A fines del año 1417, Martín
V, patricio romano de la familia de los Colonna, elegido Papa en Basilea,
decidía trasladar a Roma la Corte pontificia que residía en Aviñón. Este hecho
trascendental acabaría de concentrar en Italia el humanismo renaciente, cuyo
progreso se había retrasado durante el tiempo que los papas habían estado en
Aviñón, por obra de las relaciones entre la cultura italiana y la francesa,
gótica. Martín V pasó primero a Mantua y después a Florencia, esperando el
momento propicio de entrar en la antigua capital del Papado. Pero el estado de
Roma, tanto tiempo abandonada a las discordias de las familias patricias, no
era a propósito para que pudiera en seguida instalarse allí una Corte fastuosa
como la que venía de Aviñón.
Detalle
de uno de los medallones
con
la efigie de San Juan y el
águila
simbólica, del interior de
la
cúpula de la capilla de los Pazzi
(iglesia
de la Santa Croce de Flo-
rencia),
obra del arquitecto
Filippo
Brunelleschi. Los medallones,
en
los que se representan los cuatro
Evangelistas,
son obra de Lucca
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Los dos primeros Papas, después del regreso
de la Corte pontificia a Roma, Martín V y Eugenio IV, no consiguieron hacer más
que restablecer su poder y asegurar su autoridad sobre la capital; el
territorio del Lacio continuó en poder de los barones feudales. Para los papas
sucesivos esta preocupación subsistió a lo largo del siglo XV; puede decirse
que sólo la enérgica audacia de Alejandro VI, el segundo Papa de la familia
Borja o Borgia, consiguió acabar con la tiranía de las familias romanas que
desafiaban al Papado. Por esto Roma, que más tarde será el centro del arte
italiano, durante el siglo XV ocupa un lugar secundario en la historia de los
orígenes del Renacimiento.
Vista de Florencia de Giorgio Vasari (Palazzo Vecchio, Florencia). En este
fresco, debido al pincel del pintor y biógrafo de los artistas italianos del
Renacimiento, Vasari, que representa una visión bélica de Florencia, sobresale
la silueta de la catedral de la ciudad, con su enorme cúpula que resalta por su
majestuosidad y volumen sobre todos los edificios y que caracterizará para
siempre a la ciudad del Arno. La obra de Brunelleschi "parecía una nueva
colina que hubiese nacido en medio de las casas; las graciosas colinas toscanas
de los alrededores la reconocieron enseguida por su hermana", al decir de
los cronistas contemporáneos. En el Renacimiento, Miguel Angel se inspiró en la
cúpula de Brunelleschi para realizar la de San Pedro del Vaticano de Roma.
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Toda la gloria de haber aceptado e impulsado
este gran movimiento espiritual durante más de un siglo toca casi
exclusivamente a Florencia. Al comenzar el siglo XV esta ciudad había
conseguido imponer su hegemonía sobre toda la Toscana, desde el alto valle del
Casentino, que riega el Arno con sus perezosos giros, hasta Pisa, la antigua
rival sometida, y Siena, también vencida, con las ciudades de Arezzo, Cortona,
Prato, Lucca y Pistoia, convertidas, gracias a la atracción de las ideas, en
suburbios espirituales de Florencia. Había ya en Florencia una escuela
artística en plena evolución: desde que Arnolfo trajo a su patria la tradición
de los escultores pisanos, es Florencia la que mantiene las conquistas y de
ella parten los que van a Nápoles y al norte de Italia para difundir el nuevo
estilo escultórico. En pintura, el arte sienés, refinado y aristocrático, no
había sido más que un episodio; en cambio, los discípulos florentinos de Giotto continuaban progresando ininterrumpidamente por el camino fecundo de la
inspiración en la naturaleza.
La arquitectura, sin embargo, se resistía a
las innovaciones; se iba conservando gótica, del gótico híbrido que había
empleado Giovanni Pisano en el Camposanto de Pisa, gótico sólo en las formas de
los elementos, pero revestido de mármoles y ordenado con otras proporciones que
el estilo gótico francés, dominante en toda Europa.
La obra más importante que se ejecutaba en
Florencia por entonces era la catedral, dedicada de antiguo a Santa Reparada,
pero que en la nueva obra se consagraría a la Madre de Dios con el título de
Santa Maria del Fiore. La catedral de Florencia, si no fuese por la cúpula de Brunelleschi, de
la que se tratará más adelante, sería sólo un vasto edificio, gris y frío por
dentro, y con rica decoración de mármoles en sus fachadas exteriores. En
Florencia no se ven sino recuadros y más recuadros en los inmensos muros mil
veces subdivididos. Tan sólo en las puertas laterales los primeros escultores
de una escuela ya florentina labran graciosos relieves en los altos tímpanos
sobre las ojivas singulares. Quizá la más hermosa de estas puertas es la
llamada "de la Mandorla", esculpida por Nanni di Banco en 1421.
Al lado de la catedral se levanta el campanile, también todo de mármoles, ostentando
aún la forma ojival en las ventanas, partidas con ajimeces. El proyecto del campanile fue encargado a Giotto en
1334 y se sabe que los cimientos se colocaron el mismo año. La tradición supone
que el gran pintor esculpió algunos relieves de la base, en los cuales se ve
ciertamente el soplo vivificante de su estilo. Pero el campanile de Florencia es una obra que se extendió muchos años y
ocupó a varios maestros, y parece muy dudoso que Giotto, que murió tres años
después de haberse iniciado y que -en ese tiempo- estuvo entregado a múltiples
trabajos, pudiera hacer más que dar la traza para una construcción de tanta
importancia. Ejecutado durante dos generaciones, el campanile florentino es una de las joyas de la humanidad; todo está
en él sabiamente dispuesto para lograr su efecto de gracia y hermosura. La
bella torre cuadrada está dividida con un plan armónico de zonas horizontales:
la primera es un basamento inferior, bajo, con relieves; encima otra zona ya
más ancha con esculturas; después un piso con ventanas; más arriba aún, otras
ventanas más altas, y, por fin, el último nivel, con un solo ventanal muy
airoso y la cornisa de remate. Nada hay de nuevo ni de extraordinario; con todo
no resulta fácil describir el efecto que provoca la visión de esa torre: las
medidas son tan acompasadas, hay una proporción tan elegante en las fajas que
subdividen la enhiesta mole de 82 metros de altura, que sólo puede dar idea de
su encanto su propia contemplación.
Las formas de las ventanas son todavía góticas; en cambio, en el famoso pórtico-museo, llamado la Loggía dei Lanzi, que está enfrente del Palacio de la Señoría y fue edificado entre 1375 y 1381, aparecen ya los arcos de medio punto apoyados sobre una especie de parodia de capiteles corintios y de entablamento clásico. A pesar de su belleza singular, se comprende que este arte híbrido no podía contentar a los espíritus selectos de la Italia central, consagrados al estudio e imitación de la antigüedad griega y romana mientras se descubrían nuevos manuscritos antiguos. Los eruditos se hallaban tan interesados por la historia y la mitología clásicas, que estudiaban y traducían el griego por vez primera, después de tantos siglos de ignorancia en la Europa occidental.
Este movimiento que arrastraba a eruditos,
escritores, filósofos, políticos y artistas, llamado Renacimiento, tenía -en
realidad- profundas raíces sociales. Igual que el estilo gótico reflejaba la
sensibilidad y la concepción del mundo de los habitantes de las ciudades del
norte de Francia, bajo la dirección de sus poderosos obispos, el Renacimiento
tuvo como base social el grupo de ricos mercaderes y banqueros de Florencia.
Porche
de la Loggia dei Lanzi, Florencia. En esta Logia, ubicada en la plaza de la
Señoría, están situadas varias esculturas que a lo largo del tiempo se fueron
añadiendo en este espacio, como El rapto de las sabinas, obra maestra de Giambologna, Perseo con cabeza de Medusa de Benvenuto Cellini y, entre otras,
una copia del David de Miguel Ángel, cuyo original se encuentra en el Museo de
la Academia de Florencia. |
⇦ Buggiano
inmortalizó la efigie de Filippo Brunelleschi en este medallón (catedral de
Florencia) y lo vio como un hombre voluntarioso y decidido. Los ropajes con los
que le ha representado tienen cierto aire clásico, por los numerosos pliegues
del traje. El medallón señala la ubicación de la tumba del genial arquitecto.
La fascinación que sobre ellos ejercía
"la antigüedad" -a la que concebían como una mezcla arbitraria de
caracteres griegos y romanos- tenía motivos no sólo estéticos, sino sociales.
Como el estudio del pasado griego y romano era únicamente accesible a la elite
intelectual, los pintores, escultores y arquitectos, que hasta entonces habían
sido considerados artesanos poseedores de un oficio, al mismo título que los
carpinteros y zapateros, se entregaron al estudio del arte antiguo no sólo
porque sus formas les gustaban, sino porque les proporcionaba un prestigio
social. En efecto, fue a partir del Renacimiento -y precisamente en Florencia-
cuando los artistas importantes empezaron a ser colmados de honores y
considerados intelectuales como los hombres de letras, en lugar de
pertenecientes a un oficio manual, que es la categoría social en la que
estuvieron encuadrados durante la Edad Media. Quizá Cosme de Médicis fuera el
primero que reconoció el genio de un pintor al calificarlo de divino.
Dentro del cenáculo de los Médicis, en la
segunda mitad del siglo XV, se celebraba la fecha supuesta del aniversario de
Platón; el humanista Marsilio Ficino intentaba conciliar platonismo y
cristianismo, y su discípulo Pico della Mirándola rehabilitaba el paganismo por
su sentido de la belleza. Allí se predicaba una especie de mezcla de helenismo
y cristianismo según el cual el amor divino es el que impulsa a buscar en los
otros seres humanos la belleza del cuerpo y la del alma. Por entonces, Lorenzo el Magnífico escribió su célebre poema:
Quant'e bella
giovinezza,
che si fugge tuttavia.
Chi vuol esser lieto sia;
di doman' non c'é certezza.
(Qué bella es la juventud, / que huye tan
deprisa. / Quien quiera ser feliz, séalo; / nada cierto hay sobre el mañana.)
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.