Punto al Arte: Delacroix, pintor romántico por excelencia

Delacroix, pintor romántico por excelencia

Eugene Delacroix (1798-1863), nacido en Charenton, es el más original de los pintores franceses de la primera mitad de su siglo. Su nacimiento y su educación infantil constituyeron, incluso para él mismo, un misterio. Su madre descendía de los célebres ebanistas de Luis XVI Oeben y Riesenev; pero no consta quién fue su padre, y no ha faltado quien sospeche que era hijo natural de Talleyrand. Fue condiscípulo de Géricault en el estudio de Guérin, e influido por el Radeau de "La Méduse", a los veinticuatro años exponía su lienzo titulado: Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Ditis (tema sacado de la Divina Comedia), con los patéticos condenados que tratan de aferrarse al esquife de Caronte. El cuadro obtuvo un gran éxito, y fue muy alabado por el pintor napoleónico Barón Antoine-Jean Gros. Otro que lo ensalzó en la crítica periodística fue Thiers, el futuro estadista, que siempre admiró mucho a Delacroix.

Las matanzas de Scío (o Quíos) de Eugéne Delacroix (Musée du Louvre, París). Esta obra de 1824 se encuadra en la corriente de pintura romántica por su estilo y por su tema (la lucha de Grecia por su independencia). Las familias griegas aparecen entregadas a los soldados turcos, sobre un fondo goyesco con escenas de lucha y pillaje. 

Las Matanzas de Scio, que se expuso en 1824, obtuvo menos unanimidad en los elogios. Girodet-Trioson, comentando el lienzo con el autor, le hizo observar que la joven madre caída, que en el lienzo figura a la derecha en primer término, a pesar de ser un buen fragmento, cuando él se acercaba a la pintura no llegaba a distinguir el diseño de su ojo. A lo que Delacroix replicó: "Si usted ha de acercarse a la pintura a fin de descubrirle defectos, le ruego que permanezca a cierta distancia". Esta anécdota manifiesta cuán poco caso hizo siempre Delacroix de las críticas de sus detractores, que le combatieron acremente durante sus primeros años.

En mayo de 1825, animado por lo que había podido apreciar en la exposición de obras de Constable y de otros ingleses, que poco antes se había efectuado en el Salón de París, se trasladó a Inglaterra y permaneció allí unos meses, trabando lazos de íntima amistad con Bonington.

La muerte de Sardanápalo de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). En este lienzo el artista representa la cruel historia del último rey de Asiria, Sardanápalo, quien, al verse derrotado, ordena matar a su harén, a sus esclavos y a su ganado en su presencia. Las dos diagonales que parten del protagonista recuerdan las composiciones barrocas y el color rojo, símbolo de sangre y muerte, predomina y da intensidad a la trágica escena. 

Allí se interesó por Shakespeare, por el Fausto de Goethe (que ilustró con magníficas litografías) y por la lectura de Byron, y también, a través de Bonington, en el cultivo de la acuarela (que desde entonces constituyó una de sus pasiones), Delacroix ejecutó poco después otra obra de movida y patética composición: La muerte de Sardanápalo, tema inspirado en Byron y que representa al rey de Nínive, cuando, con su palacio asediado y a punto de caer, se dispone a morir, y ha dado ya orden de matar a sus mujeres y al caballo favorito. Es una gran pintura. En especial, las dos grandes manchas luminosas que forman los dos principales cuerpos femeninos ofrecen el mismo esplendor de las grandes realizaciones de Rubens. Aunque el cuadro despertó pareceres opuestos, valió a su autor enorme fama por su potente estilo, y el vizconde de La Rochefoucauld, que en aquel momento desempeñaba el cargo de intendente de Bellas Artes, prometió a Delacroix encargos oficiales si cambiaba de modo de pintar, a lo que el artista se negó.

Dante y Virgilio atravesando la laguna que rodea la ciudad infernal de Oitis de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). También llamada La barca de Dante, esta obra, pintada a los 24 años, se hizo famosa por su resonancia al presentarla en el Salón de 1822. Este suceso le dio a conocer y el cuadro se hizo merecedor del título de "manifiesto de la estética nueva". 

Se inició entonces para él una época de penuria de la que se consuela escribiendo a sus amigos, algunos de los cuales, como George Sand, eran grandes figuras del romanticismo literario. A principios de 1830 dice así en una carta a un amigo: "No hay peor situación que no saber de qué podrá uno comer la semana próxima y tal es la situación en que yo me encuentro".

Siguiendo el ejemplo de Bonington, y aconsejado por Victor Hugo, se dedicó entonces intensamente a cultivar la pintura de historia. En sus cuadros Batalla de Poitiers (1830) y Batalla de Nancy (1831) trató de combinar la meticulosidad arqueológica y el esplendor de la policromía e intensidad del movimiento. Quizás, en algunos aspectos, sean éstas en realidad sus obras más decididamente "románticas". A las cuales puede añadirse el Asesinato del obispo de Lieja (1829), que es un lienzo inspirado en un episodio del Quentin Durward de W. Scott.

Batalla de Poitiers de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). Realizado por encargo del gobierno galo durante su estancia en Gran Bretaña (1827-1832), Jos temas históricos como éste fueron su fuente de inspiración. 

Mujeres de Argel de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). La influencia de su viaje a Marruecos y Argelia, en 1832, hizo que su imaginación y la expresión por medio de masas de color (contra el dibujo incisivo de lngres) le inclinaran a buscar los temas orientales y la vida contemporánea, por la cantidad de color y de elemento "pintoresco" que contienen. 

Luego, de pronto, su situación mejoró. Frecuentaba entonces el salón del anciano pintor napoleónico Barón François Gérard, y allí trabó amistad con Stendhal y Mérimée, y renovó la que de antiguo le unía con Thiers. Además, la Revolución de julio de 1830 había encumbrado al trono a Luis Felipe, quien no tardó en protegerle. En el Salón de 1831 expuso una de sus más populares pinturas: La Libertad guiando al Pueblo, lienzo en que aquella figura simbólica se halla encarnada por una mujer francesa tocada con el gorro frigio y tremolando, por encima de las barricadas callejeras, la bandera tricolor. Entonces se designó a Delacroix para tomar parte en una misión diplomática que Luis Felipe de Francia envió al Sultán de Marruecos.

Delacroix fue un buen epistológrafo y un excelente observador, que sabía anotar con agudeza sus comentarios y juicios, como lo ha revelado la publicación de su Diario; pero las cartas escritas por él durante aquel viaje ofrecen particular interés. Tomó muchos apuntes, pero aún hubiera querido tomar muchos más, de aquel ambiente oriental que tanto debió apasionarle, y que después le inspiraría tantos lienzos de rutilante colorido, especialmente fantásticas cacerías de leones, uno de los asuntos más típicamente románticos, porque exalta a lo vivo el antagonismo de dos violentas energías: la del árabe y su caballo, y la de la fiera. En una de sus cartas, dice Delacroix: "Aquí he pasado la mayor parte de mi tiempo en un estado de aburrimiento; no me ha sido posible dibujar del natural ni una choza. Subiéndose a una azotea, uno se expone a ser apedreado, o incluso tiroteado". Por fortuna, sin embargo, sus notas de viaje fueron muy numerosas, y aquellos álbumes (hoy en el Louvre y en el Museo Condé) no pueden ser más evocadores.

La entrada de los cruzados en Constantinopla de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). Lienzo de 1840 que representa este suceso histórico, acaecido el 12 de abril de 1204, con todo el dramatismo propio de la situación. 

En enero de 1832, habiendo llegado el séquito de la embajada a Tánger, se le permitió a nuestro pintor hacer una excursión a Sevilla, para alcanzar después al embajador en Orán. Delacroix se entusiasmó entonces con las obras que vio de los antiguos maestros andaluces. Ya antes se había entusiasmado con los Velázquez que había podido contemplar en Francia, y muy singularmente con Goya, cuyos grabados y dibujos recopia. En especial, ciertas litografías de la Tauromaquia goyesca ejercieron sobre él un directo influjo.

Algunos de sus cuadros de tema oriental inspirados en este viaje al norte de África cuentan entre sus mejores obras. En Argel (¡caso raro!) pudo visitar un harén, y de esta visita resultarían sus Mujeres de Argel, obra de la que hay dos versiones: una, de policromía alegre y clara, en el Louvre, y otra (en el Museo de Montpellier) en que la luz juega con la penumbra, como en una pintura de Rembrandt. Jamás el Islam había dado a ningún pintor moderno la oportunidad de expresarse con tal riqueza de sugestiones y con tal opulencia cromática.

Naufragio de Don Juan de Eugene Delacroix (Musée du Louvre, París). 

Una nueva actividad de él, la de pintor fresquista, iba a enriquecer su carrera. Al encargarse Thiers del ministerio, recibió Delacroix importantes encargos. Desde 1830 realizó una serie de pinturas decorativas en la Chambre des Députés, en el Palacio Barbón. Diez años estuvo absorbido en esta tarea mientras ejecutaba también otras obras sobre lienzo, como La Entrada de los Cruzados en Constantinopla (1841), que expuso junto con el Naufragio de Don Juan, cuadro inspirado en el poema de Byron. En 1844 pintaba una Piedad para la iglesia parisiense de Saint-Denis-du-Sacrement, y en 1854 iniciaba su decoración del Salón de la Paz, en el Hôtel de Ville. Pero quizá sus obras maestras al fresco son las que datan de sus últimos años. Fueron sus dos pinturas en la capilla de los Ángeles, en San Sulpicio: Expulsión de Heliodoro y Combate de Jacob con el Ángel, frescos llenos de discípulos; Horace Vemet (1789-1863), pintor que se distinguió en la evocación de las batallas napoleónicas, y que pintó las de la conquista de Argelia (en que iría a inspirarse Fortuny), había muerto; dejaron de existir también Paul Delaroche (1797 -1856), que empequeñeció sus facultades al circunscribirse a la anécdota histórica de tono declamatorio, y el holandés radicado en París, Ary Scheffer (1795-1858), compañero de Delacroix desde sus primeros años y que se le acerca en la pintura de retrato. También había muerto un elegante pintor de jinetes y caballos, Alfred Dedreux (1808-1860), y el gran cultivador romántico en escultura, Pierre-Jean Davidd'Angers (1788-1856). Sólo quedaba un extraordinario representante de la escultura romántica en Francia, Antoine-Louis Barye (1795-1875), que, en 1832, había expuesto su Combate entre una serpiente y un león, y en 1850 otra escultura famosa, Combate entre un Centauro y un Lapita. Al morir Delacroix, la pintura y la escultura románticas se hallaban ya en crisis.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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