En 1527, los españoles
venidos de Panamá por el Pacífico descubren en Túmbez el imperio incaico.
Cuatro años después inician la conquista del Perú, que va a ser aún más
sangrienta que la de
México, pues los españoles no sólo van a luchar con
los indios, sino también entre ellos. Conquista muy dura, puesto que hay que
salvar montañas entre las más altas de la tierra, explorar inmensos ríos,
dominar llanuras y selvas infinitas.
El paso de los religiosos se produce en
condiciones muy diferentes a las que habían tenido lugar en América Central. Si
bien los primeros franciscanos de México tenían por guía a un flamenco, puede
decirse que, en la masa, los que construyeron traían un ideal de forma
típicamente hispano. En cambio, desde el principio y durante tres siglos en
América del Sur, los frailes constructores en una gran proporción no fueron
sólo españoles sino flamencos, alemanes, tiroleses, portugueses e italianos.
⇨ Catedral de La Habana, en Cuba. El interior del templo está formado por tres naves y ocho capillas laterales, separadas por columnas de orden toscano. En 1788 se inició su construcción en el corazón de La Habana VieJa, según planos diseñados por los jesuitas. Las obras de orfebrería del altar estuvieron a cargo del italiano Bianchini y también hay pinturas de Jean-Baptiste Vermay.
No hay que hacerse ilusiones: no se da un siglo
XVI sudamericano comparable al que ya se ha visto en México. Quedan, yendo de
Norte a Sur, la catedral de Tunja (Colombia); la catedral, San Francisco, Santo
Domingo, San Agustín y La Merced, en Quito; las ruinas de las iglesias de Saña
y Guadalupe en la costa al norte de Lima; la primera y modesta versión de las
iglesias del lago Titicaca; las dos de Santa Clara, en Ayacucho y el Cuzco,
respectivamente, y las tres de San Francisco en el Cuzco, Sucre y Potosí.
Muchas de estas iglesias poseen o poseyeron
cubiertas en bóveda de crucería, artesonados renacentistas o mudéjares, techos
que se perpetuarán durante toda la colonia. En efecto, los constructores, después de
los primeros terremotos comprendieron que las bóvedas góticas eran más aptas
para resistir que las pesadas de cañón corrido. En cuanto a los artesonados
constituyen siempre un medio de prestigiar el local que recubren y por eso
puede decirse que duran en el tiempo.
De todo ese primer siglo de conquista, los
edificios más importantes que aún están en pie -aunque a veces deformados- son
las catedrales colombianas de Tunja y de Cartagena de Indias y las iglesias
quiteñas.Véase el caso de estas últimas. El convento de San Francisco de Quito
posee una enorme superficie, lo que le permite contar con trece claustros, tres
iglesias, un colegio y otras dependencias. La iglesia principal es obra de un
flamenco, Fray Jodoco Ricke, que evidentemente se apoyó en modelos tomados de
Serlio que interpretó de manera nórdica. En el interior, la iglesia contaba con
un magnífico arteso-nado mudéjar de maderas incrustadas formando polígonos
estrellados. Un incendio en el siglo XVIII la privó de ese adorno, que sólo se
salvó en parte: sobre el coro y el crucero. Su vecina y rival, la iglesia de
Santo Domingo (totalmente estropeada por “arreglos” modernos), posee también otro
artesonado mudéjar en la nave; finalmente, la de San Agustín se
enorgullece de una soberbia bóveda de crucería sobre el coro.
Claustro del convento de San Francisco, en Quito (Ecuador). Vista del claustro principal del convento, formado por dos galerías superpuestas que rodean un inmenso patio. La galería inferior tiene 104 columnas dóricas de piedra unidas por arcos de estilo morisco y, en la superior, los arcos están sostenidos por columnas bajas y bulbosas, que no tienen precedentes en la arquitectura colonial americana.
Así como el siglo XVII constituía una época casi
de receso en México, ese mismo siglo representa el gran auge arquitectónico del
Virreinato del Perú. Varias ciudades se destacan entonces claramente: Lima, el
Cuzco, Arequipa, Trujillo, Ayacucho, en el Perú actual; La Paz, Sucre, Potosí y
Cochabamba, en Bolivia. Como siempre, la arquitectura religiosa domina de lejos
a la civil, que no puede competir con ella.
En Lima se rehacen o se terminan obras
comenzadas el siglo anterior. La ciudad cuenta ya entonces con grandes
construcciones como la catedral y los enormes conventos de San Francisco, Santo
Domingo, San Agustín, La Merced y La Compañía. Al igual que en el resto de la América
hispana se encuentra aquí un curioso problema. Las plantas y elevaciones de
estos edificios son tradicionales y bastante poco imaginativas: nave única con
capillas entre los contrafuertes o cruz latina con cúpula en el crucero. La
significación está dada principalmente al exterior por el portal, lo alto de
las torres o la semiesfera de la
cúpula. En el interior, en cambio, ese efecto está
exclusivamente a cargo del mobiliario: sillerías del coro, pulpitos y, sobre
todo, la serie siempre variada de los gigantescos retablos, que son a veces
oscuros, pero, en general, dorados y policromados.
Iglesia del convento de San Francisco, en Quito (Ecuador). La gran obra de la arquitectura quiteña del siglo XVI es esta iglesia, que ha sido declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. La monumental iglesia está formada por tres naves con crucero y ábside. Las naves están separadas por columnas de piedra que sostienen los arcos de medio punto. La decoración del interior ostenta artesonados moriscos y en los retablos se puede apreciar la influencia de los artesanos indígenas.
El gran vuelco en la arquitectura que va a
proli-ferar por todo el altiplano desde Arequipa a Puno, está marcado por la construcción
de la iglesia de La Compañía después del gran terremoto de 1650 que destruyó
prácticamente la ciudad de Cuzco. En ese templo, otro flamenco de genio, el
Padre Egidiano (Gilíes en realidad) va a poder ejercer su talento, creando así
el “modelo” ideal -interior y exterior- de una iglesia culta a gran programa
(1651-1668).
Arriesgándose a una mayor altura en la nave y
las torres, practicando una elegante cúpula sobre tambor, inventando en la
fachada un gran arco trilobulado bajo el cual se desarrolla una especie de
“retablo exterior” y en las torres unos remates bien diseñados, Egidiano se nos
impone no sólo como un gran arquitecto: su obra es la “cabeza de serie” en
Cuzco y en toda su región. En la ciudad misma: La Merced, San Sebastián, San
Pedro repiten con mayor o menor fortuna el esquema de La Compañía. A lo lejos,
lo mismo ocurre en Arequipa, en Puno.
⇨
Iglesia de la Compañía, en Cuzco (Perú). Construida entre 1651 y 1668 por el Padre Egidiano, un flamenco que se atrevió a alzar un edificio de gran altura en una zona de frecuentes terremotos. Las enormes torres, que flanquean la fantástica fachada-retablo de Diego Martí- nez de Oviedo, dan solidez al conjunto.
Si en América del Sur el siglo XVII es el
inventivo, el siguiente concentra, sin embargo, mucho mayor volumen de
edificación. Lima, destruida a su vez por el terremoto de 1746 como no lo había
sido nunca hasta entonces, va a ser reedificada -tal como era- por el Virrey,
conde de Superunda, en un material tradicional ligero: la quincha, conglomerado de cañas, barro y cal que sirve para
construir tabiques y techos. Salvo el elemento de “engaño” que esto supone hay
que convenir que las formas en sí mismas continúan su desarrollo normal como si
fueran de ladrillo.
De estas reconstrucciones quizás el mejor
ejemplo -en su totalidad- sea el convento de San Francisco. En cambio, el
interior más rico, más variado por la calidad intrínseca de sus retablos
fabulosos es, sin duda, el de la iglesia de San Pedro, que forma parte del
convento de los jesuitas. Siempre sin salir de Lima y en el mismo siglo XVIII hay
que anotar que el más suntuoso palacio urbano de toda Sudamérica es el llamado
de Torre Tagle, siempre gallardamente en pie.
En el mismo Perú habría que mencionar a la
ciudad de Arequipa, edificada en una piedra volcánica blanca, fácil de tallar,
lo que da una arquitectura funcional de bóvedas, con detalles decorativos donde
se puede ver cierta influencia indígena. Sin olvidar a Puno, con su catedral
toda en granito rosa a cuatro mil metros de altura a orillas del Titicaca,
elevada por la munificencia de un minero agradecido.
Claustro del convento de San Agustín, en Quito (Ecuador). Recinto cuadrangular rodeado por una doble galería de arquería superpuesta: la inferior con arcos de medio punto sostenidos por esbeltas columnas dóricas, y la superior formada por la alternancia de arcos pequeños y grandes apoyados en columnas bajas y abultadas.
En los países al norte de Perú, hay que recordar
la severa catedral neoclásica de Bogotá, la iglesia de San Francisco en Popayán
y el castillo de San Felipe de Barajas, en Cartagena de Indias, la más
imponente obra de ingeniería militar de todo el período colonial en el Nuevo
Mundo. Uno de los más perfectos y unitarios templos de América -puramente
europeo por otra parte- es la iglesia de La Compañía, en Quito: fachada
refinadísima de un italiano; interiores copiados de San Ignacio de Roma,
interpretados en madera dorada y pintada de rojo por ebanistas tiroleses.
⇨ Iglesia de la Compañía, en Arequipa (Perú). Detalle de la fachada de este edificio colonial que es una muestra difícilmente superable de escultura "mestiza" de barroco español y de gusto indígena. La fidelidad al plano le confiere una apariencia de bordado sobre piedra, que recubre inmensas superficies con formas de vegetación tropical (frutos, mazorcas y lianas trepadoras) mezcladas con extraños temas prehispánicos y con recuerdos confusos de antiguas mitologías.
En los países al sur de Perú habría que citar,
en fin, la serie estupenda de iglesias del lago Titicaca, segunda floración de
las del siglo XVI. En La Paz: San Francisco y el palacio de Diez de Medina (hoy
Museo); en Sucre: San Felipe Neri; en Potosí: la desaparecida Compañía
(de la que queda un curioso campanario) y San Lorenzo. Allí mismo y como
ejemplo civil -muy retocado hoy- se encuentra La Moneda, donde se acuñaba el
metal del Cerro y que es, indudablemente, después de las fortificaciones de
Cartagena de Indias el mayor edificio laico de América del Sur.
El resto siempre ha sido más pobre. De la actual Argentina
apenas si merecen recordarse la catedral de Córdoba y las Misiones jesuíticas
de los guaraníes.
En el Paraguay: otras Misiones o Reducciones
fundadas por la Compañía de Jesús (siempre interesantes urbanísticamente) y la
extraña serie de iglesias en madera, como Yaguarón, en donde los constructores
han vuelto a inventar el prototipo del templo dórico primitivo: sala
rectangular cubierta por un techo a dos aguas que sirve para cubrir la cella y la galería de postes que rodea a
toda la nave.
⇦
Claustro del convento de San Francisco, en Lima. La estructura de este recinto refleja la tendencia de la arquitectura colonial peruana a construir amplios espacios horizontales.
En cuanto a Brasil, dos episodios principales
explican su arquitectura colonial. Uno tuvo lugar desde el siglo XVI al XVIII
en el Nordeste: Recife, Olinda, San Salvador (Bahía) y Río de Janeiro. Allí, la
influencia portuguesa es directa: no sólo se importa la mano de obra, sino
hasta los materiales de construcción, la pedra
lioz que venía como lastre en la bodega de los buques. Al principio, las
iglesias son modestísimas. En Bahía, en el siglo XVII, los jesuítas empiezan en
1657 las obras de su convento. La que fue su iglesia es hoy catedral de la
ciudad: extraño y sobrio edificio con una bóveda a casetones realizada en
madera que finge la
mampostería. Más sinceros, en la misma ciudad, resultan los
conventos de Santa Teresa (inaugurado en 1697) y el de San Francisco
(1708-1723). Este último -muy italianizante- es un milagro de gracia y proporción,
sobre todo por su claustro aéreo, blanco de cal, con un soberbio zócalo de
azulejos y columnas de piedra ocre. El interior es literalmente la “gruta”
dorada, sin un solo vacío.
Este mismo tipo de decoración recibió también
hacia esa época la iglesia del viejo convento (1590) de San Benito, en Río de
Janeiro. Esta ciudad, que después de Bahía fue capital durante varios siglos,
posee aún soberbias iglesias del siglo XVIII: la Candelaria, la iglesia del
Carmen. En Recife, una gran iglesia característica es San Antonio. La más
lujosa del siglo XVIII es otra, la de San Pedro de los Clérigos: toda en curvas y
con ese carácter profano, típico de la arquitectura barroca lusobrasileña; en
su interior se llega en cambio a una especie de rococó afrancesado.
Palacio del marqués de Torre Tagle, en Lima. Terminado en 1735 y salvado de milagro del terrible terremoto de 1746, que destruyó casi toda la ciudad, esta mansión, que es el palacio urbano más suntuoso de toda América del Sur, está ocupada actualmente por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Perú.
Con el descubrimiento tardío de las minas de oro
y de diamantes en la región central del interior de las tierras -en portugués
Minas Gerais-, la arquitectura brasileña del siglo XVIII iba a tomar nuevo
impulso. La ciudad principal de la región es también otra vez una ciudad
minera: Ouro Preto.
Si bien en un principio la arquitectura de Ouro
Preto conserva ciertos principios de rigidez que pueden verse aún en el Palacio
de Gobierno, de José Pinto Alpoim y Manuel Francisco Lisboa (arquitecto
portugués y padre del futuro Aleijadinho), en la Santa Casa de
Misericordia y en el Carmen, obra de Lisboa padre, las formas se dinamizan y se
enriquecen -como en la Galicia española o el norte de Portugal- con soluciones
curvas. Esto produce iglesias de plantas complejas en elipses combinadas y con
dos corredores (que también existían en el Nordeste tardío), que llevan de la
calle hasta la sacristía sin pasar por la nave única. Aquí se hace notable
también el carácter “civil” de toda esta arquitectura: los edificios de culto
se presentan como grandes casas ornadas de escudos, de balcones.
Catedral Primada de Santa Fe de Bogotá (Colombia). Situada en la antigua plaza de Armas, hoy plaza de Bolívar, es la iglesia de mayor envergadura de todo el país. Fue construida entre 1807 y 1823 en estilo neoclásico y en el mismo lugar en que Fray Domingo de las Casas ofició la primera misa después de la fundación de la ciudad en 1538. En su construcción intervino activamente Fray Domingo de Petrés un fraile capuchino enviado por la orden para que dirigiera las obras.
Iglesia de la Compañía, en Quito. Vista de la capilla mayor de una de las obras maestras del barroco americano. La fachada de la iglesia e de procedencia europea, especialmente italiana: desde la planta del templo, copia exacta de la iglesia del Gesù, en Roma. El altar mayor consta de tres cuerpos sostenidos por ocho pares de columnas salomónicas cubiertas de hojas, frutos y aves.
El mayor esplendor se debe, sin embargo, a la
actividad de Antonio Francisco Lisboa (1730-1814), más conocido por el
Aleijadinho, mulato hijo de Manuel Francisco y de una negra. El Aleijadinho es,
sin duda, el escultor y arquitecto más genial nacido en esa parte de América en
todo el transcurso del siglo XVIII. En esta región de Minas Gerais -Sabara, San
Juan del Rey- parece ser el autor de graciosas y equilibradas iglesias. En
Congonhas do Campo se encuentra como escultor de los “pasos” de un Calvario,
pero, sobre todo, de esos doce famosos profetas que constituyen hoy lo más
conocido de su arte. Su obra maestra es San Francisco de Ouro Preto, en que
todo da la impresión de ser de él, desde la planta resuelta en curvas hasta el
medallón finísimo en piedra gris (pedra savao) del centro de la fachada. Otro
artista importante es Manuel Francisco de Araujo, arquitecto del Rosario de
Ouro Preto y de San Pedro en la vecina ciudad de Mariana.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.