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Artistas de la A a la Z

Proverbios neerlandeses


Los Proverbios neerlandeses (Le monde renversé, représenté par p/usieurs Proverbes et Moralités) es una de las primeras obras más importantes de Brueghel el Viejo, uno de los principales pintores flamencos del siglo XVI. El sentido moralizante era uno de los temas vigentes en la pintura del momento. Los proverbios se convirtieron en un importante medio de expresión en los Países Bajos, incluso se realizaban grabados con estas representaciones, que se vendían a bajo coste a los amantes de este tipo de trabajos.

El resultado de la composición de Brueghel no es muy equilibrada, pero es vivaz en color y movimiento. Los personajes de la escena están próximos unos de otros y cada uno de ellos, ya sea mediante una sola figura o un grupo, se identifica con un proverbio.

El artista ha conseguido reunir en esta tabla unos ciento veinte dichos, muchos de ellos resultan hoy casi incomprensibles, mientras que la mayoría son interpretados de diferente manera. El significado global puede ser, sin embargo, resumido en la lámpara colgada al revés en la primera casa de la izquierda, o sea: el mundo al revés. De hecho, con este título, la pintura era registrada, en 1668, en el inventario de los bienes de Peter Stevens de Amberes, rico coleccionista, que poseía otras diez obras del pintor.

A continuación, se identifican algunos de los proverbios. En la parte superior izquierda, el vivir bajo la escoba se relaciona con la pareja que vive en pecado al llevar vida marital sin estar casados; en la ventana de la casa vemos a una persona que defeca sobre la bola del mundo, no le importa absolutamente nada; la misma figura hace trampas con las cartas, la suerte está echada, mientras que en el interior dos hombres se cogen las narices, claro símbolo de necedad; en el necio que se cae entre dos taburetes al intentar sentarse, el desear mucho y no obtener nada; un cerdo quitando la espita de un tonel, simboliza el exceso y la gula como también el saber hacer sólo las cosas más sencillas; la mujer que lleva el agua en una mano y el fuego en la otra, chismorrear o también hacer mal por una parte y remediarlo por otro e incluso la indecisión; el hombre que sujeta un pilar, símbolo de la iglesia, es la hipocresía; la figura que ata al diablo al cojín, homenaje a la astucia femenina.

Algunas de la zona central, la mujer que pone la capa azul al marido, en lenguaje popular flamenco, que lo engaña; una, enrueca lo que la otra hila, es el difundir chismes malévolos; el que cubre el pozo tras haber caído dentro el ternero, poner el remedio tarde mientras que el personaje medio introducido en el globo de cristal representa el hipócrita, el oportunista o el necio. El lanzar flechas, no ser recompensado el propio trabajo o como asimismo imagen de optimismo.

En la derecha de la tabla se aprecia un hombre con el mundo en sus manos, como símbolo de la sabiduría, pero también del saber engañar a todos; el hombre que pone una barba a la figura de Cristo, del creer salir bien librado. En el río se encuentra a un personaje masculino cogiendo la anguila por la cola. Esta alegoría se refiere a quien se implica en un asunto difícil que irremediablemente terminará mal. El hombre que arroja dinero al río es la imagen clara del despilfarro.

El cuadro, que mide 117 x 163 cm y conservado en el Museo de Berlín, debe ser considerado del primer período de la actividad del pintor, de hecho, la fecha autógrafa lo confirma: "Brueghel. 1559".


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El Bosco, una excepción en la pintura de su tiempo

Muy diferente es el alcance y el sentido intencional de Hieronymus Bosch, o El Bosco, como se le ha designado en España. Según los escasos documentos que a él se refieren, se llamó Jeroen (esto es, Jerónimo) Anthoniszoon, y nació en ‘s-Hertogenbosch (Bois-le-Duc, en francés). Debió de nacer, según apuntan todas las hipótesis, hacia 1450 y murió en su ciudad natal en 1516; asimismo, era nieto de otro pintor: Jan van Aeken.

⇦ La Mesa de los pecados capitales de El Bosco (Prado, Madrid). Obra pintada hacia 1480. Alrededor del ojo de Dios, siempre abierto, se distribuyen una serie de escenas de gran realismo que describen imaginativamente las flaquezas humanas, a la vez que constituyen su análisis crítico. Este arte tan personal y sugestivo parece continuar la tradición de aquellos miniaturistas satíricos del siglo XV a los que aporta un nuevo aliento poético. 



Su actuación estuvo íntimamente relacionada con el espiritualismo de la Devotio Moderna, doctrina derivada de la mística de ciertos autores de los siglos XIV y XV. Este hecho lo confirman los pocos datos biográficos que de él se poseen según los cuales perteneció, por lo menos desde el año 1486, a la Cofradía de Nuestra Señora de su ciudad, relacionada con la Congregación de Windesheim, asociación religiosa que seguía la inspiración mística señalada por Ruysbroeck, y que también influyó en la formación de uno de los grandes personajes de la historia, el gran humanista y eclesiástico Erasmo de Rotterdam.

Tríptico del Carro del Heno de El Bosco (Museo del Prado, Madrid). Detalle del panel izquierdo. La obra es la primera gran alegoría del autor que se conserva íntegra, y en la que se ha visto un símbolo de la concupiscencia de los bienes terrenos. En esta ala se asocian personajes realistas con criaturas imaginarias, constante que será a partir de aquí una característica de su arte. 

Tríptico de las Tentaciones de San Antonio, de El Bosco (Museo Nacional de Arte Antiguo, Lisboa). Detalle de la parte inferior del panel central. Este tema también lo trató en la Tabla de San Antonio ermitaño (Museo del Prado, Madrid) y es una de las obras más misteriosas del autor. Reinterpreta con su arte visionario la victoria sobre el pecado, San Antonio venciendo a las tentaciones. La técnica pictórica que desarrolla el autor en esta obra, brillante y fluida, es una de las mejores de su producción. 

El arte singularísimo de El Bosco parece partir, estilísticamente, del humorismo de las miniaturas y viñetas satíricas del siglo XV. Con él se dedicó aquel artista no sólo a zaherir los vicios de la sociedad contemporánea y la relajación que se había apoderado de las órdenes monásticas, sino a describir las debilidades a que el hombre está constantemente expuesto, y que lo convierten en fácil presa de las asechanzas del Maligno, lo cual sitúa la producción de este pintor, a menudo muy virulenta y repleta de elementos imaginativos propios de un excepcionalísimo temperamento de visionario, en un plano moral e intelectualmente superior a la de la mayoría de los artistas de su tiempo.

Mal comprendería, pues, los propósitos que tenía en mente El Bosco quien viese tan sólo en sus magníficas obras una mera complacencia en la representación de los extravíos humanos. Como ya supo intuir en el siglo XVI fray José de Sigüenza (su primer comentarista español), la intención del Bosco surge de sincerísimas convicciones cristianas, y su actitud fustigadora de las frivolidades y vicios que degradan al hombre es la misma que adoptó en muchos de sus escritos Erasmo, la gran figura humanista que, dentro de la ortodoxia católica, trató durante el primer cuarto del siglo XVI de poner remedio a la prolongada crisis moral y religiosa que turbaba a Europa, y de evitar el rompimiento de la agitación religiosa alemana con Roma.

El jardín de las delicias de El Bosco (Museo del Prado, Madrid). La parte central de este gran tríptico es una galería de goces eróticos, descrita con fino humor, una crítica de la frivolidad y los vicios mundanos. Su simbología revela que el autor era un gran conocedor del esoterismo, así como de la cábala y la alquimia. En su pintura se funde lo consciente con lo inconsciente. Es característico su espacio vertical, de horizonte muy elevado, en el cual cada forma se aísla como en un mundo hermético, donde cada monstruo resulta una composición fantástica. En el lateral izquierdo se representa la escena de la Creación de Eva. Con gran minuciosidad se recrea un Paraíso Terrenal que reúne las delicias de la flora y de la fauna, de todas las criaturas de Dios. Aunque se ha intentado afirmar la pertenencia del autor a una secta "adánica", no se ha probado que a finales del siglo XV existiera tal cosa. En el lateral derecho, El Bosco justifica el tríptico con una dimensión ética, heredada de la doctrina espiritual. Un Infierno oscuro y fluorescente, con estallidos luminosos, donde el Maligno prodiga sus horrorosos tormentos a todos aquellos que abusaron del placer. 

Ahora bien, El Bosco empleó en la campaña por él emprendida a través de sus pinturas un cúmulo de conocimientos esotéricos que tampoco desdeñó el Humanismo: la antigua ciencia cabalística que la tradición medieval hebrea había conservado, y la alquimia (base de la moderna química), a la que entonces se daba alcance universal como interpretación de la potencia de las energías naturales, con las características, también, de un saber sólo accesible a los iniciados.

Fue, entonces, El Bosco un pintor de mentalidad grave y complicada, que se sintió capaz de evocar en su pintura, en todo su insidioso carácter, las fuerzas del mal, y no se privó de representarlas incluso en su propia morada, el Infierno, valiéndose para ello de toda la caterva de seres malignos imaginarios que en sus figuraciones plásticas había creado el arte de la Edad Media.

Crucifixión de El Bosco (Museos Reales de Arte e Historia, Bruselas). Pintura sobre tabla que pone de relieve el ferviente catolicismo de su autor. Inspirándose en códices miniados medievales, su obra se muestra Impregnada de un ecléctico estilo iconográfico donde el simbolismo cristiano tiene un papel preponderante.  

Faltos de una base cronológica cierta, los modernos estudiosos de su arte sólo por deducción han podido establecer en él varias etapas. Se atribuyen a la primera, con la tabla satírica de la Curación de la locura, del Museo del Prado, que representa la fingida extracción de una piedra del cerebro de un loco (tema repetidamente tratado en las pinturas de los Países Bajos), la de la Nave de los locos del Louvre, basada en el opúsculo del mismo título escrito por Sebastián Brandt, la escueta Crucifixión del Museo de Bruselas, con el Escamoteador del Museo de Saint-Germain-en-Laye, y la célebre tabla de forma discoidal, llamada Mesa de los siete pecados capitales, del Prado, en que aquellos pecados se representan a través de pequeñas escenas de sabroso realismo, repartidas en los círculos concéntricos que, alrededor de su pequeña circunferencia central (su pupila), forman el ojo de Dios, que, según advierte una inscripción, constantemente nos mira. Pudo pintar también El Bosco durante aquel período, las Bodas de Caná del Museo de Rotterdam, con otras obras de menos importancia.

⇨ Tríptico de la pasión, tabla circular del Ecce hamo, por El Bosco (Monasterio de El Escorial, Madrid), localizada en la escena central del tríptico. Fechado sobre el 1510-1515, hacia el final de su carrera, representa el prendimiento de Jesucristo por sus captores. Alrededor de la figura bondadosa del Creador aparecen personajes toscos, violentos. En las alas laterales del tríptico se representa la Coronación de espinas y la Flagelación.



Cierra este ciclo en su producción (o abre en ella otra etapa) el tríptico del Carro del Heno, también en el Prado, cuya tabla central versa sobre un tema simbólico lleno de dinamismo: el espectáculo que la humanidad ofrece al lanzarse con su insaciable codicia al asalto de los bienes materiales, representados, en este cuadro en forma de colosal carga de heno que lleva el carro que en él se halla pintado, hacia la que se precipitan gentes de todas las condiciones, atropellándose entre sí (e incluso matándose) para tomar cada cual, cuanto más pueda de los aparentes bienes que constituyen aquella carga.

La fluidez compositiva y los purismos cromáticos que se aprecian ya en esta obra se fueron perfeccionando, en la carrera de El Bosco, con la realización de una serie de pinturas de temas multitudinarios, en las que, en la progresiva complicación de sus concepciones, fue añadiendo el autor una estupenda riqueza de aciertos expresivos y de color, e impresionantes fantasmagorías. Así, el tríptico de las Tentaciones de San Antonio ermitaño, del Museo de Lisboa (datable del año 1500), es una creación magistral tanto por la tétrica escena de las visiones sacrílegas con que los seres malignos tratan de estorbar la devoción del santo -al que una figurita de Jesús, apareciéndosele y señalándole un altar eucarístico, infunde valor para que pueda resistir aquella prueba-, como en la pintura del panel lateral que representa un aspecto indeciblemente lóbrego y deprimente de la morada infernal.

Con otra obra de alta fantasía alcanzó El Bosco su momento culminante. Se trata del gran tríptico vulgarmente llamado el Jardín de las Delicias, que, como todas las obras de este maestro que se hallan en el Prado, perteneció al rey Felipe II. El tema que aquí fue tratado (difícil de interpretar a causa de la profanidad que en esta obra domina) es un examen crítico-moral (y aun satírico) de los extravíos eróticos por los que los seres humanos se dejan dominar cediendo a los impulsos de su propia sensualidad. La pintura que hay en su hoja lateral de la izquierda representa la Creación de Eva en una extraña concepción del Paraíso Terrenal, y en la tabla del centro pintó El Bosco, con habilísimo dibujo y encantador cromatismo, un exuberante conjunto de escenas de devaneo y de apasionado abandono a los goces carnales (tratados con innegable vena humorística), dentro de un ambiente de sueño sensual, poblado de rutilantes simbologías que denotan una inigualable potencia poética, en su delicada formulación plástico-imaginativa. Varias son las interpretaciones que se han intentado dar a este singular conjunto de situaciones de tipo erótico, en el que una cabalgata de desnudos jinetes desfila alrededor de una inquietante estructura monumental (especie de Fuente de la Juventud) que surge de la laguna situada en el centro de la obra.

Tríptico de la Adoración de los Magos de El Bosco (Museo del Prado, Madrid). Elaborado para la capilla de la Douce Mere, de la catedral de 's-Hertogenbosch (Países Bajos), está considerado como la obra maestra del pintor. Cuando el tríptico está cerrado, se muestra la Misa de San Gregario, pintado en gris, blanco y negro, con el propósito de darle relieve. Al abrirse se representa La Adoración. Las figuras principales ocupan el primer plano; en la parte central, la Virgen tiene al niño en su regazo y los Reyes Magos ofrendan sus dones. La composición contiene detalles muy precisos, suntuosos, y con el paisaje del fondo el autor logra unificar el espacio. En los laterales se muestran los donantes, un hombre y una mujer, según los investigadores miembros de la familia Bronkhorst y Bosschuyse, acompañados por San Pedro y Santa Inés.

A comprender el verdadero sentido de este tríptico se llega cuando se contempla lo que hay pintado en su portezuela, situada a la derecha del espectador, una evocación panorámica del mundo infernal sapientísimamente realizada, en forma de un paraje oscuro y fosforescente con estallidos luminosos, que entre los horrorosos tormentos de los condenados (que El Bosco diseñó con las excelencias de su inventiva), preside la horrible figura de Lucifer que, acomodado en su alto sitial, defeca continuamente, de un modo pintoresco, los cuerpos de los condenados que va devorando.

No menor es la originalidad de El Bosco en los cuatro paneles que de él se conservan en el palacio ducal de Venecia, uno de los cuales, el que representa el Acceso del alma al Empíreo, trata este elevado tema con una sublimidad lírica digna del poema de Dante.

Ninguna seguridad hay respecto a la cronología de otras obras del pintor, como la tabla del Gólgota del Museo de Viena, el sereno San Juan en Palmos del Museo de Berlín o la emotiva tabla circular que representa a Cristo llevando la Cruz, en El Escorial, y la de Jesús ultrajado de la Galería Nacional de Londres, que le es similar por el estilo, aunque todas estas pinturas parecen corresponder al período en que El Bosco hubo de pintar el hermosísimo tríptico de la Adoración de los Magos, del Prado, obra realista y que sigue dentro del inquieto proceder de su autor la tradición de las anteriores representaciones de aquel episodio.

La calidad, absolutamente original, del estilo de El Bosco le sitúa, en cierto modo, fuera del alcance de cualesquiera influencias. En efecto, su caso constituye en este aspecto una excepción en la pintura de su tiempo.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Jean-François Millet

Jean-François Millet (1815-1875) -natural de Gréville, en La Mancha- poseía el mismo profundo sentido de la naturaleza de que estaba dotado Rousseau; como él, comprendía las voces de la tierra y el cielo, e interpretaba lo que nos quieren decir los árboles y lo que significan los senderos.

La llegada de Millet a Barbizon fue en 1849, y sus nuevos amigos no tardaron en advertir lo que este pintor significaba.


J.F.Millet, hijo de campesinos pobres y campesino el mismo. Esta obra es Los gavilladores. Unido al grupo de Barbizon, Millet se distinguió también como paisajista, pero en sus paisajes no olvidaba nunca a los campesinos, callados, humildes, cabizbajos y pesimistas, aunque redimidos por el trabajo. 


Millet y Rousseau fueron vecinos en Barbizon, y llegaron a intimar mucho. A menudo, Rousseau, que disponía de más recursos, tenía que acudir en auxilio del pobre Millet. Allí murieron ambos con pocos años de diferencia, y allí se les enterró, uno al lado del otro.



Millet percibía en el paisaje algo más que lo que se percibe a través de los sentidos: “Cuando regreso a casa por la noche, oigo hablar entre ellos a esos grandes diablos de árboles. No los entiendo, pero esto es culpa mía. Voilà tout”.



Pero, a pesar de esas sensaciones cósmicas que experimentaba, lo primero para Millet, en el campo, es el hombre. Nunca olvida en sus composiciones al campesino. “Es el lado humano, lo que me interesa más en el arte… Y jamás se me presenta con cariz alegre; su alegría no sé dónde está, no la he visto todavía… Lo más alegre que aquí he llegado a conocer es la calma, el silencio de los bosques y campos”.


El Ángelus (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. Las figuras de Millet son masas pesadas y tristes, con la cabeza baja, sumidas en la desolada inmensidad de las llanuras inacabables. Sus contemporáneos le reprocharon siempre su visión áspera y triste de la vida de los campesinos. Sin embargo, el pintor consideraba que "Al mirar la naturaleza y los hombres nunca he visto su aspecto alegre". Para él, que parecía escuchar las voces profundas de la naturaleza, interpretaba una realidad que, aun sin comprenderla como él afirmaba, trascendía cualquier sentimiento de complacencia bucólica.


Aproximándose a Daumier por su sentido del contraste de luces y sombras y de la construcción del cuerpo humano, lograda a través de la simplificación de sus volúmenes, Millet, en sus abocetados estudios de campesinos, se diferencia del gran diseñador por su total abandono de los dejos románticos. Su pintura, tendió siempre a ser opaca y terrosa. Baudelaire, espíritu clarividente, pero agrio, le echaba en cara además los asuntos de sus cuadros: “Hace alarde de un sombrío y pesimista embrutecimiento en sus campesinos que excita nuestro furor. Parecen decirnos: somos los “desheredados” del mundo, los únicos que “producimos gracias a nuestro trabajo”. Alguna verdad hay en ello; pero Millet buscaba algo que un diletante en pintura, como Baudelaire, no llegaría a comprender.

“Cuando pintéis -decía-, tanto si se trata de una casa como de un bosque, o de un campo, o del cielo, o el mar, pensad en quien lo habita o lo contempla. Una voz interior os hablará entonces de su familia, de sus ocupaciones y labores, y esta idea os llevará dentro de la órbita universal de la humanidad. Pintando un paisaje pensaréis en el hombre; pintando al hombre, pensaréis en el paisaje que le rodea."
Al abandonar el tema de los campesinos, parece como si el genio de Millet experimentase un cambio importante en las manifestaciones anímicas de los seres humanos que representa. Así, en La costurera (Musée d'Orsay, París), cuya figura es robusta y maciza como la de una campesina, aunque también tiene la cabeza baja, no da la impresión de que este gesto se deba al peso del trabajo considerado como castigo, sino que es propio de la labor que está realizando. La paleta del pintor parece, así mismo, haberse aclarado, y junto a los ocres y grises típicos de su gama aparece ya un definido color azul y hasta un tímido rojo.

Millet dedicó, pues, su interés a los campesinos; alguien tenía que inmortalizar, en el siglo XIX, al humilde laboureur abrumado. Una famosa obra suya (de las que ofrecen más suaves efectos cromáticos), Las Espigadoras (1857), representa a tres mujeres trabajando bajo el sol; una de ellas no puede más, es evidente que le duele la espalda. Su célebre Ángelus (1867), con sus dos sobrias figuras a contraluz, es una creación maravillosa.

Diga Baudelaire lo que quiera, esas figuras campesinas de Millet viven intensamente, y tienen sus compensaciones; no son ciegas y brutales imágenes de trabajo. En un dibujo de Millet -que fue hábil dibujante a la pluma-, dos pastoras ven pasar una bandada de ocas, y ¡cómo aspiran ambas mujeres el aire aromático y suave del otoño! Virgilio se equivocó, en Las Geórgicas, al decir a los labriegos: “¡Si conocierais vuestra felicidad…!”, creyéndoles incapaces de la percepción del mundo.


La primavera (Musée d'Orsay, París), por Jean-François Millet. En este paisaje no hay nada dramático, ningún elemento anecdótico y, sin embargo, la atmósfera sugiere el casi imperceptible paso del tiempo, una contenida explosión de vida a través de la brillante luz solar que ilumina los perfiles de los árboles y la tenue brisa que deshace y arrastra las nubes. Incluso el delicado equilibrio de la composición contribuye a que el cuadro transmita la sensación del irremediable acontecer de las estaciones.

Sí; el campesino de Millet goza del paisaje de otro modo que el hombre intelectual, pero mientras la ciudad no haya corrompido su espíritu, el gañán y el labrador tienen también intensa conciencia de lo bello. Por lo menos, Millet la tenía al comentar las observaciones adversas de algunos críticos:”Creen que me harán retroceder, que me convertiré al arte de los Salones. Pero no: campesino nací y moriré campesino. Quiero pintar lo que yo siento”.

No obstante, cuando murió el artista en 1875 se demostró el aprecio que había suscitado su arte. Después, su gloria creció: El Ángelus que había logrado vender por 2.500 francos, en 1890, volvió a venderse por 800.000. Casi idolatrado por Vincent Van Gogh, ahora Millet, como Rousseau, esperan su revalorización ante los ojos de la generación actual.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Escuela de Barbizon

Quienes representaron de un modo más exacto el cambio fueron los paisajistas que integraron la llamada Escuela de Barbizon, y sobre todo el creador de esta escuela, Théodore Rousseau (1812-1867). Este pintor, desde 1848, se había refugiado definitivamente en la pequeña aldea de Barbizon, cuando ya era bastante famoso en los medios artísticos de París, adoptando de ese modo una actitud de abierta oposición al sistema vigente, no sólo en el ámbito plástico, sino también en el mismo orden social.

Rousseau atrajo en el año 1846 a Jules Dupré (1811-1889) y a Narcisse-Virgile Díaz de la Peña (1808-1876) -nacido en Burdeos, hijo de padres españoles- a inspirarse en los parajes del bosque de Fontainebleau, en la aldea de Barbizon, y así quedó constituida aquella escuela. 


A su alrededor se fueron reuniendo otros artistas descontentos del academicismo imperante y movidos por un común sentimiento en pro de la naturaleza, el campesino y la vida rural. De tal manera, la Escuela de Barbizon es un hecho que hay que considerar desde una perspectiva a la vez histórica, en razón de la comunidad de pintores que se establecen en dicho lugar, y estilística, debido a que el lenguaje de Rousseau se impuso como normativa sistemática. Un estilo de tesitura realista, pero de entonación ligeramente romántica, que se caracteriza por su especialización casi exclusiva en el paisaje y su estudio directo del natural, lo que le convierte en un punto de referencia para la pintura del siglo XIX, influyendo en numerosas escuelas regionales donde surgen diversos focos de creación. La actitud de los pintores de Barbizon supuso una primera marginación voluntaria frente a lo establecido oficialmente, una propuesta de rebeldía ante las imposiciones de unas estructuras opresivas y el testimonio palpable de las posibilidades creativas de grupos que trabajaran al margen del orden imperante.


El abrevadero (Wallace Collection, Londres), de Constant Troyon. La naturaleza aparece aquí como mero escenario donde discurre la vida apacible de los animales, que constituyó, después de su viaje a Holanda en 1846, el eje temático de este pintor adherido a los principios pictóricos de la llamada Escuela de Barbizon.


Otro componente del grupo fue Charles Frangois Daubigny (1817-1878), quien contó con la amistad de Corot y la admiración de Monet, constituyéndose a través de su pintura de paisajes en una especie de nexo de unión entre los miembros de la Escuela de Barbizon y sus posteriores seguidores impresionistas.


Rousseau era todavía un temperamento romántico, pero su programa se basó íntegramente en un estudio objetivo y directo. El y sus compañeros, renunciando al pintoresquismo, se lanzaron a analizar de un modo escrupuloso lo que pintaban. Pero aman con tal intensidad a la Naturaleza, que le infunden los efectos sentimentales que la misma observación de la Naturaleza despierta en sus almas, y así, sus paisajes -cuidadosamente estudiados- adquieren una calidad dramática que es tanto más perceptible, por cuanto estos pintores que toman sus apuntes al aire libre, realizan sus obras definitivas -como harán más tarde los pintores plenamente realistas- en sus estudios de pintor.




Otoño (Museo de Bellas Artes, Reims), de Théodore Rousseau. Creador de la Escuela de Barbizon, armoniza un dibujo vigoroso y una técnica minuciosa que le permite precisar hasta el mínimo detalle de la naturaleza logrando una atmósfera poética no exenta de melancólico dramatismo. De este modo, los de Barbizon se rebelan contra las estructuras opresivas del academicismo imperante.


Junto a estos paisajistas se acogió en la colonia pictórica formada en Barbizon un gran pintor que se sentía atraído por el estudio de las reses de ganado. Constant Troyon (1810-1865), el Paulus Potter del XIX francés. Se dedicó a esta especialidad después de su viaje a Holanda en 1846.


Hacía tiempo que estos artistas se habían instalado en Barbizon, cuando Rousseau, que permaneció casi siempre allí, escribe a sus compañeros: Ha llegado un nuevo camarada que posee el color, movimiento y expresión, un pintor verdadero. Era Millet.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura francesa posromántica


Se puede seguir la evolución de la pintura francesa de mediados del siglo XIX tomando como punto de referencia la sucesión de acontecimientos históricos que entonces tuvieron lugar en Francia.


La industrialización, el desarrollo de los medios de comunicación terrestre y marítima (gracias al empleo de la máquina de vapor) determinan, de hecho, la desaparición del artesanado, y la formación de una numerosísima población obrera que se acumula en los grandes centros urbanos. Con ello, las condiciones de la vida económica y social sufren una alteración profundísima, que se refleja en las ideologías.

Mujer de la perla de Corot (Musée 
d’Orsay, París). Una obra emblemá-
tica del realismo posromántico. Lo 
que atrae de la pintura es la “luz in-
terior” que parece emanar de la mu-
jer retratada.

Mientras Auguste Compte elaboraba en Francia la filosofía del Positivismo, tenía lugar una serie de descubrimientos científicos del más diverso orden, que fomentaron la formulación de una doctrina optimista: la del Progreso Social. Así como antes el hombre del Romanticismo sentía nostalgia del pasado, a partir de ahora los ideales se verán proyectados hacia el porvenir.

En vez de soñar como antes en la mejoría de una vida que le aparecía como algo sustancialmente inmutable, el hombre tiene ahora que especular partiendo de la realidad; se torna realista.

Este cambio de actitud, entre el idealismo que dominaba hacia 1830 y el positivismo de 1850, donde primero se trasluce, en lo que concierne a la pintura, es en el nuevo concepto del paisaje.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Las Espigadoras


Las Espigadoras, de Jean-François Millet, constituye una de las obras fundamentales del realismo.

Fechada en 1857, el artista desarrolla en ella un tema constante de su creación pictórica: los campesinos. El cuadro descubre el aspecto menos bucólico del trabajo rural haciendo hincapié en el social, un motivo que prevalecerá siempre como verdadero interés del pintor. Tres campesinas trabajan el campo iluminadas por una tarde crepuscular que infiere dramatismo a la escena -la aplicación de la luz, a su vez, es una de las características que permite la relación de Millet con el movimiento impresionista.

Las mujeres, ataviadas con la vestimenta típica normanda, recogen inclinadas los restos de la cosecha, el trabajo más duro y menos reconocido entre las tareas rurales.

La posición de las campesinas -una de ellas, la que se encuentra a la izquierda del cuadro, apoya su mano en la espalda dolorida- y la hora en que se manifiesta la escena, dan cuenta de la fatiga que representa su labor. Sin embargo, Millet sitúa los personajes en primer plano, en una actitud de estoicidad introspectiva y silenciosa, otorgándoles de esta forma un carácter heroico. Al fondo de la tela podemos observar los almiares y una carreta cargada; más lejos, las casas.

Los colores, de gran vivacidad, en el conjunto compacto que forman las figuras de las campesinas, se encuentran acentuados por la leve tonalidad del resto de elementos que completan la composición. En la actualidad la obra se encuentra en el Musée d’Orsay, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

El puente de Mantes


No es sencillo determinar el lugar que ocupa Camille Corot dentro de la historia de la pintura. Algunos especialistas lo consideran heredero del codificador del paisajismo neoclásico, Pierre-Henri Valenciennes, y último de una línea de pintores que continuaron trabajando una estética nacida en el siglo XVIII, mientras que otras opiniones no menos justificadas lo sitúan como uno de los precursores fundamentales del movimiento impresionista.

El puente de Mantes, realizada entre 1868 y 1870, es una de las últimas obras llevadas a cabo por Corot.

El pintor había trabado una sólida amistad con un magistrado de Mantes, Louis Robert, y desde 1855 acudía casi cada año a la región. La costumbre que adoptó el artista se debía tanto al afecto que sentía por su amigo como a la belleza que había encontrado en el puente medieval, que representó en una docena de oportunidades desde diferentes ángulos y puntos de vista.

En este ejemplo en particular, Corot ha abandonado un poco la atmósfera vaporosa, la difusión y las modulaciones líricas de sus composiciones paisajísticas habituales para hacer hincapié en los motivos arquitectónicos que contiene. La rigidez geométrica del pétreo puente no impiden, sin embargo, expresar la “ingenuidad y originalidad únicas” de Corot que Baudelaire distinguió en 1845.


El contraste de la materia con la que están constituidos cada uno de los elementos del cuadro, despierta en el espectador una sensación de serenidad y armonía que el pintor supo trasmitir en la mayoría de sus obras. La fragilidad, la fluidez, el juego de sombras difusas, de reflejos y sombras más sostenidas del paisaje, pueden establecer en este caso, sin ningún tipo de obstáculos, una relación directa entre Corot y el impresionismo.

El pintor ha representado en El puente de Mantes una orilla del Sena situada en Mantes-la-Jolie, con la gran audacia de ocupar el primer plano de ella con simples troncos de árboles que, a la vez, conceden el ritmo de la composición y destacan la luminosidad del segundo plano. Asimismo, la figura cortada de los árboles puede interpretarse como un recurso tomado de la fotografía que, más tarde, su gran admirador Edgar Degas se encargaría de desarrollar en profundidad.

La nota de color del hombre solitario de sombrero rojo que ocupa la embarcación próxima a la orilla, confiere a la composición un sutil equilibrio. En el fondo podemos apreciar, bajo un cielo de delicada tonalidad, una colina y un par de casas.

Tanto en sus paisajes como en sus otras representaciones pictóricas -fue un retratista de primer nivel, admirado por Degas, Van GoghGauguin y Cézanne- Camille Corot conserva siempre una serenidad que pasa por naturalidad, una sensibilidad estética que, en el fondo, procede de una visión ordenada y poética del mundo que no necesita ningún argumento.

Esta obra puede considerarse como representativa de ese eslabón que une -o separa, como hemos observado al principio-, el neoclasicismo del impresionismo. Este óleo sobre tela, cuyas medidas son 38 x 55 cm., puede contemplarse en el Musée du Louvre, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los personajes de Daumier

Honoré Daumier (1808-1879) nació en Marsella, hijo de un vidriero pobre, que con los suyos se trasladó a París en 1814; mas para el arte de la caricatura -en el que no se le reconoce rival-, puede decirse que Daumier es hijo de la Revolución de Julio de 1830. Siempre había sido un gran observador, con una fuerte vocación por el esbozo rápido, incluso mientras desempeñó varios oscuros empleos, durante su adolescencia. Después su padre le colocó de asistente del pintor y arqueólogo Alexandre Lenoir, hombre de vasta cultura artística, de quien Daumier aprendió mucho. En el año 1828 entró a estudiar en la Academia, y en 1830 iniciaba su larga carrera de ilustrador en Silhouette, de donde pasó en el año 1831 al periódico Caricature, fundado por el ferviente republicano Charles Philipon, para el que dibujaron también G. Doré y J. Gérard (alias Grandvillé). Hombre de ideas radicales, alternó siempre la caricatura política con la de costumbres, y en 1833 una serie de litografías suyas contra Luis Felipe le valió un encarcelamiento. Poco después modeló en barro una serie de bustos de caricatura política (Thiers, Guizot, el mismo rey Luis Felipe, etc.), de la que modernamente se ha hecho una emisión en bronce. Prohibida la revista Caricature en 1835, colaboró desde entonces en Charivari, mientras continuaba publicando importantes series litográficas, en las que creó algunos tipos sociales imperecederos, como Robert Macaire, personificación del arrivista sin escrúpulos de la época. Otras series tratan de diversos temas sociales: Baigneurs, Les Papas, Les Bons Bourgueois, Les Gens de Justice, etc. Toda esta vasta producción presenta -aparte su contenido satírico- muchos aspectos de ternura.

Teatro francés (National Gallery of Art, Washington), de Honoré Daumier. La vida del teatro fue uno de los ejes temáticos de la pintura realista de Daumier, quien no sólo trató la acción de los actores, sino también las actitudes del público. En algunos casos, como en este cuadro, el pintor juega con maestría con los altos contrastes de luz, los claroscuros y la penumbra que rodean a los espectadores para recrear el estado anímico a través de los gestos y las expresiones, muchas veces distorsionadas y caricaturescas, de los rostros.  



La lavandera (Musée d'Orsay, París), de Honoré Daumier. Aquí se revela el talento de Daumier como pintor de óleos. Su maestría radica aquí en trascender el detallismo realista para transmitir al observador del cuadro el esfuerzo de la mujer que, pesadamente cargada con la ropa y atenta a su hija, asciende por la escalera del muelle del Sena. Algunos elementos de su obra, como el uso significativo de los claroscuros, preludian recursos que más tarde utilizarán los pintores expresionistas. 

Amigo de E. Lami; de otro gran caricaturista y magnífico litógrafo e ilustrador, P. Gavarni, y de Baudelaire, desde que en 1855 había fijado su residencia en Valmondois, cerca de Barbizon, intimó también mucho con Millet, Rousseau, Daubigny y Corot, y desde unos años antes (a partir de 1848) había alternado su actividad de dibujante con la pintura. Los suyos son pequeños lienzos de grandioso contenido, esbozados con una enorme potencia y con un magistral manejo del claroscuro que le sitúa, a veces, en la misma línea de un Rembrandt o un Goya. Pero el secreto de su talento de pintor reside en su aguda expresividad. Esto puede percibirse claramente en su obra, inspirada en el teatro de Moliere: Crispin et Scapin (1860). Muchos de sus temas son tomados de las Fábulas de La Fontaine, y, a partir de 1867, se inspiró con relativa frecuencia en la pareja formada por Don Quijote y Sancho.



Hacia 1870, Daumier, amenazado de ceguera, hubo de abandonar sus trabajos, y ya vimos cómo Corot le favoreció en la triste situación en que se hallaba en sus últimos años.


Don Quijote y Sancho Panza (Kunsthalle, Zurich), de Honoré Daumier. Con trazos gruesos y vigorosos de colores contrastados que evocan al español Francisco Gaya, Daumier recrea la figura fantasmal del hidalgo manchego cabalgando su escuálido caballo y la de su orondo escudero, bajo cuyo peso avanza con dificultad su rucio.  


El carnicero de Montmartre (Colección privada), de Honoré Daumier. El talento de Daumier para la caricatura aquí rinde tributo a Los caprichos de Goya al mostrar con extraordinaria crudeza el gesto brutal de carnicero y el asombro atemorizado de la muJer, lo que llena de dramatismo una escena de la vida cotidiana.


Artista intensamente romántico en sus concepciones, su fino diseño ha sido una de las bases de gran parte del arte moderno, a partir de Toulouse-Lautrec, y sus creaciones han ejercido influencia muy directa en un sector de la pintura expresionista.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El paisaje de Corot


La pintura de Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) representa un aspecto muy distinto al del arte pictórico que ahora se acaba de comentar. Esta diferencia es tanto por el concepto (cuando se aparta de una visión estrictamente objetiva), como desde el punto de vista de la realización. 

En su etapa final, una concepción poética del paisaje es causa de que éste se desvanezca en neblinas ligeras sobre un fondo de cielo luminoso, generalmente crepuscular, como si todo el paisaje reproducido se transformara en un juego sutil de manchas grises y luces plateadas, por efecto de una fantástica evaporación. Esta fue una característica que en él aparece esporádicamente hacia 1845, y se afirma cada vez más en su estilo durante los últimos veinte años. Pero antes de esto, su pintura tuvo otro carácter. Siempre, sin embargo, la pintura de Corot (que fue un alma virginal) se manifestó con asombrosa ingenuidad. 

El camino de Sévres (Louvre, París) ejemplifica los paisajes tan característicos de Corot, en los que con el caballete plantado al aire libre, captaba el trémulo movimiento de las hojas, el suave balanceo de las ramas y la silueta de sus típicos "árboles soñadores". Su verdadero maestro fue la naturaleza, por eso, durante una conversación en que se invocaban los grandes artistas del pasado, Corot exclamó: "¡Las grandes líneas y los clásicos me importan un bledo! Yo estoy en los bosques".

Fue un hombre generoso, incapaz de intrigas, replegado en sí mismo, quizás a consecuencia de ciertas contrariedades íntimas al principio de su tardía carrera.

Sus padres tenían en París una próspera tienda de moda, y finalmente le dejaron medios abundantes para poder dedicarse al arte, pero jamás le comprendieron. Sobre todo el padre, Camille Corot, jamás tuvo idea de que su hijo era un pintor importante. Cuando en julio de 1839 Corot fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, su padre, al leer la noticia, pensó que la distinción iba dirigida a él, y se llevó un desengaño al enterarse de que era su hijo el condecorado. Sintióse entonces obligado a dirigirle un pequeño sermón incitándole a vestir con menos desaliño.

En tal ambiente familiar -cerradamente petit bourgeois-, la preparación de Corot experimentó un gran retraso. Su padre, tras haberle encaminado hacia los estudios, quiso establecerle un negocio, hasta que por fin, cuando ya Corot contaba veintiséis años, le permitió dedicarse a la pintura.


La catedral de Chartres (Louvre, París) es una de las primeras obras importantes de Corot, cuando -hijo de los propietarios de una acreditada tienda de modas de Paríspudo, al fin, dedicarse a la pintura. Esta obra, realizada con la tranquila objetividad y la humilde atención que caracterizaron siempre a su autor, presenta el monumento tal como aparecía en 1830. En 1872, tres años antes de su muerte, Corot añadió las dos figuras que se ven en primer término.


Su primer maestro fue un pintor de historia entonces reputado, A. Michallon, que sólo concebía el paisaje como fondo de una escena histórica o mitológica. Sin embargo, este aprendizaje resultó útil, porque Michallon inculcó a su discípulo el amor a la exactitud. Fallecido este maestro, tomó por profesor a un paisajista de segunda categoría, Victor Bertin, y en 1826 partió al fin para Italia con un pintor extranjero, compañero suyo, en viaje que se prolongó durante dos años. En Roma pudo entonces confraternizar con un grupo de jóvenes franceses con los que expuso en el Salón, después de su regreso a París, en el año 1830. A sus estudios romanos, todavía balbucientes, aunque de agradable frescor, se sumó entonces una de sus obras más importantes: La Catedral de Chartres.

Corot realizó dos nuevos viajes a Italia, que duraron varios meses, uno en 1834 y otro en 1842. De 1834 son algunos de sus paisajes italianos más sugestivos: la Vista panorámica de Volterra, y la Vista de Florencia desde la terraza del jardín Boboli, con la torre de la Signoria y la cúpula del duomo en el fondo, y en primer término los oscuros cipreses que se yerguen detrás del Palacio Pitti.

El Coliseo visto desde los jardines Farnesio, de Corot. En esta tela de finales de su vida, fatigado por la neblina difusa y las hojas de los bosques, regresa a la construcción sólida de su juventud. Por eso prefirió entonces los retratos (como el de la Mujer de la perla) o estos elementos geométricos de un monumento de piedra, en los que -sin embargo- no falta la belleza de la luz ni su visión tan sutil de la atmósfera.

En uno y otro viaje pintó también estudios de figura, entre ellos (en 1842), la bella nota de desnudo de la modelo de un amigo. Después pintó también paisajes de varias comarcas francesas, del Norte y del Midi, y a partir del año 1860 visitó con frecuencia Ville d’Avray, donde vivía una hermana suya casada, en cuya casa permaneció largas temporadas. Sus pequeños retratos, e incluso los dos autorretratos que realizó, resaltan por su pureza, y en realidad, gran parte del atractivo de lo que pintó hasta 1860 reside en su exigente ingenuidad.

Théophile Gautier, que intentó comprender su pintura (y en buena parte lo consiguió), emitió sobre el arte de Corot este juicio: “¡Qué talento más singular el de monsieur Corot! Tiene ojo, pero no le sigue la mano; ve como un artista consumado, y pinta como un niño”.

Le beffroi de Douai (Louvre, París), de Corot. Uno de los grandes logros de Corot fue expresar de modo significativo el contraste entre la luz, intensa en la pared del edificio de la derecha, y la sombra, que se extiende y cubre las casas y los transeúntes y de la que apenas parece escapar la torre del reloj. 

Fue con toda evidencia un pintor que se adelantó a su tiempo, en materia de sensibilidad. En el fondo, su concepto de paisaje es clásico; se ajusta al de Poussin; pero la pureza de su intención no le permitía apurar sus temas por miedo de fatigarlos. Contó con partidarios y con grandes simpatías (a lo que, en gran parte, contribuyó su reconocida generosidad). Además de ofrecer a la viuda de Millet 10.000 francos, sabiendo que se hallaba en situación apurada, al enterarse en 1873 de que Daumier, viejo y medio ciego, está en peligro de ser desahuciado por su casero, le cede una casita que poseía en Valmondois: “Mi viejo amigo. Tenía en Valmondois, cerca de l’Isle-Adam, una casita con la que no sabía qué hacer. Se me ocurrió ofrecértela, y como la idea me pareció buena, ya la he inscrito en casa del notario. No lo hice por ti, sino para fastidiar a tu casero”.

En los cuadros de Corot, se percibe la frescura del aire; por vez primera, la sensibilidad de la atmósfera es el verdadero asunto y el protagonista. De Corot se saben muchas cosas gracias al libro Corot raconté par lui-même, que publicó uno de los amateurs que más le trataron y que más se habían apasionado con su arte: Moreau-Nélaton. Así, tenemos una relación del propio pintor sobre su actitud ante sus temas en plena naturaleza.

“El pintor se levanta hacia las tres de la madrugada, y sale a los campos a sentarse, y espera debajo de un árbol. Bien poco puede distinguirse aún. Y de pronto, la atmósfera empieza a temblar, y se levanta una brisa que hace despertar las cosas. Un rayo de sol; después otro, y otro. Las flores se abren y los pájaros empiezan sus trinos… Nada se veía, y pronto el mundo entero estará allí para el pintor.

El sol se levanta mientras él toma sus notas; a lo lejos se pierden en el éter las siluetas de las colinas; los pájaros vuelan de un lado para otro; pasa un campesino montado en un blanco jamelgo, y desaparece por el sendero. El pintor sigue anotando, pero pronto habrá ya demasiada luz, percibirá demasiadas cosas… El artista vuelve a la granja; todos trabajan, y él descansa y sueña con lo que ha sentido al amanecer. ¡Mañana ejecutará ya su sueño!” 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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