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Artistas de la A a la Z

El vagón de tercera clase



Hijo de un vidriero con ambiciones de poeta, el joven Honoré Daumier se vio obligado a interrumpir sus estudios muy pronto para ganarse la vida. Con sólo doce años Honoré comenzó a trabajar como mensajero de un ujier en el Tribunal de Justicia y, más tarde, fue empleado como asistente en la librería Delaunay del Palacio Real. De forma paralela, Daumier empezó a tomar clases en una academia de dibujo donde, inmediatamente, Alexandre Lenoir, ilustre fundador del Museo de Monumentos Francés, reconoció al joven su capacidad.


Aunque tal vez menos voluntaria que perentoria, la precocidad de Daumier se sumó a sus habilidades artísticas, dando como resultado, por una parte, un profundo conocimiento de las diferentes clases sociales que se interrelacionaban en su propio medio y, por otra, una gran capacidad de observación para retenerlas y reproducirlas. Esta condición de lucidez y sensibilidad es la que más adelante le permitió llevar a cabo obras de arte como El vagón de tercera clase (Le Wagón de Troisiéme Classe).



Ante todo, Honoré Daumier era un agudo crítico. Prestigioso y ácido caricaturista, fue, posiblemente, el primero de los artistas que se sirvió de medios de comunicación masivos, como revistas satíricas, para difundir su mensaje político de manera simultánea con su estilo pictórico. Dueño de una profunda conciencia social, en El vagón de tercera clase, como en gran parte de sus trabajos, el pintor marsellés desarrolla un tema reivindicativo de manera magistral: la dura vida de las clases populares en las grandes ciudades.





La dosis de sordidez que Daumier aplica en esta obra a sus personajes genera en el espectador una sensación de ternura que contrasta profundamente con la sofisticación industrial del tren -vehículo que, a la vez, les sirve de escenario social y de fondo-. Realizada entre 1862 y 1864, esta litografía confirma la inclinación del pintor hacia las causas que promueven la igualdad. La naturaleza grotesca en los rasgos de sus personajes, es una característica desarrollada a través de su condición de eximio caricaturista pero también el resultado de su gran admiración por la obra de Goya.



Entre los pasajeros del tren podemos observar en primer plano y en el centro, estratégicamente ubicado en la parte inferior de la tela, a un muchacho de clase popular durmiendo. A su izquierda, un hombre con las manos apoyadas sobre su bastón y el sombrero a su lado, medita en un gesto de fatiga que puede significar resignación o indolencia. A la derecha del muchacho, el hombre inflamado de altanería que lleva bombín, con la vista puesta en algo más alto, parece soportar la situación de homogeneidad que le impone el vagón con histriónica arrogancia.



En los asientos de detrás, el resto del pasaje convive sin apenas observarse: un hombre de sombrero de copa mira con entusiasmo el paisaje de fuera, lo mismo que la mujer que se halla frente a él pero sin establecer un diálogo entre ambos. La otra mujer de la escena tampoco parece interesada más que en sus propios pensamientos. Al fondo de la escena, a la derecha, un anciano con los ojos cerrados ha cedido al cansancio.

El trazo contundente y dinámico, los contrastes pronunciados y el poder de síntesis de Daumier, dejan claro el porqué de la admiración que más tarde despertó en muchos expresionistas. La obra mide 23 x 33 y pertenece a la colección Oskar Reinhart en Winterthur (Suiza).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Pintura inglesa posromántica. Los prerrafaelistas

Cuando se habló en este mismo volumen de la pintura del siglo XVIII en Gran Bretaña, se señaló la actitud plenamente romántica del británico Turner así como la trascendencia que para la pintura romántica francesa adquirió, pese a su corta duración, la actividad pictórica de Bonington, quien -según vimos- fue amigo del gran pintor Delacroix.

El herrador, de sir Edwin Landseer (Tate Britain, 
Londres). Su autor es uno  de los principales ex-
ponentes de la pintura realista romántica que bar-
rió el continente europeo desde Alemania hasta 
España. Su fama fue tal que incluso dio nombre 
al terranova de manchas blancas y negras.

Otros pintores británicos que brillaron durante la primera mitad del siglo pasado debieran haber retenido allí nuestra atención. Son maestros importantes, aunque, en general, permanecen ignorados fuera de Gran Bretaña, y tampoco, ciertamente, se habla mucho de ellos allí. Su producción es una clara prueba de cómo se había interpretado el calor romántico en la pintura insular. Su estilo no es arrebatado, como pudiera ser el de Delacroix o Géricault, sino que parece más bien complacerse en la evocación de aspectos placenteros. Estos pintores fueron, en primer término, Benjamin Robert Haydon (1786-1846), artista de vida azarosa y que se suicidó al ver rechazados los bocetos con que había concursado para la decoración del Palacio del Parlamento, y también el escocés DavidWilkie (1781-1841), intenso cultivador de escenas costumbristas y vida mucho menos atormentada.

Elecciones en ambiente rural, de William Hogarth (Tate Britain, Londres). El siglo XVIII fue una época de una gran inestabilidad política en Inglaterra. Muchos poetas como Wordsworth, Keats o Browning dedicaron innumerables versos satíricos a las corruptelas de sus gobernantes, mientras que artistas como Hogarth hicieron uso de la metáfora costumbrista para retratar la retorcida conciencia humana del momento. Reincidió en el tema de las elecciones populares en varias ocasiones, como en Visita del candidato o El triunfo, ambas de 1754. 

De Haydon son dignos de mención dos grandes lienzos sobre temas de costumbres, pintados con impulsiva fogosidad y viva policromía, y que se hallan en la Tate Britain de Londres; uno de ellos reproduce una escena de elecciones en un ambiente rural, apasionadamente tumultuoso. El otro, titulado Punch (o La Feria de Mayo), es una alegre evocación callejera, llena de sugestión y gracejo.

El tocado escocés, de sir David Wilkie (Wallace Collection, Londres). Sin abandonar del todo la tradición de Hogarth, Wilkie supo crear un ambiente interior en el que la malicia y la picardía del tema se convierten en ingredientes plenamente románticos . Quizá arrepentido por sus cuadros más críticos e irreverentes, se especializó al final de su vida en la pintura histórica y religiosa, hasta el punto de fallecer de viaje a Tierra Santa, siendo arrojado su cadáver al mar. 

Así pues, hubo también en la pintura de Gran Bretaña, una corriente peculiar, dentro de la dirección romántica, que en gran parte recogió directrices propias de la anterior pintura de género. Pero a mediados de siglo todo ello había experimentado un gran cambio, entonces domina la pintura dulzona sobre temas agradables, cuyas mejores obras son los cuadros de animales de E. H. Landseer (1802 -1873) o los lienzos de W. P. Frith (1819-1909).

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los prerrafaelistas

La pintura en Gran Bretaña llevaba, poco antes de 1860, trazas de estancarse, y tales crisis únicamente pueden superarse dando un salto hacia el futuro, en sentido progresista, o buscando elementos de renovación en los ambientes pictóricos pretéritos. Esto último es lo que habían hecho los Nazarenos alemanes en Roma, e hicieron entonces, en la misma Gran Bretaña, autores como FordMadox Brown (1821-1893) o como el escocés W. Dyce (1806-1864), en sus asuntos históricos o sentimentales. Ello no pudo dejar de pesar en otro movimiento de igual significación que estudiaremos aquí, y que se concretó en la aparición de los pintores llamados "prerrafaelistas". Pero el Prerrafaelismo fue ya, sobre todo, una reacción típicamente anglosajona, dirigida contra el "materialismo" y el "maquinismo" imperantes. Su propósito fue revalorizar en la pintura del momento la sensibilidad y la simplicidad de procedimientos, tal como de ellas gozaran los primitivos italianos anteriores a Rafael (maestros que eran entonces mal conocidos). Ya en William Blake, el místico poeta y diseñador de fines del siglo XVIII, tenían aquellos jóvenes artistas un precursor, y la obra que ellos produjeron es en sustancia análoga en otros aspectos a la de otro contemporáneo, Samuel Palmer (1805-1881), que no se sumó a su grupo, pero que en sus cuadros y grabados demostró anhelo de lirismo similar al que ellos sentían.

Etapas de crueldad, de Ford Madox Brown (City Art Gallery, Manchester). El cuadro refleja una intensa preocupación por el contenido literario y el pintoresquismo folclórico. Estas características, transmitidas a través de Millais a todo el movimiento prerrafaelista, permiten considerar a Brown como padre de toda una escuela pictórica. Muy marcado por la influencia de los maestros flamencos barrocos y los románticos franceses, tras un período de aprendizaje en Italia volvió a Londres en 1848 y comenzó a relacionarse con Rossetti y otros colegas de su mismo círculo. Sus máximas cotas artísticas, sin embargo, las alcanzaría con los murales que le encargó el ayuntamiento de Manchester y sus diseños para muebles y vidrieras. 

Pintura romántica

Al barrer todo rastro de las corrientes neoclásicas que antes habían sido las dominantes en literatura y en arte, el Romanticismo manifestaba algo que constituye uno de los signos esenciales del siglo XIX: el espíritu individualista.

Alejándose voluntariamente de todas las normas tradicionales, el romántico parece que se aísla para interrogarse acerca de los más graves problemas (el de su destino, el de Dios), quizás esperanzado de hallar por sí mismo revelaciones geniales.

Coracero herido de Jean-Louis Théodo-
re Géricault (Musée du Louvre, París). 

Fundador del romanticismo pictórico en 

Francia, esta obra la presentó al Salón 

de 1814. Muy aficionado a los caballos,

supo darles un ritmo extraordinario en 

sus pinturas y ésta fue una temática 
que le acompañó toda su vida. 
Pero, ante todo, el Romanticismo presupone un estado de exaltación; en él no es concebible la serenidad. "Ser romántico -ha dicho Novalis- es dar a lo cotidiano un sentido elevado, a lo conocido el prestigio de lo que se desconoce, a lo finito el esplendor de lo infinito."

Presupone, entonces, una exacerbación pasional (y no necesariamente de orden amoroso). Ya en su último período, el siglo XVIII había procurado pábulo a este estado mediante ciertos elementos imaginativos que sobre el alma, poseída de tales impulsos, actúan a modo de acicate. De tales fantasías hicieron los románticos gran empleo. Una de sus ideas fijas fue la de la muerte, que es en el período del Romanticismo la gran obsesión. De ahí ese interés por la "noche", que ya en el período prerromántico del siglo anterior es como una prefiguración de la muerte.

Una huida de lo real hacia lo imaginativo fue otro de los síntomas románticos. Se sueña con países lejanos, e imaginativamente, uno se evade hacia el pasado, en especial hacia la Edad Media, de la cual se ha forjado una idea poética y vaga.

Atala en la tumba de Girodet-Trioson (Musée du Louvre, París). También llamado El funeral de Atala, este cuadro es uno de los más famosos de este autor que supo combinar con eficacia las técnicas clásicas con la temática romántica. 

Este extraño medievalismo ya se había mostrado durante el siglo XVIII en Inglaterra, país donde la tradición medieval no estaba tan borrada como en otras partes. En un estilo gótico sui géneris, por ejemplo, sir Horace Walpole habíase hecho construir su famosa residencia campestre de Strawberry Hill, y elementos ojivales adornan ciertos muebles del propio Chippendale, el cabinet-maker inglés más característico de aquel siglo.

Más tarde es Chateaubriand quien mejor encarna, en Francia, ambas aspiraciones: la del exotismo en su Atala, y la de la exaltación de la Edad Media en el Genio del Cristianismo.

El célebre cuadro del artista Girodet-Trioson (1767-1824) Atala en la tumba, muestra a este pintor, que se formó en el neoclasicismo de David, profundamente imbuido del fervor romántico.

Pero la auténtica pintura del Romanticismo nació en Francia -lo mismo que el auténtico romanticismo literario- en una forma explosiva que reviste todos los caracteres de una franca reacción contra las normas neoclásicas.

Oficial de húsares ordenando una carga de Théodore Géricault (Musée du Louvre, París). Pintada en 1812, esta obra revaloriza el movimiento, el colorismo y el apasionamiento frente a las actitudes estáticas, el dibujo y la serenidad, típicos del neoclasicismo. 

Retrato de una loca de Théodore Géricault (Musée du Louvre, París). Este cuadro refleja la curiosidad romántica por todo lo extraño, hasta llegar a lo enfermizo y morboso. En el caso de Géricault. además de los caballos, se interesó por los enfermos mentales, a los que se dedicó a observar en el hospital de Salpetrière.  

Quien primero manifestó crudamente tal postura fue un pintor que murió joven, Théodore Géricault (1791-1824), y quien la desarrolló más plenamente fue un íntimo amigo suyo, Delacroix. Ambos fueron los grandes disconformes con el academicismo y los detractores más acerbos de su último brillante defensor, Ingres.

Apasionado por la equitación, Géricault había intentado, muy joven, servir en la caballería imperial. En 1808 fue discípulo de Carle Vernet (pintor aficionado a evocar las carreras de caballos), y después lo fue del ecléctico neoclásico Guérin. En 1812, su cuadro Oficial de Húsares ordenando una carga llamó la atención de David por su fogosidad. Pero el lienzo fue en general mal acogido, como lo fue dos años después otro cuadro de Géricault sobre un tema similar, El Coracero herido. Después Géricault marchó a Italia y se entusiasmó con Miguel Ángel, y a su vuelta a París, en 1819, expuso su célebre pintura la Balsa de"La Medusa", que evocaba la odisea de los náufragos de un siniestro marítimo ocurrido frente a las costas de Dakar. Este lienzo (hoy en el Louvre) fue el verdadero"manifiesto" de la pintura romántica.

Por un tiempo realizó Géricault, para un médico forense amigo suyo, pinturas de dementes y de escenas macabras (guillotinados, etc.), que tienen el valor de profundos estudios psicológicos.

El Gran Derby en Epson de Théodore Géricault (Musée du Louvre, París). Entre los años 1820 y 1822 el artista vivió en Londres, donde pintó tres versiones del Gran Derby, de las cuales ésta es la más conocida. 

La toilette d'Esther de Théodore Chassériau (Musée du Louvre, París). Es una obra perteneciente a una serie en la que el artista manifiesta su genio precoz creando un nuevo tipo femenino, a la vez extraño y turbador, inédito en la pintura francesa. Se trata de una figura de mujer fina y alargada, de cintura estrecha y flexible. Las joyas que la adornan y los personajes que la acompañan revelan el atractivo que sentía la época por un Oriente fastuoso y legendario. La belleza del dibujo y del modelado de Chassériau procede de su maestro lngres. 

Al año siguiente partía para Inglaterra, donde permaneció tres años ocupado en el estudio de los corceles pur-sang, y allí pintó otra obra suya famosa, el Gran Derby en Epsom. A poco de regresar a París, moría. Fue también un escultor notable, y su Cheval écorché es un acabado estudio anatómico de su animal preferido.

Por su sentimentalismo sensual, cabe considerar también a ThéodoreChassériau (1819-1856) -a pesar de su formación clásica, como discípulo predilecto de Ingres- dentro de la pintura francesa romántica, sobre todo a partir del momento en que, en su amplio estilo decorativo, quiso acercarse a Delacroix.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Balsa de “La Medusa”



La Balsa de "La Medusa" (Radeau de La Méduse") fue expuesta en el Salón Oficial de 1819, obteniendo la medalla de oro, bajo el título de Escena de un naufragio, nombre que posiblemente le fue impuesto. La recepción por parte de la crítica fue muy diversa, pues levantó una airada polémica, pero en absoluto enteramente negativa. El cuadro hizo sensación entre el público, a diferencia de la Gran Odalisca de lngres, expuesta en ese mismo Salón, que sufrió las befas y mofas generales.

La escena narra un escándalo político ocurrido en 1816. Representa la historia de los supervivientes del hundimiento de la fragata "La Medusa", un barco que había naufragado frente a las costas africanas y un pequeño grupo de pasajeros sobrevivió gracias a una balsa.

Géricault realizó esta obra para dar a conocer la espeluznante historia, censurada por el gobierno. Debió de ponerse a trabajar en el verano de 1818. En noviembre alquiló un nuevo estudio que diera cabida al inmenso lienzo, que quedaría terminado en julio de 1819 para la apertura del Salón. Hizo numerosos bocetos y estudios previos sobre cadáveres para dar más verosimilitud a los cuerpos, agotados por el hambre, la sed y las enfermedades.

El pintor recoge el momento más romántico, el de la esperanza, el punto en que los protagonistas, hombres desconocidos, divisan su salvación en la lejanía. Las figuras están dispuestas en una composición en diagonal, una pirámide de cuerpos humanos compuesta por toda una galería de gestos y expresiones, desde la desesperación más absoluta del anciano que da la espalda al barco, pasando por los primeros atisbos de esperanza, hasta llegar al entusiasmo de los hombres que agitan sus camisas al horizonte. La gran figura del extremo inferior derecho fue añadida en el último momento cuando el lienzo ya había salido del estudio.

El espacio inestable y abierto, entre el cielo tenebroso y el mar agitado, acentúa aún más la emotividad de los rostros y los gestos. Géricault, con esta obra, uno de sus cuadros más famosos, llegó a una situación extrema de contenido y sensibilidad, alejándose, definitivamente, de los nobles ideales y de la grandeza serena del mundo neoclásico.

La balsa medio desecha por el oleaje, los cuerpos de los muertos, putrefactos, mutilados, desperdigados, todos los detalles están inspirados en la realidad más cruel acentuada por los contrastes de luces y sombras, claros y oscuros. Además, en estos cadáveres, empleó las sombras negras de Caravaggio y su tratamiento profundo del desnudo.

La ambición del artista en este cuadro era inmensa, una audacia que resulta todavía más impresionante cuando se tiene en cuenta que el tema elegido sólo podía causar inquietud al gobierno. Con este lienzo, Géricault hizo crítica de su tiempo: es, en definitiva, la sociedad la que está embarcada en esta balsa.

La obra influirá en Delacroix cuando trabaje, hacia 1822, en su Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Ditis.

Por su tamaño, 491 x 719, su fuerza, su cuidadosa ejecución e intensidad de expresión, la Balsa de "La Medusa" es una de las grandes composiciones históricas, un impresionante óleo sobre lienzo conservado en el Museo del Louvre.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Delacroix, pintor romántico por excelencia

Eugene Delacroix (1798-1863), nacido en Charenton, es el más original de los pintores franceses de la primera mitad de su siglo. Su nacimiento y su educación infantil constituyeron, incluso para él mismo, un misterio. Su madre descendía de los célebres ebanistas de Luis XVI Oeben y Riesenev; pero no consta quién fue su padre, y no ha faltado quien sospeche que era hijo natural de Talleyrand. Fue condiscípulo de Géricault en el estudio de Guérin, e influido por el Radeau de "La Méduse", a los veinticuatro años exponía su lienzo titulado: Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Ditis (tema sacado de la Divina Comedia), con los patéticos condenados que tratan de aferrarse al esquife de Caronte. El cuadro obtuvo un gran éxito, y fue muy alabado por el pintor napoleónico Barón Antoine-Jean Gros. Otro que lo ensalzó en la crítica periodística fue Thiers, el futuro estadista, que siempre admiró mucho a Delacroix.

Las matanzas de Scío (o Quíos) de Eugéne Delacroix (Musée du Louvre, París). Esta obra de 1824 se encuadra en la corriente de pintura romántica por su estilo y por su tema (la lucha de Grecia por su independencia). Las familias griegas aparecen entregadas a los soldados turcos, sobre un fondo goyesco con escenas de lucha y pillaje. 

Las Matanzas de Scio, que se expuso en 1824, obtuvo menos unanimidad en los elogios. Girodet-Trioson, comentando el lienzo con el autor, le hizo observar que la joven madre caída, que en el lienzo figura a la derecha en primer término, a pesar de ser un buen fragmento, cuando él se acercaba a la pintura no llegaba a distinguir el diseño de su ojo. A lo que Delacroix replicó: "Si usted ha de acercarse a la pintura a fin de descubrirle defectos, le ruego que permanezca a cierta distancia". Esta anécdota manifiesta cuán poco caso hizo siempre Delacroix de las críticas de sus detractores, que le combatieron acremente durante sus primeros años.

En mayo de 1825, animado por lo que había podido apreciar en la exposición de obras de Constable y de otros ingleses, que poco antes se había efectuado en el Salón de París, se trasladó a Inglaterra y permaneció allí unos meses, trabando lazos de íntima amistad con Bonington.

La muerte de Sardanápalo de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). En este lienzo el artista representa la cruel historia del último rey de Asiria, Sardanápalo, quien, al verse derrotado, ordena matar a su harén, a sus esclavos y a su ganado en su presencia. Las dos diagonales que parten del protagonista recuerdan las composiciones barrocas y el color rojo, símbolo de sangre y muerte, predomina y da intensidad a la trágica escena. 

Allí se interesó por Shakespeare, por el Fausto de Goethe (que ilustró con magníficas litografías) y por la lectura de Byron, y también, a través de Bonington, en el cultivo de la acuarela (que desde entonces constituyó una de sus pasiones), Delacroix ejecutó poco después otra obra de movida y patética composición: La muerte de Sardanápalo, tema inspirado en Byron y que representa al rey de Nínive, cuando, con su palacio asediado y a punto de caer, se dispone a morir, y ha dado ya orden de matar a sus mujeres y al caballo favorito. Es una gran pintura. En especial, las dos grandes manchas luminosas que forman los dos principales cuerpos femeninos ofrecen el mismo esplendor de las grandes realizaciones de Rubens. Aunque el cuadro despertó pareceres opuestos, valió a su autor enorme fama por su potente estilo, y el vizconde de La Rochefoucauld, que en aquel momento desempeñaba el cargo de intendente de Bellas Artes, prometió a Delacroix encargos oficiales si cambiaba de modo de pintar, a lo que el artista se negó.

Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Oitis de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). También llamada La barca de Dante, esta obra, pintada a los 24 años, se hizo famosa por su resonancia al presentarla en el Salón de 1822. Este suceso le dio a conocer y el cuadro se hizo merecedor del título de "manifiesto de la estética nueva". 

Se inició entonces para él una época de penuria de la que se consuela escribiendo a sus amigos, algunos de los cuales, como George Sand, eran grandes figuras del romanticismo literario. A principios de 1830 dice así en una carta a un amigo: "No hay peor situación que no saber de qué podrá uno comer la semana próxima y tal es la situación en que yo me encuentro".

Siguiendo el ejemplo de Bonington, y aconsejado por Victor Hugo, se dedicó entonces intensamente a cultivar la pintura de historia. En sus cuadros Batalla de Poitiers (1830) y Batalla de Nancy (1831) trató de combinar la meticulosidad arqueológica y el esplendor de la policromía e intensidad del movimiento. Quizás, en algunos aspectos, sean éstas en realidad sus obras más decididamente "románticas". A las cuales puede añadirse el Asesinato del obispo de Lieja (1829), que es un lienzo inspirado en un episodio del Quentin Durward de W. Scott.

Batalla de Poitiers de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). Realizado por encargo del gobierno galo durante su estancia en Gran Bretaña (1827-1832), Jos temas históricos como éste fueron su fuente de inspiración. 

Mujeres de Argel de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). La influencia de su viaje a Marruecos y Argelia, en 1832, hizo que su imaginación y la expresión por medio de masas de color (contra el dibujo incisivo de lngres) le inclinaran a buscar los temas orientales y la vida contemporánea, por la cantidad de color y de elemento "pintoresco" que contienen. 

Luego, de pronto, su situación mejoró. Frecuentaba entonces el salón del anciano pintor napoleónico Barón François Gérard, y allí trabó amistad con Stendhal y Mérimée, y renovó la que de antiguo le unía con Thiers. Además, la Revolución de julio de 1830 había encumbrado al trono a Luis Felipe, quien no tardó en protegerle. En el Salón de 1831 expuso una de sus más populares pinturas: La Libertad guiando al Pueblo, lienzo en que aquella figura simbólica se halla encarnada por una mujer francesa tocada con el gorro frigio y tremolando, por encima de las barricadas callejeras, la bandera tricolor. Entonces se designó a Delacroix para tomar parte en una misión diplomática que Luis Felipe de Francia envió al Sultán de Marruecos.

Delacroix fue un buen epistológrafo y un excelente observador, que sabía anotar con agudeza sus comentarios y juicios, como lo ha revelado la publicación de su Diario; pero las cartas escritas por él durante aquel viaje ofrecen particular interés. Tomó muchos apuntes, pero aún hubiera querido tomar muchos más, de aquel ambiente oriental que tanto debió apasionarle, y que después le inspiraría tantos lienzos de rutilante colorido, especialmente fantásticas cacerías de leones, uno de los asuntos más típicamente románticos, porque exalta a lo vivo el antagonismo de dos violentas energías: la del árabe y su caballo, y la de la fiera. En una de sus cartas, dice Delacroix: "Aquí he pasado la mayor parte de mi tiempo en un estado de aburrimiento; no me ha sido posible dibujar del natural ni una choza. Subiéndose a una azotea, uno se expone a ser apedreado, o incluso tiroteado". Por fortuna, sin embargo, sus notas de viaje fueron muy numerosas, y aquellos álbumes (hoy en el Louvre y en el Museo Condé) no pueden ser más evocadores.

La entrada de los cruzados en Constantinopla de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). Lienzo de 1840 que representa este suceso histórico, acaecido el 12 de abril de 1204, con todo el dramatismo propio de la situación. 

En enero de 1832, habiendo llegado el séquito de la embajada a Tánger, se le permitió a nuestro pintor hacer una excursión a Sevilla, para alcanzar después al embajador en Orán. Delacroix se entusiasmó entonces con las obras que vio de los antiguos maestros andaluces. Ya antes se había entusiasmado con los Velázquez que había podido contemplar en Francia, y muy singularmente con Goya, cuyos grabados y dibujos recopia. En especial, ciertas litografías de la Tauromaquia goyesca ejercieron sobre él un directo influjo.

Algunos de sus cuadros de tema oriental inspirados en este viaje al norte de África cuentan entre sus mejores obras. En Argel (¡caso raro!) pudo visitar un harén, y de esta visita resultarían sus Mujeres de Argel, obra de la que hay dos versiones: una, de policromía alegre y clara, en el Louvre, y otra (en el Museo de Montpellier) en que la luz juega con la penumbra, como en una pintura de Rembrandt. Jamás el Islam había dado a ningún pintor moderno la oportunidad de expresarse con tal riqueza de sugestiones y con tal opulencia cromática.

Naufragio de Don Juan de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). 

Una nueva actividad de él, la de pintor fresquista, iba a enriquecer su carrera. Al encargarse Thiers del ministerio, recibió Delacroix importantes encargos. Desde 1830 realizó una serie de pinturas decorativas en la Chambre des Députés, en el Palacio Barbón. Diez años estuvo absorbido en esta tarea mientras ejecutaba también otras obras sobre lienzo, como La Entrada de los Cruzados en Constantinopla (1841), que expuso junto con el Naufragio de Don Juan, cuadro inspirado en el poema de Byron. En 1844 pintaba una Piedad para la iglesia parisiense de Saint-Denis-du-Sacrement, y en 1854 iniciaba su decoración del Salón de la Paz, en el Hôtel de Ville. Pero quizá sus obras maestras al fresco son las que datan de sus últimos años. Fueron sus dos pinturas en la capilla de los Ángeles, en San Sulpicio: Expulsión de Heliodoro y Combate de Jacob con el Ángel, frescos llenos de discípulos; Horace Vemet (1789-1863), pintor que se distinguió en la evocación de las batallas napoleónicas, y que pintó las de la conquista de Argelia (en que iría a inspirarse Fortuny), había muerto; dejaron de existir también Paul Delaroche (1797 -1856), que empequeñeció sus facultades al circunscribirse a la anécdota histórica de tono declamatorio, y el holandés radicado en París, Ary Scheffer (1795-1858), compañero de Delacroix desde sus primeros años y que se le acerca en la pintura de retrato. También había muerto un elegante pintor de jinetes y caballos, Alfred Dedreux (1808-1860), y el gran cultivador romántico en escultura, Pierre-Jean Davidd'Angers (1788-1856). Sólo quedaba un extraordinario representante de la escultura romántica en Francia, Antoine-Louis Barye (1795-1875), que, en 1832, había expuesto su Combate entre una serpiente y un león, y en 1850 otra escultura famosa, Combate entre un Centauro y un Lapita. Al morir Delacroix, la pintura y la escultura románticas se hallaban ya en crisis.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Libertad guiando al pueblo



La Libertad guiando al pueblo (La Liberté conduisant le peuple aux barricades) fue pintada por Eugéne Delacroix inmediatamente después de los sucesos del 28 de julio de 1830, que motivaron la caída de Carlos X y su sustitución por Luis Felipe de Orleáns, el llamado Rey Burgués.

En medio de una ciudad en llamas, surge una mujer, con el torso desnudo, que representa a la vez la Liberad y Francia, porta en su mano derecha la bandera tricolor y en la izquierda el fusil. Le acompañan miembros de las diferentes clases sociales, un obrero con una espada, un burgués con sombrero de copa portando una escopeta, un adolescente con dos pistolas, etc., para manifestar la amplia participación y dejar clara que la causa común no mira la procedencia jerárquica. A los pies de la figura principal, un moribundo mira fijamente a la mujer para señalar que ha merecido la pena luchar.

La composición se inscribe en una pirámide cuya base son los cadáveres que han caído en la lucha contra la tiranía, cadáveres iluminados para acentuar su importancia, que se contraponen con el gesto hacia delante de los combatientes.

La composición se basa claramente en la Balsa de "La Medusa", no obstante, aquí Delacroix invierte la orientación de las figuras que, en este caso, avanzan hacia el espectador. Los escorzos, el movimiento y la disposición asimétrica de los personajes, recuerdan las obras del Barroco.

Como advierte Argan, es el primer cuadro político de la pintura moderna, que exalta la insurrección popular contra la monarquía borbónica restaurada, es decir, con esta obra, el romanticismo deja de mirar hacia la antigüedad y comienza a querer participar en la vida contemporánea. En ella el deseo de compromiso político se hace patente al convivir en la representación personajes reales, como el mismo artista.

El cuadro radica en la extraordinaria brillantez del color y el claroscuro. En la Libertad guiando el pueblo, la luz es un elemento primordial. Estalla con fuerza en la camisa del hombre caído en primer plano para envolver la figura de la alegoría y disolverse por medio de la polvareda con el humo y las nubes, e impedir contemplar con claridad el grupo de figuras que se sitúan tras el personaje femenino, así como las torres de Notre-Dame. Es una luz violenta.

La pincelada, que recoge lecciones de Goya, es suelta. Las fachadas y tejados de las casas se reducen a un conjunto de minúsculos toques, así como las pequeñas imágenes de soldados en el centro del extremo derecho, que no son más que un conjunto de manchas.

Se está ante una composición absolutamente dramática donde las líneas y las pinceladas de color se ondulan aumentando la tensión del momento. Todas las formas están recorridas por un movimiento ondulante siendo difícil encontrar una línea recta y más todavía percibir una figura estática o serena.

La pintura es, en definitiva, una reminiscencia de la Balsa de "La Medusa". Al igual que ésta, el plano de la base es inestable a partir del cual nace y se desarrolla de manera ascendente el movimiento. De igual modo, la masa humana culmina con una figura que agita algo, allá un trapo, aquí una bandera. Al igual que su compatriota, en primer plano sitúa los muertos en unas posiciones tremendamente realistas.

La Libertad guiando al pueblo fue presentada al Salón de 1831 y adquirida por Luis Felipe para el Museo Real. Actualmente este óleo sobre lienzo, la obra maestra de Delacroix, de 260 x 325 cm se conserva en el Museo del Louvre, en París.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El romanticismo alemán

El romanticismo como ideal no fue un fenómeno exclusivamente francés. Otro foco que lo engendró en Europa fue la Alemania de finales del XVIII. Allí se había manifestado literariamente Tieck, con los Schlegel, con Schelling y Herder, y también allí tomó la forma de exaltación a la vez de la individualidad y del pasado.

Así como en el primer ambiente romántico en Francia se ensalzaron la Chanson de Roland y la lírica trovadoresca, se ensalzó en Alemania el poema de los Nibelungen y la poesía de los Minnesänger.

La nostalgia de la Edad Media se manifestó entre los románticos alemanes con el mismo confusionismo que en otras partes.

⇨ Autorretrato de Philipp Otto Runge (Kunsthalle, Hamburgo). Pese a ser contemporáneo del neoclasicismo francés -murió en 1810, a los treinta y tres años de edad-, Runge, como Goethe en literatura, abre paso al romanticismo, movimiento que tuvo en Alemania uno de sus primeros focos de origen.  



Pero en pintura el romanticismo había de tomar en Alemania distinta expresión que, en Francia, y a través de dos formas bastante divergentes. Una de ellas encarrila todo el oropel del arqueologismo histórico hacia la pintura mural decorativa; la otra, más genuinamente inspirada en lo que es propio de la pintura romántica, la que encaman pintores que lo son principalmente de caballete, ya de cuadros de retrato, ya en especulaciones basadas en las visiones de la naturaleza.

Las dos grandes figuras de esta última corriente fueron Caspar David Friedrich (1774-1840) y Phillip Otto Runge (1777-1810), y es significativo que estos dos artistas alemanes del Norte -Friedrich era de Greiswald, cerca de Rostock, y Runge nació en la Pomerania- se formasen ambos en la Academia de Copenhague. Ambos fueron amigos personales de los principales pensadores y literatos románticos.

El estilo de Runge enlaza, por su sinceridad, con el de los antiguos retratistas germánicos. Tras pasar a Dresde, se estableció en Hamburgo en 1803, y cultivó allí el retrato de evocación íntima, con líricos fondos de paisaje.

Friedrich, que trabó amistad con Runge en Oresde, fue un pintor de grandes impulsos subjetivos. Suyo es este razonamiento sincero que le define: "El pintor no debe pintar solamente aquello que ve exteriormente, sino lo que descubre en sí mismo. Y si en sí mismo no ve nada, más vale que deje de pintar lo que tiene delante. De lo contrario, sus cuadros serán como esos biombos, detrás de los cuales uno tan sólo espera encontrar a enfermos, o incluso a difuntos".

Viajero frente al mar de niebla de Caspar David Friedrich (Kunsthalle, Hamburgo). Amigo de los grandes poetas Novalis y Goethe, Friedrich gustaba de pintar espacios grandiosos en los que las siluetas de los personajes situados en primer término se destacan sobre fondos atormentados, creados por una imaginación mística. 

Se dedicó casi exclusivamente a la pintura de paisajes, en la que proyectó su gran potencia, que es casi la de un visionario. David d' Angers solía decir de él, que "había descubierto en el paisaje la tragedia". En todo caso, la suya es una pintura que merece designarse como la de la Naturaleza espiritualizada. Sus motivos predilectos son las colinas de Sajonia y las costas del Báltico, con sus playas desiertas y sus rocosos acantilados. La cuidada ejecución de sus obras y sus colores ácidos contrastan extraordinariamente con la aguda tensión emocional que se desprende de esos paisajes. Los escritores Kleist y Arnim reconocieron en las obras de Friedrich la imagen exacta de la soledad del individuo, tan típica del romanticismo.

Árbol con cuervos y túmulos prehistóricos en la costa báltica de Caspar David Friedrich (Musée du Louvre, París). El ambiente melancólico de árboles secos y aves rapaces sobre un fondo de cielo rojizo hacen de este artista el mejor paisajista del romanticismo alemán y uno de los mejores pintores del siglo XIX. 

El vienés Moritz von Schwind (1804-1871) cultivó ya la anécdota, ya la escena de personajes, con fondos de paisaje monumental, e incluso pintó asuntos humorísticos, principalmente a la acuarela, antes de entrar en contacto, en 1828, con Cornelius en Munich, donde se dedicó con brillantez a los frescos monumentales.

Carácter muy distinto tuvo el costumbrismo, a veces de intención humorística muy acusada, del muniqués Carl Spitzweg (1808-1885), que desde 1846 tanto destacó como dibujante en la revista Fliegende Bliitter.

Lo que se ha dicho hasta ahora acerca de la pintura romántica alemana habrá bastado para que comprenda el lector cuán distinta fue de la cultivada por Delacroix en Francia.

El naufragio de "La Esperanza" entre los hielos polares de Caspar David Friedrich (Kunsthalle, Hamburgo). El lienzo es un claro exponente del espíritu romántico y de la pasión por la naturaleza, cuyo misterio íntimo exalta las fibras de la sensibilidad de quien la contempla. Los grandes espectáculos que ofrece son capaces de sugerir la existencia de una fuerza superior, de una presencia divina, que sobrecoge el espíritu, además de permitir al hombre descubrir su tragedia personal en la tragedia del paisaje.   

Respondió, en un gran sector de los pintores alemanes de entonces, a un pleno y exclusivo sentido de monumentalidad. Uno de los principales campeones de esta tendencia fue Peter von Cornelius (1783-1857), nacido y formado en Düsseldorf, y que en 1809-1811 había ilustrado, con dibujos a la pluma, el Fausto de Goethe, en vida del autor. Después Cornelius estuvo adherido (hasta 1819) al grupo radicado en Roma, de los Nazarenos, y tras haberse establecido en Munich en 1825 dirigió su Academia y después decoró con frescos la Gliptoteca y el Museo de Pinturas Antiguas. Su meritoria labor se encaminó a revalorizar la pintura mural a través de la inspiración de los grandes maestros germánicos del pasado, y sus composiciones, como las que realizó después Alfred Rethel (1816-1859), muestran una decidida intención simbolista.

El poeta pobre de Carl Spitzweg (Neue Pinakothek, Munich). En las obras de este autor destaca el costumbrismo, tan característico del movimiento romántico, y el detalle documental y anecdótico que recuerda ciertos aspectos de la pintura holandesa del siglo XVII. En esta obra de 1839 se advierte, además, otra característica: el matiz humorístico.

El arte alemán se caracteriza ya en el romanticismo, como más tarde se comprobará con el simbolismo de la segunda mitad del siglo XIX, por su sostenida y fructífera dialéctica entre el símbolo y la realidad. Una dualidad que define la personalidad de los artistas cuyas obras, cada uno expresando su personal temperamento, se generan a partir de las dos tendencias eternas del arte alemán: la fascinación por lo real y el placer de la meditación idealista. Siguiendo las corrientes estéticas europeas, aunque lejos de la mera imitación de modelos, el arte alemán sabe crear un lenguaje personal sensible o introspectivo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Los Nazarenos

El nombre de Nazarenos (o también Puristas) es el que se dio a sí mismo un grupo de pintores que capitaneó en Roma el alemán Johann Friedrich Overbeck (1789-1869), natural de Lübeck. Del grupo -que se formó en 1810 y se había establecido en el antiguo convento de San Isidoro- formaron parte P. Pforr, de Francfort, L. Vogel, de Zurich; el sajón J. Schnorr von Carolsfeld, y -el ya nombrado- Cornelius, con algunos pintores italianos. Después, Schnorr von Carolsfeld cultivaría grandes temas históricos siguiendo lo que hizo Cornelius al regresar a Alemania.

Ridiculizados al principio por Hegel y por Goethe (quien calificó al movimiento de mascarada), fueron los Narazenos, a pesar de todo, afirmándose en el ambiente romano, y todavía hacia 1840 su pintura pudo influir en dos pensionados barceloneses a Roma, Pablo Mila i Fontanals y Claudia Lorenzale, que fue el primer maestro, en Barcelona, de Fortuny.

Italia y Alemania de Friedrich Overbeck (Neue Pinakothek, Munich). La alianza del misticismo católico germánico y de la plástica italiana, típica de los Nazarenos, tiene una de sus obras más famosas en este lienzo pintado en 1828. Se trata de un verdadero monumento al purismo formal, que rechaza toda preocupación por el claroscuro y el realismo.

Los Nazarenos fueron objeto de eficaz protección por parte del cónsul general de Alemania en Roma, conde Bertholdy, para el que Overbeck, Cornelius y otros pintaron al fresco una Historia de José, en el Palacio Zuccari, donde vivía aquel diplomático. Pero las pinturas de aquellos germano-romanos, que se proponían resucitar la pureza del estilo del Perugino, por el prurito de huir del convencionalismo neoclásico, incurrieron en otra clase de academicismo aún más frío, en el que los procedimientos primitivos aparecen como inertes, sin alma ni espontaneidad.

En el mismo Overbeck la rigidez lineal del contorno, que pretende oponerse al esfumado y al claroscuro leonardescos, se evidencia aún más a causa de la pobreza y frialdad del color.

Así pues, esta aventura, que en otro estilo reanudarían los prerrafaelistas ingleses, demostró ser totalmente ineficaz, y desde luego muy inferior a la aspiración purista del pintor Hippolyte Flandri (1809-1864), que decoró Saint-Germain-des-Pres, en París, partiendo del academicismo de Ingres, mucho más rico en recursos.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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