo, ritmos tan violentos como los de los retratos de la época del Rey Sol.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Jean-Antoine Watteau

La inquietud de la época la encarna el mayor pintor que dio, en Francia, el siglo. Jean-Antoine Watteau (1673-1721) fue también el pintor que ejerció más influencia entre sus contemporáneos, y sin discusión es uno de los primeros artistas de la Europa contemporánea. Nacido en Valenciennes, llegó a París en 1702 y tuvo por maestro a Claude Gillot, enamorado de los temas de la Comedia Italiana, predilección que supo transmitir a su joven discípulo.

Sin Watteau, la pintura francesa del siglo XVIII habría perdido su mayor profundidad y seguramente hubiera sido como una suerte de período de cambio y cierta efervescencia que se pierde en su propia volatilidad. De alguna manera, Watteu logra con su obra apuntalar una corriente que corría el riesgo de pasar desapercibida.

Trabajó relativamente poco; era tísico y murió antes de alcanzar la vejez. Sus relaciones con Claude Audran, de antigua familia de grabadores y conservador del palacio del Luxemburgo, le facilitaron el estudio de los grandes lienzos que pintó Rubens para el casamiento de Enrique IV con Catalina de Médicis, que entonces adornaban aquel palacio. Así Rubens hubo de influir necesariamente en las" fiestas galantes" de Watteau y hay improntas indudables de este hecho en la obra del francés. Habiendo fracasado en la obtención del Premio de Roma, regresó en 1709 a Valenciennes, y allí pintó algunas escenas militares. Su lienzo Embarquement pour Cythère (su obra más famosa, hoy en el Louvre), le abrió en 1717 las puertas de la Academia, y pronto contó con importantes clientes, entre ellos el coleccionista Crozat, y con el apoyo del vendedor de pinturas Gersaint, su gran amigo. En 1719, con la esperanza de mejorar su dolencia, se trasladó a Londres; pero regresó, empeorado, al año siguiente. Pintó entonces otra célebre obra suya, L'enseigne de Gersaint (Muestra de la tienda de Gersaint), que se conserva en Berlín.

L'enseigne de Gersaint de Jean-Antoine Watteau (Castillo de C harlottenburg, Berlín). Esta obra maestra, que fue comprada por el rey Federico II de Prusia, había sido destinada por el propio artista a servir de panel de anuncio del comercio de su amigo el marchante Gersaint, en cuya casa, Watteau, estando enfermo, pintó el cuadro en sólo ocho días. 

Watteau fue la perfecta encarnación del artista insouciant. Su primer biógrafo, el conde de Caylus, explica que, habiéndole reprochado su falta de prevísión, Watteau le respondió que el peor fin que podía caberle era el hospital, pero que allí on n'y refuse personne (seguramente aludiendo a sus primeros fracasos con la Academia, que hubieron de maltratar su ego tanto como la tisis su organismo). Cuando m urió empezaba ya a" repetirse", y su naturaleza sensible no le hubiera permitido, probablemente, una segunda época.

En la variedad de su pintura, llena de resonancias, Watteau muestra plena conciencia de las inquietudes de su tiempo, y esto es precisamente, una de las razones que permiten que Watteau sea mucho más que un artista en la nómina de los pintores rococós. En contraste con las de sus imitadores Lancret y Pater, sus fiestas en jardines y sus escenas galantes no son jamás un pasatiempo frívolo, cuyo goce nada enturbia.

⇨ Gilles de Jean-Antoine Watteau (Musée du Louvre, París). Detalle de este cuadro, hoy famoso, que expresa toda la melancolía del payaso, toda la gloria y la miseria del comediante, y que pasó desapercibido durante más de cien años. A mediados del siglo XIX figuraba en el escaparate de un marchante, con un letrero que decía: "Pierrot estaría contento si llegara a gustar a alguien". Un desconocido lo compró entonces por 150 francos.

Una melancolía crepuscular invade el ambiente de esas fiestas, conciertos o conversaciones que tienen lugar sobre fondos magníficos de parques. Quizá el impulso vital del rococó y del optimismo del siglo no podían ahogar del todo la certeza de la enfermedad. En estas pinturas, Watteau acudió a menudo, como a un subterfugio, a la excusa de la representación teatral, porque halló en los personajes de la Comedia Italiana (entonces tan en boga en París) una forma de anular la realidad mediante una ficción llena de gracias; así tales personajes, su Dominique, el Indiferent, Finette, etc., son como seres de fantasmagoría que el artista viste, no sólo de sedas, sino de cambiantes caracteres humanos. Las amplias perspectivas de árboles que se pierden a lo lejos -a veces (como en el Embarquement) en una cálida atmósfera de neblinas doradas-, su misma insistencia en representar en sus pinturas a persa najes vueltos de espaldas, son ya como una declaración de anhelos insatisfechos que nunca esperan colmarse. La pintura de Watteau es, en este sentido, una manifestación de nostalgia aguzada por la decepción. Incluso en L' enseigne de Gersaint, donde quiso ser realista, e intimista, este concepto de la fragilidad humana se revela en los reflejos, imprecisos, de las telas sedosas que visten sus personajes. Sus mejores imitadores, J.-B. Pater (1695-1735) y Nicolas Lancret (1690-1743), en sus temas amables, inspirados en la pastoral y la fácil galantería, no supieron recoger la calidad nerviosa, vibrante y profunda de su maestro.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Diderot, Voltaire y la Encyclopédie

Denis Diderot fue uno de los personajes más importantes de la Francia de su tiempo. Nacido en 1713, murió en 1784, poco antes del estallido de la Revolución. Hombre que se interesó por todos los campos del saber y cuya inteligencia estaba a la altura de su voraz curiosidad fue encarcelado acusado de ateísmo al publicar su obra Carta a los ciegos, en 1749. Al salir de la cárcel, Diderot puso en marcha la que será su gran contribución a la cultura: la Encyclopédie. Esta colosal empresa que pretendía reunir el pensamiento ilustrado supone todo un ejemplo de optimismo en el hombre y su racionalismo.

Para llevarla a cabo, Diderot contó con la colaboración de más 130 personas de gran prestigio intelectual y con la importante ayuda de Madamme Pompadour, sin cuyos apoyos hubiera sido muy complicado que finalmente aparecieran los 22 volúmenes que, a lo largo de 21 años, vieron la luz.

Uno de los colaboradores más famosos en la escritura de esta compilación fue Voltaire, nacido Franc;ois Marie Arouet. Gran escritor y filósofo, Voltaire puso sus ideas al servicio de la burguesía, a la que él mismo pertenecía. Él es la esencia de esa burguesía que está pidiendo un cambio en la Francia del siglo XVIII; él es la Ilustración. Muchas de sus ideas pertenecieron al ideario de la Revolución francesa, aunque siempre Voltaire se mostró partidario de una monarquía moderada. Por ejemplo, siempre atacó furibundamente a la religión y defendió la necesidad de permitir mayores libertades civiles.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Embarque para Citerea


La obra de Jean-Antoine Watteau, Embarque para Citerea (Embarquement pour Cythère), de cuya modernidad y complejidad iconográfica tanto se ha escrito, se convirtió en objeto de las más duras críticas por parte de intelectuales y artistas de los años centrales del siglo XVIII. La pintura presenta una esmerada composición con un grupo de personajes elegantes que gozan con sus respectivas parejas en un paisaje melancólico envuelto en una sutil luz. No se trata de la Arcadia, el Paraíso que tanto entusiasmó a artistas como Poussin, sino de la peregrinación a Citerea, la isla sagrada de Venus, diosa del amor, a donde los Céfiros la llevaron después de su nacimiento. Ella está representada junto con su hijo Cupido, armado con su flechas y arco, atento para disparar a los humanos y conseguir que se enamoren.

Watteau es el pintor del momento, de la transitoriedad: no narra una historia, sino que muestra un instante. Es por este motivo que se han hecho muchas interpretaciones de este cuadro, a veces contradictorias, pues ¿se dirigen las parejas a embarcar hacia la isla del amor? O ¿hacen el trayecto inverso y muestran un semblante triste porque han de abandonar la tierra donde han encontrado el tan deseado amor?

La pintura refleja el ambiente de las fiestas, la alegría de vivir, el amor galante y la sensualidad de los cuerpos. El tema de les fêtes galantes, las fiestas al aire libre fueron muy populares en la sociedad cortesana del siglo XVIII. La relación entre el hombre y el paisaje ya había sido abordada por artistas como Rubens. Aquí la huella de su Jardín del amor, realizada en 1632, con su vía colorista y sensual, está presente.

En la representación de la escena parece como si el pintor diese más importancia al paisaje, al entorno físico, por la pequeñez de los personajes. Sitúa a los enamorados bajo árboles y a otros caminando plácidamente. Mezcla a los humanos con imágenes extraídas de la mitología clásica. Erige entre la abundante vegetación, esculturas paganas que al fin y al cabo se convierten en testimonio de los placeres de los protagonistas. Las parejas se alejan de la estatua de Afrodita, la diosa de lo bello, después de haber depositado las correspondientes ofrendas. La imagen de la escultura de Venus, situada en el extremo derecho del cuadro, parece desprender vida.

Da la sensación de que los enamorados hayan acabado de su día placentero y se dirijan complacientes y satisfechos hacia la nave que les aguarda debajo de la colina.

La obra tiene una sensualidad matizada por una atmósfera difusa y cálida y por la actitudes galantes y tranquilas de sus protagonistas. Se trata de una pintura que quiere seducir. Como los pintores del rococó, el tema no está al servicio del estado y de la religión, sino del gusto del público y de la misma creatividad del pintor.

Jean-Antoine Watteau es el innovador de la técnica, utiliza una paleta brillante, una pincelada rápida que producen en la pintura efectos táctiles.

Watteau trabajó un género nuevo en el que la escena se desarrolla en la naturaleza y se mezcla con ella. Fue un pintor que se caracterizó principalmente por sus composiciones galantes y costumbristas. Fue el artista del universo de los momentos felices y placenteros.

Este óleo sobre lienzo imbuido de una gracia rococó se fecha en 1717, mide 129 X 192 cm, y se conserva en el Museo del Louvre de París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura sensual de Boucher

En franco contraste con la obra de Watteau se manifiesta la pintura de François Boucher (1703-1770), artista formado en la Academia e imbuido plenamente del espíritu ligero del mundo rococó. Quizá sean la cara y la cruz de la misma moneda; Boucher es el perfecto anfitrión para una fiesta, el que siempre ríe y sabe alegrar las conversaciones, mientras que, por su parte, Watteau nos recuerda que, antes o después, se debe regresar a una realidad no siempre agradable. Boucher fue profesor de pintura de la Pompadour y dirigió la manufactura de tapices de Beauvais y además llegó a ser primer pintor del rey.

Sobresalió por su actividad de decorador, y el estudio de la pintura decorativa (de la que hizo bella aplicación en el Hôtel de Soubise, en París, y en Fontainebleau) le llevó a Roma, donde residió entre 1727 y 1731.

El rapto de Europa de François Boucher (Musée du Louvre, París). Realizado en 1747, el autor representa en este cuadro un episodio clásico de la mitología griega, recogido por Ovidio en su Metamorfosis: el rapto de la hija del rey de Fenicia, Agenor, por Zeus transformado en un toro blanco. Como se puede observar, no faltan las volutas y los querubines desplegando un arco de triunfo.

Su arte se apoya abiertamente en temas sensuales, muy propios del rococó. En 1733, de regreso de Roma, se casó, y puede decirse que entonces empieza su brillante carrera, relacionada con los devaneos del rey. Su estilo revela entonces una visión clara del mundo, al menos tal como él debía desear que fuese: un jardín poblado de ninfas. Protegido por la favorita de Luis XV, en varias ocasiones fue la misma marquesa de Pompadour quien le sugirió los asuntos amorosos (o por mejor decir, eróticos) de sus cuadros, a que la habilidad de Boucher, como dibujante estudioso del desnudo femenino, tanto se prestaba. Boucher pintó los más bellos y juveniles cuerpos de mujer imaginables: Psiquis conducida por el Céfiro al palacio del Amor, el Baño de Diana, etc. En esos cuadros y plafones hay una auténtica sinceridad que los hace estimables.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los retratistas y paisajistas franceses

Mientras Boucher desnudaba así a las adolescentes bellezas del Parc des Cerfs, ejercía su gran talento de retratista otro de los mayores pintores franceses del siglo, Maurice Quentin de La Tour (1704-1788). Nacido en Saint-Quentin, se dedicó pronto, en París, al retrato al pastel, y en seguida obtuvo grandes éxitos. De este modo, en 1746 ingresaba en la Academia, y ya en 1750 lograba el gran honor de ser nombrado pintor del rey.

⇨ Autorretrato de Quentin de la Tour (Museo de Picardía, Amiens). La mirada del pintor parece que busca establecer contacto con el espectador. La sonrisa cómplice y su naturalidad contrastan con el envaramiento de los retratos del siglo XVIII. 



El retrato al pastel era un género que habían difundido por Europa hábiles pintores, como la veneciana Rosalba Carriera o como otro artista de auténtico talento, el ginebrino Liotard (ambos trabajaron en la corte de Sajonia). Pero La Tour superó incluso a Liotard, lo cual es realmente meritorio. Retrató a pensadores o Philosophes contemporáneos, como D' Alembert y Rousseau, a la esposa del Delfín, a Mauricio de Sajonia y a madame de Pompadour. Antes de morir se retiró a su ciudad natal e instituyó en ella una Escuela de Dibujo.

⇦ La condesa de Castellblanco de Juan Bautista Oudry (Museo del Prado, Madrid). El retrato de personajes importantes fue una de las actividades de este autor. En este caso es una noble condesa que aparece con su escudo nobiliario y su perro. El tratamiento del traje evidencia su preciosismo. 



Pero este período central del siglo XVIII fue pródigo en buenos retratistas, como J.-B. Perroneau (1715-1783), que se valió también a menudo del pastel, y Jacques-André Aved (1702 -1766), nacido en Douai e íntimo amigo de Chardin. Otro fue François-Hubert Drouais (1727-1775), de estilo almibarado, discípulo de Boucher y especializado en el retrato infantil.

Buenos representantes de las escenas de caza y naturalezas muertas basadas en estos mismos temas fueron, Alexandre-François Desportes (16611743) y J. B.Oudry (1686-1755). Oudry dirigió también la fábrica de tapices de Beauvais, para la que realizó numerosos cartones.

Niño de la peonza de Juan Bautista Oudry (Musée du Louvre, París). El modelo de este cuadro es el hijo del joyero de su barrio, bien vestido, con el cabello recién rizado y empolvado.  


La Benedicite de Jean-Baptiste-Simeon Chardin (Musée du Louvre, París). El sentido de la intimidad, que en Boucher o Fragonard tiene una significación soñadora y sensual, en este autor reviste la humilde densidad de las tradiciones artesanas de Flandes y de Holanda. Nadie mejor que él ha buceado en el alma infantil y ha evocado la calma y la ternura de la vida en el hogar. Buena prueba de ello son este famoso cuadro, penetrante observación del mundo de la pequeña burguesía francesa. 

Como habían hecho ya los holandeses, algunos pintores del XVIII francés muestran gran identificación con el ambiente que pintan. Esto se transparenta, sobre todo, en las pinturas de J.-B.-Siméon Chardin (1699-1779), hombre retraído y tranquilo, en cuyo realismo ferviente late una especie de protesta contra el arte meramente formalista. Gran parte de su obra es una glorificación de la materia a través de una afirmación, noble y concienzuda, de los valores de que se hallan revestidos los más humildes objetos. Este amor por las cosas, y su talento en combinarlas en composiciones de sutil construcción, parecen a veces presagiar el arte de Cézanne. Hay en ello, más que naturalismo, una verdadera ansia por rehabilitar aquello que el clasicismo pictórico había juzgado negligible. No menos poéticamente inspiradas son sus escenas íntimas: el Benedícite, el Niño de la peonza, La Aprovisionadora, etc. En su vejez ejecutó, al pastel, autorretratos importantísimos.

Los restos del almuerzo, de Jean-Baptiste-Simeon Chardin (Musée du Louvre, París). La pasta pictórica, en manos de Chardin, podía sugerir las cualidades táctiles de cualquier materia como nadie había conseguido antes de él: véanse la loza, el vidrio, el metal y la madera de su célebre cuadro de 1763.  

⇦ El pequeño dibujante de Nicolas-Bernard Lépicié (Musée du Louvre, París). El personaje retratado es C. Vernet, que transmite una gran calma e ingenuidad mientras realiza la actividad con la que evidentemente disfruta.



Entre sus imitadores destaca el pintor Nicolas-Bernard Lépicié (1735 -1784).

El paisaje no es muy abundante en la pintura francesa del XVIII; es un género pictórico que se halla entonces, en Francia, en su fase de preparación. Destaca, entre los pintores que realizaron viajes arqueológicos, el pintor de ruinas romanas Hubert Robert (1733-1808), que supo dar de ellas una visión hermoseada con destellos de poesía. Otros cultivaron la panorámica y la marina con lirismo, como Joseph Vernet (1714-1780), tronco de una larga familia de pintores. Otros, en fin, destacan ya por una visión completamente nueva y sincera del paisaje, como Louis-Gabriel More a u (1739-1805).


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La institutriz


A partir de 1733, aproximadamente, Jean Siméon Chardin inició una nueva etapa en su carrera al empezar a componer escenas intimistas como La institutriz (La Gouvernante), realizada en 1738.

El número de figuras que aparecen en sus pinturas siempre es reducido. Aquí, coloca a dos personajes en el ambiente de una casa burguesa sencilla, con una decoración sobria, austera, en un ambiente casi religioso. El pintor ha sabido materializar muy amablemente la cotidianidad de una pequeña burguesía parisina en su intimidad: fa criada dedicada a sus tareas y el niño como tal con los juguetes por el suelo. Es imposible imaginar mayor contraste simbólico entre los juguetes esparcidos a la izquierda del cuadro y el costurero abierto con la labor de la mujer a la derecha.

La joven institutriz reprende al niño de una forma estrictamente íntima y la lección aprendida para su futuro comportamiento queda clara. Se suele pasar por alto el marcado aspecto moralizante del tema: una criada asume el deber de amonestar a una persona que puede llegar a convertirse en su señor y por tanto su superior en la escala social.

La mujer ya no es sensual, sino que es una criada, que representa el papel educativo de la madre. En las escenas de género de Chardin no solemos encontrar al padre ni a ninguna otra figura masculina y si hay niños se da por supuesto que son disciplinados. Son las madres y las mujeres de aspecto maternal las que destacan imbuidas en sus tareas domésticas. Sus obras contrastaban con los temas heroicos y las alegres escenas del rococó que constituyeron la corriente artística principal durante la primera mitad del siglo XVIII.

El cuadro emana reposo, como todas sus obras. La escena es siempre algo bien hecho, bien construido. El gesto natural y preciso de los cuerpos nos transmite tranquilidad y calma. Resalta la delicadeza del colorido y la luz tenue que irradia en los personajes proyectando un aura de humanidad.

Chardin es un realista, pinta aquello que ve, los ambientes sencillos, el trabajo y los gestos cotidianos. Se mueve totalmente al margen de la moda galante y recoge la tradición interiorista de la Holanda del siglo XVII. Al igual que Vermeer, sitúa la mujer como centro de las casas modestas. Como el pintor de Delft, la luz será otra de sus grandes preocupaciones.

En sus pinturas es más importante las-formas que el contenido. Con eso y con todo, su mérito reside en la fusión extraordinaria de la técnica y la temática. Sus personajes son, de hecho, naturalezas muertas; inexpresivos, serios, y tan íntegros como un objeto artesanal.

Fue admirado por Denis Diderot por su técnica minuciosa y perfecta y por plasmar los valores morales. Tanto él como Greuze eran algunos de sus favoritos, mientras que despreciaba a Boucher por su vida depravada, que se reflejaba en sus cuadros. "¡Otra vez quí, gran mago, con vuestras composiciones mudas! ¡Cuántas cosas le dicen sobre la imitación de la naturaleza, la ciencia del color, y la armonía! ¡Cómo circula el aire alrededor de esos objetos! ¡La luz del sol cubre mejor los contrastes de los seres que ilumina! ¡Chardin no conoce colores amigos ni enemigos!", escribiría el filósofo refiriéndose al pintor.

Por sus naturalezas muertas y retratos intimistas se le considera el pintor de la burguesía francesa y el continuador de la pintura holandesa. Su obra La institutriz, de 46 x 37,5 cm actualmente se conserva en la Galería Nacional de Canadá, en Ottawa.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Jean-Honoré Fragonard

Singular empuje manifiesta la carrera, de variado estilo, de Jean-Honoré Fragonard (1732-1806), pintor meridional, nacido en Le Grasse, pueblo de olivares y viñedos en Provenza. En 1752 obtuvo el codiciado Prix de Rome y consiguió aprovechar el tiempo en la Ciudad Eterna, aunque se sentía en ella un poco ahogado con tanto mármol y tantas estatuas y pinturas. Antes había sido discípulo de Chardin y Boucher.

El lienzo que le valió el premio era de tema bíblico (Jeroboán sacrificando a los ídolos), con noble estilo académico que supo cultivar en otras obras.

Las Baigneuses de Jean-Honoré Fragonard (Musée du Louvre, París) Una atmósfera llena de luces impregna estos cuerpos triunfantes de los que no está ausente la vena erótica. La morbidez de las formas, la fluidez de los paisajes y el preciosismo de las tonalidades de Fragonard son debidos a un meditado estudio de las obras de JordaensRubens y -aunque parezca sorprendente- Rembrandt, a quien tanto admiró.

En Roma dibujó los paisajes y jardines italianos, corriendo las regiones circundantes junto con Hubert Robert y el curioso Abbé de Saint-Non, estudioso de las antigüedades. Jamás perdió su recia personalidad, y, vuelto a París, ingresó en la Academia, en 1765, con su obra Coreso y Calirroe, y en 1769 se dedicó a la pintura de escenas galantes o intencionadas, con más vigor y más verve pictórica que Boucher. Más tarde, una vez que se hubo casado se dedicó preferentemente a la evocación de escenas familiares. Realizó un segundo viaje a Italia en 1773, y desde 1789 se estableció en su patria. Frago -como se le llamó, y como firmó a veces-, si se mostró atrevido en algunos de sus temas, en otras obras suyas denota ya una especie de obsesión romántica. Como buen meridional, se interesó por la Revolución, la cual, sin embargo, le dejó sumido en el olvido.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los pintores holandeses del siglo XVII

La plenitud de la pintura en Holanda se inició cronológicamente con el reconocimiento de su independencia nacional en 1609 y manifestó, a partir de entonces, las características típicas del realismo nórdico. Se diría que es a través de los pintores holandeses del siglo XVII cuando se expresan los caracteres nacionales de este pueblo: el amor por la propia tierra y por la propia casa, la abominación de toda exaltación áulica y pomposa, la adhesión a los principios del puritanismo protestante y de la democracia burguesa.

El "retrato" de Holanda que legaron estos pintores resulta sorprendente como un caso nuevo. Jamás pueblo alguno había emprendido nunca, de manera tan entusiasta y exclusiva, la representación del mundo visible. Se trata de un arte sin protección oficial, sin temática autoritaria ni religiosa, que se ve obligado a servir los gustos populares.

⇦ El alegre bebedor de Frans Hals (Rijksmuseum, Amsterdam). Una de las obras más justamente famosas por la espontaneidad de su pincelada, casi impresionista, se la ha considerado como uno de los grandes hallazgos de la historia de la pintura. Capta además el movimiento, la vitalidad simpática del personaje, cosa que constituye una de las preocupaciones fundamentales de los artistas barrocos. No es de extrañar, vista esta obra, que Manet declarase su admiración por el maestro de Haarlem.



El espíritu del arte holandés se manifestó muy originalmente en un género nuevo que no puede recibir otro nombre que el de "retrato colectivo". Se trata de las llamadas doelen stukken, donde aparecen temas tales como la entrega del mando o de la bandera a los capitanes de las tropas organizadas para luchar contra el invasor, o las comilonas con que los oficiales de estas tropas celebraban sus éxitos militares. Una de las doelen stukken más antiguas es la grandiosa Compañía del capitán Jacobsz Rosenkranz, pintada todavía en el siglo XVI, en 1588, por Comelis Ketel, hoy en el Rijksmuseum de Amsterdam.

El retrato individual y el grupo familiar tuvieron también en la pintura de este período una importancia muy considerable que hay que relacionar, sin duda, con la mentalidad burguesa, y fueron también la especialidad de uno de los mayores pintores que ha producido Holanda. Este extraordinario genio, llamado Frans Hals, nació en 1580 y vivió casi toda su vida en Haarlem. Aprendió a pintar en el taller de Karel van Mander y murió en 1666. Frans Hals estaba entonces recluido en el pulcro asilo para ancianos, edificio que hoy alberga el Frans Hals Museum o Museo Municipal en el que se conservan gran cantidad de pinturas suyas.

Regentes del Hospicio de Ancianos de Frans Hals (Frans Hals Museum, Haarlem). El artista tenía ochenta y cuatro años cuando pintó estos personajes del hospicio donde estaba recluido. En plena moda de una pintura que representa grupos y cofradías, que parecen resumir con ello la tenaz lucha de la burguesía contra el absolutismo, Frans Hals convierte la típica escena de género en un penetrante retrato colectivo. Los regentes, pintados esencialmente en blanco y negro, parecen tener todos idéntica importancia. A la vitalidad de sus primeras obras le sucede aquí la profundidad y la reflexión.

Todo lo que el arte holandés del siglo XV tenía de genuinamente autóctono se reconoce en las obras de Frans Hals; su humor nórdico, su satisfacción por la vida, estaban ya en los retratos de donantes y aun de santas personas que pintaron los sucesores de los Van Eyck. Su cuadro del Risueño caballero, de la Colección Wallace, de Londres, no es el único caso en que se esfuerza en exhibir la sanidad del buen humor. Los personajes que pintó casi siempre sonríen, incluso cuando posan" en serio". Lo único que no percibe Frans Hals es la nostalgia brumosa que les transportaría a la mística intelectual, característica de los Países Bajos. Para conocer bien a Frans Hals hay que visitar los Museos de Haarlem, de Amsterdam y de La Haya: en ellos se le ve en toda su fuerza genial, pintando los retratos colectivos de las patrullas militares y los grupos de síndicos de gremios.

Sin embargo, el mayor genio pictórico que la escuela holandesa ha proporcionado a la humanidad es Rembrandt, al que se dedica con carácter monográfico unas páginas de este mismo volumen. Aquí sólo se hará una rápida mención de sus discípulos más importantes.

Centinela de Carel Fabritius (Staatliches Museum, Schwerin). El artista ha invertido el claroscuro de los pintores barrocos, destacando al personaje sobre un muro blanco iluminado por el sol.

Quizás el más original de todos los artistas influidos por Rembrandt fue Carel Fabritius (1622-1654). El claroscuro procedente de Rembrandt fue transformado por Fabritius en una inversión del principio interpretativo: así el Centinela, de Schwerin, es un soldado que se destaca contra un muro blanco sobre el que cae un rayo de sol, y su célebre Jilguero, del Mauritshuis de La Haya, aparece también sobre un muro claro con un frescor que parece presentir el Impresionismo.

Pero la corriente más interesante surgida del rembrandtismo es el llamado intimismo holandés. Con él se entrará en el interior de la casa y se participará en la intimidad de la familia. Se ha tratado de entender la predilección de los pintores holandeses del siglo XVII por la vida doméstica a causa de la Reforma, que descartó los símbolos y emblemas religiosos y obligó al artista a concentrarse en el hombre, en su casa y en el país.

Fiesta en una taberna de Jan Steen (Musée du Louvre, París). La temática de este cuadro fue la preferida de Steen, la de la vida alegre y divertida de personajes populares en ambientes tabernarios.

Gerard Dou (1613-1675) pintó ambientes tranquilos y serenos. Fue maestro de Gabriel Metsu (16291667), caracterizado por un estilo más florido y límpido, que ilumina sus escenas pintadas con gran ternura: Almuerzo de dos enamorados (Dresde), Mercado de hierbas en Amsterdam (Louvre), Oficial recibiendo a una dama (Louvre). Nicolaes Maes (1634-1693) es famoso por sus interiores artesanos. Adriaen van Ostade (1610-1685) se caracteriza por el sabor redo con que transmite la vida oscura y laboriosa de los campesinos, que puede apreciarse en su Interior de una cabaña (Louvre), sus Campesinos en una taberna (Dresde) y su Baile de campesinos (Munich).

Pero los grandes maestros de los interiores holandeses fueron Jan SteenTer Borch, Pieter de HoochVermeer de Delft.

Jan Steen (1626-1679) se dedicó a pintar escenas de embriaguez, riñas y reuniones disolutas, como los escritores más destacados de novelas picarescas, el género literario más en boga en los Países Bajos. Steen lo traduce a la pintura en la Fiesta de San Nicolás, la Dama enferma, Después de la orgía (que figuran en el Rijksmuseum de Amsterdam), La cocina (Museo de Bruselas) y la Fiesta en una taberna (en el Louvre).

Congreso de la paz de Münster de 1648 de Gerard Ter Borch (National Gallery, Londres). Reunido el 15 de mayo de ese año para poner fin a la guerra de los Treinta Años, este congreso multitudinario fue inmortalizado por Borch.

Gerard Ter Borch (1617-1681) representa un tono social muy distinto. Sus personajes son refinados y parecen pertenecer a altas esferas de la burguesía holandesa. Ter Borch viajó por Inglaterra, Francia, España (donde pintó el retrato de Felipe IV) y quizás Italia. Su gran cuadro histórico Congreso de la paz de Münster de 1648, hoy en Londres, en el que figuran los retratos de ochenta y seis personajes, atestigua además su presencia en Alemania al final de la guerra de los Treinta Años.

Establecido de nuevo en Holanda, en Deventer, desplegó su talento pintando cuadros como la Lección de música (Louvre), el Billete (La Haya), el Concierto íntimo (Berlín), la Reprimenda paternal (Amsterdam), etc. Algunas de estas pacatas escenas quizá no sean otra cosa que "visitas galantes" realizadas por viajeros o militares a señoritas de fácil acceso; pero siempre se trata de personajes bien trajeados, en su casa, siempre con fondos lisos y pocos muebles. Lo más extraordinario de estos espacios serenos y llenos de silencio son las sedas que visten las muchachas holandesas, tejidos de un brillo alucinante.

Jugadores de cartas de Pieter de Hooch (Musée du Louvre, París). El artista supo representar con maestría u nos interiores aristocráticos, en donde se desenvuelven unos personajes ociosos y elegantes, como es el caso de esta pintura que corresponde al la última etapa de su vida.

Pieter de Hooch (1629-1683) es el pintor que, con mayor profundidad, tenía que glosar esta vida patriarcal de los holandeses. Nacido en Rotterdam, vivió en Delft -en contacto con Vermeer- de 1655 a 1665. Los interiores domésticos como el Armario ropero y la Despensa (ambas en Amsterdam), la Alcoba (Karlsruhe), la Madre con el niño (Berlín) y la Muchacha mondando manzanas (Colección Wallace, Londres), alternan con exteriores igualmente intimistas como Muchacha y niña en un patio (National Gallery, Londres). A veces, en esas escenas domésticas -y con ello aporta una fecunda novedad-, la luz procede de los últimos planos del cuadro.

Entonces el fondo toma una vivacidad imprevista, actúa como un nimbo resplandeciente sobre las imágenes de primer término, y conduce al pintor a intentar el efecto de contraluz, anticipándose notablemente a su época. Al final de su vida, el éxito le condujo a pintar la sociedad elegante y un tanto convencional. Este último período lo representan los Jugadores de cartas (Louvre) y los Bebedores (National Gallery, Londres).

Vista de Dordrecht de Jan van Goyen (Musée du Louvre, París). Esta obra fue pintada en 1643 por el llamado "poeta de las amplias soledades". El inmenso cielo lo domina todo hasta extenderse sobre tres cuartas partes de la tela, con sus nubes tenues y evanescentes, con su atrevida vivacidad atmosférica. Rechazando la composición barroca en diagonal de su época, Van Goyen buscó en la horizontal esa sensación del espacio infinito. Sus marinas, puertos y paisajes fueron elaborados cuidadosamente, en el interior de su estudio con una solemnidad casi religiosa.

El "retrato" de Holanda que han legado los holandeses del siglo XVII se completa con la evocación de su paisaje. Fue en ella, y en aquella época, donde el paisaje alcanzó su verdadera independencia como género pictórico. Esto se hizo posible cuando el antiguo fondo paisajístico de los cuadros fue aumentando en interés, hasta el punto de retener toda la atención del artista y de eliminar el asunto. Esta evolución se efectuó lentamente y su solución ya fue intuida, en Flandes y en pleno siglo XVI, por PieterBrueghel el Viejo. Y la falta de ideales sublimes a la que se ha aludido se manifiesta también en sus paisajes donde lo único grandioso es el cielo.

En Holanda, y en la primera mitad del siglo XVII, pintores como Abraham Bloemaert o el animalista Roelant Savery, demuestran tener una visión del paisaje completamente nueva. Con Jan van Goyen (1596-1656) este género entra en su fase de madurez y representa el primer paso para traducir en emoción humana el sentimiento oculto que hay en la naturaleza. La pintura de Van Goyen es de una entonación neutra, incolora; el cielo ocupa más de tres cuartos de sus cuadros, cubierto de nubes tenues y ligeras, como vemos en su Vista de Leiden (Pinacoteca de Munich), sus paisajes conservados en Dresde, su Vista de Dordrecht y los otros tres paisajes del Museo del Louvre.

Paisaje de invierno con nieve de Jacob van Ruysdael
Paisaje de invierno con nieve de Jacob van Ruysdael (Rijksmuseum, Amsterdam). Esta composición parece un canto a la grandeza de las cosas humildes. La vasta llanura nevada que se extiende en el horizonte confiere al paisaje holandés esa majestad sencilla que lo caracteriza. Aquí, además, aparece un protagonista impresionante: el caserío, extrañamente iluminado contra un cielo cuyas nubes se transforman continuamente ante los ojos y componen un paisaje vaporoso e inquietante. La gama cromática y su cuidada elaboración a base de veladuras consiguen unir todos los elementos, dándoles un profundo sentido dramático.

Los dos pintores que alcanzaron mayor perfección en esta temática de la pintura en Holanda fueron Jacob van Ruysdael (1629-1682) y Meindert Hobbema (1638-1709). Jacob van Ruysdael vivió la primera parte de su existencia en Haarlem, desde donde recogió amorosamente todos los aspectos del paisaje holandés; desde las llanuras cenagosas a los campos de trigo resplandecientes, desde los temporales durísimos hasta los paisajes inquietantes, en los que aún se respira un instante de esperanza ante la amenaza de la tormenta. En 1657 se estableció en Amsterdam y sus paisajes se hicieron cada vez más subjetivos, más líricos. El momento preferido por Ruysdael era la luz invernal o la de los días borrascosos de verano. La tristeza cósmica que inunda sus paisajes parece reflejar el terror ancestral de los holandeses ante las tempestades que tantas veces han borrado la línea de su costa y han asolado sus tierras. Él fue quien creó el cielo arquitectónico, con sus columnas de nubes y sus volutas componiendo una red vaporosa y errante. Así son el Bosque (Viena), el Pantano (San Petersburgo), el Paisaje de invierno con nieve y el formidable Molino en Wijk (ambos en Amsterdam), la Arboleda (Louvre) y el Cementerio judío (Dresde), en el que se inspiró Goethe para escribir su artículo "Ruysdael, poeta".

La avenida de Midelharnis de Meindert Hobbema (National Gallery, Londres). Su estilo era minucioso hasta la exageración. tste es el cuadro más famoso de Hobbema, quien, al igual que su amigo y maestro Ruysdael, murió en la pobreza y el olvido.

Meindert Hobbema, amigo y probablemente discípulo de Ruysdael, murió pobre y olvidado como él. Realista exacerbado, trabajó con una precisión analítica los primeros planos, sin que la minuciosidad del detalle perjudicase el efecto de conjunto. Otros pintores mezclan al paisaje temas que no son propiamente paisajísticos (animales o figuras humanas a las que se concede un interés narrativo). Se trata de un subgénero pictórico que ha recibido el nombre de "paisaje anecdótico", en cuya nómina figuran Paulus Potter (1625-1654) con, sobre todo, su obra El toro (La Haya); Albert Cuyp (1620-1691) y su Salida a paseo y Paseo (ambas en el Louvre), y Philips Wouwerman (1619-1668), especializado en la pintura de caballos, como se puede ver en la Batalla (Louvre) y Caballo blanco (Amsterdam).

Afines a los paisajistas son los artistas que forman el grupo de los pintores de marinas. Los representantes más característicos de este género fueron: Jan van de Cappelle (1624-1679), cuyas visiones del mar captan los efectos de luz sobre las aguas; Ludolf Backhuysen (1631-1708), pintor de los días borrascosos; Willem van de Velde el Viejo (1611-1693) y su hijo Willem van de Velde el Joven (1633-1707), que en ocasiones representó temas bélicos como en el Cañonazo (Amsterdam), que se ha convertido en una de las obras más famosas de la pintura holandesa.

Una galeota inglesa de Willem van de Velde el Joven. El estruendo del tema bélico turba la atmósfera de tonalidades claras y la serena espiritualidad tan característica en las marinas de este pintor. El mar se cubre de una suave luz plateada como si se protegiera de la inhumana profanación.
Finalmente, hay que mencionar a los pintores de bodegones -Abraham van Beijeren, Willem Claesz Heda, Willem Kalf-, que, a diferencia de los temas de"naturaleza muerta" a la flamenca, representaban naranjas y frutas mezcladas sobre una mesa, formando parte de opulentas composiciones que se prestaban al lucimiento de la habilidad artística en grado sumo. Estos artistas convirtieron en tema preferente de sus cuadros lo que hasta entonces había sido tenido por accesorio; con ello alcanzó su emancipación definitiva el objeto, que no había dejado de adquirir importancia desde las representaciones incluidas en los retablos medievales.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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