Páginas

Artistas de la A a la Z

Renoir, la voluptuosidad del color

En todas esas virtudes le igualó Pierre-Auguste Renoir (1841-1919), nacido en Limoges, en el seno de una familia numerosa y de muy modesta condición. El padre de este futuro extraordinario artista trabajaba para un sastre, y con el fin de mejorar de situación, en 1845 se había trasladado con toda la familia a París.

Pierre-Auguste era el penúltimo de los cinco hijos de aquella familia, un mozalbete alegre, pero de carácter muy formal, el cual a los trece años hubo de buscarse empleo, ya que en los hogares como el que tuvo Renoir en su infancia y adolescencia todos deben contribuir a aliviar y hacer menos penoso el esfuerzo paterno.

El chico parecía mostrar buena disposición para la música, pero como también demostraba tener mucha afición a hacer dibujos, se le empleó en un taller de pintura de porcelanas.
Hay muchas y buenas biografías de Renoir, especialmente el gran volumen que publicó su íntimo amigo Georges Riviére.

⇦ Lise con sombrilla de Pierre-Auguste Renoir (Folkwanmuseum, Essen). En Marlotte, el pueblo donde se aloja en 1865, Renoir conoce a Courbet y se une a Lise Tréhot, su compañera y modelo favorita hasta 1872. Lise está ataviada con un elegante vestido blanco que tiene como contrapunto el largo lazo de raso negro que le envuelve la cintura y cuelga hasta el suelo. La sombrilla, como el lazo, es de color negro, contrastando con el pequeño sombrero de color claro. 


Hay muchas y buenas biografías de Renoir, especialmente el gran volumen que publicó su íntimo amigo Georges Rivière. Renoir era afable, un alma diamantina, aunque en sus últimos años con los achaques se tornó algo huraño. Fue un hombre extraordinario que, como Monet y como Cézanne, en su madurez gustaba de explicar las cosas de su mocedad. En lo referente a su profesión de pintor de porcelanas, le contaba a Ambroise Vollard lo siguiente: “Mi cometido consistía en diseminar sobre el fondo blanco de los ejemplares que decoraba pequeños ramilletes que se me pagaban a razón de cinco sous la docena. Cuando se trataba de adornar grandes piezas, los ramitos eran mayores. Esto suponía un aumento del precio -mínimo, en verdad, porque el dueño del negocio era de la opinión que, en interés de sus propios “artistas”, había que guardarse de “cubrirlos de oro”-. Todas esas piezas de vajilla se destinaban a los países de Oriente. Añadiré que el patrono no descuidaba de poner en ellas la marca oficial de la manufactura de Sèvres”.

Cuando Renoir contaba diecisiete años, el nuevo método mecánico de adorno de las porcelanas arruinó la profesión que practicaba, y entonces se dedicó a pintar abanicos: “Cuántas veces -dijo en sus confidencias- copié el Embarquement pour Cythère”. Pero poco después se tuvo que dedicar a pintar estores (de una clase de la que se hacía aplicación, en las misiones, a modo de lienzos para cubrir las ventanas de las pequeñas iglesias tropicales). Renoir se mostró tan activo en este menester, que, al cabo, logró hacerse con algunos ahorros, y dejó entonces aquella ocupación para asistir (desde 1862 a 1864) a las clases de la École des Beaux-Arts, en el estudio del pintor Gleyre, que es donde conoció a sus amigos.

El columpio de Pierre-Auguste Renoir (Musée d'Orsay, París). Tenía Renoir veintidós años cuando Gleyre -el de la academia maloliente, según opinión de Monet- le reprochó que "pintaba para divertirse". Renoir respondió que "naturalmente", y que "si el pintar no le hubiera divertido, nunca habría pintado" . Esta respuesta nos da la medida del alegre, cálido, humanismo de Renoir, que define muy exactamente su meta en esta frase: "la tierra, paraíso de los dioses: esto es lo que quiero pintar". Y nunca se traicionó: su pintura es una fiesta perpetua donde los hombres -es decir, los dioses- se complacen en los pequeños paraísos que Renoir recrea con sus ojos, los cuales permiten descubrir la belleza allí donde nadie la ve. Esta obra pintada en 1876, en el selvático jardín de su estudio en Mormartre, es uno de esos pequeños paraísos y, también, una de las grandes obras del arte impresionista. 


Bal au Moulin de la Galette de Pierre-Auguste Renoir (Musée d'Orsay, París). Un café frecuentado por artistas y modistillas, agradó tanto a Renoir que alquiló un taller en el 72 de la rue Cortot, al lado mismo del "Moulin". Es una obra espléndida no sólo por la pintura, sino porque ofrece muy clara idea de cómo Renoir pensaba que valía la pena vivir. 

La primera influencia que recibió Renoir al abandonar el estudio de Gleyre fue la de Daubigny, a quien había conocido (así como a Díaz de la Peña) yendo a pintar en el bosque de Fontainebleau. Pero ya desde 1866 es la influencia de Courbet la que domina en sus obras de aquellos años, según lo atestigua especialmente una Diana Cazadora, que no fue aceptada en el Salón de 1867. Su primer éxito lo obtuvo al año siguiente, con el lienzo titulado Lise (hoy en el Museo de Essen), cuadro que representa a una jovencita elegantemente ataviada y con una sombrilla, lo que se presta a sacar delicados efectos aterciopelados de la luz solar. De 1868 data otra espléndida creación de Renoir, que sorprende por su madurez en un pintor entonces aún muy joven; es el Retrato del pintor Sisley con su esposa (Museo de Colonia). Después vendrían los lienzos que pintó con Monet en Bougival, los cuales confirman el extraordinario talento de quien supo captar con tan hábil seguridad el movedizo tema al aire libre en ellos tratado.

En 1870, Renoir hubo de incorporarse al ejército, en Burdeos, en un regimiento de caballería que no llegó a entrar en combate, y pintó entonces los retratos de su capitán y el de su esposa (el del Capitán Darras se halla en Dresde, y el de su señora en una colección de Nueva York). Al regresar a París, terminada la guerra franco-prusiana, pintó otros retratos y escenas íntimas, como El almuerzo (que hoy se halla en la Fundación Barnes, de Merion, Filadelfia), de 1872, obras que acusan fuerte personalidad.


Torso de muchacha desnuda al sol de Pierre-Auguste Renoir (Musée d'Orsay, París) Renoir sintió gran debilidad -no sólo pictórica, parece- por el cuerpo de la mujer. "Sea Venus o Niní, uno no puede concebir nada mejor", decía. La mujer retratada en esta obra es Niní. Después Renoir fue a ltalia y decidió "que no sabía dibujar ni pintar".  


Primera salida de Pierre-Auguste Renoir (National Gallery, Londres). También recibe el título de Caféconcierto. Es una obra de 1876, que muestra un fragmento de un palco en el que destaca el delicado perfil de una muchacha, en un encuadre muy fotográfico. "Tratar un sujeto por sus colores y no por sí mismo, es lo que distingue a los impresionistas a los demás pintores" afirmaba Goerges Riviere en 1877. Renoir era amigo de músicos y frecuentaba el Conservatorio y la Ópera.

Su arte, con el apoyo de Durand-Ruel y el de su rico amigo Caillebotte, empezaba a ser valorado, lo que para él significó alcanzar un relativo sosiego que favoreció el regular desarrollo de su carrera pictórica. Pintó ya paisajes, que siempre alternó con cuadros de figuras. En 1874 envió a la primera exposición de los impresionistas, entre otras obras, la titulada El palco (ahora en el Instituto Courtauld, de Londres), y en 1876 pintaba varios lienzos que merecen ser considerados entre las mejores realizaciones de su período puramente impresionista y que denotan serena sensualidad, una suerte de tranquilo sentido de los goces de la vida. Hay que citar, entre ellas: Muchacha leyendo (del Musée d’Orsay), el magnífico desnudo Anna (del Ermitage de San Petersburgo), el retrato de Victor Choquet, en la colección suiza Reinhart. Y también en el d’Orsay otras tres obras maestras famosísimas: La Balançoire, el Bal au Moulin de la Galette y Torso de muchacha desnuda al sol.

Tras la ejecución de estas últimas muestras de su pintura al plein air, se dedicó con alguna frecuencia a evocar la atmósfera de interiores, como en el lienzo de la Première sortie (de la National Gallery de Londres). Aquella escena reproduce la sutil emoción de una joven al asistir al teatro en su “puesta de largo”, tema burgués tratado técnicamente con una libertad que recuerda, en un óleo, una transparencia más propia del pastel.


Madame Charpentier con sus hijos de Pierre-Auguste Renoir (Metropolitan Museum of Art, Nueva York). El artista presentó esta composicón en el salón de 1879 donde obtuvo un gran éxito. Marguerite Charpentier era la esposa de un conocido galerista y editor. A partir de 1876 Renoir entró en contacto con esta familia que le acogió en su exclusivo salón parisiense y contactó con algunos ricos coleccionistas que con sus encargos pusieron fin a la precaria situación económica que vivía. 


⇦ Retrato de Mme. Charpentier de Pierre-Auguste Renoir (Musée d'Orsay, París). En este cuadro Renoir presenta un retrato de Marguerite Charpentier, un rostro conseguido por transparencia como los últimos Velázquez. En cierto modo, este cuadro también es fiel reflejo del alma diáfana y la mirada limpia del pintor. 



De 1877 datan sus dos retratos de la actriz Jeanne Samary (uno, de cuerpo entero, en la Comedia Francesa; el otro, en el Ermitage) y del siguiente año, el gran lienzo de Madame Charpentier con sus hijas (del Museo Metropolitano), obra concebida según todas las convenciones propias del retrato burgués lujoso, pero llena de detalles magistrales. No por ello había abandonado Renoir su anterior inclinación a evocar escenas al aire libre; así, pintó, por ejemplo, El almuerzo de los remeros, en 1880, que se conserva en el Phillips Memorial, de Washington.

Plasta 1879 había tomado parte en todas las exposiciones celebradas por el grupo de sus camaradas; pero desde aquel año (sin que ello enturbiase su intimidad con ellos) expuso en el Salon oficial, y a partir de 1880 fue apartándose cada vez más del empleo de la técnica del impresionismo.


Los paraguas de Pierre-Auguste Renoir (National Gallery, Londres). Obra de un marcado japonesismo, realizada entre 1881 y 1885. La tonalidad general resulta fría y se ha visto cierta influencia de lngres en la figura femenina de la izquierda, aunque también puede observarse en el grupo de paraguas elementos pictóricos que contrastan con los recursos aplicados en las figuras de primer plano.


Jovencitas al piano de Pierre-Auguste Renoir (Museo de I'Orangerie) La producción de los años noventa está marcada por una suavidad en las formas, con predominio de las líneas sinuosas, una paleta mucho más dulce y numerosos colores pasteles. Son cuadros amables de muchachas ante un piano, del que se conocen varias versiones, o de jóvenes en un bucólico entorno campestre. Estos cuadros se vendían fácilmente en el mercado artístico de la época ya que eran del gusto de los coleccionistas burgueses. 

Este proceso de modificación de su pintura fue apresurado por su visita a Italia y por la lectura del viejo tratado medieval Il libro dell’arte, de Cennino Cennini. A partir de 1883 inauguró, pues, su estilo “linear”, que estableció en sus pinturas una estricta subordinación del colorido al dibujo. De tal época (poco antes de 1885) es su lienzo Los paraguas (Galería Nacional de Londres), cuadro complejo, cuya difícil composición no anula aquella gracia de simpatía humana que se halla en todas las obras de este autor.

En aquellos años estuvo en relación con Cézanne, que ya vivía retirado en Provenza. Desde 1882 hasta 1889 pasó tres largas temporadas junto a él, y así como había viajado por Argelia e Italia (en 1881 y 1882), estuvo entre 1891 y 1892 en España, donde se le despertó una gran admiración, sobre todo, por los retratos femeninos de Velázquez. De 1893 data su pintura de tonos “nacarados” en figuras femeninas, principalmente en desnudos, y en escenas propias de la intimidad familiar: Jovencitas al piano (Musée d’Orsay), Una tarde en Wargemont (Galería Nacional, Berlín), etc.


Paisaje cerca de Mentan (detalle) de Pierre-Auguste Renoir (Fine Arts Museum, Boston). En 1899 Renoir sintió los efectos de un reumatismo deformante que, a pesar de una operación, le paralizó totalmente, hasta el punto de que tenían que atarle los pincel les a los dedos para poder pintar. Pasó estos últimos y tristes años en Cagnes-sur-Mer, donde compró una casa y una pizca de tierra, tratando de atrapar la luz rosada filtrándose por entre la plata gris de los olivos o la alegría báquica de unas carnes rollizas y sonrosadas de mujer.

Desde 1899 estuvo afectado de reumatismo deformante, lo que le obligó a buscar el sol del Midi, durante el invierno, generalmente en la localidad de Cagnes, donde fijó en sus últimos veinte años su residencia habitual. El reumatismo le atacó cruelmente brazos y piernas; se le tuvo que operar, y desde 1912, para proseguir su trabajo, le tenían que atar el pincel entre los dedos anquilosados. Las obras de sus años finales son naturalezas muertas o desnudos femeninos opulentos y de carnes rojizas (como las Grandes Baigneuses, del Museo de Estocolmo). Durante el verano de 1919 se hizo transportar a París, para ver sus obras colgadas en el Louvre, y decir “adiós” al gran lienzo de Las Bodas de Caná del Veronese, una de las pinturas que siempre había admirado más. Murió en Cagnes pocos meses después.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Monet y la serie de la catedral de Ruán

Catedral de Ruán, harmonie brune (Musée d'Orsay, París). 
Claude Monet, al igual que otros impresionistas, se dedicó a captar los efectos ópticos creados por la luz natural sobre un paisaje o una panorámica urbana, sin consagrarse a los detalles casuales sino procurando captar la escena con rapidez, para lo cual se valía de pinceladas visibles y poco definidas.

A lo largo de toda su carrera como pintor, Monet desarrolló de manera consecuente un comportamiento ante la realidad basado en la esencia del código impresionista. Es decir, correspondía a los fenómenos cambiantes realizando series de cuadros. En una ocasión, el escritor Guy de Maupassant coincidió con Monet en la costa de Etretat y se refirió después a la obsesión del pintor por captar los efectos de las diversas intensidades lumínicas. Según Maupassant, Monet no parecía un pintor sino un cazador. Cuenta el escritor que Monet partía con varios lienzos y pintaba uno detrás de otro, dejando a un lado el primero para ocuparse del siguiente en la medida en que variaba el celaje.

Como sus contemporáneos, Monet trabajaba directamente con la naturaleza, y su sensibilidad para percibir los cambios y transformaciones de la luz queda reflejada en muchas de sus obras. Una de las más conocidas es la secuencia de cuadros que hizo de la catedral de Rúan, donde examinó el mismo tema expuesto a distintas condiciones meteorológicas, en diferentes horas del día o atendiendo a los efectos del cambio de estación. De esta manera, si bien la catedral se mantenía invariable, Monet reveló en sus pinturas que la luz la transformaba constantemente.

La serie de la catedral de Rúan está compuesta por veinte telas, y es quizás una de las más bellas y la más completa de todas sus series. A diferencia de otra de sus secuencias celebradas, la de los Álamos, donde la experiencia de la naturaleza es traducida con viveza y dinamismo, la serie de las catedrales es más patética, mucho más radical y de algún modo enigmática. La serie obedece al principio impresionista del encuadre casual. Revela fragmentos de la fachada, pero no como si se tratara de un monumento arquitectónico. Los detalles más bien se diluyen en una impresión cromática general, en una armonía de luces y sombras aunadas por delicadas sensaciones ópticas. La obra no revela el objeto, sino que lo convierte en algo misterioso, casi mágico, particularidad que intensifica el influjo medieval que de la catedral se desprende.

La síntesis artística que subyace al trabajo de este artista se halla en consonancia con la tesis fenomenista de Mach, en auge por esta época, según la cual no son las cosas sino los colores u otros fenómenos que llamamos sensaciones los auténticos elementos del mundo. En atención a esto, la serie de Monet revela que la catedral de Rúan no tiene un color irrefutable, sino que se manifiesta en colores variables, siempre distintos y correspondientes todos en igual medida a la realidad.

De modo que, para Monet, el sentido íntegro de su trabajo sólo podía apreciarse en una visión conjunta de los veinte cuadros. Pero debido a que las telas fueron vendidas por separado, algunas no volvieron a estar juntas hasta más tarde en pequeños grupos de diferentes museos.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El almuerzo de los remeros


Para la creación de El almuerzo de los remeros (Le déjeuner des Canotiers) Auguste Renoir pasó todo un verano ambientándose en Chatou. El artista comenzó a trabajar en este cuadro en abril de 1881 y lo concluyó en julio del mismo año. Para llevarlo a cabo, reunió a sus más cercanos amigos y modelos en la terraza de “L’Auberge du Père Fournaise”, un restaurante famoso por su cocina ubicado en la isla de Chatou, al oeste de París y a orillas del Sena. El establecimiento se encontraba cerca de una zona de baños, La Grenouillére, entonces muy frecuentada por los parisienses que huían de la gran ciudad para pasar un día al aire libre.

Con sombrero adornado con flores, en primer plano a la izquierda, la joven costurera Aline Charigot, que más tarde se convertirá en esposa de Renoir, juega con su pequeño perro. A su lado, de pie y con sombrero de paja Alphonse Fournaise, propietario del restaurante. Detrás de él, a la derecha, su hija Alphonsine escucha atentamente, apoyada en la baranda, al barón Raoul Barbier, antiguo oficial de la caballería e íntimo amigo de Renoir, que se halla sentado de espaldas.

El hombre sentado a horcajadas sobre su silla que se encuentra en primer plano a la derecha es el artista Gustave Caillebotte, talentoso pintor, aunque más conocido como mecenas. A su derecha se halla sentada la actriz Ellen Andrée, que habitualmente posaba para Renoir, y el hombre que se inclina hacia Ellen es el periodista italiano Maggiolo.

Detrás de éstos, en segundo plano, aparece un trío formado por Eugéne-Pierre Lestringuez, con bombín, amigo de Renoir muy interesado en las ciencias ocultas; el periodista Paul Lhote, reputado seductor, y la actriz Jeanne Samary.

En el centro, y al fondo del lienzo, encontramos un grupo entre el que, sentada a la mesa, Angèle, la modelo favorita de Renoir es sorprendida bebiendo de su copa. Detrás de ella, de pie, el hijo del propietario del restaurante fuma un cigarro y conversa con el financiero Charles Ephrussi, que lleva sombrero de copa y fue incluido con posterioridad en la pintura.

La maestría de Renoir en naturalezas muertas se encuentra manifestada en los restos del almuerzo sobre la mesa, en primer plano al centro. Entre el toldo y los arbustos, se distinguen algunas embarcaciones y los reflejos del Sena. A diferencia de otros impresionistas, Renoir ha utilizado en esta pintura el color negro; sin embargo, podemos observar que no hay espacio en todo el cuadro que no esté tocado por la luz.

Es importante señalar que el toldo que cubre la estancia crea una luminosidad más uniforme de lo acostumbrado en las obras del artista. La jovialidad de la escena, su asombroso realismo, están realzados por la dinámica de la composición; ningún elemento del cuadro parece estático: los rostros de los personajes conversando, sus actitudes gestuales, los pliegues del mantel y la ropa, el viento que mueve los arbustos y el toldo.

El ambiente es feliz y sereno. Sin embargo, Renoir no gozaba en aquel momento de una buena situación económica, y no sabía, cuando comenzó la obra, si podría acabarla. La gran tela mide 130 x 173 cm., está pintada al óleo y puede apreciarse en el Philips Memorial Gallery, Washington, D.C.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Sisley y el paisaje

Tan fiel como Monet a la técnica del impresionismo se mantuvo Alfred Sisley (1839-1899), que había sido uno de los que a ella se adhirieron desde sus comienzos. Nacido en París de padres ingleses, pasó su adolescencia en Inglaterra, adonde volvió en 1870-1871. Sisley fue exclusivamente un pintor paisajista, cuyos mejores lienzos datan de dos períodos; uno se sitúa entre 1872 y 1886, en que pintó dos de sus cuadros más hermosos: La Inundación y El Camino de Sèvres (ambos en la actualidad en el Musée d’Orsay), y el otro se inició en 1882, año en que se instaló en Moret-sur-Loing (Sena y Marne); allí pintó sobre todo paisajes fluviales, en los que, a pesar de valerse siempre de la técnica impresionista, nunca se alejó de la línea fijada por Corot y Daubigny. Su familia se había arruinado en 1871 y este pintor no tuvo, en su trabajosa carrera, la suerte que al fin sonrió a sus antiguos amigos. En sus últimos años solicitó la nacionalidad francesa, pero murió sin haberla obtenido.

Le tournant du Loing (detalle) de Alfred Sisley (Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona)_ Nacido en París, de padres ingleses, Sisley se interesó a temprana edad por la pintura; el impresionismo le cayó como anillo al dedo y, en el taller de Gleyre, hizo amistad con Monet, Renoir y Bazille. Una estancia en Inglaterra en 1874, le aproximó a las obras de Turner y Constable, y en ellas aprendió seguramente el "modo de hacer" suelto, la materia casi ingrávida de su pintura_ Exigente, un punto melancólico por carácter y por sus circunstancias -su familia se arruinó y Sisley no alcanzó en la vida el reconocimiento de su talento- un crítico le definió como "el más armonioso y temeroso de los impresionistas". 

El camino de Louveciennes de Alfred Sisley (Musée d'Orsay, París) Este paisaje resultaba familiar para Sisley, contemplado largamente, donde la sen· sación se apoya en una pincelada pura, autónoma, que estructura el cuadro. En sus obras impresionistas trasladó un agitado, y a un tiempo meditado, uso del color, que apenas puede apreciarse en este paisaje nevado en el que el uso magistral del color blanco hace que el resto de los colores de la paleta se vean casi apartados. 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pissarro, la perspectiva urbana

Camille Pissarro (1830-1903) fue acaso, entre los autenticos impresionistas, el que demostró más inquietudes, y fue, sin duda, uno de los maestros más dotados con que contó aquella escuela. 

Nació en el seno de una familia judía francesa, aunque de origen portugués, en la isla entonces danesa de Santo Tomás, en las Pequeñas Antillas. Después de estudiar el baccalauréat en Francia, volvió a su isla natal en 1847 y estuvo empleado allí en los negocios de su padre, hasta que en 1852 escapó, con un compañero danés, pintor, a Caracas, y recorrió Venezuela hasta 1854. A su regreso al hogar, su padre se resignó a que se dedicara al arte, y lo envió a París.

A poco de su llegada a la capital de Francia, Pissarro se entrevistó con Corot, que no dejó de darle sanos consejos en lo concerniente a la pintura de paisaje, por la que siempre aquel joven sintiera una gran inclinación. Tras unos meses de asistencia a la Escuela de Bellas Artes, se dedicó a pintar bellos parajes de la Isla de Francia, y en 1859, habiendo ingresado en la Academie Suisse, trabó allí amistad con Monet, quien le presentó a sus compañeros.

Route de Louveciennes de Camille Pissarro (Musée d'Orsay, París). Pissarro pintó este cuadro en 1871. Retrata una tierra boscosa cultivada por el hombre, a la manera de las Geórgicas. Generoso y amable por naturaleza, el humilde y colosal Pissarro es, también por su curiosidad, su sentido de la justicia, su impulso humanitario, una de las figuras más admirables del impresionismo. Estas son las frases que enjuician la postura ética de Pissarro, el judío antillano educado en un colegio de Passy. La postura artística la dan los nombres de Sisley, Renoir y Monet, su gran amigo.  

En 1866 Pissarro se estableció en Pontoise y tres años después en Louvenciennes y, como Monet y Renoir, se complace pintando también en Bougival. En 1870, al declararse la guerra, se refugió en Inglaterra, y allí legitimó la unión con su mujer, con quien (a causa de sus ideas ácratas) no estaba casado todavía, a pesar de que ya le había dado dos hijos, el mayor de los cuales, Lucien, notable pintor, residió casi siempre en Londres. Al regresar a su antiguo hogar, en Louvenciennes, Pissarro comprobó que su casita había sido saqueada por los prusianos. Al abandonarla, precipitadamente, había dejado en ella unos 1.500 lienzos, pintados por Monet y por él, y a su vuelta halló tan sólo cuarenta.

Entre 1872 y 1884 vivió en Pontoise; de 1873 es su importante Autorretrato que se conserva en el Musée d’Orsay, pintura de espléndida coloración. Nunca le interesaron, en la campiña, los parajes demasiado “arreglados”, sino aquellos en que, junto a una casa labriega, apareciera el ramaje de árboles con su casi imperceptible temblor. Los tejados rojos (Muse d’Orsay) y La cuesta de los bueyes (Galería Nacional, Londres) son dos ejemplos de la pintura luminosa y matizada (con técnica a la vez grumosa y de finas pinceladas) que entonces empleó.

Los tejados rojos de Camille Pissarro (Musée d'Orsay, París). Obra de 1877. Pissarro empezó a tener contactos con la pintura y realizar sus propias obras en Venezuela. Cuando se traslada a Francia participa activamente de la vida artística parisiense. Realizó numerosas obras al aire libre, con predominio de los paisajes rurales y urbanos en las que, como en este caso, en el que el llamativo color de los tejados de las casas vistos entre los árboles atrae toda la atención del espectador. 

Expuso en todas las exposiciones de los impresionistas, y aunque por un tiempo acomodó su estilo al que ya entonces había adoptado Cezanne, en 1871 volvió a especular sobre la “vibración de la luz”.

Fue un espíritu lleno de inquietudes. Quizá su universal curiosidad, como su "humanitarismo", las debiera a su origen hebreo. Desde 1880 sus paisajes rústicos tendieron a poblarse de figuras y acabó pintando, durante unos años, escenas con personajes campesinos, no -como alguien supuso-con la misma intención de Millet, sino cediendo a la tentación de tratar con nueva visión pictórica esos temas, tan sugerentes. En tales pinturas (en general de tonalidades terrosas o agrisadas), a fin de realzar los efectos luminosos, empleó pinceladas “vermiculares” (en forma de coma) dadas diagonalmente, y acentuando todavía los efectos del colorido mediante la diseminación, en el fondo del lienzo, de otras manchas y pinceladas breves que se entrecruzan. Esta técnica, ya en cierto modo afín a la del divisionismo, le condujo, cuando trató a Signac y Seurat en 1885, a adherirse momentáneamente a la joven escuela “puntillista”. Pero en 1890 abandonó el puntillismo por su antigua pintura impresionista.

Le Pont Royal et le Louvre de Camille Pissarro (Musée d'Orsay, París). En 1885, Pissarro, ese infatigable curioso, quedó fascinado por el "puntillismo", que abraza sin reservas. Apagada su curiosidad, Pissarro vuelve a su vieja y auténtica manera, pero encaramado a un balcón de la ciudad: el aire libre no es bueno para sus ojos enfermos. Es así como esta obra nos muestra una de esas perspectivas urbanas, serenas, distantes, donde la multitud deambula densa e indiferente.

La exposición que de sus obras se celebró en la Galería Durand-Ruel, en 1892, le abrió definitivamente las puertas del éxito, y al año siguiente empezaba a pintar sus series de vistas de París.

Instalaba en el balcón de algún piso alto su caballete, y así obtenía aquellas intensas evocaciones callejeras, a veces perspectivas de avenidas, con los mercados y el gentío, o aspectos de los puentes y los quais del Sena.

Hasta su muerte, alternó la pintura de estos aspectos urbanos con la de sus antiguos motivos rurales, especialmente huertos y frutales en flor.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Degas, más allá del impresionismo

Probablemente, si el parisiense Edgar Degas (más propiamente, Hilaire-Germain-Edgar de Gas; 1834-1917) no empleó la técnica pictórica de sus amigos los impresionistas (cuyos afanes en gran parte compartió) fue porque vio que aquella innovación, al representar la luz mediante la disociación del color, acarreaba la abolición de las sombras y líneas que forman el diseño de la figura, y él era un enamorado de la figura humana en la varia multiplicidad de sus actitudes.

Degas nació en una familia rica y culta; su padre, que se hallaba al frente de un negocio bancario, era aficionado al arte, en especial a la música, y había nacido en Nápoles, hijo de un banquero francés allí emigrado. En cuanto a su madre, pertenecía a una vieja familia francesa de Nueva Orleans. Hijo primogénito de aquel matrimonio, después del estudio del baccalauréat empezó el de la carrera de Leyes, que pronto abandonó en pos de su afición por el dibujo, la pintura y el arte del grabado.

En 1854 fue alumno de Louis Lamothe, discípulo de Ingres, y un año después frecuentó con irregularidad la Escuela de Bellas Artes. Sin embargo, su auténtica formación (paralela a la de Manet) se basó, en gran parte, en sus asiduas visitas al Louvre y en los resultados de los viajes que entre 1854 y 1859 realizó a Italia (a Nápoles y Roma, y sobre todo a Florencia, donde una hermana de su padre estaba casada con el barón Bellelli).

⇨ Hilaire René de Gas (Musée d'Orsay, París) fue abuelo de Degas que, si bien simplificó su apellido, no dejó de ser nieto e hijo de banqueros. Su brillante posición social le permitió frecuentar la mejor sociedad de su época, pero quizá le impidió participar plenamente en su aventura pictórica.   




Buen conocedor de Giotto y de los cuatrocentistas florentinos y admirador de Ingres (a quien conoció personalmente), reveló precoz madurez, como lo demuestran dos obras de retrato que ahora se admiran en el Musée d’Orsay: su Autorretrato (1855) y el gran lienzo Retrato de la familia Bellelli, empezado en Florencia en 1857 y terminado en 1860 en París.

A partir de este último año, emulando a Ingres o a Delacroix, realizó, con gran dominio de la composición, cinco notables lienzos de asuntos históricos: Las muchachas espartanas provocando a la lucha a sus compañeros (Galería Nacional, Londres), La hija de Jefté (Smith College, Massachusetts), Semíramis dirigiendo la construcción de una ciudad y Desventuras de la ciudad de Orleans (Musée d’Orsay).

La amistad que, hacia 1862, trabó con el crítico Duranty y con Manet determinaron un radical cambio en su orientación, y desde entonces le ocuparían temas basados en una estricta interpretación de la realidad. Hasta 1873 pintaría, así, aspectos de las carreras de caballos (Avant le départ, Musée d’Orsay) y visiones momentáneas que le atrajeron (Mujeres de los crisantemos, de 1865; Museo Metropolitano); y retratos de rara perfección, como la cabeza de Rose Adelaide de Gas (1867) y Mlle. Dihau al piano (1868), ambos en el Musée d’Orsay, París, donde se conserva, del año siguiente, una importante obra suya que es, en realidad, un retrato colectivo: Los músicos de la orquesta de la Ópera, con aquellos maestros tocando en el foso de la sala de la Opera de París, ante el escenario, cuyas candilejas iluminan las piernas y los tutús de las bailarinas que actúan. Ya en 1868 había pintado también una hermosa evocación escénica: Mlle. Fiocre en el ballet “La Source” (Museo de Brooklyn). De 1869 data el doble Retrato del guitarrista Pagans y del padre del pintor.

Mujer con crisantemos de Edgar Degas (Metropolitan Museum of Art, Nueva York). Las verdaderas protagonistas son las exuberantes flores depositadas en el Jarrón que apenas puede verse. Los ejemplares que se ven, son la verdadera excusa para realizar un cuadro con pinceladas sueltas, son flores Japonesas. La imagen de la muchacha queda a la derecha del cuadro, en el mismo plano pero no con la misma importancia.

Otras obras que siguieron a éstas (posteriores a la guerra de 1870, en que Degas se enroló como infante en la Guardia Nacional) son ya estudios de las bailarinas del ballet de la Ópera, asuntos que su autor trataría después tan largamente con gran brillantez. Son dos cuadros pintados en 1872: El foyer de la Ópera de la Rué Le Peletier y Lección de baile. Del mismo año data Mujer detrás de un búcaro, que con aquellos lienzos se conserva en el Musée d’Orsay. En abril de 1873 regresó Degas de un viaje de seis meses a Nueva Orleans, donde se hallaban sus dos hermanos, después de haber pintado allí, con la Bolsa del algodón (Museo de Pau), varios retratos característicos de su agudo estilo.

Con la Lección de canto, de un año después (Dumbarton Oaks, Washington), se terminaba la etapa llamada “linear” de su pintura, y se iniciaba (hasta 1880) otra en que Degas, en los años en que en más estrecha relación estuvo con los impresionistas, empleó con sin igual maestría realista, gran variedad de procedimientos pictóricos, aplicando a muchas de sus producciones los resultados de su interés por las obras de los grabadores japoneses y de su afición a la fotografía (que en él había estimulado su trato con el fotógrafo Nadar). Se observa esto sobre todo en una serie de obras de pequeño formato realizadas al pastel (a veces en combinación con el monotype, variedad de grabado que el mismo Degas había inventado) e inspiradas en los intensos y expresivos efectos de sombras, luz y colores propios de los espectáculos del “café concierto”. La más destacada de tales obras quizá sea la titulada: Aux Ambassadeurs, de hacia 1876 (Museo de Lyon).

En las carreras (detalle) de Edgar Degas (Musée d'Orsay, París) Degas fue un hombre inteligente, cultivado, que se conocía los museos italianos como la palma de la mano; pero también fue meticuloso, desconfiado, satírico y un tanto despreCiativo. Se autodefinió como "un viejo e incorregible reaccionario", pero no es más que una frase con la que quiso caricaturizar su inflexible postura. A él se deben la ruptura de la composición clásica; los cortes, casi fotográficos, de los persona¡es; el foco de luz interior que pone de manifiesto la intención última del cuadro. Estos recursos son los que se aprecian en esta obra, en la que no vacila en cortar el sombrero de copa y la rueda de la carretera, mientras la dama mira los caballos, principal tema del cuadro, pintado en 1879. 


Tres bailarinas rusas de Edgar Degas (Carlsberg Clytopek, Copenhague). En esta obra el pintor resigue las figuras de las tres muchachas con un grueso trazo negro aislándolas del fondo Las representa en movimiento, ejecutando una típica danza rusa y con los vestidos propios de su procedencia.  

⇨ Fin de arabesco (detalle) de Edgar Degas (Musée d'Orsay, París). Pintado hacia 1880, este es uno de los muchos cuadros que le inspirarán sus frecuentes visitas al Teatro de la Ópera para disfrutar de los ballets. El espíritu de la danza parece vibrar en la tensión dinámica de los volúmenes, y en el arabesco que se curva con el ímpetu de una inmensa y fulgurante ola.   



También realizó durante aquel período varios lienzos al óleo que destacan por su aristocrática sensibilidad: En la playa (Galería Nacional de Londres), Mujeres peinándose (en el Phillips Memorial, Washington), La carretela en las carreras (1873; Museo de Boston) y Carrera de aficionados (1879; Musée d’Orsay), otra obra inspirada en hípica, en cuya composición excéntrica y cortada se discierne influencia conjunta de aquella afición, a la que antes se ha hecho referencia, por los grabados japoneses y por las instantáneas fotográficas. Otros cuadros de entonces evocan el encumbrado mundo de los personajes bursátiles o se inspiran en las acrobacias circenses como Miss Lala en el “Circo Femando” (1879; Galería Nacional de Londres), o son obras de un realismo deprimente, íntimamente enlazado con la literatura naturalista” (de Zola y Edmond de Goncourt) que imperaba en ese tiempo, como Le viol (1874; Museo de Filadelfia), L’homme et le pantin (Fundación Gulbenkian, Lisboa) y el famoso cuadro El ajenjo (1877; Musée d’Orsay), para el que posaron la actriz Ellen André y el grabador, aficionado al teatro, Marcellin Desboutin.

Hacia 1880 Degas volvió a evocar, en numerosas y magistrales obras al óleo o al pastel, figuras o composiciones con bailarinas del ballet escénico (lo que le llevó a realizar gran número de admirables dibujos, al lápiz o al carbón, en los que estudiaba fugaces y a veces complicadas actitudes).

En la modista de Edgar Degas (Art lnstitute, Chicago). Degas pinta la imagen cotidiana de una mujer visitando una sombrerería. Esta escena sirve al artista para trabajar las distintas texturas de los sombreros, llenos de colorido. La figura femenina queda en un segundo plano, siendo los protagonistas de la obra los sombreros que se exhiben. 

Buen número de tales realizaciones se hallan en el Musée d’Orsay, París; citemos: Arabesco, El saludo, La cabriola, etc. Otras se encuentran en el Courtauld Institute de Londres y en varios museos estadounidenses. Otros lienzos transcriben con gran acuidad (a veces con implacable objetivismo), y valiéndose de variedad de medios (como el empleo de la esencia de trementina), mujeres ocupadas en sus quehaceres: La sombrerera (hacia 1882; Art Institute de Chicago), Las sombrereras (Colección Roche, París) o el famoso lienzo de Las planchadoras (1888; colección particular). Llevando al extremo su sentido de la observación, y acaso cediendo a una intención moralmente malsana, realizó Degas también un conjunto de óleos y pasteles sobre cartón o papel en los que estudió las poses de mujeres (generalmente desnudas) vistas en el acto de realizar su aseo personal íntimo.

La exposición de este conjunto de obras, que tuvo lugar en 1886, la titulaba Nus de femmes se baignant, se lavant, se séchant, s’éssuyant, se peignant, ou se faisant peigner. Algunos de tales ejemplares son de colorido rutilante, obtenido mediante espesas capas de color pulverizado, en habilísima combinación con el carboncillo, y constituyen una novedad en la pintura del siglo XIX, después explotado por artistas de las generaciones posteriores. Dos de estas obras son los óleos El peinado y La taza de té (en la Galería Nacional de Londres); otras son óleos o pasteles que se hallan en el Musée d’Orsay (Le tub, Mujeres peinándose, etc.) o en varios museos de Europa o Estados Unidos. La modernidad de tales obras de Degas es completamente distinta a la de Manet y a la que denotan los más avanzados pintores del impresionismo, y él la supo aplicar después, todavía, en las obras al pastel sobre bailarinas, y de encendido cromatismo, que fue creando cuando, al empeorar su visión, ya muy delicada desde hacía largos años, hubo de realizar tales pinturas de memoria.

Las planchadoras de Edgar Degas (Musée d'Orsay, París) El bostezo y el gesto forman parte de su aburrida y fatigosa tarea. El impresionismo incluye dentro de su temática escenas que en otra época jamás se habrían pintado Degas, y los demás artistas impresionistas, buscan la belleza en escenas intrascendentes, cosa que harán los pintores realistas en un grado aún superior.

Ya cuando comenzó a interesarse por las carreras hípicas o por el ballet había realizado esculturas de caballos, o en cera algunas esculturas de bailarinas, de gran tamaño, llenas de vida; más tarde, desde el último decenio del siglo, fue modelando en barro bocetos de desnudos femeninos en las poses propias del baile escénico. Toda esta producción acredita en él un gran talento escultórico, no un simple diletantismo en esa actividad.

Un caso semejante se repetiría en la vejez de su amigo Renoir, cuando este insigne pintor de desnudos, ya con las manos imposibilitadas, modeló indirectamente varios relieves o grandes estatuas valiéndose de la colaboración de un escultor profesional, cuya labor iba dirigiendo. Renoir logró así crear esculturas importantes, como Venus victrix.

A eso se reduce lo que se dio en llamar, después, “escultura impresionista”, que en todo caso cabría aplicar con más acierto a las labores, en barro o cera, del escultor italiano, que trabajó largo tiempo en París, Medardo Rosso, a las que dotaba de modulaciones que aspiran a insinuar la captación de aspectos fugaces. Pero si la denominación de “impresionista” cuadra al arte de la escultura (lo que no parece muy claro) es, en todo caso, en obras realizadas por el mayor escultor francés del siglo XIX, Rodin, donde ello parece más factible.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La clase de danza

La danza es un tema recurrente en la obra de Edgar Degas, y a él dedicó más de la mitad de su obra, entre pinturas y esculturas. Si bien pintó varios cuadros representando bailarinas en escena, el artista sentía especial predilección por los ensayos y los descansos. Quizás parte de este interés se revela en las analogías que existen entre el ballet clásico, un arte que requiere gran precisión y equilibrio, donde la perfección sólo se alcanza con la práctica y la repetición sistemática; y el estilo y la metodología pictórica de Degas, de una elevada precisión.

La clase de danza (La classe de danse) es una de las pinturas donde Degas comienza a describir el movimiento de forma magistral. Se trata de una composición cuidadosamente construida. La escena se desarrolla en una pieza organizada según una perspectiva muy marcada que permite una lectura clara del espacio. En el centro del salón se encuentra Jules Perrot, un famoso profesor de danza que, junto con su compañera María Taglioni, había sido la estrella del ballet parisiense.

El maestro tiene un bastón y parece estar hablando con la bailarina enmarcada por la puerta o refiriéndose con algún comentario a ella. Sin embargo, Perrot no consigue captar la atención de toda la concurrencia: el grupo de bailarinas del fondo adopta posturas relajadas y no parece prestarle demasiado interés. Podemos observar que estas bailarinas se encuentran acompañadas de sus madres, como era costumbre entonces, puesto que en el París de la época el ballet no era una actividad respetable y muchas bailarinas caían en el ejercicio de la prostitución.

Dentro del grupo del fondo, la muchacha situada de pie con los brazos en jarras repite la pose de la bailarina del primer término, creando de este modo una sutil diagonal que sigue la línea del entablado. Las paredes están pintadas de verde, y las columnas de mármol se repiten en sucesión vertical dirigiendo la vista hasta el fondo de la estancia, donde una bailarina de pie sobre la plataforma ajusta su collar.


En la inclinación del suelo y el desequilibrio y la asimetría de la composición, se aprecia la influencia de los grabados japoneses que afectaba entonces a las vanguardias. El contraste entre el espacio vacío de la parte inferior derecha del lienzo es un recurso que aparece a menudo en los trabajos de Degas, así como la composición diagonal, bien determinada en este caso por las líneas del entablado del suelo, que conduce hacia el fondo la mirada.

Las cálidas tonalidades terrosas aportan una atmósfera de intimidad que contrasta sutilmente con los vivos colores de los lazos de las jóvenes que aparecen en primer plano. Entre éstas, vale la pena observar en detalle el asombroso realismo con que se rasca la espalda la bailarina sentada sobre el piano, a la izquierda, para comprender por qué Degas estaba considerado uno de los mejores dibujantes de su generación.

El encuadre de esta pintura es producto de la técnica fotográfica de la cual se sirvió el pintor con frecuencia en la realización de su obra. Degas comenzó el óleo en 1873 y lo concluyó entre 1975 y 1876; mide 85 x 75 cm. y se encuentra expuesto en el Musée d’Orsay, París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Impresionismo en España

Niños en la playa, de Joaquín Sorolla.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, el impresionismo tuvo en España varios seguidores en buena medida gracias a Carlos de Haes, belga que se afincó en España y se dedicó a enseñar pintura de paisajes en la Academia de San Fernando, promoviendo la reproducción fiel de la naturaleza en pequeño formato, en la tradición de Barbizon. Su influencia en la pintura paisajística española fue decisiva, y algunos de los más conocidos, como BerueteRegoyos, fueron alumnos suyos. No obstante, muchos españoles viajaron a estudiar pintura a Francia o Bélgica por esta época, de modo que su contacto con la pintura al aire libre fue directo.

Daría de Regoyos fue alumno de Haes en la Academia de San Fernando. Luego se trasladó a París y posteriormente a Bélgica, perfeccionándose como un genuino representante del impresionismo primero y el postimpresionismo después. Regoyos no se ciñó a una temática concreta y las escenas que pintó fueron tanto urbanas como rurales. Pintó mercados, procesiones, fiestas y calles, pero sus trabajos más destacados están entre sus paisajes, en los que analiza los efectos de la luz y, al contrario que sus colegas españoles, renuncia al negro optando por una coloración satinada y un fino manejo del pincel.

Puerto de Sóller, por Santiago Rusiñol.
En el caso de Beruete, la figura de Haes fue decisiva en su carrera como pintor, ya que él lo impulsó a dejar la política para dedicarse de lleno a la pintura. Como seguidor de Haes, Beruete pintó sobre todo paisajes, que se caracterizan por una pincelada vasta, pesada y dura. En sus cuadros destaca el colorido terroso, particularidad que lo incluye en la tradición española. Beruete manifestó gran interés por los maestros antiguos y fue historiador del arte. Además, tuvo numerosas amistades artísticas, entre las que cabe destacar al valenciano Joaquín Sorolla.

En la pintura regional valenciana predominaba la "instantaneidad", reflejada en un intenso tratamiento del color y una pincelada rápida y continua. Fue allí donde Sorolla se formó en la pintura al aire libre, pero su camino continuó por Roma hasta llegar a París. En Roma pintó sobre todo cuadros de género, bajo la influencia de la tradición realista de Domenico Morelli. Y ya en París fue parte de la constelación de Bastien-Lepage, correspondiendo a los gustos del público con sus temas parisinos.

Pero es a su regreso a Madrid cuando Sorolla se ocupa intensamente del efecto de la luz, optando por la representación de la vida popular española, sobre todo de la costa mediterránea -como en Playa de Valencia-. Sorolla capta la fuerte luz de su tierra y el quehacer de los pescadores, con una libertad de expresión poco frecuente en la pintura española de la época. Por lo que no es extraño que exista en Madrid un Museo dedicado a su obra, ni que al entrar en el siglo xx tuviera gran éxito internacional.

Otro pintor que destacó fue Ignacio Zuloaga, así como los catalanes Eliseu Meifrén, Nicolau Raurich, Santiago Rusiñol, Ramón Casas, Joaquín Sunyer, Isidre Nonell y Joaquim Trinxet, quienes contribuyeron a restituir al arte español el rango internacional y un carácter independiente, dos aspectos impulsados de manera decisiva por la escena artística catalana.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El vagón de tercera clase



Hijo de un vidriero con ambiciones de poeta, el joven Honoré Daumier se vio obligado a interrumpir sus estudios muy pronto para ganarse la vida. Con sólo doce años Honoré comenzó a trabajar como mensajero de un ujier en el Tribunal de Justicia y, más tarde, fue empleado como asistente en la librería Delaunay del Palacio Real. De forma paralela, Daumier empezó a tomar clases en una academia de dibujo donde, inmediatamente, Alexandre Lenoir, ilustre fundador del Museo de Monumentos Francés, reconoció al joven su capacidad.


Aunque tal vez menos voluntaria que perentoria, la precocidad de Daumier se sumó a sus habilidades artísticas, dando como resultado, por una parte, un profundo conocimiento de las diferentes clases sociales que se interrelacionaban en su propio medio y, por otra, una gran capacidad de observación para retenerlas y reproducirlas. Esta condición de lucidez y sensibilidad es la que más adelante le permitió llevar a cabo obras de arte como El vagón de tercera clase (Le Wagón de Troisiéme Classe).



Ante todo, Honoré Daumier era un agudo crítico. Prestigioso y ácido caricaturista, fue, posiblemente, el primero de los artistas que se sirvió de medios de comunicación masivos, como revistas satíricas, para difundir su mensaje político de manera simultánea con su estilo pictórico. Dueño de una profunda conciencia social, en El vagón de tercera clase, como en gran parte de sus trabajos, el pintor marsellés desarrolla un tema reivindicativo de manera magistral: la dura vida de las clases populares en las grandes ciudades.





La dosis de sordidez que Daumier aplica en esta obra a sus personajes genera en el espectador una sensación de ternura que contrasta profundamente con la sofisticación industrial del tren -vehículo que, a la vez, les sirve de escenario social y de fondo-. Realizada entre 1862 y 1864, esta litografía confirma la inclinación del pintor hacia las causas que promueven la igualdad. La naturaleza grotesca en los rasgos de sus personajes, es una característica desarrollada a través de su condición de eximio caricaturista pero también el resultado de su gran admiración por la obra de Goya.



Entre los pasajeros del tren podemos observar en primer plano y en el centro, estratégicamente ubicado en la parte inferior de la tela, a un muchacho de clase popular durmiendo. A su izquierda, un hombre con las manos apoyadas sobre su bastón y el sombrero a su lado, medita en un gesto de fatiga que puede significar resignación o indolencia. A la derecha del muchacho, el hombre inflamado de altanería que lleva bombín, con la vista puesta en algo más alto, parece soportar la situación de homogeneidad que le impone el vagón con histriónica arrogancia.



En los asientos de detrás, el resto del pasaje convive sin apenas observarse: un hombre de sombrero de copa mira con entusiasmo el paisaje de fuera, lo mismo que la mujer que se halla frente a él pero sin establecer un diálogo entre ambos. La otra mujer de la escena tampoco parece interesada más que en sus propios pensamientos. Al fondo de la escena, a la derecha, un anciano con los ojos cerrados ha cedido al cansancio.

El trazo contundente y dinámico, los contrastes pronunciados y el poder de síntesis de Daumier, dejan claro el porqué de la admiración que más tarde despertó en muchos expresionistas. La obra mide 23 x 33 y pertenece a la colección Oskar Reinhart en Winterthur (Suiza).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Punto al Arte