Las
múltiples islas y archipiélagos (de ahí el nombre de esta parte de Oceanía) que
forman Polinesia constituyen la última de las regiones del mundo en ser poblada
por el hombre. Esta población se formó mediante varias migraciones procedentes
de las grandes islas de Indonesia. Según parece, la primera de estas
migraciones debió de producirse unos mil años antes de Cristo y llegó hasta las
islas de Melanesia, pero las condiciones de vida eran poco aptas para estos
emigrantes, que fueron lentamente absorbidos por la población primitiva. Una
segunda oleada de migraciones debió de establecerse en Micronesia, desde donde
iniciarían su dispersión por el Pacífico.
Se establecieron primero en las islas
Tonga, en las que encontraron poblaciones melanesias mezcladas con sus propios
parientes de la primera migración. Los recién llegados se impusieron sobre los
antiguos ocupantes y así se fue creando una simbiosis cultural que mil años más
tarde sería llevada por nuevas migraciones a los más remotos confines del
Pacífico; primero alcanzaron las islas Samoa, luego las Marquesas y las islas
de la Sociedad y, por fin, entre el 700 y el 1000 d.C. llegaron hasta las islas
Hawai, Nueva Zelanda y la isla de Pascua. En estos últimos puntos, la ocupación
no se hizo estable hasta una posterior migración, probablemente en el siglo
XIII d.C.
Los polinesios son gentes de elevada
estatura, piel de color claro, algo oliváceo, cabello negro, liso u ondulado, y
facciones bastante parecidas a las europeas. A pesar de las vicisitudes
sufridas a lo largo de sus migraciones, y de las enormes distancias que
separaban a las esparcidas islas, la cultura polinesia, al contrario que la
melanesia, posee una gran unidad y una extraordinaria capacidad de adaptación a
las condiciones que les imponía la naturaleza, desde los cálidos archipiélagos
de la Polinesia central a las frías latitudes de Nueva Zelanda y a la aridez de
la isla de Pascua. Por otra parte, su espíritu abierto a cualquier novedad les
ha impulsado a asimilar todo aquello que les ha parecido positivo de la cultura
occidental, desechando rápidamente su propia cultura.
En realidad, su cultura material era muy
simple. Vivían de la pesca y de la recolección de moluscos, así como de la agricultura,
del ñame y el taro.
Cuando sus antepasados partieron de
Indonesia conocían los procedimientos para obtener metales, pero como en las
pequeñas islas no existían yacimientos utilizables, se vieron obligados a hacer
sus instrumentos cortantes con piedra tallada; aunque habían conocido el telar,
la falta de vegetales que produjeran fibras les llevó a aprovechar la parte
interior de la corteza de las moreras para obtener un material suave que, una
vez batanado, proporcionaba grandes piezas de una especie de tela (la tapa),
que se utilizaba tanto para vestir como para protegerse del frío de la noche,
usándolo como cobertor. Por carencia de una arcilla maleable en las islas
pequeñas, dejaron de hacer cerámica, y cocían los alimentos en hornos de piedra
recubiertos de tierra.
En cambio, tenían una organización
social muy compleja, conceptos religiosos muy profundos y un arte espléndido y
variado que incluía una rica literatura, transmitida oralmente.
Los polinesios divinizaban y
personalizaban las fuerzas de la naturaleza -dioses del cielo, del mar, de la
tierra, de las tempestades- y también tenían divinidades que personalizaban
conceptos abstractos -dios de la guerra-. Estos dioses podían ser representados
y se ofrecía culto a sus imágenes en lugares sagrados, a los que era tabú
acercarse para el pueblo común. También se veneraba al espíritu de los
antepasados.
La sociedad polinesia estaba dividida en
clases cerradas. Las más elevadas eran las que se entroncaban con los ancestros
que formaron parte de las primeras migraciones. Los miembros de esta clase se
casaban siempre entre ellos para no perder la fuerza -el mana- que provenía de sus antepasados; para ellos era tabú el
contacto con las clases inferiores, mientras que para los individuos de estas
clases era asimismo tabú rozarse con las clases elevadas, cuyo mana era tan poderoso que podía
aniquilarlos.
Un miembro de la clase superior,
probablemente el descendiente directo de un ancestro sagrado ostentaba la
jefatura, que, en algunos archipiélagos, como en las islas Hawai, llegó a ser
una monarquía absoluta.
Otras clases importantes eran las de los
artesanos, especialmente la de los constructores de canoas. Las embarcaciones
polinésicas estaban construidas con planchas ensambladas, perfectamente unidas y
calafateadas; su navegabilidad era extraordinaria gracias al uso de flotadores,
o balancines, que podían colocarse a ambos lados de la canoa, o a un solo lado.
Para las largas migraciones por el Pacífico, como las que les llevaron hasta
Nueva Zelanda o las Hawai, que podían durar varios meses sin apenas avistar
tierras, se usaban dos grandes canoas unidas entre sí por una serie de largos
maderos, dispuestos transversalmente entre ambas. Sobre estos maderos se
colocaban plataformas, gracias a las cuales podían transportar un elevado
número de hombres, animales y los útiles para la pesca y el cultivo.
Este sistema social aparece con ligeras
variaciones en toda Polinesia. Lo mismo sucede con los conceptos religiosos
básicos, si bien, curiosamente, en ciertas islas prácticamente no se rendía
culto a los dioses, porque, al invocar su ayuda en alguna ocasión, se había
comprobado su ineficacia, por lo cual se consideraba que habían perdido su mana.
Si la religión y la estructura social se
manifestaban de modo semejante en toda la zona, el arte, en cuanto venía en
cierto modo determinado por la abundancia o escasez de ciertos materiales, en
los cuales se expresaba, variaba bastante de un punto a otro, siendo en general
los archipiélagos compuestos por islas de un tamaño considerable, los creadores
de estilos artísticos de mayor interés. Por este motivo, será a esas islas a
las que se dirigirá la atención en las siguientes páginas, en la imposibilidad
de estudiar en tan breve espacio las innumerables variaciones que ofrecen las
pequeñas islas.
Fuente:
Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Savat.