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Artistas de la A a la Z

La arquitectura florentina

A fines del año 1417, Martín V, patricio romano de la familia de los Colonna, elegido Papa en Basilea, decidía trasladar a Roma la Corte pontificia que residía en Aviñón. Este hecho trascendental acabaría de concentrar en Italia el humanismo renaciente, cuyo progreso se había retrasado durante el tiempo que los papas habían estado en Aviñón, por obra de las relaciones entre la cultura italiana y la francesa, gótica. Martín V pasó primero a Mantua y después a Florencia, esperando el momento propicio de entrar en la antigua capital del Papado. Pero el estado de Roma, tanto tiempo abandonada a las discordias de las familias patricias, no era a propósito para que pudiera en seguida instalarse allí una Corte fastuosa como la que venía de Aviñón. 

Detalle de uno de los medallones
con la efigie de San Juan y el
águila simbólica, del interior de
la cúpula de la capilla de los Pazzi
(iglesia de la Santa Croce de Flo-
rencia), obra del arquitecto
Filippo Brunelleschi. Los medallones,
en los que se representan los cuatro
Evangelistas, son obra de Lucca

   Los dos primeros Papas, después del regreso de la Corte pontificia a Roma, Martín V y Eugenio IV, no consiguieron hacer más que restablecer su poder y asegurar su autoridad sobre la capital; el territorio del Lacio continuó en poder de los barones feudales. Para los papas sucesivos esta preocupación subsistió a lo largo del siglo XV; puede decirse que sólo la enérgica audacia de Alejandro VI, el segundo Papa de la familia Borja o Borgia, consiguió acabar con la tiranía de las familias romanas que desafiaban al Papado. Por esto Roma, que más tarde será el centro del arte italiano, durante el siglo XV ocupa un lugar secundario en la historia de los orígenes del Renacimiento.

Vista de Florencia de Giorgio Vasari (Palazzo Vecchio, Florencia). En este fresco, debido al pincel del pintor y biógrafo de los artistas italianos del Renacimiento, Vasari, que representa una visión bélica de Florencia, sobresale la silueta de la catedral de la ciudad, con su enorme cúpula que resalta por su majestuosidad y volumen sobre todos los edificios y que caracterizará para siempre a la ciudad del Arno. La obra de Brunelleschi "parecía una nueva colina que hubiese nacido en medio de las casas; las graciosas colinas toscanas de los alrededores la reconocieron enseguida por su hermana", al decir de los cronistas contemporáneos. En el Renacimiento, Miguel Angel se inspiró en la cúpula de Brunelleschi para realizar la de San Pedro del Vaticano de Roma. 

   Toda la gloria de haber aceptado e impulsado este gran movimiento espiritual durante más de un siglo toca casi exclusivamente a Florencia. Al comenzar el siglo XV esta ciudad había conseguido imponer su hegemonía sobre toda la Toscana, desde el alto valle del Casentino, que riega el Arno con sus perezosos giros, hasta Pisa, la antigua rival sometida, y Siena, también vencida, con las ciudades de Arezzo, Cortona, Prato, Lucca y Pistoia, convertidas, gracias a la atracción de las ideas, en suburbios espirituales de Florencia. Había ya en Florencia una escuela artística en plena evolución: desde que Arnolfo trajo a su patria la tradición de los escultores pisanos, es Florencia la que mantiene las conquistas y de ella parten los que van a Nápoles y al norte de Italia para difundir el nuevo estilo escultórico. En pintura, el arte sienés, refinado y aristocrático, no había sido más que un episodio; en cambio, los discípulos florentinos de Giotto continuaban progresando ininterrumpidamente por el camino fecundo de la inspiración en la naturaleza.

El Campanile de Florencia, edificado a partir de los dibujos de Giotto, es una obra perteneciente al gótico tardío. Los colores blancos y grises utilizados en esta construcción arquitectónica dotan al conjunto de un gran equilibrio y serenidad. La restauración que se hizo hace unos años tanto de la Catedral, como el Baptisterio y el Campanile, les devolvió todo el esplendor de antaño. 
   La arquitectura, sin embargo, se resistía a las innovaciones; se iba conservando gótica, del gótico híbrido que había empleado Giovanni Pisano en el Camposanto de Pisa, gótico sólo en las formas de los elementos, pero revestido de mármoles y ordenado con otras proporciones que el estilo gótico francés, dominante en toda Europa.

   La obra más importante que se ejecutaba en Florencia por entonces era la catedral, dedicada de antiguo a Santa Reparada, pero que en la nueva obra se consagraría a la Madre de Dios con el título de Santa Maria del Fiore. La catedral de Florencia, si no fuese por la cúpula de Brunelleschi, de la que se tratará más adelante, sería sólo un vasto edificio, gris y frío por dentro, y con rica decoración de mármoles en sus fachadas exteriores. En Florencia no se ven sino recuadros y más recuadros en los inmensos muros mil veces subdivididos. Tan sólo en las puertas laterales los primeros escultores de una escuela ya florentina labran graciosos relieves en los altos tímpanos sobre las ojivas singulares. Quizá la más hermosa de estas puertas es la llamada "de la Mandorla", esculpida por Nanni di Banco en 1421.

   Al lado de la catedral se levanta el campanile, también todo de mármoles, ostentando aún la forma ojival en las ventanas, partidas con ajimeces. El proyecto del campanile fue encargado a Giotto en 1334 y se sabe que los cimientos se colocaron el mismo año. La tradición supone que el gran pintor esculpió algunos relieves de la base, en los cuales se ve ciertamente el soplo vivificante de su estilo. Pero el campanile de Florencia es una obra que se extendió muchos años y ocupó a varios maestros, y parece muy dudoso que Giotto, que murió tres años después de haberse iniciado y que -en ese tiempo- estuvo entregado a múltiples trabajos, pudiera hacer más que dar la traza para una construcción de tanta importancia. Ejecutado durante dos generaciones, el campanile florentino es una de las joyas de la humanidad; todo está en él sabiamente dispuesto para lograr su efecto de gracia y hermosura. La bella torre cuadrada está dividida con un plan armónico de zonas horizontales: la primera es un basamento inferior, bajo, con relieves; encima otra zona ya más ancha con esculturas; después un piso con ventanas; más arriba aún, otras ventanas más altas, y, por fin, el último nivel, con un solo ventanal muy airoso y la cornisa de remate. Nada hay de nuevo ni de extraordinario; con todo no resulta fácil describir el efecto que provoca la visión de esa torre: las medidas son tan acompasadas, hay una proporción tan elegante en las fajas que subdividen la enhiesta mole de 82 metros de altura, que sólo puede dar idea de su encanto su propia contemplación.


Vista de los tejados de Florencia, entre los cuales surge esplendorosa la mole de la catedral, limitada, a la izquierda, por el Campanile, una de las últimas obras del gótico tardío italiano, y, a la derecha, por la masa de la cúpula de Brunelleschi, una de las primeras obras del nuevo estilo que estaba gestándose. Sin estridencias de ninguna clase, la cúpula anuncia la infusión de un nuevo espíritu en la piedra y en las formas características del antiguo estilo. Su construcción, sin armazón de sostén, fue el resultado de una solución tan ingeniosa como audaz. 
   Las formas de las ventanas son todavía góticas; en cambio, en el famoso pórtico-museo, llamado la Loggía dei Lanzi, que está enfrente del Palacio de la Señoría y fue edificado entre 1375 y 1381, aparecen ya los arcos de medio punto apoyados sobre una especie de parodia de capiteles corintios y de entablamento clásico. A pesar de su belleza singular, se comprende que este arte híbrido no podía contentar a los espíritus selectos de la Italia central, consagrados al estudio e imitación de la antigüedad griega y romana mientras se descubrían nuevos manuscritos antiguos. Los eruditos se hallaban tan interesados por la historia y la mitología clásicas, que estudiaban y traducían el griego por vez primera, después de tantos siglos de ignorancia en la Europa occidental.

   Este movimiento que arrastraba a eruditos, escritores, filósofos, políticos y artistas, llamado Renacimiento, tenía -en realidad- profundas raíces sociales. Igual que el estilo gótico reflejaba la sensibilidad y la concepción del mundo de los habitantes de las ciudades del norte de Francia, bajo la dirección de sus poderosos obispos, el Renacimiento tuvo como base social el grupo de ricos mercaderes y banqueros de Florencia.

Porche de la Loggia dei Lanzi, Florencia. En esta Logia, ubicada en la plaza de la Señoría, están situadas varias esculturas que a lo largo del tiempo se fueron añadiendo en este espacio, como El rapto de las sabinas, obra maestra de Giambologna, Perseo con cabeza de Medusa de Benvenuto Cellini y, entre otras, una copia del David dMiguel Ángel, cuyo original se encuentra en el Museo de la Academia de Florencia.

   Los Médicis, los Pitti, los Rucellai, los Strozzi y tantos otros fueron los promotores del nuevo estilo y de su buen gusto. Especialmente, los Médicis que tenían sucursales de sus negocios en Londres, Brujas, Gante, Lyon, Aviñón y Venecia, y que desde hacía decenios venían siendo los jefes del partido güelfo o popular. Cosme de Médicis, llamado el Viejo, logró para él y sus descendientes, durante todo el siglo XV, conservar el poder en Florencia sin tener jamás ningún título oficial. Su habilidad consistía en hacer coincidir sus intereses particulares con la conveniencia de la mayoría de los ciudadanos floren tinos. Cosme el Viejo y su nieto Lorenzo, llamado el Magnífico, eran hombres de espíritu cultivado y gusto certero que crearon en su casa un cenáculo de filósofos y artistas apasionados por la Grecia antigua y la filosofía de Platón.


⇦ Buggiano inmortalizó la efigie de Filippo Brunelleschi en este medallón (catedral de Florencia) y lo vio como un hombre voluntarioso y decidido. Los ropajes con los que le ha representado tienen cierto aire clásico, por los numerosos pliegues del traje. El medallón señala la ubicación de la tumba del genial arquitecto.

   La fascinación que sobre ellos ejercía "la antigüedad" -a la que concebían como una mezcla arbitraria de caracteres griegos y romanos- tenía motivos no sólo estéticos, sino sociales. Como el estudio del pasado griego y romano era únicamente accesible a la elite intelectual, los pintores, escultores y arquitectos, que hasta entonces habían sido considerados artesanos poseedores de un oficio, al mismo título que los carpinteros y zapateros, se entregaron al estudio del arte antiguo no sólo porque sus formas les gustaban, sino porque les proporcionaba un prestigio social. En efecto, fue a partir del Renacimiento -y precisamente en Florencia- cuando los artistas importantes empezaron a ser colmados de honores y considerados intelectuales como los hombres de letras, en lugar de pertenecientes a un oficio manual, que es la categoría social en la que estuvieron encuadrados durante la Edad Media. Quizá Cosme de Médicis fuera el primero que reconoció el genio de un pintor al calificarlo de divino.

   Dentro del cenáculo de los Médicis, en la segunda mitad del siglo XV, se celebraba la fecha supuesta del aniversario de Platón; el humanista Marsilio Ficino intentaba conciliar platonismo y cristianismo, y su discípulo Pico della Mirándola rehabilitaba el paganismo por su sentido de la belleza. Allí se predicaba una especie de mezcla de helenismo y cristianismo según el cual el amor divino es el que impulsa a buscar en los otros seres humanos la belleza del cuerpo y la del alma. Por entonces, Lorenzo el Magnífico escribió su célebre poema:

        Quant'e bella giovinezza,
        che si fugge tuttavia.
        Chi vuol esser lieto sia;
        di doman' non c'é certezza.

   (Qué bella es la juventud, / que huye tan deprisa. / Quien quiera ser feliz, séalo; / nada cierto hay sobre el mañana.)

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

León Battista Alberti


Fachada principal de la iglesia de San Andrés de León Battista Alberti, en Mantua. Esta fachada está dividida en tres cuerpos, con la particularidad de que en el central se adopta la forma del arco de triunfo romano. La remata un frontón, también de tipo clásico, y está coronada por un arco. 

Alberti era el destinado a extender fuera de Toscana el estilo nuevo en arquitectura. Por encargo de la familia Gonzaga construyó en Mantua una iglesia dedicada a San Andrés, que es simplemente una planta de cruz latina y una sola nave con una gran bóveda y una cúpula en el crucero. Así serán después la mayoría de las iglesias del Renacimiento; el esfuerzo de la bóveda de medio punto sobre la nave única se halla contrarrestado por las capillas laterales que ocupan el lugar antes reservado a las naves laterales; aquí estas capillas se abren a la nave central mediante arcos alternativamente altos y anchos, y bajos y estrechos. La idea de Brunelleschi de construir las iglesias según el tipo de las basílicas clásicas de techo plano aparece rectificada por esta solución de León Bautista Alberti, que será definitiva. San Lorenzo y el Santo Spirito, de Florencia, quedarán como tentativas ideales de un genial enamorado de la antigüedad en sus formas simples de las basílicas.

   En cambio, León Bautista Alberti va a buscar sus modelos en las construcciones abovedadas de las grandes termas romanas, que permiten dar mayor anchura a las naves. Las naves laterales han desaparecido, y las capillas abiertas a la nave central única, que han ocupado su lugar, se convierten en una serie de centros de interés secundario que acompañan a la gran nave y parecen darle aún mayor anchura.

   Las columnas han desaparecido también y han sido sustituidas por pilares gigantescos. San Andrés de Mantua, aunque desfigurado hoy por una profusa decoración interior, es un monumento de importancia decisiva, cuya disposición será imitada por todas las iglesias renacentistas y barrocas.

Interior de la iglesia de San Andrés, en Mantua, de una sola nave y cruz latina y cubierta por bóveda de cañón, obra de Alberti. La cúpula y toda la decoración de grutescos no figuraban en el proyecto inicial. En los muros hay dos órdenes de pilastras: las mayores sostienen un entablamento del que parte la bóveda principal; en las menores se apoyan los arcos y las bóvedas de las capillas, perpendiculares a aquélla. 
   De familia desterrada, pero florentina, Alberti reunía a los conocimientos técnicos una vasta erudición, y además de sus construcciones, propagó el estilo con sus escritos. Sin un instinto arquitectónico tan extremado como el de Brunelleschi, era también muy práctico en construcción, conocía los escritos técnicos de los antiguos y tenía un gusto refinado para combinar elementos decorativos. Los temas ornamentales de la antigüedad no eran suficientes para estas arquitecturas del humanismo, llenas de conceptos intelectuales de un sentido nuevo, que hubiese sido extraño para los antiguos; por esto la casual circunstancia de reunirse los conocimientos de arquitectura y construcción en la mente de un hombre de letras como Alberti, favoreció el desarrollo de la plástica de las nuevas representaciones figuradas. Alberti era un caballero prestigioso que unía la fama de su brillante conversación a las cualidades de un gran atleta (se dice que podía saltar con los pies juntos sobre la cabeza de un hombre). Además, escribía comedias, componía mú­sica y pintaba, y estudiaba las ciencias físicas y matemáticas.

Fachada de la iglesia de Santa María Novella de León Battista Alberti, en Florencia. Giovanni Rucellai encargó a Alberti la finalización de la fachada de la iglesia. El arquitecto respetó la parte baja y trazó el sedar más alto de la planta baja, así como el cuerpo superior, que oculta la nave central, al que dotó de un frontón. Amplias volutas constituyen la transición entre la nave central y la cubierta de los espacios laterales. 
   En un templo consagrado aparentemente a San Francisco, pero en realidad dedicado a glorificar al señor de Rímini, Sigismondo Pandolfo Malatesta y a los suyos: el Templo Malatestiano (gravísimamente dañado por bombardeos aéreos en los años 1943 y 1944, y hoy totalmente reconstruido), creó Alberti uno de los más extraordinarios edificios de la época.

   Exteriormente apenas tiene decoración; sólo en las fachadas laterales hay unos nichos en arcos de medio punto para los sarcófagos de los capitanes que acompañaron a Malatesta en sus campañas, su bufón, su cronista y músico, y su poeta áulico. Esta serie de arcadas ciegas, separadas por fuertes pilares, recuerda más que cualquier otra construcción del siglo XV la arquitectura romana de los Flavios. La fachada principal del templo de Rímini -iniciada en 1446 y aún sin terminar- fue la primera de Europa en la que el arco de triunfo romano se utilizó para la arquitectura religiosa. No hay duda que Alberti estaba obsesionado, muchísimo más que Brunelleschi, por resucitar la antigüedad clásica.

   En el interior lo que se hizo es bastante para causar admiración; a cada lado de la nave central, capillas profusamente decoradas mediante relieves con representaciones de las Virtudes, de los Planetas, de las Artes ... Una capilla contiene el sepulcro de la amada de Malatesta, la diva Isotta, que es la inspiradora del monumento; otra capilla era para el propio Sigismondo Pandolfo. 

Templo Malatestiano de Rímini de León Battista Alberti. Las arcadas ciegas laterales albergan los sarcófagos de los capitanes de Sigismondo Pandolfo Malatesta y también los de su bufón, su cronista y su poeta aúlico. 
   Todo en el Templo Malatestiano revela la gran renovación de conceptos que se realizaba en aquella hora del comenzar del Renacimiento. El señor de Rímini y su arquitecto, disponiendo este templo para su culto personal y el de una mujer, obraban como discípulos más celosos que sus propios maestros, los antiguos. El cesarismo intelectual, la vida pagana que trataban de imitar hasta en sus extravíos, llevaba a estos primeros hombres modernos a ejecutar geniales extravagancias. Pero la maravilla del templo de Rímini es indiscutiblemente su decoración; los relieves, policromados con los colores del blasón de los Malatesta, azul y plata, contrastan aristocráticamente con las partes de mármol, en su color blanco natural.

   Las escenas representadas suponen, generalmente, un singular esfuerzo hacia el paganismo: trofeos, coronas, triunfos de los Malatesta y virtudes de Isotta, la nueva diosa; su monograma aparece por doquier dando testimonio de que aquella construcción le ha sido dedicada. Sigismondo Pandolfo Malatesta fue el típico tirano del Renacimiento, cruel, sin escrúpulos, pero fascinado por las artes y las nuevas ciencias.

Fachada principal del Templo Malatestiano de Rímini de Alberti. La fachada se inició en 1446 y, aun inacabada, sorprende por su sencillez clásica inspirada en el antiguo arte imperial. Esta iglesia fue la primera en adoptar el arco triunfal romano para la arquitectura religiosa, otro signo evidente del paganismo de la corte del terrible Malatesta, tan fascinado por las artes y las ciencias. 
   El mismo año 1446, el rico mercader florentino Giovanni Rucellai hizo comenzar las obras de su palacio en Florencia, que aún lleva su nombre. Dirigió los trabajos Bernardo Rossellino, siguiendo los dibujos y planos que había enviado Alberti. Más que el patio, interesa la fachada de tres pisos, cuyas pilastras dóricas en la planta baja, jónicas en el primero y corintias en el segundo, acompasan la fachada verticalmente. Tres cornisas, dibujadas con una exquisita sensibilidad, subrayan las separaciones horizontales. La última de estas cornisas, más antigua que la de Michelozzi en el palacio de los Médicis, es la primera que en Florencia sustituyó los viejos aleros de los tejados medievales. Con la fachada del palacio Rucellai, Alberti creó un modelo de superposición de los órdenes clásicos que fue imitado durante más de 400 años.

Templo Malatestiano de Rímini de Alberti. Detalle de las arcadas ciegas que albergan los sarcófagos, y a las que se intercalan unos sencillos tondos, que rodean todo el edificio.
   Alberti, después de sus trabajos en Mantua y Rí¬mini, pasó a Roma, adonde le reclamó el nuevo papa Nicolás V, erudito de gran renombre, quien, a pesar de haber nacido en Liguria, forma parte del grupo de humanistas de Florencia. Para poder continuar sus estudios en Toscana, Tomás Parentucelli, que luego fue Nicolás V, había tenido que desempeñar el cargo de preceptor de varios jóvenes de familias ricas de Florencia, como los Albizzi y los Strozzi.

   Cuando pocos años después, gracias a tan rápida como merecida fortuna y por sorprendente decisión del cónclave, era elevado a la suprema dignidad de la Iglesia, Cosme de Médicis, estimando el gran honor que recaía en Florencia, le mandó una brillante embajada de salutación. Nicolás V tomó partido resueltamente por el Renacimiento florentino, y como su piedad sincera no despertaba sospechas, pudo abrir la Iglesia, sin recelo de nadie, al humanismo renaciente. Es natural que Nicolás V quisiera tener a su lado, para las grandes obras arquitectónicas que proyectaba, a un arquitecto florentino, y éste no podía ser otro que León Bautista Alberti.

   El Papa bibliófilo y el arquitecto humanista trazaron un proyecto quimérico de ciudad ideal, del que sabemos algo por los libros de Alberti: De  re aedificatoria. El programa se redujo, naturalmente; pero la obra principal, que debía ser la nueva iglesia sobre el sepulcro de San Pedro, fue comenzada derribando la parte posterior de la venerable basílica vaticana. Alberti no hizo más que empezar los cimientos del nuevo ábside; sin embargo, la concienzuda dirección del gran florentino permitió un siglo más tarde a Bramante y a Miguel Ángel levantar los colosales muros que habían de sostener la cúpula actual de San Pedro.

   Fue elevado también a la silla pontificia por sus méritos literarios el humanista sienés Eneas Silvia Piccolomini, traductor de textos griegos y autor de amenísimos escritos. Con el nombre de Pío II, Eneas Silvia Piccolomini gobernó la Iglesia continuando la obra de Nicolás V.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Giorgio De Chirico

"Los autómatas ya se multiplican y sueñan". Esta frase, siempre que se la ha encontrado, ha hecho surgir de forma inevitable en los espíritus la imagen de un cuadro de Giorgio De Chirico. La figura de este artista es, sin duda, una de las más fascinantes de las que recorrieron Europa en las primeras décadas del siglo XX. Para seguir el rastro de De Chirico hay que remontarse mucho antes del nacimiento del surrealismo, entre 1911 y 1917. En aquellos años, solo y contra la corriente de lo que entonces se llamaba espíritu moderno, el "Maestro de los Enigmas" situaba el decorado de un universo visionario, no en el sentido de un apocalipsis, sino unido a una visión totalmente vuelta hacia el interior, hacia la cara oculta del ser. Su arte, de este modo, resultaba ser una visión interior de gran poder subyugador. Plazas desiertas bordeadas por palacios con arcadas, pórticos, estatuas y algunos paseantes solitarios que proyectan a lo lejos, en el atardecer, sus sombras alargadas, perdiéndose la angustiosa perspectiva en un horizonte verdoso, atravesando una locomotora y sus vagones la escena y arrastrando consigo su penacho de humo, el vacío por doquier, la ausencia, cierta emoción a la espera de alguna manifestación inimaginable; éstos fueron algunos de los medios de gran simplicidad con los que De Chirico lograba traducir lo que Nerval llamaba "la efusión del sueño en la vida real".


El regreso del poeta de Giorgio De Chirico (Colección particular). Una tela de 1911, que indujo a Breton a comparar al pintor con el poeta precursor del surrealismo, el enigmático lsidore Ducasse, más conocido por su seudónimo de conde de Lautréamont.  


La conquista del filósofo de Giorgio De Chirico (lnstitute of Art, Chicago). Esta obra fue pintada en 1914, año en que el artista realizaba también el famoso retrato premonitorio de su amigo Apollinaire. Las extrañas arquitecturas rectilíneas clásicas, las heladas estaciones de ferrocarril evocan su infancia, transcurrida en Grecia donde su padre dirigía la construcción de una línea de tren. Los objetos Insólitos en primer término parecen ilustrar la célebre frase del conde de Lautréamont: "hermoso como el encuentro casual de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones".

Sus obras transmiten todavía hoy en día sentimientos de profundo extrañamiento, una suerte de desesperanza que de tan asumida ya no duele, sino que se antoja una condena de por vida contra la cual ya no vale la pena ni dolerse ni mucho menos cualquier atisbo de rebelión. De Chirico logra comunicar sentimientos de tristeza ontológica y de magia sombría, una nostalgia que parece imantar desde estas obras que, además, quedaban no sólo acentuadas por la calidad de los títulos pues éstos amplificaban el efecto de las mismas. Valgan, como ejemplo, algunos de los títulos, como Misterio y melancolía de una calle, el Enigma de la hora, Nostalgia del infinito y otros. Por otro lado, a la época de las estatuas y las arcadas debía suceder la de los maniquíes y de los interiores, coincidiendo con el nacimiento de la escuela metafísica. Indudablemente, la obra maestra de la citada escuela es las Musas inquietantes (colección Gianni Mattioli). Los maniquíes sin rostro, erguidos en medio de un lugar desierto ante el lejano perfil del castillo de Este, con juguetes y accesorios a sus pies, son la imagen misma de los durmientes, inspirados de la época de los "sueños". A continuación, De Chirico renegó de estas obras, de las que podría pensarse que le fueron dictadas por "otro" que había en él.


Musas inquietantes de Giorgio De Chirico (Colección Gianni Mattioli, Milán). Antes de que apareciera el Manifiesto del Surrealismo en 1924, con el que escritores y poetas iniciaban uno de los más apasionantes movimientos del arte contemporáneo, un extraño pintor, De Chirico, venía explorando el mundo enigmático del ensueño desde 1911 . Estas musas, de 1916, recortan su silueta escalofriante contra el fondo del Castillo de Este en Ferrara. 


Héctor y Andrómaca de Giorgio De Chirico (Colección Gianni Mattioli, Milán). Obra pintada en 1924, época de los maniquíes y de los interiores densos, que el propio pintor adscribiría a la escuela metafísica, y que sucedió a la primera época de las estatuas y las arcadas, de las plazas desiertas y las estaciones de ferrocarril. De todo ello, de ambas épocas, habría de renegar De Chirico, abandonando una obra de interés extraordinario, única, para dedicarse a una pintura conformista y adocenada. 

Lo importante de estas obras es que se convirtieron en pioneras del nuevo movimiento que habría de venir.
        
Eran ya plenamente surrealistas antes de la constitución del surrealismo y tuvieron efectos determinantes sobre algunos de los pintores que le dieron carácter: Max ErnstMan Ray, Yves TanguyRené Magritte y Salvador Dalí, entre otros.



Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

El Manifiesto del Surrealismo

Precisamente, fue Breton quien escribiera el manifiesta con el que nacía de forma "oficial" -valga la paradoja para un movimiento que no quería serlo- el surrealismo. En ocasión de la publicación del manifiesto, alrededor de Breton se encontraban Louis Aragon, Paul Eluard, Benjamin Péret, René Crevel, Robert Desnos, Georges Limbour, Georges Malkine, Philippe Soupault, Max Morise, Joseph Delteil, Pierre Naville, Francis Gérard, Roger Vitrac, Jacques André Boiffard, Jacques Baron, Max Emst, Man Ray, Jean Carrive, Antonin Artaud, Charles Baron, Georges Auric, Théodore Fraenkel, Francis Picabia, Marcel Duchamp, Marcel Noll, Jean Paulhan, Georges Ribemont-Dessaignes y Pierre de Massot. Casi in mediatamente después se unieron a ellos André Masson, Michel Leiris, Joan Miró y Roland Tual. Era una asamblea resplandeciente, si se tiene en cuenta que dos terceras partes de ellos han dejado huella de su paso con obras significativas en varios aspectos y esenciales en muchos casos.

El mismo año se inauguraba, en el número 15 de la calle Grenelle, el Centro de Investigaciones Surrealistas, al que Aragon calificó de "romántico albergue para las ideas indeseables y las rebeliones perseguidas". Finalmente, el 1 de diciembre de 1924 apareció el primer número de La Révolution Surréaliste, con un Préface firmado por J. A Boiffard, P. Eluard y R. Vitrac, que empezaba así: "Como el proceso del conocimiento ya no tiene lugar y la inteligencia no se tiene ya en cuenta, sólo el sueño deja íntegro el derecho del hombre a la libertad. Gracias al sueño, la muerte no tiene ya un sentido oscuro y el sentido de la vida se vuelve diferente". Luego se encuentra esta frase que justifica el análisis realizado del "movimiento desenfocado": "Todo es murmullo, coincidencia; el silencio y la llama arrebatan su propia revelación".

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Max Ernst y Masson

Sin duda, Max Ernst estaba predestinado a convertirse en el "ilustre forjador de sueños", por utilizar la expresión que él mismo dio como título a una de sus obras. Cuando era niño, de noche, antes de dormirse, contemplaba con fijeza un panel de caoba colocado a los pies de su cama y, en las vetas y nudos de la madera, descifraba escenas fabulosas: "un terremoto muy suave", "muchachas en posturas bonitas", "100.000 palomas". Estas visiones de somnolencia reaparecieron con mayor intensidad en 1925, cuando Max Ernst, contemplando en Pornic, Bretaña, las tiras de parquet de su cuarto del hotel, raídas y desteñidas, pensó en poner sobre ellas una hoja de papel de dibujo y restregarla con la mina de lápiz. Obtuvo así la impresión de la estructura desigual que había excitado su espíritu. Ya no quedaba más que "leer" en las formas así obtenidas el paisaje o el tema imaginarios, adaptarlas con acentuaciones o con retoques a las exigencias de la inspiración, fijándolas por fin en su ser con la ayuda de un título tan extraño como la misma imagen. El frottage así inventado provocaba en Ernst "la irritación de sus facultades visionarias" y le permitía "asistir como espectador al nacimiento de la mayoría de sus obras".

Como Marcel Duchamp, Max Ernst siempre tuvo por Leonardo da Vinci una admiración sin reservas, y fue en su Tratado de la pintura donde halló desde el principio la justificación de su propia búsqueda: "No es de despreciar, en mi opinión, si te acuerdas qué aspectos, ciertas veces, te has parado a contemplar en las manchas de las paredes, en la ceniza del hogar, en las nubes o arroyos: y si los consideras atentamente descubrirás en ellos inventos muy admirables.". Hay ahí el reclamo imperioso del valor absoluto de las grandes analogías, cuyo sentido ha sabido encontrar de nuevo el surrealismo y que el poeta-pintor Max Ernst supo poner en evidencia, con una capacidad de renovación sin igual a lo largo de toda su vida. Collages, frottages, calcomanías y ensamblajes, todos los procedimientos que en cualquier otro no constituirían más que técnicas, pertenecían para él al nivel de las "operaciones", como si su mano de zahori hubiese sido capacitada espontáneamente por alguna iniciación alquimista. Sorprendió considerablemente que en 1957 Bretón, suspicaz y febril, consintiera, a petición de algunos estúpidos que le acompañaban entonces, en "excluir" a Max Ernst del surrealismo. Se trataba, según la expresión deTalleyrand,"de algo peor que un crimen: un error", pues él era el auténtico "Mago del Surrealismo".



Jardín traga-aviones de Max Ernst (Colección Simone Collinet, París). Para este artista, la naturaleza jamás fue un refugio plácido. Desde la jungla donde anida una fauna terrorífica hasta los minerales que se mueven, el tema de la naturaleza carnívora halla su máximo exponente en esta acuarela de 1935, que pertenece a la serie de este título. 

La mujer tambaleante de Max Ernst (Kunstsammlung Nordrhein Westfalen, Düsseldorf). En 1923, cuando pintó esta obra, Ernst ya era un surrealista, incluso antes de que se publicara el manifiesto de Breton (1924). Por ello, Breton escribirá: "Guiado por la luz inmensa ... que Max Ernst fue el primero en hacer visible ... ". Su imaginación exaltada y su cultura filosófica convierten sus obras en una fantasmagoría, jamás exenta de humor. Es el ilustrador de los más íntimos deseos, de los más secretos sueños que ponen al descubierto el mundo hermético del inconsciente.  

La ninfa Eco de Max Ernst (Museum of Modern Art, Nueva York). Obra de 1936 que alude a un tema particularmente repetido. La fantasía anárquica de la naturaleza, con toda su ferocidad, viene a ser como una metáfora de la naturaleza humana, un signo de un mundo que se desmorona, devorándose a sí mismo. 

La alegría de vivir de Max Ernst (Colección particular). El paisaje natural, que ya aparece en el repertorio de este artista en la década de 1920, alcanza su punto culminante en esta obra de 1936. Su carácter eminentemente naturalista no le impide conseguir un efecto por completo traumatizante. La naturaleza aparece no sólo hostil, sino en proceso de degradación. Se trata quizá de una impresión grabada de forma indeleble en su imaginación, cuando el pintor vivió la obsesión de los impresionantes bosques que circundan la pequeña localidad de Brühl que le vio nacer. 

André Masson, con sus amigos Antonin Artaud, Michel Leiris, Georges Limbour y Roland Tual, entró en el surrealismo aproximadamente al mismo tiempo que aparecía el Manifiesto de André Bretón. A decir verdad, Limbour había ya participado en las reuniones del grupo en la época de los "sueños" y mantenía informados a sus amigos de las sesiones reveladoras a las que había asistido. Masson tenía por vecino, en su estudio de la calle Blomet, al catalán Joan Miró, y más allá, en la misma calle, vivían juntos, en una especie de cochera situada en el fondo de un patio, Robert Desnos y Georges Malkine. Masson, a quien un obús había desgarrado el pecho en el Chemin des Dames, arrastraba con él una insaciable virulencia contra la condición humana, a la que se oponía una visión casi extática de una posible reconciliación entre el hombre y el universo. Las primeras pinturas de Masson que vio Bretón, los Cuatro elementos, y las Constelaciones, eran herméticas y densas como cartas de tarot y, al mismo tiempo, denotaban el estremecimiento de toda la sensibilidad angustiada de un hombre vulnerable a los raptos de misticismo. Del mismo modo que con los Champs magnétiques Bretón y Soupault habían alcanzado una aceleración de la velocidad de escritura que les permitía abolir los controles, también Masson, con los “dibujos automáticos" que están reproducidos en la Révolution Surréaliste, se había impuesto una tal rapidez de dibujo que se podía decir que la imagen nacía de su lápiz o de su pluma sin que ni siquiera fuera consciente de ello. Esta capacidad de distensión y de disparo de la grafía, semejante a una flecha o a un cohete, se da en todas las fases de su obra y constituye, si así puede decirse, la estampilla por la que puede ser inmediatamente identificada. Las Matanzas, los Sacrificios, las Metamorfosis y los Laberintos se presentan como otras tantas constantes que revelan las preocupaciones metafísicas del artista. La esencia de los grandes mitos griegos, Eros, Tánatos y Dionisos, recobra en su obra una nueva vida, y pocos artistas habrán llevado tan lejos como él, y con tanta pasión, la búsqueda enfebrecida de las "correspondencias". A este respecto, hay una correlación entre la obra de André Masson y la de Max Ernst. Este ha cantado igualmente las Bodas químicas y los Dioses oscuros, así como las Selvas y soles, repletas de gran melancolía y grandes esperanzas románticas.

Los caballos de Diomedes de André Masson (Espacio Carole Brimaud, París). Pintor de lo trágico, en 1933 realiza esta obra que representa el mito de las yeguas de Diomedes que devoraban hombres. 

La caída o La violación de André Masson (Colección particular). Pintada en 1938, en esta obra dos hechos opuestos, dos fenómenos contradictorios, inexplicablemente reunidos en una sola imagen visual, producen un sobrecogimiento mágico, al que no es ajena la experiencia personal. 

Paisaje matriarcal de André Masson (Colección particular, París). Gouache pintado en 1937, que refleja su relación con los integrantes del movimiento psicoanalítico de la época.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Surrealismo

Fueron necesarios dos o tres años de gestación, entre 1921 y 1924, antes de que se produjese la irrupción manifiesta del movimiento que definió André Bretón por vez primera en el Manifiesto del Surrealismo. La palabra "surrealismo" no era inédita. Estaba ya en uso desde hacía algunos años entre Guillaume Apollinaire y sus amigos, pero no se aplicaba entonces más que a cierta forma de escritos poco definidos y de carácter intercambiable. El Manifiesto le dio su sustancia y le proporcionó la energía que hizo posible su sorprendente expansión.

Los años de gestación, denominados por Aragón como "movimiento desenfocado", coincidieron con el auge parisiense del movimiento Dada. Ciertos historiadores del dadaísmo, y algunos testimonios de su época de Zurich o Berlín, hicieron creer que Tristan Tzara y sus amigos lo habían inventado y descubierto todo, y que la única innovación de Bretón había consistido en sustituir el nombre de Dada por el de Surrealismo. Nada es más falaz, y el mismo Tzara lo reconocía de buen grado hacia el fin de su vida, aunque de vez en cuando, por un perverso placer, indujera a error a sus interlocutores universitarios. Sobre este punto resulta claro el Manifiesto Dada 1918, con el que Tzara causó fuerte impresión sobre sus allegados parisienses: "Que cada hombre grite -exclamaba-. Hay que llevar a cabo un gran trabajo destructivo, negativo. Barrer, limpiar". La desarticulación del lenguaje y de las formas plásticas, paralelamente a la desacralización de los valores morales, fueron las características de este movimiento al que sin duda alguna Alfred Jarry habría calificado de gran décervelage

Poema-objeto de André Breton 

(Colección F. Labisse). En 1936 

tuvo lugar en París una gran ex-
posición de objetos surrealistas, 
clasificados según las más varias 
procedencias. Incluso Breton, el 
máximo teórico del grupo, creó 
objetos poéticos como éste. 
Como tendremos ocasión de comprobar a lo largo del presente capítulo, algunos de los artistas más importantes e influyentes de todo el siglo XX se inscribirán en el movimiento surrealista. La lista es de lo más extensa, así que basta avanzar que surrealistas fueron, entre otros, Chirico, Ernst, Miró, GiacomettiMagritte, Dalí, etc.; figuras que todavía en la actualidad ejercen un poderoso influjo en las nuevas generaciones de artistas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Nace el surrealismo

El Manifiesto del Surrealismo, de 1924, jalona el nacimiento histórico del movimiento. Esta declaración de derechos y deberes del poeta es hoy universalmente conocida y son muchos los que se saben de memoria las frases de Breton que ondean al viento de la tempestad como otras tantas banderas negras: "El hombre, ese soñador definitivo ... "; "Querida imaginación: lo que amo sobre todo en ti es que tú no perdonas"; "La sola palabra libertad es lo único que aún me exalta".
La reunión de amigos, 1922 de Max Ernst (Museo Ludwig, Colonia). Esta tela de 1922 es un conjunto de retratos de los componentes del movimiento Dadá en París, los mismos que, en su mayoría, habrían de integrar dos años después el grupo surrealista. 

Estas frases irrumpían en un mundo que la guerra había minado moral e intelectualmente. Desde el romanticismo y algunos destellos del simbolismo, no se había oído un llamamiento apremiante formulado de modo tan perentorio. Su efecto tuvo fuerte repercusión y sus ondas propagaron el mensaje hasta nuestros días. Breton dio la siguiente definición del surrealismo: "Automatismo psíquico puro por el cual nos proponemos expresar, sea por escrito, verbalmente o de cualquier otra forma, el funcionamiento real del  pensamiento. Dictado del pensamiento, en ausencia de todo control ejercido por la razón, fuera de toda preocupación estética o moral". A lo que seguía un comentario filosófico: "El surrealismo descansa en la creencia de una realidad superior de ciertas formas de asociación no tenidas en cuenta hasta hoy, de la omnipotencia del sueño, del proceso desinteresado del pensamiento. Tiende a arrasar definitivamente todos los mecanismos psíquicos restantes y a sustituirlos en la resolución de los principales problemas de la vida".


Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

Orígenes

En el ambiente de despego y malestar consecutivos a la Gran Guerra, se experimentaba en forma generalizada la necesidad de una tabula rasa del lenguaje y de las formas plásticas, como se acaba de mencionar. Breton, Aragon, Eluard, Soupault, Péret y todos los futuros surrealistas tampoco vacilaron, desde que fueron informados, en ponerse en primera fila de esta rebelión dadaísta que tuvo en Tzara a su más ardiente propagador, a partir de 1916. Pero la burla, la provocación y el escándalo por el escándalo no podían perpetuarse ni satisfacer la ambición de estos hombres jóvenes cuya preocupación esencial consistía en cambiar profundamente la concepción de la vida y en suscitar una nueva sensibilidad en el mundo. Es indiscutible el hecho de que la mayor parte de poetas y artistas dadaístas alimentaron esperanzas análogas, pero sólo daban curso a su inclinación individual. El dadaísmo, en tanto que tal, no era más que contradicción, negación y destrucción, y de ello dan fe todos sus textos. Es a través de la revista Littérature (1919-1923) donde puede observarse el desarrollo y la conformación de la idea surrealista al margen del movimiento Dadá. Desde los primeros números se afirmó la presencia de Lautréamont, "el impensable conde de Lautréamont", como decía Antonin Artaud. Allí se dieron a conocer sus Poesías, hasta entonces inéditas, que son un manifiesto poético en prosa y completan, contradiciéndolos, los Cantos de Maldoror. La nota preliminar de Breton indica claramente la voluntad, compartida por sus amigos, de remontarse hasta la fuente de la poesía, concebida como única expresión verdadera del ser. No es exagerado afirmar que en aquel momento Lautréamont fue objeto de un verdadero culto tributario por este pequeño grupo de poetas. Treinta y dos años más tarde declaró Breton en sus Entretiens: "Nada, ni siquiera Rimbaud, me había agitado hasta ese punto ... Aún hoy soy absolutamente incapaz de considerar a sangre fría este mensaje fulgurante que me parece exceder por todas partes a las posibilidades humanas". Se trataba de un clima de fervor sacro que se instauró alrededor de la persona y la obra de los grandes iniciadores, como Aloysius Bertrand, Gérard de Nerval, Charles Baudelaire, Isidore Ducasse, Arthur Rimbaud, Germain Nouveau, Charles Cros, Alfred Jarry y Guillaume Apollinaire, esforzándose por arrancar de las tinieblas sus textos olvidados o inéditos, a los que se sometió a una nueva lectura más atenta, a fin de percibir mejor en ella su oculto sabor y su sentido secreto. En esta actitud no había nada compatible con los imperativos dadaístas, que imponían despego y burla, incluso respecto a los poetas más adecuados para estimular la nueva esperanza.

De octubre a diciembre de 1919, se publicaron en Littérature los primeros capítulos de Champs magnétiques, de André Breton y Philippe Soupault, acontecimiento capital que Breton recordó más tarde en estos términos: "Indiscutiblemente, se trata de la primera obra' surrealista' (y absolutamente diferente del dadaísmo), puesto que es el fruto de las primeras aplicaciones sistemáticas de la escritura automática ... La práctica cotidiana de la escritura automática -a veces nos dedicábamos a ella ocho o diez horas consecutivas- nos llevó a efectuar observaciones de gran alcance, que sólo más tarde se coordinaron y produjeron plenamente sus consecuencias. No es menos cierto que vivíamos en aquel momento la euforia, casi la borrachera del descubrimiento. Nos encontrábamos en la situación del que pone al descubierto un filón precioso". En 1930, en las anotaciones escritas sobre un ejemplar de una de sus amigas que Alain Jouffroy publicó en el séptimo nú mero de la revista Change, Breton esclareció de modo inapreciable algunos mecanismos que permitieron la articulación de este texto magníficamente oscuro. Para la elaboración de este libro, cuyo título original era Les Précipités, se había visto abocado, según dijo, “a contar con la eficacia poética de un lenguaje que rehusaba sacrificar ninguna de las posibilidades conscientes y que se limitaba a ser el vehículo indiferente de las imágenes sonoras, perceptibles con demasiada poca frecuencia en las actuales condiciones de pensamiento, pero perceptibles en el ensueño, en el estado de duermevela, en que yo había llegado a creer que se sucedían sin interrupción. Se trataba de forzar por cualquier medio aquellas imágenes para que tomaran prioridad sobre todas las demás, examinando sin prevención el resultado así obtenido”. La rapidez de la escritura interviene aquí para reducir, y anular si es preciso, el control de la razón sobre el libre discurrir, y ceder la palabra al yo profundo. “Se trataba, añadía Breton, de poder variar ... la velocidad de la pluma, de modo que se obtuvieran 'destellos' diferentes. Ya que, si bien parece demostrado que en esta especie de escritura automática es totalmente excepcional que la sintaxis pierda sus derechos (lo que bastaría para reducir a nada las 'palabras en libertad' futuristas), también es cierto que las disposiciones adoptadas para ir muy rápido o un poco más despacio son capaces de influir en el carácter de lo que se dice ... Quizá nunca se logre más concreta y dramáticamente asir el paso del' sujeto' al' objeto', que se encuentra en el origen de toda preocupación artística moderna”. Mediante el ejercicio de estas velocidades graduadas, todas muy superiores a lo normal, la coherencia tradicional de lo escrito se suprime para dejar paso a una coherencia de las pulsiones, afectiva, a primera vista indescifrable, pero que recoge todas las sorpresas perturbadoras o decepcionantes del sueño. La abundancia de imágenes que de ello resulta no es tan gratuita como parece, ya que a través de las brusquedades y síncopes de esta escritura se vuelve a hallar, transpuestos - transmutados, podría decirse-, el influjo de lejanos recuerdos mezclados a las sugestiones de la cotidianidad reciente, los meandros de los sueños entrecortados por las trazas de la obsesión, y las ideas estructurantes desflecadas por el asalto de los deseos ocultos. Como primer escrito surrealista con intención de serlo, los Champs magnétiques carecen quizá de la resonancia y amplitud de ciertas obras ulteriores, ya de los mismos autores, ya de Aragon, Eluard, Péret, Desnos y otros, pero contienen el fermento y el germen, que ha motivado detenerse en su examen.

Los años 1920 y 1921 asistieron a la culminación del influjo del movimiento Dadá en París, como se ha explicado anteriormente, pero sin que los objetivos, ya anticipadamente surrealistas, de los poetas de Littérature se perdieran de vista. Un examen de esta revista revela, a través de su continuidad, la oscilación que hizo pasar sin cesar a sus animadores desde el fondo de la ola hasta su cresta, o bien de una ola a otra. El sentimiento más o menos generalizado de aquel momento fue definido acertada mente por Louis Aragon en un texto inédito de 1921 (citado por Roger Garaudy- L’Itinéraire d'Aragon, París 1961). "Había en nuestras intenciones una grandeza que escapa, un deseo que sin embargo participaba más del infinito de cuanto hoy podría creerse. No se sabía nunca, finalmente, qué efectos tendría una actitud nuestra. Los acontecimientos podrán tomar un cariz imprevisto, no hay más que un paso de una imagen a la realidad; de pronto podíamos transportamos, del modo más inesperado, a un nivel absolutamente distinto y desencadenar una máquina para trastornar el mundo. Esta especie de oscura esperanza alimentada por muchos de nosotros es evidente que nunca la tuvo Tzara" Esta espera, esta vacilación, esta esperanza, caracterizan el período que Aragon designaba con la expresión de "movimiento desenfocado".

No obstante, en 1922 las cosas se precipitaron. La ruptura con Tzara estaba consumada y Breton se retiraba del dadaísmo: "No podrá decirse que el dadaísmo haya servido para otra cosa distinta que mantenernos en este estado de disponibilidad perfecta en que nos encontramos y del que ahora vamos a alejarnos con lucidez hacia lo que nos reclama" Fueron precisos casi dos años, hasta 1924, para que este objetivo encontrara su expresión acabada en el Manifiesto del Surrealismo. Pero durante estos dos años aumentaba y se propagaba una fiebre hasta entonces desconocida. Era una euforia de descubrimiento, de navegantes que, en el límite de su esperanza, distinguen a lo lejos las costas de la isla del Tesoro. Lo que habían experimentado individualmente los románticos: "el sueño es una segunda vida" (Nerval), se hizo objeto de una verdadera revelación colectiva y se convirtió en el punto de partida de la búsqueda minuciosa de cada instante, con intención de transformar radicalmente los modos de sentir, de aprehender y de concebir el mundo. En el umbral del sueño se halla la clave de la inspiración, y es en el seno del subconsciente y, más allá, en las zonas ocultas de la vida inconsciente, donde se percibe el eco de la oscuridad. En 1922 se produjo lo que se designó con la expresión" época de los sueños" Robert Desnos, René Crevel y Benjamín Péret, en el transcurso de sesiones al principio espontáneas lograban sumergirse en un segundo estadio, especie de trance durante el cual se producía entre ellos y los amigos que les hacían preguntas un diálogo de los más extraños. Desde lo más profundo de sí mismos, daban respuestas totalmente alucinadas, en las que la conexión lógica e incluso de asociación se mostraba como rota, pero cuya resonancia, sin embargo, dejaba presentir que allí acababa de florecer la oculta verdad del ser. Los testigos de estas primeras experiencias, Eluard, Max Emst, Lirnbour, Morise y Breton, no consiguieron alcanzar el sueño hipnótico, pero no por ello se conmovieron menos profundamente por el comporta miento parapsíquico de sus compañeros. El resultado de los" sueños" fue confrontado con los Champs magnétíques y sometido a un examen capaz de suscitar fértiles reflexiones. Desde entonces, el sueño, la ensoñación estando despierto y los estados de abandono en que el espíritu se libera de sus frenos y de sus sujeciones, fueron objeto de una promoción tal como no habían conocido desde la época romántica. En 1923, Aragon escribió Une Vague de Reves, texto exaltado, inspirado, que tiene ya el carácter de un manifiesto: "Sueños, sueños, sueños, el dominio de los sueños se extiende a cada paso". Al mismo tiempo, una agitación eufórica, una fiebre de descubrimiento, una especie de borrachera nacida del ambiente, se adueñaban de la joven comunidad en formación. "Juntos, volveremos a poner a la Noche en su raíl", decía René Char. Aunque la haya escrito mucho más tarde, esta fulgurante divisa resume retrospectivamente lo que los surrealistas experimentaron y desearon en sus inicios. Un instinto muy seguro les condujo a los lugares, a los seres y a las obras cargadas de ese poder indefinible del que se puede esperar la revelación. "Descubren a m enudo una gran unidad poética que va de los profetas de todos los tiempos a las Illumínatíons y a los Cantos de Maldoror", escribe Aragón. El dictado del inconsciente, el" dictado mágico", como lo llama Breton en Entrée des Medíums, está llamado a sustituir paulatinamente a las elaboraciones concertadas y dirigidas por la razón. Una embriaguez de libertad da alas a una inspiración sin trabas, se trata de "la libertad donde nace lo maravilloso".

A continuación de Balzac, el primero en perfilar el contorno del mito de París, Baudelaire señaló lo siguiente: "La vida parisiense es fecunda en temas poéticos y maravillosos: lo maravilloso nos envuelve y empapa como la atmósfera" Sería traicionar a la verdad del surrealismo el silenciar la función desempeñada por París -cierto París nocturno, mágico-erótico, asombroso y oculto- en la cristalización de la energía emocional y de la sensibilidad surrealistas. Los paseos y las citas en lugares convenidos no representaban simples pasatiempos o encuentros anodinos, sino más bien etapas de un ritual. Jules Monnerot y, después de él, Julien Gracq han tenido razón al resaltar el carácter prerreligioso del surrealismo naciente, que, en razón a la imantación personal de André Breton, logró sobrevivir a todas las escisiones y a todas las crisis. Los jóvenes buscadores de oro perseguían una sacralización de todos los instantes, tanto en la calle como en los establecimientos elegidos para las confrontaciones y el diálogo. Un itinerario en particular atrae y retiene a Breton en razón de los símbolos y referencias de iniciación que lo jalonan, pero también porque su recorrido, como la experiencia le demostró, es favorable a los encuentros significativos. Mucho más tarde, en Amour fou, transmitió la urgencia que tuvo siempre para él el deseo de hallar, de conocer· "Aún hoy no espero nada sino de mi propia disponibilidad, de esta sed de errar' a la busca' de todo, de la que aseguro que me mantiene en comunicación misteriosa con otros seres disponibles, como si estuviéramos llamados a reunirnos a menudo" El privilegiado paseo de Breton partía de la plaza Maubert, donde se alzaba la estatua de Etienne Dolet, en el mismo lugar en que éste fue quemado vivo por herejía y ateísmo; atravesaba L'Ile de la Cité, cuna de París, se detenía en la Tour Saint-Jacques, por donde vaga la sombra de Nicolas Flamel, llegaba al Boulevard Sebastopol en los lindes de les Halles, y acababa alrededor de "la muy hermosa y muy inútil Porte Saint-Denis", tal como cuenta en Nadja. Aragon, por su parte, ha dejado una descripción inolvidable, en el Paysan de París, de ciertos lugares en que sopló el viento del surrealismo, como el pasaje de la Opera, el bar Certa, donde se reunían los dadaístas, y las Buttes-Chaumont donde se perfila la silueta etérea y angustiosa del Pont des Suicides. De hecho, es a una nueva "lectura" de la ciudad a lo que nos in vitaban los surrealistas, tomando esta palabra en el sentido que le atribuía Novalis, "leyendo" en los estratos y en las estrías de las minas los secretos del destino. El surrealismo, en su fervor colectivo, lo ha intentado todo para "introducir lo sagrado en la vida cotidiana", según la expresión de Michel Leiris, que, en un libro conmovedor y denso, L’Age d'Homme, ha trazado una fenomenología de estos hallazgos, de estos descubrimientos, de estos momentos valorizadores. Todo ocurría como si para aquella juventud ardiente cada instante de la vida debiera dilatarse hasta la eternidad "reencontrada", según la expresión de Rimbaud. Esta exploración apasionada de la noche fértil estaba presidida por el azar. Breton ha calificado de "azar objetivo" a los encuentros fortuitos o también a la coincidencia de circunstancias y las manifestaciones inopinadas cuyo efecto de sorpresa aumenta con el sentimiento de que han sido guiadas de antemano por alguna oscura necesidad. Estos hechos pertenecen a lo que él ha llamado la "magia cotidiana", gracias a la cual las coincidencias y los contrastes adquieren un valor premonitorio y se convierten en una clave capaz de conducir al conocimiento del ser y de su destino. 


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La mansión de la calle de Château

En 1926 Robert Desnos y Georges Malkine se pusieron en contacto con un trío de amigos que compartían una casita destartalada, en el número 54 de la calle de Chateau, en la parte posterior de Montparnasse, y vivían al margen de las convenciones sociales. Marcel Duhamel, Jacques Prévert e Yves Tanguy fueron presentados inmediatamente a Ereton e integrados en el movimiento, y la calle de Chateau se convirtió durante los dos o tres años siguientes en la sede de una actividad surrealista renovada e intensa. Fanáticos del cine y de las novelas folletinescas, asiduos clientes de los bares del barrio, ociosos con vehemencia, los Pieds-Nickelés de la calle de Chateau hacían gala de un desenfreno humorístico y de una ferocidad en el escándalo público de tal envergadura que no tenía en el surrealismo precedentes.


Viejo horizonte de Yves Tanguy (Galería Pierre Matisse, Nueva York). Hasta 1926, la obra de este pintor pudo considerarse como la de un naif, pero fue precisamente a partir de 1928, año en el que conoció a Breton, cuando surgió su estilo personal, lleno de misterio. Estas formas extrañas parecen sumergidas en un océano fantástico, en una atmósfera submarina que Tanguy explotaría pacientemente hasta 1930. 


Cita de las paralelas de Yves Tanguy (Fundación Emanuel Hoffmenn, Offentliche Kunstsammlung, Basilea). A raíz de un viaje a África realizado en 1930, la obra de este pintor experimentó un cambio definitivo: las formas se hicieron más precisas, salieron del océano para mostrarse sobre la tierra y a pleno sol. En este cuadro de 1935, los extraños objetos que pueblan este universo desolado, recuerdan minerales o huesos gigantescos reunidos en una visión apocalíptica que sobrecoge y sorprende a la vez. 

Yves Tanguy se descubrió a sí mismo en este clima de anarquía aceptada mutuamente. Tanguy solamente pintó durante una treintena de años, desde 1925 hasta su muerte. Su trabajo era frecuentemente lento y minucioso, con interrupciones que podían durar semanas, incluso meses, de modo que su obra es poco abundante, se halla dispersa en colecciones existentes en lugares muy diversos, y, en definitiva, es poco conocida. El Museo Nacional de Arte Moderno de París sólo posee un cuadro suyo, y Francia, después de su muerte, ha omitido concederle la menor retrospectiva. Es preciso, pues, admitir que en su propio país Tanguy ha continuado siendo, en cierto modo, un artista maldito. Con todo, no sólo fue el más puro y el más auténtico de los surrealistas, sino también, en todo el arte moderno, uno de los artistas más singulares e irreductibles. Horizontes lejanos bajo cielos inmensos, menhires vegetales, una luz que alumbra los mil matices del nácar y del ágata, son algunos de los componentes de la obra de Tanguy, que tiende ante la mirada de quien la contempla, la pantalla móvil de sus enigmas.


El tiempo amueblado de Yves Tanguy (Colección James Thrall Soby, New Canaan, Connecticut). Esta obra de 1939 evoca un universo destruido, poblado de extraños objetos fantásticos, que viene a ser como una premonición de una edad futura en la que sería posible la bomba ató- mica. Se ha dicho que este pintor es indudablemente uno de los surrealistas más singulares e irreductibles. 

⇨ Robert Desnos de Georges Malkine (Biblioteca Literaria Jacques Doucet, París). Retrato realizado en 1921 del poeta surrealista, que experimentó con la escritura automática basada en las imágenes oníricas. Al pintor, Desnos le dedicó su poema Destino arbitrario.



A menudo se veía en la calle de Chateau a Georges Malkine. Músico, pintor y poeta, era, ante todo, un explorador intrépido, insaciable de logros ilusorios y empeñado en poner de acuerdo a sus actos y su comportamiento con sus ambiciones espirituales. Malkine fue un surrealista ejemplar. Después de su éxito inesperado en la primera exposición que efectuó en la Galería Surrealista de la calle Jacques Callot, en 1927, desapareció en Oceanía y, desde entonces, al contrario que la mayor parte de artistas, no cesó de borrar sus pistas y de obstaculizar todo éxito eventual. Se le vio asumir las diversas funciones de corrector de imprenta, actor de cine y de teatro, y otras diversas. Emigrado a Estados Unidos durante veinte años, volvió a París a la edad de setenta años, para morir en 1969 en una buhardilla próxima a la Porte Saint-Denis, en un estado de extrema indigencia. Su obra es desconocida por parte del gran público, se ha dispersado o perdido, pero quedan restos de elevada calidad, sobre todo la serie de Estancias metafísicas pintadas al final de su vida y dedicadas a los poetas, músicos y artistas que había preferido.

Fuente: Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat

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