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Artistas de la A a la Z

Inmaculada Concepción

Bartolomé Esteban Murillo, uno de los artistas más populares de España, trabajó principalmente para iglesias y conventos, por lo que la mayoría de sus obras son esencialmente religiosas, de las que esta Inmaculada Concepción, realizada hacia 1678, supone uno de los más bellos ejemplos.

En el Barroco se concreta la iconografía de la Inmaculada Concepción que tuvo un papel muy importante en toda España. En el siglo XVII se discute obsesivamente si la Virgen fue creada sin mácula, sine macula, es decir, sin contacto carnal. Una vieja controversia que había comenzado ya en el siglo XII con San Bernardo de Claraval. 

Francisco Pacheco como teórico concreto esta iconografía a nivel plástico. Al final de su tratado el Arte de la Pintura, publicado en 1649, realiza una serie de recomendaciones para representar la Inmaculada Concepción de María. Entre estos consejos dice que no debe aparecer con el Niño en los brazos; ha de estar coronada de estrellas con la luna a sus pies; ha de ser pintada en la flor de su edad, de doce a trece años, y con las puntas de la media luna hacia abajo; ha de estar adornada con serafines y ángeles, y se ha de pintar con túnica blanca y manto azul.

Las Inmaculadas de Murillo se caracterizaron por una delicadeza y una gracia especial a la figura femenina e infantil. El sentimiento, lo amable y lo tierno son calificativos característicos de su obra. Precisamente, aquí se aprecian con claridad. El artista sevillano creó una pintura serena y apacible, en la que priman el equilibrio compositivo y expresivo, con una delicadeza nunca conmovida por sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, concibe sus cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana.


María viste túnica blanca, símbolo de pureza, y manto azul, símbolo de eternidad. Lleva sus manos al pecho y eleva la mirada al cielo. Una refinada gama de colores cálidos donde predominan los claros amarillentos y luminosos del fondo de la composición, hacen resaltar la silueta de la joven, el manto de la cual, dispuesto en diagonal, acrecienta el movimiento ascensional. La composición se inscribe en un triángulo perfecto, cuyo vértice es la misma cabeza de la Virgen.

El estatismo de la figura de la Inmaculada contrasta con el movimiento de los querubines que le sirven de peana, en posturas retorcidas. Este revoloteo de ángeles en espiral ha llevado a considerar la obra un preludio del rococó.

Fue encargada por el canónigo de la catedral de Sevilla, Don Justino de Neve, para la iglesia del Hospital de los Venerables Sacerdotes de dicha ciudad, motivo por el cual se la conoce también como la Inmaculada de los Venerables. El cuadro permaneció en ese lugar hasta que el mariscal francés Soult se la llevó a París durante la guerra de la Independencia. A su muerte se vendió en subasta, siendo adquirida en 1852 por el Museo del Louvre.

Desde 1941 esta Inmaculada Concepción, llamada con el sobrenombre de Soult, un óleo sobre lienzo de 27 4 x 190 cm, pasó al Museo del Prado por una política de intercambio con el gobierno francés.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Primer período madrileño

Muerto Felipe III en 1621 era el mejor momento de probar fortuna en la corte del joven rey Felipe IV para un pintor mozo, pero de gran habilidad. Tenía Felipe IV dieciséis años; era flemático, aunque sensible y poco amigo de tomar decisiones. Pero a su lado había quien anhelaba gobernar: don Gaspar de Guzmán; es decir, el conde-Juque de Olivares. Éste tomó las riendas del gobierno de las Españas y se rodeó de sevillanos como el poeta Rioja, amigo de Pacheco. ¿Qué mejor ocasión para presentar en la corte al prometedor yerno de éste? En su Arte de la Pintura Pacheco explica el viaje de Velázquez a Madrid en 1622 por el interés de su yerno en conocer los cuadros de las colecciones reales. De no ser más que éste el motivo de su viaje tuvo que darse por satisfecho, porque sólo consiguió eso y retratar, por encargo de Pacheco, al poeta Góngora (Museo de Boston). 

⇨ Don Luis de Góngora y Argote de Velázquez (Museum of Fine Arts, Boston). Un joven Velázquez, apenas contaba 23 años, pinta un retrato de gran fuerza, que muestra, sin idealizaciones, el carácter del poeta. 



Pero un año después le llama Olivares, que busca nuevos talentos para ilustrar sus amplios planes políticos: nada menos que las bodas de una infanta española, hermana del rey, con el Príncipe de Gales (más tarde Carlos I). Esta vez el suegro se marcha con él y los recibe don Juan de Fonseca, Sumiller de Cortina del rey. Velázquez le hizo rápidamente un retrato que al momento fue mostrado al joven soberano. Quiso el rey ser retratado por Velázquez, y de este modo consiguióVelázquez lo que más podía interesarle: ser nombrado pintor del rey de España, con un salario de 24 ducados al mes, más otros gajes, y se instala para siempre en Madrid.

⇨ El infante don Carlos de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Retrato del hermano de Felipe IV, realizado en 1626, tres años después de la llegada del pintor a la corte de Madrid. El empaque de la pintura revela a un alto personaje, pero hay en el rostro cierto aire de fatiga bondadosa que lo aparta de la moda flamenca españolizada de un Coello o de un Pantoja de la Cruz. Además, ese aspecto de inacabado justifica de modo evidente la afirmación de Ortega sobre el pintor, según la cual "la realidad se diferencia del mito en que jamás está acabada". 



De ese primer período madrileño, que va de 1623 a 1629, se han perdido no pocas obras, entre ellas el retrato ecuestre de Felipe IV. Quedan obras de valía, como los retratos de cuerpo entero del rey (Prado y Metropolitan de Nueva York), de su hermano, el elegante infante don Carlos (Prado), del conde-duque con la llave de Camarero Mayor (Museo de Arte de Sao Paulo) o con la fusta de Caballerizo Mayor (Hispanic Society, Nueva York).

En 1627 se convocó una suerte de concurso de pintura sobre el tema de La expulsión de los moriscos de España, que ganó Velázquez con un lienzo de gran tamaño (que ardió en el incendio del Alcázar, en 1734), afirmando su situación en la corte y demostrando que era capaz en el género, reputado superior, de la composición o historia, aunque se dedicase al retrato. Lo que parece haber abandonado desde su instalación en Madrid es el bodegón, aunque su gran talento en la naturaleza muerta se aprecie en accesorios de sus retratos: libros, tinteros, esferas, etc.

Triunfo de Baco o Los Borrachos de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Este cuadro no es sino una parodia en la que el dios Baco corona, a la sombra de la parra, a su corte de pícaros y mendigos. Obra enormemente popular, que incluso Manet evocó en el fondo de su retrato de Zola, fue pintada en 1628. 

En 1628 pinta otra composición, esta vez mitológica o "fábula", un Triunfo de Baco (más conocido hoy como Los Borrachos), en el cual expresa su ironía ante las pomposas pinturas mitológicas de italianos, franceses o flamencos. Baca, dios del vino, tiene el aspecto de un mozo vulgar a medio vestir y sus devotos no son sino pícaros y mendigos; de igual modo, en el cuadro La fragua de Vulcano, pintado en 1630, toma una anécdota baladí, el momento en que Apolo cuenta a Vulcano la infidelidad de su esposa Venus (ambos en el Prado).

La Fragua de Vu!cano de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Ésta es sin duda la obra más italianizante del pintor. Describe el asombro de Vulcano y sus ayudantes en la forja, ante las revelaciones de Apolo sobre las infidelidades de su esposa Venus. 

Es verdad que, al ser pareja este último lienzo de otro tema bíblico, La túnica de José (El Escorial), en el que se representa la escena del engaño de Jacob por sus malvados hijos, hay que admitir que la intención que une a ambos es más sutil que una simple semejanza argumental o de ambiente: puede ser ese tema secreto "el poder de la palabra" (de Apolo o de los hijos de Jacob) y su superioridad sobre la acción.

La túnica de José de Velázquez (Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Madrid). En este imponente óleo sobre tela de 250 cm de alto por 223 de ancho Velázquez retrata una escena cargada de emotividad en la que vemos a Jacob dolido por la noticia falsa de la muerte de José.

Esos dos cuadros, Fragua y Túnica, los pinta en Roma, en 1630. Gracias a una licencia de su regio patrón, Velázquez puede realizar el sueño de todo artista de su tiempo: ir a Italia. Acaso le haya animado a realizar ese viaje el gran pintor y diplomático P.P. Rubens, que estuvo en Madrid en 1628. En Italia visita varias ciudades, y, entre ellas, Nápoles, donde está Jusepe de Ribera. En su estancia de un año en Roma, además de pintar esas obras, se percata de su propio valer y regresa a la corte de España, en enero de 1631, con una técnica mucho más libre y un colorido más amplio.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Segundo período madrileño

Esta evolución se aprecia en los preciosos retratos que ejecuta desde su regreso: El príncipe Baltasar Carlos con un enano (Museo de Bastan); la pareja Don Diego del Corral y Doña Antonia de lpeñarrieta (Prado), en los que empieza a renovar la fórmula envara da del retrato de corte al modo de Pantoja, dándole mayor expresión y finura; los de Felipe IV y su esposa Isabel de Francia (Kunsthistorisches Museum, Viena), y el Pablos de Valladolid (Prado). Pinta también algunos cuadros sacros, como el Cristo crucificado, del convento de San Plácido (hoy en el Prado), concentrando su interés en el estudio de un apolíneo desnudo que se recorta sobre el oscurísimo fondo y pinta los pies sujetos con sendos clavos; lo mismo hace en el pequeño Cristo de las Bemardas (Prado), obrita más ligera, aunque de mayores pretensiones patéticas, que la acercan a Reni, por lo que no todos los estudiosos la reconocen como velazqueña.

⇦ Doña Antonia de lpeñarrieta con su hijo don Luis de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). En esta obra el pintor imprime naturalidad y soltura al retrato cortesano tradicional. La dama fue esposa de don Diego del Corral. Su sobria elegancia no está exenta de tenue melancolía. La técnica magistral de Velázquez capta una inefable luz dorada, cuyo origen nadie sería capaz de explicar. 



Algunas dudas caben en relación con el bellísimo Santo Tomás confortado por dos ángeles (catedral de Orihuela), obra muy próxima a las exquisiteces de Alonso Cano. Obra importante es el Cristo después de la flagelación (Galería Nacional, Londres), pesado y hermoso desnudo digno del mejor Guercino.

Pero lo que más interesa en este segundo período madrileño (de 1631 a 1648) son los retratos, la mayor parte de los cuales pueden agruparse en tres estupendas series: cazadores, jinetes y bufones. Los retratos de cazadores tienen una alta significación simbólica, ya que la caza es "viva imagen de la guerra", como escribe el montero Martínez de Espinar, a quien Velázquez retrata, como a su compañero Juan Mateos (Dresde) e incluso a una de sus víctimas, un ciervo (Colección Baiguer, Madrid).

El aspecto cortesano de la caza se acentúa en paisajes con figuras de pequeño tamaño como La tela real (National Gallery, Londres) o La cacería del tabladillo (Prado), atribuida a su alumno Mazo, quien asimiló de tal manera la técnica de su suegro que su intervención en obras del maestro, como la preciosa Vista de Zaragoza (Prado), plantea problemas de difícil solución. Casado con Francisca, única descendiente de Velázquez, Mazo colaboró y vivió con éste incluso tras la muerte de su esposa. Los retratos de cazadores por Velázquez (Felipe IV, el Cardenal-Infante, Baltasar Carlos) combinan, con habilidad extraordinaria, el estudio de la luz y del paisaje natural con el de la figura de taller, dando la ilusión de que todo está hecho al aire libre, cuando todo está pintado en el estudio del artista. Y con la apostura de los reales cazadores se acomoda la de sus perros, retratos caninos que revelan hasta el temperamento de cada animal.

Cristo crucificado de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). El artista se concentra, sobre todo, en pintar con detalle naturalista el cuerpo apolíneo de Cristo. Asimismo, el fondo negro da cierta impresión de irrealidad, de que el sufrimiento ya ha pasado.  

Ello hace absurdo criticar los caballos de los retratos ecuestres de Velázquez por sus cuerpos enormes y sus patas finas y cabezas locas, como si fueran defectos del pintor. Frutos de sabios cruzamientos entre razas del Norte y del Sur, esos caballos reunían la solidez de los percherones y la movilidad de las jacas andaluzas.

⇦ El príncipe Baltasar Carlos de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). El traje de gala, negro y plata, la elegancia del porte y la expresión inteligente suman años a este jovencísimo heredero de la corona que debería tener entonces sólo unos once. Parece probado que Felipe IV envió este cuadro a Viena para la prima del príncipe, Mariana, con la que estaba ya prometido y que sería, a la muerte del príncipe, reina de España como segunda esposa de Felipe IV. 



Velázquez suele representarlos en corveta, esto es, con las manos alzadas, cuando retrata a un personaje bélico, rey, príncipe o ministro; y al paso, majestuosos y tranquilos, cuando transportan reinas. Los retratos ecuestres de Felipe IV de su hijo Baltasar Carlos y de Olivares cuentan entre los más bellos del pintor, junto con los de Felipe III y su esposa Margarita de Austria y el de la reina Isabel de Francia, en los que habían intervenido otros artistas y que él retocó y concluyó, no en el sentido de añadir, sino en el de simplificar. Nada más revelador del genio del artista que los fondos sueltos y amplios de esos retratos. En esos retratos, también con aspecto "plenairista", reúne Velázquez lo natural y lo artificial de modo que formen un solo cuerpo: la tercera dimensión, es decir la atmósfera, la profundidad espacial, está lograda como nunca en tomo a estos jinetes.

Príncipe Baltasar Carlos a caballo de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). El más grande pintor español del siglo XVII resume en este magnífico retrato su equilibrado realismo, pese al tono cortesano, y su maestría en combinar el paisaje natural y la figura de taller. La obra se fecha en el año 1635, dentro de su segundo período madrileño. 

Los retratos ecuestres de reyes y reinas estaban destinados a la decoración de un salón, luego llamado Salón de Reinos (actual Museo del Ejército), del nuevo Palacio del Buen Retiro, cuyo ornato pudo dirigir Velázquez, haciendo de esa gran pieza un a modo de símbolo de la hegemonía de la dinastía de los Austria. Sus orígenes mitológicos se aludían en los Trabajos de Hércules, encargados a Zurbarán, ya que el semidiós era considerado como vencedor de Gerión y fundador del trono hispánico. Había una serie de grandes cuadros de historia moderna que representaban episodios triunfalistas de las guerras incesantes de la dinastía, en su mayor parte expuestos hoy en el Museo del Prado, ejecutados por Mayno, Carducho, Caxés, Nardí, Jusepe Leonardo, Pereda, Zurbarán y el propio Velázquez, que se encargó de pintar La rendición de Breda, una de sus obras más famosas, apodada Las lanzas por las de los soldados españoles que aparecen ante el fondo, a la derecha, contribuyendo a crear una asombrosa ilusión atmosférica.

⇦ Felipe IV a caballo de Velázquez (Galería Pitti, Florencia). Éste es el único perfil del monarca que pintó el artista. Estuvo destinado, junto con otros retratos ecuestres, al Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro, cuya decoración dirigió el pintor. La actitud segura, de jinete consumado, proporciona esa sensación de mando que el débil rey nunca tuvo. Obsérvese el penetrante estudio del caballo y la etérea atmósfera, propia de una pintura a plein air. Los "arrepentimientos" de las patas traseras del caballo han dado mucho que pensar y se ha hablado de una anticipación del futurismo del siglo XX. 



Velázquez, que nunca estuvo en los Países Bajos, debió de tomar su paisaje de un grabado, inventando una asombrosa "realidad" de brumas y humaredas, ante las que destacan los diversos términos principales: segundo plano, con los soldados desfilando, ya algo azulados por la distancia, y primero, con la escena de la rendición, el famoso abrazo del vencedor, Spínola, al vencido gobernador de Breda, Justino de Nassau, que intenta arrodillarse al entregar las llaves de la plaza, lo que impide el cortés triunfador.

Isabel de Barbón a caballo de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). La primera esposa de Felipe IV tiene todos los atributos que corresponden a la primera dama del reino. Velázquez la pintó entre 1629 y 1635 para decorar el Salón de Reinos, hoy Museo del Ejército de Madrid, junto con el retrato ecuestre del príncipe Baltasar Carlos, el de Felipe IV y el de sus padres, Felipe III y Margarita de Austria. 

Ello corresponde exactamente (como Ángel Valbuena Prat ha señalado) a la escena de una comedia de Calderón titulada "El sitio de Breda", de hacia 1625, que Velázquez sin duda conocía. No es única esta influencia: Angula Iñiguez señaló otras debidas a diversos pintores. El milagro es que Velázquez consiguiera una obra tan aparentemente libre y espontánea como ésta, pero que manifiesta una profunda meditación compositiva y una cuidadosísima realización. Los dos grupos enfrentados de holandeses y españoles son una verdadera colección de retratos (reales o imaginarios) que abarcan desde los capitanes identificables a los valentones y gente de tropa. Iniciado en 1634 y concluido al año siguiente, este cuadro constituye la apoteosis de la pintura de historia y la más palpable demostración del ingenio compositivo e inventivo de un artista a quien muchos comparan con un objetivo fotográfico.

La rendición de Breda de Velázquez (Museo del Prado, Madrid), llamada popularmente Las Lanzas. Velázquez conmemoró el décimo aniversario de las tropas españolas al mando de Ambrosio de Spínola. El ilustre caudillo recibe las llaves de la mano sumisa del gobernador de la plaza, Justino de Nassau. Jamás estuvo Velázquez en los Países Bajos y hubo de basarse en grabados para conseguir ese aire nórdico. 

⇨ El bufón Calabacillas de Velázquez (Museo del Prado, Madrid) Este personaje, así apodado por su escaso discernimiento, fue retratado con técnica suelta, a base de desenfoques casi fotográficos. 



Pero Velázquez es mucho más: lo que sucede es que oculta sus estudios y trabajos preliminares. Como escribía Juan F. de Andrés de Ustarroz, amigo de Velázquez,"el primor consiste en pocas pinceladas, obrar mucho, no porque las cosas no cuesten, sino que se ejecuten con liberalidad, que el estudio parezca acaso no afectación. Este modo galantísimo hace hoy famoso a Diego Velázquez, natural de Sevilla ... " De este ignorado texto, escrito diez años después de pintadas Las lanzas, se deduce, no sólo que la afectación (de haberla) en Velázquez consistía, paradójicamente, en rehuir la afectación, sino que ya en su tiempo los entendidos apreciaban las pinceladas dispersas y la "manera inacabada" de Velázquez como su mayor primor. De esta manera de trabajar dan idea los numerosos pentimenti (arrepentimientos -partes no corregidas, cubiertas de pintura para pintar encima-) que el tiempo va descubriendo en muchas obras suyas.

⇦ El bufón Sebastián de Morra de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Este bufón estuvo al servicio del cardenal infante don Fernando y al del príncipe Baltasar Carlos; su profunda mirada revela un callado sufrimiento.



La tercera serie de pinturas ejecutadas en este tiempo son los retratos de bufones, enanos y hombres de placer; retratar a estos auténticos "funcionarios" del Alcázar no era una extravagancia. Otros pintores anteriores, Moro, Sánchez Coello, habían pintado retratos de esas "sabandijas de palacio". Pero Velázquez los cubrió de tal modo con el prestigio en sus pinceles, con el respeto tranquilo con que pintaba a los príncipes, que ha hecho de ellos verdaderos monumentos de humanidad, sin corregir para nada sus deformidades. Destacan los cuatro retratos del Prado, de Don Diego de Acedo, el Primo, encargado de la estampilla con la firma del rey, y que Velázquez representó con los útiles de escribanía; de Don Sebastián de Morra, enano del Cardenal-Infante y de Baltasar Carlos, a quien dio una expresión de melancólica hondura; del erróneamente llamado Niño de Vallecas (en realidad era Francisco Lezcano, enano vizcaíno); y de Calabacillas o don Juan Calabazas, falsamente apodado Bobo de Caria, de quien hay otro retrato anterior de cuerpo entero (Cleveland Museum).

Los dos primeros pudo pintarlos Velázquez en la "jornada de Aragón", viaje que hizo Felipe N en 1644 con motivo de la rebelión de Cataluña, durante el cual, como conmemoración de la rendición de Lleida, pintó en Fraga un maravilloso retrato del rey con ricas ropas, banda, sombrero y bengala de general (Colección Frick, Nueva York). Esa sublevación y la de Portugal en 1643 habían producido la desgracia del favorito Olivares, primer protector de Velázquez, sin que se resintiera la posición ni la actividad de éste.

En 1644 murieron la reina Isabel de Francia, modelo de Velázquez, y el suegro de éste, Francisco Pacheco. También murió en Roma el papa Urbano VIII Barberini, gran protector de las artes, aunque poco amigo de españoles (sin embargo, sus sobrinos conocieron y honraron a Velázquez), sucediéndole Inocencia X Pamphili, de quien el pintor había de dejar un admirable retrato. Murió también, en Zaragoza, en 1646, el príncipe Baltasar Carlos, esperanza de la monarquía española. Para asegurar la sucesión, Felipe IV volvió a casarse, esta vez con doña Mariana de Austria, novia de su difunto hijo, que entró triunfalmente en Madrid en 1650.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Época sevillana

De la llamada" época sevillana" de Velázquez (1617 a 1622) han llegado hasta el presente cuadros religiosos, cuadros profanos y otros que, pareciendo profanos, son religiosos. Entre los primeros destaca la pareja formada por San Juan Evangelista en Patmos y la Inmaculada Concepción (Galería Nacional de Londres): pareja no sólo por la relación entre los dos temas -San Juan en el Apocalipsis habla de su visión de la Mujer coronada de estrellas y pisando la Luna, base de la iconografía de la Inmaculada-, sino porque puede tratarse de retratos del propio pintor y de su novia o esposa, Juana Pacheco, hija de su maestro. 

⇨ San Juan Evangelista en Patmos de Diego de Velázquez (National Gallery, Londres), interpretado como un autorretrato. A contracorriente de la tendencia de la pintura de la época, que idealizaba en mayor o menor grado las figuras, el artista opta por pintar un modelo de rasgos claramente marcados y naturalistas. 



También en la bella Adoración de los Magos (Museo del Prado) puede verse un retrato familiar, con Juana personificando a la Virgen, su hijita Francisca en figura de Niño Jesús, y Diego y Pacheco como reyes. En un aggiornamento de los temas evangélicos, no alejado, por cierto, ni de Caravaggio ni de la "composición de lugar" recomendada por San Ignacio en sus Ejercicios espirituales (según la cual hay que imaginar lo que no se ve con la misma realidad que lo que está viendo), Velázquez hace del portal de Belén una escena de vida cotidiana. No menos verídicos son los personajes de un Apostolado (colección de doce cuadros, de los que se conservan originales en Barcelona y Orleáns) pintado algo después.

⇦ El aguador de Sevilla de Velázquez (Museo Wellington, Londres). En este óleo sobre lienzo de 106 cm de alto por 82 cm de ancho, probablemente Velázquez representó una alegoría de las tres edades del hombre. 



Entre las obras de tema profano y época sevillana atribuidas a Velázquez están los dos Almuerzos (o "Meriendas") de Budapest y San Petersburgo, el Concierto (o "los Músicos") de Berlín, unos Mozos a la mesa del Museo Wellington de Londres, que también posee una obra maestra indiscutible: El aguador de Sevilla, retrato, al parecer, de un corso que se dedicaba a este oficio, pero que, al mismo tiempo, puede ser la alegoría de la Sed, del Gusto y hasta de las tres edades del hombre. Tres son los personajes: el harapiento pero nobilísimo aguador, ya viejo, que tiende a un niño bien vestido la copa del conocimiento o de la vida que él ya no necesita, mientras al fondo un hombre joven bebe con ansia. Otra pieza esencial de esta época es la Vieja friendo huevos de la National Gallery de Edimburgo, en la que se asiste al contraste entre la urgencia de la acción (un muchacho que llega con vino y fruta, cuando la cocinera está friendo) y la inmovilidad de los personajes, sorprendidos como por una moderna cámara instantánea.

El almuerzo de Velázquez (Szépmüvészeti Múzeum, Budapest). En este bodegón, una de las obras de la época sevillana del pintor, las viandas que están sobre la mesa, en un primer plano, tienen tanto protagonismo como los personajes. 

Jesús en casa de Marta y María de Velázquez (National Gallery, Londres). Aquí, el pintor se vale de la "ventanilla" para integrar el tema sagrado en un bodegón. La misma Época sevillana anciana que parece reprender a la muchacha aparece en otra obra del artista, presenciando la predicación de Cristo a la Magdalena. 

Vieja friendo huevos de Velázquez (National Gallery, Edimburgo), obra en la que los verdaderos protagonistas son los enseres culinarios y la tentativa para captar tiempos sucesivos y dotar, por tanto, a la pintura de dimensión temporal.  

Como cuadros mixtos -profanos y sacros- hay que definir a Jesús en casa de Marta y María y La cena de Emaús (1617-1618). En el primero (National Gallery de Londres) está representada una cocina o bodegón con dos figuras, una joven, con aspecto de criada y otra, vieja, que le dice algo, junto a una mesa con ajos, pescados y huevos; pero como al fondo vemos, a través de una ventana o espejo, otra escena con la misma vieja asistiendo a la predicación de Cristo a la Magdalena, e identificamos fácilmente el asunto sagrado; la vieja comadre sirve, como en la literatura de la época, de nexo entre las dos escenas. El segundo cuadro se conoce también por La Mulata (National Gallery, Dublín), pues representa a una criada de color entre cacharros de cocina. Al limpiarlo, en 1933, apareció en el fondo una ventana o espejo a cuyo través se ve lo que sucede en la estancia contigua: Jesús se revela a sus discípulos al partir el pan.

La cena de Emaús de Velázquez (Metropolitan Museum, Nueva York). En este cuadro de 1620, el pintor combina dos géneros en los que será un auténtico maestro: el bodegón y el tema religioso. 

El estilo del joven Velázquez no anda, en estos cuadros sevillanos, lejos del de su contemporáneo Zurbarán, aunque se muestre siempre mucho más magistral. Ya de mozo muestra Velázquez una serenidad que en su época era signo de majestad. Jamás parece tener prisa, y es de suponer que, de no incitarle su suegro a dejar Sevilla por Madrid, corte de España y ciudad en alza, en Sevilla hubiera vivido, acabando por fosilizarse en una atmósfera, a fin de cuentas, provinciana. 

Madre Jerónima de la Fuente de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). En este retrato, Velázquez parece acercarse a las representaciones del Greco, pues, en lugar de seguir un estilo naturalista, da a la figura de la Madre un aire poderosamente ascético.

Tantea asimismo el retrato, género postergado, que él ha de levantar hasta las cumbres. Hay en el Museo del Prado un retrato suyo, acaso la efigie de Pacheco, con cuyo estilo de retratista ofrece algunas semejanzas. Velázquez pintó también por esos años al Padre Suárez de Ribera (San Hermenegildo, Sevilla) y a la Madre Jerónima de la Fuente (Prado y otros museos), figura ascética y alucinante, digna casi del Greco, cuya influencia parece evidente en la composición, en el colorido, luces y manera de pintar las cabezas, ropas y nubes, de un raro lienzo de tema toledano, la Virgen imponiendo la casulla a San Ildefonso (Palacio Arzobispal de Sevilla), que Velázquez pinta en 1623, al regreso de su primer viaje a Madrid, durante el cual pudo ver obras del cretense.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Tercer período madrileño

Acaso los honores que ha recibido en Roma no sólo como criado del rey de España, sino como pintor, le hagan anhelar lo que deseaba: un hábito de Orden Militar. Todos los españoles del siglo XVII deseaban un hábito de Santiago, Calatrava, Alcántara o Montesa, sobre todo de la primera de estas Órdenes, que repartía mejores rentas a sus encomiendas. Tener un hábito era, para un pintor, la más palpable demostración de ser un caballero, y, por tanto, de que no tendría que pagar alcabalas como los demás trabajadores manuales.

Pero por muchos ejemplos que alegaran de las mercedes concedidas por soberanos y pontífices a sus artistas, el espíritu u de cuerpo" de los caballeros de hábito impedía ingresar en sus filas a los que no probasen sobradamente la limpieza de sangre (no ser descendientes de moros, judíos ni conversos), su nobleza y el no haber ejercido nadie en la familia un oficio que exigiera actividad manual. Para los Consejos de las Órdenes el oficio de pintor era deshonroso. En Italia, las cosas se veían con menos rigor; el talento había triunfado siempre sobre la cuna. Los honores que Velázquez supo se habían concedido a otros artistas le animaron a solicitar desde su regreso el hábito de caballero de Santiago. Se está en 1651, fecha del nacimiento de la más simpática de las modelos del pintor: la infanta Margarita.

Las Meninas de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Llamada en un principio La Familia, ésta es quizá la obra más famosa de Velázquez. Desde Lucas Jordán, que la consideró como una "teología de la pintura", hasta Picasso, la obra ha interesado profundamente a los artistas, que ven en ella la esencia del pensamiento del artista. La infanta Margarita irrumpe con su pequeña corte en el estudio; sus padres, que posan para el pintor, se vislumbran en el espejo del fondo. La obra es de 1656; tres años más tarde, Velázquez se añadía la Cruz de Caballero de la Orden de Santiago sobre el pecho. 

Pero hasta la Real Cédula de 12 de junio de 1658 no se decide el rey a conceder a su pintor y criado lo que ansía, ese hábito de Santiago. Ello inicia un complicado expediente, en el que Velázquez habrá de asegurar que nunca vivió de la pintura, ni pintó sino por obedecer a Su Majestad, lo que probará con los testimonios de los pintores Alonso CanoZurbarán, Nardi y Carreña. Con lo cual todavía no se hubiese dado por contento el puntilloso Consejo de la Orden, si el propio rey no corta sus discusiones.

Es natural que las últimas grandes obras del u pintor que llegó a caballero a pesar de ser pintor" sean un alegato a favor de la nobleza de la pintura: la “Familia", luego llamada Las Meninas, de 1656; y la Fábula de Aragné o Las Hilanderas, que suele fecharse un año después (ambos en el Museo del Prado). Las Meninas representa una escena aparentemente casual: el momento en que la encantadora infanta Margarita, con la petulancia de su rango y de sus cinco años de edad, irrumpe en el estudio que el pintor tiene en el Alcázar cuando Velázquez está pintando un retrato de sus augustos padres, cuyas caras se reflejan en el espejo colocado en la pared del fondo. A la princesa acompañan los personajes de su pequeña corte: las dos damas de honor, María Agustina Sarmiento e Isabel de Velasco, de quienes ha tomado su apelación el cuadro, por ser las “Meninas" (nombre de origen portugués), o doncellas de la infanta; una enana, Mari Barbola, un enano, Pertusato, y un perrazo.

En segundo término, en penumbra, se adivinan los bultos de otros empleados regios, destacando en una puerta la silueta del aposentador Nieto Velázquez, acaso emparentado con el pintor.

En esa misma pared hay dos cuadros oscuros, copias por Mazo de un Rubens, Minerva y Aragné y de un Jordaens, Apolo y Pan, dos fábulas mitológicas comunes en exaltar la superioridad del arte sobre la artesanía o el oficio. Si se aplica a Las Meninas el sistema explicativo de los "bodegones a lo divino" de la época sevillana del artista, La mulata o Jesús en casa de Marta y María, cuyo asunto se descubría por la abertura (o cuadro) del fondo, es posible percatarse de que este gran lienzo, que por algo calificó Lucas Jordán de "teología de la pintura", tiene una intención apologética. Tolnay, subrayando que Velázquez se autorretrata en él fuera de la composición, como si la estuviera imaginando en el "disegno interno" de su mente y antes de aplicar el pincel a su lienzo, actividad secundaria que no puede oscurecer, con su aspecto manual, la nobleza de un arte basado en la idea ha destacado el valor simbólico de una obra que hasta no hace mucho se consideraba como un caso extremo de "realismo". Verdad es que "la imitación "nunca ha llegado a extremo más perfecto. La pintura se confunde con la realidad gracias a un espacio abierto hacia el espectador, a quien sólo faltaría que el espejo del fondo reflejara sus facciones, en lugar de las de Felipe y Mariana.

De igual modo cabe interpretar Las Hilanderas, como un alegato a favor de la nobleza del arte del pintor. Al fondo de ese taller, un tapiz, que reproduce el Rapto de Europa de Tiziano en su copia por Rubens, ha sido el hilo que permitió a Angula Iñíguez identificar ese cuadro con una Fábula de Aragné que figuraba en los inventarios palatinos y que se creía perdida. Aragné, tapicera en Lidia, tejió una serie de tapices sobre los amores de Júpiter, lo que desagradó a la hija de éste, Minerva, tanto como la pretensión de la joven de ser superior a ella, diosa del Arte: por lo que la convirtió en araña. Ante la escena del fondo cabe ver a dos personajes (dentro o fuera del tapiz), identificados como los de la fábula referida y cuya proyección cotidiana serían las obreras de primer término. Tolnay insiste en el mismo aspecto neoplatónica ya aludido en Las Meninas, en tanto que otros autores buscan explicaciones de otros géneros.

Las Hilanderas de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Al año siguiente de pintar Las Meninas, o sea en 1657, el artista produjo otra obra maestra. El diario quehacer de las tejedoras de la manufactura de tapices de Santa Isabel, a donde Velázquez acudía con cierta frecuencia, inspiró al pintor una de sus obras simbólicas, llena de sugerencias y sutiles ambigüedades, relacionada con las Metamorfosis de Ovidio. Aragné, inventora del telar, departe con Minerva en el tapiz del fondo, y no muy amigablemente de seguro, porque cuenta la mitología que la diosa se enojó hasta el punto de convertir a la tejedora en araña. El tapiz se abre como una de aquellas ventanillas que pintaba Velázquez en su época sevillana, y unas damas que contemplan la escena establecen un plano intermedio entre la ficción mitológica·del tapiz y la realidad de las hilanderas. Identidad entre vida y pintura, quizá preocupación fundamental del arte de la actualidad. 

Lo que hoy parece indiscutible es el valor simbólica y trascendente de una escena que parece tan imitativa como Las Meninas. Su "protoimpresionismo" llega a extremos más audaces que el propio Impresionismo francés de finales del siglo XIX: basta ver cómo la rueca de la vieja del primer término gira a tal velocidad que los radios de su rueda desaparecen y la mano que la impulsa es una simple mancha circular. La retina de Velázquez informa a un cerebro dispuesto a admitir sus más inusitadas noticias. Pero si (con Angula) se piensa que la colocación de las dos "hilanderas" principales corresponde a la de dos efebos desnudos pintados por Miguel Ángel en el techo de la Capilla Sixtina de Roma, a ambos lados de la Sibila Pérsica, de los que son una suerte de réplicas femeninas y vestidas, podrá parecer difícil de penetrar la intención de Velázquez, pero lo que resultará clarísimo es que este pintor es lo más opuesto a ese "objetivo fotográfico" y casual que antes se creía.

Además de estas dos obras maestras, Velázquez pinta en su último período madrileño sus más hermosos retratos, de la reina Mariana (destaca el del Prado), de la infanta María Teresa (el más bello, el del Kunsthistorisches Museum, de Viena), del malogrado príncipe Felipe Próspero (en el mismo Museo), nacido en 1657 y muerto en 1661, y de la infanta Margarita, protagonista de Las Meninas y que se la puede ir viendo crecer a través de efigies delicadísimas y graciosas, desde la de traje plata y salmón, con abanico y una mesa con florero de incomparable frescura de color y ejecución (1652; Kunsthistorisches Museum, Viena) hasta la de traje también rosa y plata que Velázquez dejó inacabada y que, al parecer, retocó Mazo (Museo del Prado). Acaso la más magistral sea la pintada en 1659, con traje de terciopelo azul y manguito de martas (mismo museo de Viena).

Los últimos retratos de su regio patrón, si no tienen el brío de color del Retrato de Fraga (Col. Frick), carmesí y argentado, o el del llamado Silver Philipp (Galería Nacional, Londres), marrón y plata (1644 y 1635 respectivamente), les aventajan en penetración psicológica, por más que Velázquez se limite a representar lo que ve, aunque revistiéndolo de dignidad, del sosiego resignado y la majestuosa sencillez de quien ve que su imperio se le deshace entre las manos. Ningún retrato más conmovedor de Felipe el Grande que el busto de 1655 (Prado), de cuyo sosiego imperturbable se asombran los franceses Gramont y Bertaut, que llegan a Madrid en la embajada que viene a pedir al rey la mano de su hija María Teresa para Luis XIV de Francia, como resultas de la Paz de los Pirineos (1659).


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Vuelta a Italia

⇦ Inocencio X de Velázquez (Galería Doria-Pamphili, Roma) Este retrato hizo exclamar al propio Pontífice: "i Demasiado verdadero!", y es uno de los más profundos y extraordinarios de toda la galería de Velázquez. La expresión casi siniestra de los ojos resulta obsesiva, insostenible. El acorde entre los diversos matices de rojo en yuxtaposiciones increíbles, que se contraponen al blanco del encaje, revelan una técnica cromática magistral. Velázquez lo pintó en Roma en 1650; entre las innumerables copias y versiones destacan una de Reynolds y otra de Francis Bacon



En ese momento Velázquez se hallaba ausente, en Italia, adonde consiguió que lo enviara su patrón real para adquirir estatuas y cuadros. El 19 de marzo de 1650 logra un éxito enorme al exhibir en el Panteón de Roma su Retrato de Juan de Pareja, al que siguió el de Inocencio X (Galería Doria). El mismo año fue elegido miembro de la Accademia di San Luca, corporación de los pintores romanos. En un ambiente artístico que le satisfacía plenamente, Velázquez se hubiera demorado indefinidamente en Roma si Felipe IV no diera prisa a sus embajadores para que activasen su regreso.

Villa Médicis de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Llamado también El mediodía, en este cuadro de pequeño formato, el artista vuelve a una temática, la del paisaje, que había abandonado desde sus primeras obras, en que lo utilizaba como fondo. Al parecer, Velázquez vivió en Villa Médicis durante su segunda estancia en la ciudad de Roma y ésta sería la parte del jardín que corresponde al pabellón de Ariadna. 

En esa estancia en el Vaticano, donde ha pintado a los más destacados miembros de la corte pontificia -Olimpia Baldachini, cuñada de Inocencia X, la pintora Flaminia Triunfi (cuadros perdidos), El cardenal Pamphili (Hispanic Society) y Monseñor Camilo Massimi (Col. Banks, Kingston Lacy)-, cabe situar la ejecución de tres incomparables obras maestras: los dos pequeños paisajes de la Villa Médicis (Prado) y la composición Venus y Cupido (National Gallery, Londres). Acaso por primera vez en la pintura europea nos encontramos con dos paisajes indudablemente pintados del natural y al aire libre, cuando lo que hacían los pintores más modernos de la época era tomar del natural un dibujo que luego llevaban al lienzo en el taller, transformándolo al quererlo mejorar.

Villa Médicis de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). También conocido como La tarde, nombre que ha recibido por su técnica "protoimpresionista". Consta documentalmente que Velázquez obtuvo permiso de residir en esta villa romana, pero ni este paisaje ni su gemelo, apodado El mediodía, se citan en ninguno de los dos viajes que realizó a Roma. Por la libertad absoluta de la pincelada, tan parecida a la de un Monet, suele fecharse hacia 1650. Con estos dos óleos tomados del natural, Velázquez rompe con el paisaje tradicional (a base de un rápido dibujo que se elaboraba luego en el taller). 

La impresión de realidad es tan viva y directa en esos dos rincones de la Villa Médicis, que aún hoy se los puede reconocer en Roma; y dado el aspecto uprotoimpresionista" de esos paisajes de verdes finísimos y pinceladas en forma de u coma", como las de Sidney o Monet, es lógico que suelan designarse con los nombres de El mediodía y La tarde. Respecto a La Venus del espejo, el más bello desnudo de la pintura española, cabe interpretarla como un emblema del Amor atado a la imagen de la Belleza, que sólo piensa en ella y da la espalda al espectador.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La Venus del espejo


La Venus del espejo o Venus y Cupido es una de las obras más famosas y singulares de Velázquez, no tanto por su indiscutible calidad técnica sino por el tema representado: una Venus desnuda, tema insólito en la pintura española de la época. De hecho, es la única obra conservada del pintor sevillano en la que aparece un desnudo femenino integral, aunque, según los inventarios redactados aún en vida del artista, realizó otros dos más.

Como muchas obras mitológicas de la época, el modelado del cuerpo ha hecho pensar en una inspiración en la escultura clásica, particularmente parece evidente su relación con el Hermafrodita, cuya actitud reproduce. Pero también mantiene numerosas referencias a la pintura veneciana, sobre todo de Tintoretto, Tiziano y Giorgione, y a la obra de Rubens e incluso de Miguel Ángel.

En este lienzo, de compleja interpretación, el sevillano coloca a una mujer vista de espaldas de belleza palpable y misterioso encanto, de carne y hueso. Queda reflejado su admirable habilidad para representar la anatomía.

Da la sensación de que el artista hubiese sorprendido a Venus mientras Cupido sostiene el espejo en el que se refleja el rostro de la belleza, aunque en realidad lo que deberíamos ver sería el cuerpo de la diosa tendida sobre un manto oscuro. La cara de la modelo resulta real e irreal al mismo tiempo, probablemente el rostro se difumina intencionadamente para esconder su identidad por temor a la Iglesia, pues este tipo de escenas estaban completamente prohibidas.


Resalta el contraste entre el paño gris azulado, sobre el que está tendida la joven, y el color blanco, al igual que el cortinaje rojo, que a su vez da gran carga erótica al asunto. La inclinación del espejo imposibilita que se muestre el rostro, ya que está fuera del cuadro.

Existen discusiones en cuanto a la fecha de realización del lienzo, aunque la mayoría de las opiniones coinciden en que pertenece a la época de su segundo viaje a Italia. De todas formas, la obra apareció nombrada en un inventario de 1651 como propiedad del Marqués del Carpio y de Heliche, primer propietario documentado de la obra, y por tanto en cualquier caso su fecha no puede ser anterior a 1651.

Además, el cuadro representa un tema que en España estaba perseguido por la Inquisición, en cambio en Italia este tipo de escenas eran frecuentes, sólo hace falta recordar, entre otras, las Venus de Giorgione o la de Tiziano.

Su pertenencia a dicho Marqués, gran amante de la obra de Velázquez y de las mujeres, ha suscitado la opinión de que pueda representar a su esposa o a una de sus amantes. Quizás para despistar, el pintor colocó el rostro del espejo difuminado para así reflejar inciertamente la dama que el marqués amaba. En cambio, las últimas investigaciones han dado a la luz que la figura femenina corresponde al retrato de la amante de Velázquez, tal vez la pintora Flaminia Triva.

Hasta La maja desnuda de Francisco de Gaya no se volverá a retomar la temática del desnudo femenino con tanta magnificencia.

Realizada quizás en Roma, este óleo sobre lienzo, de 122,5 x 175 cm, se puede admirar en todo su esplendor en la National Gallery de Londres, a pesar de que en 1914 recibiera siete puñaladas que apenas sí se notan actualmente.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La última época

La entrega y boda de la princesa se celebra en la isla de los Faisanes, en el Bidasoa, en la frontera entre Francia y España.  Diego Velázquez, como Aposentador Mayor, ha de ocuparse del arreglo de la parte española, entre otros menesteres, así como de la preparación de los alojamientos de Felipe IV y sus acompañantes en las etapas del viaje de ida y vuelta. Y al regresar a Madrid le esperan las cuentas de los gastos del viaje. Estas fatigas, asimismo acompañadas de alguna infección, provocan una enfermedad. Palomino escribe: "Comenzó a sentir grandes angustias y fatigas en el estómago y el corazón.", y, al tener noticias de la gravedad del caso, el rey mandó para confortar a su pintor a don Alfonso Pérez de Guzmán el Bueno, arzobispo de Tiro y patriarca de las Indias.

⇦ Busto de Felipe IV de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). De este famoso cuadro existen otras versiones en el Museo del Prado, en Bilbao y en Ginebra, de las cuales se diferencia por el collar del Toisón de Oro, que aquéllas no poseen. La autenticidad de este retrato se basa en que fue el propio rey quien lo envió a Leopoldo Guillermo de Austria. Velázquez captó la blancura rosácea de la tez, el rubio cabello, el aire blando, resignado y digno del monarca, y trató estos rasgos con una técnica casi impresionista, contrastándolos patéticamente sobre el fondo. 



Tras la administración de los Sacramentos y otorgar poderes para testar en su nombre a su amigo el grefier del Alcázar, Gaspar de Fuensalida, Diego Velázquez falleció el día 6 de agosto de 1660, a los 62 años de edad aproximadamente.

Su amante esposa, Juana, hija de Pacheco, sólo le sobrevivió ocho días.

La lección de Velázquez es recogida por los dos grandes pintores con que concluye el Siglo de Oro de la pintura española: Juan Carreña de Miranda y Claudio Coello, que en su Sagrada Forma de El Escorial se alza casi a la altura de su modelo. Quien mejor asimiló la técnica "protoimpresionista" de Velázquez fue su yerno Juan Bautista del Mazo, pero le faltaba la seguridad de dibujo y su composición, cuidadísima: el ruso Alpatov ha demostrado que en la de Las Meninas fue empleada constantemente la "regla de oro" o "divina proporción" del matemático italiano Luca Pacioli. Por eso, los cuadros de Mazo, tan semejantes de factura a los de su suegro, suelen ser menos firmes. Y el mejor, La familia del pintor (hacia 1659; Kunsthistorisches Museum, Viena), permite ver, en su fondo, en un gran aposento iluminado por una gran ventana alta, a Velázquez trabajando en el último retrato de la infanta Margarita.

Príncipe Felipe Próspero de Velázquez (Kunsthistorisches Museum, Viena). Realizado en 1659 cuando el niño, que habría de morir a los cuatro, contaba sólo dos años. Cuelgan del traje numerosos amuletos que no consiguieron conjurar el mal que había de segar su destino. El rostro dulce e inteligente resalta dramáticamente contra el fondo negro de la estancia, en la que sólo el perrillo pone una nota alegre. 

La carrera de Velázquez, ni muy larga ni demasiado abundante en obras (se le atribuyen con certeza poco más de un centenar de cuadros), es trascendental en la historia del arte: puede decirse que desde sus pinturas sevillanas de 1620 a las madrileñas de la década de 1650-1660 recorre una distancia de varios siglos: la que va de Caravaggio a los impresionistas. De los claroscuros entrecortados de aquél pasó a la atmósfera luminosa, vibrante, de éstos, a una luz que inunda sus cuadros y que parece la misma del espacio real. De aquellos bodegones inmóviles pasa a la más atrevida expresión del movimiento en la rueda y manos de Las Hilanderas.

De la pesadez estatuaria pasa a un arte en que todo es visual, con exactitud de pupila. De una técnica espesa y lisa, como la de Pacheco, pasa a la mayor libertad de pincel, a sus "manchas distantes", a su "manera inacabada".

Él basa los valores alegóricos, simbólicos o ejemplares que su época exige a las artes en una ejecución de tan rara sencillez, que hoy puede conducir a errar sobre ellos y creer que no son más que "pintura-pintura", algo que se basta y justifica por su misma existencia artística, sin necesidad de referencias externas.

La familia del pintor de Juan Bautista Mazo (Kunsthistorisches Museum, Viena). Cuadro pintado por el yerno de Velásquez, que fue, además, discípulo del gran maestro y su continuador. Sin embargo, la obra de este artista no alcanza sus niveles de calidad ni en el dibujo ni en la composición. Aquí se puede ver a Velázquez pintando en el fondo de la escena. 

En el fondo, esa facilidad aparente oculta un hondo misterio: y esas transparentes Meninas constituye el cuadro más extraño del mundo. Él baraja, en fin, las categorías de los preceptistas, hace bodegones que son cuadros sacros, retratos que son composiciones, paisajes que son historias ... Él lleva el retrato a un callejón sin salida de perfección técnica y de negación de su propia esencia. Y tanta es la exactitud del dibujo y color que se reconoce al momento lo más importante, esa expresión que Velázquez no se propone acentuar, ese misterio del alma al que no parece asomarse.

Pintor en apariencia fácil, es, como no ignoran los pintores y los estudiosos, el más difícilmente explicable; y de su biografía, burocráticamente establecida sin género de duda, y de su vida tranquila y fácil, de hombre respetuoso, obediente, flemático y "normal", no podría deducirse la exigencia y novedad de un arte que, aparentando respetar temas y fórmulas, se aparta por completo de todo lo anterior.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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