Acaso los honores que ha recibido
en Roma no sólo como criado del rey de España, sino como pintor, le hagan
anhelar lo que deseaba: un hábito de Orden Militar. Todos los españoles del
siglo XVII deseaban un hábito de Santiago, Calatrava, Alcántara o Montesa,
sobre todo de la primera de estas Órdenes, que repartía mejores rentas a sus
encomiendas. Tener un hábito era, para un pintor, la más palpable demostración
de ser un caballero, y, por tanto, de que no tendría que pagar alcabalas como
los demás trabajadores manuales.
Pero por muchos ejemplos que
alegaran de las mercedes concedidas por soberanos y pontífices a sus artistas,
el espíritu u de cuerpo" de los caballeros de hábito impedía ingresar en
sus filas a los que no probasen sobradamente la limpieza de sangre (no ser
descendientes de moros, judíos ni conversos), su nobleza y el no haber ejercido
nadie en la familia un oficio que exigiera actividad manual. Para los Consejos
de las Órdenes el oficio de pintor era deshonroso. En Italia, las cosas se
veían con menos rigor; el talento había triunfado siempre sobre la cuna. Los
honores que Velázquez supo se habían concedido a otros artistas le animaron a
solicitar desde su regreso el hábito de caballero de Santiago. Se está en 1651,
fecha del nacimiento de la más simpática de las modelos del pintor: la infanta
Margarita.
Las Meninas de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Llamada en un principio La Familia, ésta es quizá la obra más famosa de Velázquez. Desde Lucas Jordán, que la consideró como una "teología de la pintura", hasta Picasso, la obra ha interesado profundamente a los artistas, que ven en ella la esencia del pensamiento del artista. La infanta Margarita irrumpe con su pequeña corte en el estudio; sus padres, que posan para el pintor, se vislumbran en el espejo del fondo. La obra es de 1656; tres años más tarde, Velázquez se añadía la Cruz de Caballero de la Orden de Santiago sobre el pecho.
Pero hasta la Real Cédula de 12
de junio de 1658 no se decide el rey a conceder a su pintor y criado lo que
ansía, ese hábito de Santiago. Ello inicia un complicado expediente, en el que
Velázquez habrá de asegurar que nunca vivió de la pintura, ni pintó sino por
obedecer a Su Majestad, lo que probará con los testimonios de los pintores Alonso
Cano, Zurbarán,
Nardi y Carreña. Con lo cual todavía no se hubiese dado por contento el
puntilloso Consejo de la Orden, si el propio rey no corta sus discusiones.
Es natural que las últimas
grandes obras del u pintor que llegó a caballero a pesar de ser pintor"
sean un alegato a favor de la nobleza de la pintura: la “Familia", luego
llamada Las Meninas, de 1656; y la Fábula de Aragné o Las Hilanderas, que suele fecharse un año después (ambos en el
Museo del Prado). Las Meninas
representa una escena aparentemente casual: el momento en que la encantadora
infanta Margarita, con la petulancia de su rango y de sus cinco años de edad,
irrumpe en el estudio que el pintor tiene en el Alcázar cuando Velázquez está
pintando un retrato de sus augustos padres, cuyas caras se reflejan en el
espejo colocado en la pared del fondo. A la princesa acompañan los personajes
de su pequeña corte: las dos damas de honor, María Agustina Sarmiento e Isabel
de Velasco, de quienes ha tomado su apelación el cuadro, por ser las “Meninas"
(nombre de origen portugués), o doncellas de la infanta; una enana, Mari Barbola,
un enano, Pertusato, y un perrazo.
En segundo término, en penumbra,
se adivinan los bultos de otros empleados regios, destacando en una puerta la
silueta del aposentador Nieto Velázquez, acaso emparentado con el pintor.
En esa misma pared hay dos
cuadros oscuros, copias por Mazo de un Rubens, Minerva y Aragné y de un Jordaens,
Apolo y Pan, dos fábulas mitológicas
comunes en exaltar la superioridad del arte sobre la artesanía o el oficio. Si
se aplica a Las Meninas el sistema
explicativo de los "bodegones a lo divino" de la época sevillana del
artista, La mulata o Jesús en casa de Marta y María, cuyo
asunto se descubría por la abertura (o cuadro) del fondo, es posible percatarse
de que este gran lienzo, que por algo calificó Lucas Jordán de "teología
de la pintura", tiene una intención apologética. Tolnay, subrayando que
Velázquez se autorretrata en él fuera de la composición, como si la estuviera
imaginando en el "disegno interno"
de su mente y antes de aplicar el pincel a su lienzo, actividad secundaria que
no puede oscurecer, con su aspecto manual, la nobleza de un arte basado en la idea
ha destacado el valor simbólico de una obra que hasta no hace mucho se
consideraba como un caso extremo de "realismo". Verdad es que
"la imitación "nunca ha llegado a extremo más perfecto. La pintura se
confunde con la realidad gracias a un espacio abierto hacia el espectador, a
quien sólo faltaría que el espejo del fondo reflejara sus facciones, en lugar
de las de Felipe y Mariana.
De igual modo cabe interpretar Las Hilanderas, como un alegato a favor
de la nobleza del arte del pintor. Al fondo de ese taller, un tapiz, que
reproduce el Rapto de Europa de Tiziano en
su copia por Rubens, ha sido el hilo que permitió a Angula Iñíguez identificar
ese cuadro con una Fábula de Aragné que figuraba en los inventarios palatinos y
que se creía perdida. Aragné, tapicera en Lidia, tejió una serie de tapices
sobre los amores de Júpiter, lo que desagradó a la hija de éste, Minerva, tanto
como la pretensión de la joven de ser superior a ella, diosa del Arte: por lo
que la convirtió en araña. Ante la escena del fondo cabe ver a dos personajes
(dentro o fuera del tapiz), identificados como los de la fábula referida y cuya
proyección cotidiana serían las obreras de primer término. Tolnay insiste en el
mismo aspecto neoplatónica ya aludido en Las
Meninas, en tanto que otros autores buscan explicaciones de otros géneros.
Las Hilanderas de Velázquez (Museo del Prado, Madrid). Al año siguiente de pintar Las Meninas, o sea en 1657, el artista produjo otra obra maestra. El diario quehacer de las tejedoras de la manufactura de tapices de Santa Isabel, a donde Velázquez acudía con cierta frecuencia, inspiró al pintor una de sus obras simbólicas, llena de sugerencias y sutiles ambigüedades, relacionada con las Metamorfosis de Ovidio. Aragné, inventora del telar, departe con Minerva en el tapiz del fondo, y no muy amigablemente de seguro, porque cuenta la mitología que la diosa se enojó hasta el punto de convertir a la tejedora en araña. El tapiz se abre como una de aquellas ventanillas que pintaba Velázquez en su época sevillana, y unas damas que contemplan la escena establecen un plano intermedio entre la ficción mitológica·del tapiz y la realidad de las hilanderas. Identidad entre vida y pintura, quizá preocupación fundamental del arte de la actualidad.
Lo que hoy parece indiscutible es
el valor simbólica y trascendente de una escena que parece tan imitativa como Las Meninas. Su
"protoimpresionismo" llega a extremos más audaces que el propio
Impresionismo francés de finales del siglo XIX: basta ver cómo la rueca de la
vieja del primer término gira a tal velocidad que los radios de su rueda
desaparecen y la mano que la impulsa es una simple mancha circular. La retina
de Velázquez informa a un cerebro dispuesto a admitir sus más inusitadas
noticias. Pero si (con Angula) se piensa que la colocación de las dos
"hilanderas" principales corresponde a la de dos efebos desnudos
pintados por Miguel
Ángel en el techo de la Capilla Sixtina de Roma, a ambos lados de la Sibila
Pérsica, de los que son una suerte de réplicas femeninas y vestidas, podrá
parecer difícil de penetrar la intención de Velázquez, pero lo que resultará
clarísimo es que este pintor es lo más opuesto a ese "objetivo
fotográfico" y casual que antes se creía.
Además de estas dos obras
maestras, Velázquez pinta en su último período madrileño sus más hermosos
retratos, de la reina Mariana
(destaca el del Prado), de la infanta
María Teresa (el más bello, el del Kunsthistorisches Museum, de Viena), del
malogrado príncipe Felipe Próspero
(en el mismo Museo), nacido en 1657 y muerto en 1661, y de la infanta Margarita, protagonista de Las Meninas y que se la puede ir viendo crecer a través de efigies
delicadísimas y graciosas, desde la de traje plata y salmón, con abanico y una
mesa con florero de incomparable frescura de color y ejecución (1652; Kunsthistorisches
Museum, Viena) hasta la de traje también rosa y plata que Velázquez dejó
inacabada y que, al parecer, retocó Mazo (Museo del Prado). Acaso la más
magistral sea la pintada en 1659, con traje de terciopelo azul y manguito de
martas (mismo museo de Viena).
Los últimos retratos de su regio
patrón, si no tienen el brío de color del Retrato
de Fraga (Col. Frick), carmesí y argentado, o el del llamado Silver Philipp (Galería Nacional,
Londres), marrón y plata (1644 y 1635 respectivamente), les aventajan en
penetración psicológica, por más que Velázquez se limite a representar lo que
ve, aunque revistiéndolo de dignidad, del sosiego resignado y la majestuosa
sencillez de quien ve que su imperio se le deshace entre las manos. Ningún
retrato más conmovedor de Felipe el Grande que el busto de 1655 (Prado), de
cuyo sosiego imperturbable se asombran los franceses Gramont y Bertaut, que
llegan a Madrid en la embajada que viene a pedir al rey la mano de su hija
María Teresa para Luis XIV de Francia, como resultas de la Paz de los Pirineos
(1659).
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.