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El paisaje de Corot


La pintura de Jean-Baptiste-Camille Corot (1796-1875) representa un aspecto muy distinto al del arte pictórico que ahora se acaba de comentar. Esta diferencia es tanto por el concepto (cuando se aparta de una visión estrictamente objetiva), como desde el punto de vista de la realización. 

En su etapa final, una concepción poética del paisaje es causa de que éste se desvanezca en neblinas ligeras sobre un fondo de cielo luminoso, generalmente crepuscular, como si todo el paisaje reproducido se transformara en un juego sutil de manchas grises y luces plateadas, por efecto de una fantástica evaporación. Esta fue una característica que en él aparece esporádicamente hacia 1845, y se afirma cada vez más en su estilo durante los últimos veinte años. Pero antes de esto, su pintura tuvo otro carácter. Siempre, sin embargo, la pintura de Corot (que fue un alma virginal) se manifestó con asombrosa ingenuidad. 

El camino de Sévres (Louvre, París) ejemplifica los paisajes tan característicos de Corot, en los que con el caballete plantado al aire libre, captaba el trémulo movimiento de las hojas, el suave balanceo de las ramas y la silueta de sus típicos "árboles soñadores". Su verdadero maestro fue la naturaleza, por eso, durante una conversación en que se invocaban los grandes artistas del pasado, Corot exclamó: "¡Las grandes líneas y los clásicos me importan un bledo! Yo estoy en los bosques".

Fue un hombre generoso, incapaz de intrigas, replegado en sí mismo, quizás a consecuencia de ciertas contrariedades íntimas al principio de su tardía carrera.

Sus padres tenían en París una próspera tienda de moda, y finalmente le dejaron medios abundantes para poder dedicarse al arte, pero jamás le comprendieron. Sobre todo el padre, Camille Corot, jamás tuvo idea de que su hijo era un pintor importante. Cuando en julio de 1839 Corot fue nombrado Caballero de la Legión de Honor, su padre, al leer la noticia, pensó que la distinción iba dirigida a él, y se llevó un desengaño al enterarse de que era su hijo el condecorado. Sintióse entonces obligado a dirigirle un pequeño sermón incitándole a vestir con menos desaliño.

En tal ambiente familiar -cerradamente petit bourgeois-, la preparación de Corot experimentó un gran retraso. Su padre, tras haberle encaminado hacia los estudios, quiso establecerle un negocio, hasta que por fin, cuando ya Corot contaba veintiséis años, le permitió dedicarse a la pintura.


La catedral de Chartres (Louvre, París) es una de las primeras obras importantes de Corot, cuando -hijo de los propietarios de una acreditada tienda de modas de Paríspudo, al fin, dedicarse a la pintura. Esta obra, realizada con la tranquila objetividad y la humilde atención que caracterizaron siempre a su autor, presenta el monumento tal como aparecía en 1830. En 1872, tres años antes de su muerte, Corot añadió las dos figuras que se ven en primer término.


Su primer maestro fue un pintor de historia entonces reputado, A. Michallon, que sólo concebía el paisaje como fondo de una escena histórica o mitológica. Sin embargo, este aprendizaje resultó útil, porque Michallon inculcó a su discípulo el amor a la exactitud. Fallecido este maestro, tomó por profesor a un paisajista de segunda categoría, Victor Bertin, y en 1826 partió al fin para Italia con un pintor extranjero, compañero suyo, en viaje que se prolongó durante dos años. En Roma pudo entonces confraternizar con un grupo de jóvenes franceses con los que expuso en el Salón, después de su regreso a París, en el año 1830. A sus estudios romanos, todavía balbucientes, aunque de agradable frescor, se sumó entonces una de sus obras más importantes: La Catedral de Chartres.

Corot realizó dos nuevos viajes a Italia, que duraron varios meses, uno en 1834 y otro en 1842. De 1834 son algunos de sus paisajes italianos más sugestivos: la Vista panorámica de Volterra, y la Vista de Florencia desde la terraza del jardín Boboli, con la torre de la Signoria y la cúpula del duomo en el fondo, y en primer término los oscuros cipreses que se yerguen detrás del Palacio Pitti.

El Coliseo visto desde los jardines Farnesio, de Corot. En esta tela de finales de su vida, fatigado por la neblina difusa y las hojas de los bosques, regresa a la construcción sólida de su juventud. Por eso prefirió entonces los retratos (como el de la Mujer de la perla) o estos elementos geométricos de un monumento de piedra, en los que -sin embargo- no falta la belleza de la luz ni su visión tan sutil de la atmósfera.

En uno y otro viaje pintó también estudios de figura, entre ellos (en 1842), la bella nota de desnudo de la modelo de un amigo. Después pintó también paisajes de varias comarcas francesas, del Norte y del Midi, y a partir del año 1860 visitó con frecuencia Ville d’Avray, donde vivía una hermana suya casada, en cuya casa permaneció largas temporadas. Sus pequeños retratos, e incluso los dos autorretratos que realizó, resaltan por su pureza, y en realidad, gran parte del atractivo de lo que pintó hasta 1860 reside en su exigente ingenuidad.

Théophile Gautier, que intentó comprender su pintura (y en buena parte lo consiguió), emitió sobre el arte de Corot este juicio: “¡Qué talento más singular el de monsieur Corot! Tiene ojo, pero no le sigue la mano; ve como un artista consumado, y pinta como un niño”.

Le beffroi de Douai (Louvre, París), de Corot. Uno de los grandes logros de Corot fue expresar de modo significativo el contraste entre la luz, intensa en la pared del edificio de la derecha, y la sombra, que se extiende y cubre las casas y los transeúntes y de la que apenas parece escapar la torre del reloj. 

Fue con toda evidencia un pintor que se adelantó a su tiempo, en materia de sensibilidad. En el fondo, su concepto de paisaje es clásico; se ajusta al de Poussin; pero la pureza de su intención no le permitía apurar sus temas por miedo de fatigarlos. Contó con partidarios y con grandes simpatías (a lo que, en gran parte, contribuyó su reconocida generosidad). Además de ofrecer a la viuda de Millet 10.000 francos, sabiendo que se hallaba en situación apurada, al enterarse en 1873 de que Daumier, viejo y medio ciego, está en peligro de ser desahuciado por su casero, le cede una casita que poseía en Valmondois: “Mi viejo amigo. Tenía en Valmondois, cerca de l’Isle-Adam, una casita con la que no sabía qué hacer. Se me ocurrió ofrecértela, y como la idea me pareció buena, ya la he inscrito en casa del notario. No lo hice por ti, sino para fastidiar a tu casero”.

En los cuadros de Corot, se percibe la frescura del aire; por vez primera, la sensibilidad de la atmósfera es el verdadero asunto y el protagonista. De Corot se saben muchas cosas gracias al libro Corot raconté par lui-même, que publicó uno de los amateurs que más le trataron y que más se habían apasionado con su arte: Moreau-Nélaton. Así, tenemos una relación del propio pintor sobre su actitud ante sus temas en plena naturaleza.

“El pintor se levanta hacia las tres de la madrugada, y sale a los campos a sentarse, y espera debajo de un árbol. Bien poco puede distinguirse aún. Y de pronto, la atmósfera empieza a temblar, y se levanta una brisa que hace despertar las cosas. Un rayo de sol; después otro, y otro. Las flores se abren y los pájaros empiezan sus trinos… Nada se veía, y pronto el mundo entero estará allí para el pintor.

El sol se levanta mientras él toma sus notas; a lo lejos se pierden en el éter las siluetas de las colinas; los pájaros vuelan de un lado para otro; pasa un campesino montado en un blanco jamelgo, y desaparece por el sendero. El pintor sigue anotando, pero pronto habrá ya demasiada luz, percibirá demasiadas cosas… El artista vuelve a la granja; todos trabajan, y él descansa y sueña con lo que ha sentido al amanecer. ¡Mañana ejecutará ya su sueño!” 

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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