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El Barroco en España

Se ha podido enjuiciar severamente el siglo XVII español partiendo de la base de su decadencia económica o política; jamás se pudo poner en tela de juicio su originalidad y riqueza por lo que respecta a las artes y las letras; en ambos aspectos fue, además, un período lleno de contrastes. En arquitectura se mostró progresivamente barroco; en pintura y escultura produjo un arte que es uno de los más profundamente realistas y humanos que hayan existido.

El interés internacional por el Barroco arranca de la obra de Wolfflin Renacimiento y barroco, publicada en 1888. En España este interés no se sintió, desde el punto de vista de la arquitectura, hasta bien entrado el siglo XX. A principios de este siglo aún se mantenía en vigor el juicio y la condenación del Barroco proferidos por los escritores del período neoclásico; son curiosos los terribles despropósitos de los críticos españoles de los siglos XVIII y XIX sobre los profesores del período barroco.

Cúpula de la Catedral Nueva de Salaman-
ca de Joaquín Churriguera. Detalle de la 
linterna que corona la cúpula. 

Ceán Bermúdez ni tan siquiera incluye a Churriguera en su Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España (1800). Para los académicos neoclásicos, el Barroco fue un error, una degeneración, una aberración incalificable. José Caveda no  sólo condena el Barroco en su Ensayo histórico sobre los diversos géneros de Arquitectura escrito en 1848, sino que hubiera querido que los españoles no hubiesen participado en aquel gran error. "N o serán, sin embargo, los españoles -dice Caveda- quienes deban responder a Europa de la corrupción de la arquitectura de esta época. Borromini mereció, como heresiarca de las artes, la reprobación de los escritores de juicio que le sobrevivieron. Cuando Gómez de Mora se encargó de la dirección de las obras reales, en 1611, estaban ya olvidados los ideales de la severa grandiosidad de Palladio y de aquel puritanismo clásico ... , y no tardó el nuevo gusto en introducirse en la Península. Sosteníanle eminentes ingenios en España y era su intimidad muy estrecha con Roma para que dejaran de admitirle."

Catedral de Santiago de Compostela. Detalle de la fachada del Obradoiro, real izada en el siglo XVIII por Fernando de Casa y Novoa para proteger el Pórtico de la Gloria. De estilo barroco, en la parte superior se ve al apóstol Santiago vestido de peregrino.

Los escritores y poetas románticos ignoraron el Barroco, pues de haberse fijado en él de seguro les hubiera interesado; todo su entusiasmo y admiración se concentró en las catedrales y edificios góticos. La rehabilitación del Barroco en arquitectura no llegó hasta que se consideró como una manifestación paralela, complementaria, de la poesía del siglo XVII. Cuando todo el mundo empezó a mostrar la mayor estima por La Galatea y el Polifemo de Góngora, los españoles se dieron cuenta de que la arquitectura y la escultura barrocas representaban una idéntica huida de la lógica clásica y no eran por necesidad reprobables. Del mismo modo que al conceptismo se le dio el nombre poco preciso de "gongorismo", así al Barroco se le llamó" churriguerismo", derivado del nombre del arquitecto José de Churriguera, denominación desacertada porque ni fue Churriguera responsable de este estilo entre nosotros, ni siquiera fue su más ferviente cultivador.

No hay duda de que durante el siglo XVII, tanto en Italia como en España, el Barroco estaba en su ambiente. De suerte que si, en parte, España imitó en eso lo que en Italia acontecía, el barroquismo se habría producido de todas maneras en el arte español. Es más; si acaso, la influencia italiana no hizo más que retardar una evolución que ya a fines del siglo XV se iniciara, pues lo primero que vino de Italia a interrumpirla fue la faceta más severa del arte italiano renacentista: la arquitectura " grecorromana" de Herrera.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La imaginería barroca

La escultura religiosa de esa época, la imaginería policromada, ofrece una tendencia muy clara y general. Se desentiende de los anteriores acentos de renacentismo, para realizar pura y simplemente la calidad humana con acentos patéticos. Ello es característico de la sensibilidad del Barroco, que huye de las formas clásicas, de invención humana, y se emociona con las formas llameantes y las visiones de la muerte, la miseria, el heroísmo y la gloria. La transición de la muerte a la gloria está representada por las escenas de martirio manchadas de sangre. Jamás se hizo una escultura que de modo tan directo se dirija a promover y evocar el sentimiento. Valladolid y Sevilla fueron sus dos grandes focos, aunque es tí­pica de toda España, que sentía entonces una emoción fervorosa ante las exultantes manifestaciones externas de religiosidad.

Piedad de Gregorio Hernández (Museo Nacional de Escultura, Valladolid). Es una de las más bellas tallas de este escultor gal lego establecido en Valladolid, que puso su enorme realismo al servicio de la expresión del dolor; el elocuente ademán de la Virgen halla su contrapunto en el sereno dolor de Cristo.


⇨ La Fortaleza de Juan Martínez Montañés (Monasterio de los Jerónimos, Santiponce). Esta alegoría es una de las cuatro virtudes que figuran en el Retablo Mayor del monasterio. Llamado por sus contemporáneos "el dios de la madera ", fue sin duda uno de los grandes escultores barrocos. Montañés no se dejó arrastrar por el realismo expresionista, sino que trató de que su obra reflejara las características históricas y religiosas del personaje representado con toda propiedad.



El primero de tales escultores religiosos fue Gregorio Hernández, gallego, nacido según algunos en Pontevedra, según otros en Sarria, alrededor de 1566, y fallecido en 1636. Aunque su estilo deriva remotamente de Juni, personaliza el ambiente de religiosidad exaltada de su tiempo. Su primera obra conocida es el Cristo yaciente, del monasterio de la Encarnación, en Madrid (1605); pero tallas suyas no menos famosas son, además del magnífico relieve del Bautismo de Cristo (procedente de los Carmelitas Calzados), el Cristo de la Luz, su grupo de la Piedad, y la Dolorosa de la Santa Cruz, obras hoy todas ellas en el Museo de Valladolid.



⇨ Inmaculada de Alonso Cano (Catedral de Granada). Pequeña y exquisita imagen de la Virgen que el imaginero real izó entre 1655 y 1656 para rematar el facistol de la catedral, también obra suya. Esta talla policromada constituye un hito en la evolución de la imaginería barroca de España.



Temperamento realista, es lástima que la estridencia de la policromía desluzca en ocasiones las excelencias de su gubia.

La cima de la escultura religiosa sevillana del siglo XVII la ostenta un gran escultor que fue amigo de Velázquez, Juan Martínez Montañés, nacido en 1568 en Alcalá la Real (Jaén), pero formado en Sevilla. Entre sus crucifijos es famoso el que el arcediano Vázquez de Leca regaló en 1614 a la Cartuja de las Cuevas, y que se guarda hoy en la sacristía de los Cálices de la catedral; otra imagen suya muy importante es el Nazareno, con la cruz a cuestas, el Señor de la Pasión. Pero Montañés realizó otro tipo de obras en talla, como el retablo de Santiponce, y, entre sus imágenes de la Virgen, sobresale su Concepción, de la catedral sevillana.

Discípulo de Montañés en la escultura, y en pintura de Pacheco, maestro y suegro de Velázquez, fue el granadino y polifacético Alonso Cano: arquitecto, escultor y pintor. Nació en 1601 y murió en 1667; fue rigurosamente contemporáneo de Velázquez y de Rembrandt.


⇦ San Francisco de Pedro de Mena (Catedral de Toledo). La imagen del santo es de un realismo impresionante. El rostro está iluminado por la beatitud, mientras el ascetismo está magníficamente logrado por la talla de su hábito monacal.



Hacia los cuarenta años se consagró, sobre todo en Madrid, a la pintura, y regresó a su patria chica en 1652. Quizá la visión de obras de arte, en la capital de España, habría madurado y aireado su talento, porque las esculturas posteriores a su estancia en Madrid muestran, en todo caso, una amplitud y una independencia de lo que anteriormente hiciera; por ejemplo, los magníficos bustos de Adán y Eva y la pequeña y deliciosa Inmaculada, en la catedral granadina. Se trata, en general, de pequeñas imágenes con las que crea tipos nuevos, con un equilibrio armónico entre el idealismo y el realismo. Por excepción en esta clase de artistas, esculpió también en piedra.

Discípulo de Cano fue Pedro de Mena, granadino también, nacido en 1628. Mena entalló el coro de la catedral de Málaga, para la que realizó el bello medallón en relieve de la Virgen con el Niño. Dos de sus mejores estatuas son el famoso San Francisco, que se conserva en el Tesoro de la catedral de Toledo, y la Magdalena Penitente (Museo de Valladolid), y es autor de exquisitos bustos de la Dolorosa.

Tallista refinadísimo e inspirado fue también Pedro Roldán, antequerano, pero que trabajó en Sevilla. Suyo es el magnífico retablo mayor de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla. Su hija Luisa (apodada La Roldana) fue tallista e imaginera con un estilo de graciosa feminidad.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

La pintura barroca: el realismo

La pintura española del siglo XVII es una pintura bá­sicamente realista; a pesar de que los temas dominantes continúan siendo los religiosos, el realismo invade todos los aspectos de esta pintura, en la que si bien falta casi por completo el paisaje, el retrato adquiere, en cambio, una importancia muy considerable.

El realismo, concebido con una crudeza que subrayan los contrastes entre sombra y luz, triunfó en las obras del valenciano José (o Jusepe) de Ribera, nacido en Xativa en 1591, y que habiendo residido en Italia desde los dieciocho años, se conservó siempre español, firmó sus cuadros como Valentino y es llamado por todos el Spagnoletto. No se sabe por qué ni cómo pasó Ribera a Italia. 

⇨ Niño Cojo de José de Ribera (Musée du Louvre, París). Llamado por los napolitanos "Spagnoletto" debido a su baja estatura, tuvo ocasión de conocer a Caravaggio en Roma y Nápoles y, como tantos pintores de la época, experimentó su influencia. Sin embargo, la interpretación de Ribera se inclinó por la verdad del detalle vulgar y por los efectismos de una luz rasante. Este niño tullido, que sonríe pese a su desgracia y su miseria, parece corresponder al tema popular de la picaresca.



Es posible que hubiese trabajado en Roma algunos años, dejándose influir por las obras de Caravaggio. Protegido por un cardenal, que lo recogió hambriento, Ribera escapó de los salones suntuosos para recobrar su independencia y vivir de nuevo entre los mendigos de la calle. Por su contacto prolongado con la naturaleza en toda su verdad, el joven seguidor de Caravaggio, ya desde entonces, se complacerá en pintar las carnes macilentas que ha visto a través de los andrajos de los rotos pordioseros, y buscará sus asuntos en los filósofos que van semidesnudos, en los penitentes y santos martirizados, heridos.

Pero marcha a Nápoles y allí, en la corte de los virreyes españoles, se impone por su arte magistral; los encargos que recibe, tanto de otras partes de Italia como de España, le permiten llevar una vida de ostentación.

El fin del Spagnoletto fue tan fantástico como su vida: en su estudio de pintor renombrado le visitaba el virrey, Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV; éste se enamora de la hija de Ribera y, para obtenerla más fácilmente, la hace raptar y llevarla a Palermo, donde la deposita en un convento. El infeliz padre, loco de dolor, vive sus postreros años como un monomaníaco, encerrado en su casa de Posillipo, hasta que un día desaparece sin dejar rastro. En Ná­ poles hubo de sospecharse que había vuelto a su patria, Xativa. Lo positivo es que no se habla más de él y se ignoran las circunstancias que precedieron a su muerte, aunque su partida de defunción, fechada en 1652, apareció finalmente en Nápoles.

Ribera es uno de los representantes más característicos del realismo barroco, de esa pintura mezcla de luz y de tinieblas, que impuso el genio enorme de Caravaggio. El propio Guido Reni, que conoció a Ribera en Roma, lo compara a Caravaggio y añade que lo considera "piu tenso e piu fiero". Efectivamente, la realidad vista por Ribera es análoga a la de la novela picaresca española, no teme la representación de lo deforme, de lo patológico y se entrega con fruición a exponer las torturas más sangrientas. Así el Niño cojo del Louvre, pese a su pie monstruoso y a su brazo contrahecho, sonríe alegre como si no le afectase su desgracia, mientras pide limosna con un cartel colgado de un palo.

⇦ San Andrés de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Detalle en el que se muestra lo mejor de su técnica lumínica y un válido intento de penetración psicológica. En esta obra, la singular mezcla de luz y tinieblas típica del autor, y en cierto modo caravaggista, le ha valido un merecido a precio.



El Martirio de San Bartolomé, del Prado, quizá pintado en 1630, representa el momento en que el cuerpo del mártir es preparado para la tortura. No es tan insistente en el aspecto sangriento como otras obras análogas de su mano. ASí la tela del mismo título del Museo de Barcelona y el grabado de 1 624, también sobre el martirio de San Bartolomé, en los que el verdugo, con el cuchillo en la boca, arranca al mártir atado la piel que chorrea sangre. Los santos penitentes y los apóstoles, a veces semidesnudos, que pinta Ribera, responden al deseo del Concilio de Trento de encarecer la vida conventual, tan criticada por la Reforma. Junto a otros cuadros de este tipo deben citarse la Magdalena, San Pablo Ermitaño y San Andrés, todos ellos en el Museo del Prado.

Este último es justamente apreciado por su impresionante mezcla de luz y tinieblas. Sorprendente resulta su Arquímedes, representado como un personaje típico del hampa del puerto de Nápoles, y que de ninguna manera sugiere la nobleza de la ciencia antigua. Probablemente aquí Ribera sigue una corriente de inspiración tridentina, típica de la época, que trataba de desacreditar simultáneamente la mitología grecorromana y la ciencia clásica. No hay que olvidar que estas obras son casi contemporá­neas del proceso inquisitorial contra Galileo.

Martirio de San Bartolomé de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Obra famosa que acusa, sin embargo, cierta brutalidad y truculencia. Los grupos que a ambos lados contemplan los preparativos para la tortura del santo sugieren de manera evidente un gentío. Algunos personajes están perfectamente dibujados, mientras que otros se insinúan contra el cielo transparente, un elemento insólito en el tenebrismo de Ribera .

Ribera ocupa en la historia de la pintura española un sitio mucho más elevado del que generalmente se le concede. Aquel valenciano expatriado que parecía tener poca o ninguna influencia en los destinos del arte de la Península, influye en sus compatriotas, y sobre todo en Velázquez, más que ningún otro de los maestros que le habían precedido.

Ni Morales, con sus esmaltados efectos manieristas, ni el Greco, exótico y astral, ni los italianizantes como Juan de Juanes, que admiraban en Italia los productos más academicistas, podían llegar a iniciar una verdadera escuela y formar el genio tan moderno de Diego Velázquez.

José de Ribera fue quien introdujo el realismo vivo de Caravaggio, que era lo mejor y más avanzado de su tiempo. A través de la pintura de aquel emigrado, llegó a España un nuevo ideal pictórico y una nueva forma de mirar el mundo.

⇦ San Bruno de Francisco Ribalta (Museo de Bellas Artes de Valencia). Típico representante del realismo barroco, en esta versión que el artista hace del santo, el personaje aparece en una actitud poco convencional, casi burlesca. El tratamiento de la luz y el fondo oscuro es una clara influencia de Caravaggio.



Sobre Velázquez, la gran personalidad indiscutible del siglo XVII español, nos ocupamos en el capítulo monográfico siguiente.

Anteriores o casi contemporáneos de Velázquez, otros grandes pintores completan el cuadro de la pintura española del siglo XVII. Uno de ellos es Francisco Ribalta (1565-1628), catalán que vivió en Valencia. Quizás estuviera en Italia, y sin ser propiamente un tenebrista, se complace en los contrastes de luz en sus lienzos de asuntos místicos y en sus pinturas de frailes, como el San Bruno del Museo de Valencia.

El extremeño Francisco de Zurbarán nació un año antes que Velázquez, en 1598, en Fuentes de Cantos, y falleció en 1664. Puede considerársele sevillano, pues en Sevilla estudió en el taller de Herrera elViejo. Joven todavía, en 1631, pintó, para el Colegio de Santo Tomás, la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, el cual está en lo alto, con otros Padres de la Iglesia, y en la zona inferior, Carlos V con el fundador del Colegio y un grupo de religiosos; en el fondo se divisa un panorama de la ciudad. Aunque la composición sigue el arcaico esquema medieval, como el Entierro del Conde de Orgaz del Greco, figura en ella una magnífica serie de retratos.

Zurbarán fue genialmente diestro en los efectos de color y de luz y en la evocación de la unción religiosa. Pintó retratos de grandes figuras monásticas de la España de su siglo, en los encargos conventuales que recibió, para la Merced de Sevilla (1628), la Cartuja de Jerez (1637 -1639) o el monasterio jerónimo de Guadalupe (1638-1639).Vestidos con holgados hábitos luminosos, sentados ante su escritorio u oficiando, cartujos, mercedarios y jerónimos revisten inigualable dignidad. Pintó también deliciosas Vírgenes niñas, Purísimas que son tiernas jovencitas, y ascéticas visiones.

Bodegón de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid). Es uno de los temas pictóricos predilectos del artista. En esta tela, los volúmenes de las vasijas aparecen desligados u nos de otros, tan sólo u nidos por el plano que forma la mesa. No existe en la composición preocupación por la profundidad espacial, que se disuelve contra un fondo oscuro, pero en cambio se aprecian en los objetos calidades táctiles que logran animarlos con un punto de sensualidad y conferirles una presencia inquietante.


Misa de fray Pedro de Cabañuelas de Francisco de Zurbarán (Sacristía del monasterio de los Jerónimos de Guadalupe, Cáceres). Pintado en 1 638, este fresco es uno de los diez que decoran la soberbia sacristía barroca, entre grutescos y motivos florales, presididos por las escenas de la vida de San Jeró nimo, patrono de la Orden. El monje jerónimo aparece de rodillas, extasiado ante la milagrosa aparición de una hostia de fuego, como respuesta a sus dudas sobre la presencia real de Cristo en ella.

A los treinta y cinco años es nombrado pintor real, pero según Palomino -historiador de la pintura española que escribía un siglo después- no fue a Madrid hasta 1650, y aun porque Velázquez insistía en que decorase un salón del Buen Retiro. Pero regresó a Sevilla, su patria de adopción, y después de su muerte, la viuda e hijos habitaban en una casa cedida por el Concejo de la ciudad.

Aun cuando lo más característico de Zurbarán son los monjes y los santos, porque -como Ribera- fue sobre todo un pintor de hombres, también realizó algunos cuadros con figuras de santas en los que demostró que sabía fijar en el lienzo la gracia y la belleza femeninas. Generalmente, como Santa Polonia (Louvre), Santa Casilda (Prado), Santa Justa (Museo de Dublín) y Santa Marta (National Gallery, Londres), se trata de tipos de mujer andaluza, vestida con extraordinaria elegancia y riqueza. Este placer de Zurbarán por representar los tejidos es un aspecto de su interés por el mundo real. Las flores, frutos o libros que aparecen en sus grandes telas están retratados con el mismo interés que los rostros de los personajes.

Santa Casilda de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid) Considerada una de las obras más famosas del artista, fue pintada en 1640. La vistió suntuosamente, como correspondía a su alto rango, ya que Casilda fue princesa y santa. Era hija de un rey moro y solía llevar alimento a los prisioneros cristianos, a escondidas de su padre. Aquí el pintor la captó en el momento en que su padre la interroga. Al mostrarle lo que lleva en la falda, el pan se había convertido en rosas. Este tema, altamente poético, inspiró a Zurbarán una de las figuras femeninas más extraordinarias de la pintura española del siglo XVII.

Virgen con el Niño de Alonso Cano (Museo del Prado, Madrid). De las distintas versiones de este tema religioso, el artista realizó ésta ambientándola en un paisaje. La Virgen aparece joven y con una larga melena y el Niño parece mirarla complacido.

Otro condiscípulo que Velázquez protegió en su estancia en Madrid es el pintor y escultor Alonso Cano. Algunas de sus pinturas de la Virgen son hermosísimas, como la Virgen con el Niño (Prado), inspirada en una estampa de Durero y con tonos grises y plateados que acusan la influencia de Velázquez.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Apolo y Marsias


José de Ribera, conocido con el sobrenombre de lo Spagnoletto, o sea, "el Españolito", por su origen y pequeña estatura, pone de manifiesto la crudeza de su realismo en su obra Apolo y Marsias.

Como la mayoría de los pintores del siglo XVII, Ribera dedicó gran parte de su producción a los asuntos religiosos, principalmente de santos, aunque también se acercó a la temática mitológica en diversas ocasiones debido, sin duda, a su residencia en Italia, donde este tema era tradicionalmente apreciado. La escena concentra el punto culminante en que Apolo despelleja a Marsias ante la mirada de horror de varios personajes situados al fondo de la composición, en un segundo plano.

La historia, extraída de la literatura antigua, explica cómo Marsias, un sátiro seguidor de Dionisia se jactaba de su gran habilidad para tocar la flauta. Su orgullo le llevó a retar a Apolo a una composición musical. El vencedor tendría el privilegio de imponer cualquier castigo al contrincante. Los encantos de su melodía no pudieron rivalizar con la lira del dios y éste fue el ganador, que impuso a Marsias, por su arrogancia, un castigo feroz: lo ató a un árbol y lo mató cruelmente.

El pintor de origen valenciano muestra el aspecto más sádico del mito. El momento en que Marsias, representado sin los rasgos de cabra que son normales en un sátiro, está siendo desollado por las propias manos de su rival, que contrariamente muestra un gesto alegre y complaciente. El vencido aparece en el suelo colgado del árbol con las manos y los pies atados retorciéndose de dolor. Este pronunciado escorzo de la figura recuerda particularmente El Martirio de San Pedro de Caravaggio.

Este sentimiento trágico y violento que aplicó a su obra fue completamente incomprendido. Ribera combina dos estilos: la de los maestros venecianos y la del clasicismo. Utiliza una riqueza cromática típica de Tiziano en la túnica del dios de la belleza, mientras que el rigor y la claridad compositiva la toma de los clasicistas, al igual que la energía concentrada en los rostros de los protagonistas.

Estos son algunos de los factores no caravaggiescos que intervinieron en la configuración de su complejo arte. Ahora bien, este interés por la realidad concreta, constante en casi toda su obra, es llevada a un extremo en este lienzo, que recuerda a los martirios de su primera etapa. También, al igual que sus obras anteriores, la composición está resuelta equilibradamente, a pesar de lo inestable de las actitudes de los personajes principales, los cuales presentan un hábil tratamiento anatómico.

Con la técnica del claroscuro logra extraordinarios efectos de luz y sombra, gracias al contraste que crea entre las zonas violentamente iluminadas, que centran la atención del espectador y las zonas oscuras.

Dos versiones de Apolo y Marsias se conservan respectivamente en el Museo Real de Bellas Artes de Bruselas y en el Museo Nacional del Capodimonte de Nápoles. Ambas pinturas, de 182 x 232 cm, son fechadas en el año 1637.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Murillo, el pintor de las Inmaculadas

Bartolomé Esteban Murillo era bastante más joven que Alonso CanoZurbarán y Velázquez. Nacido en Sevilla el año 1617, pasó allí su juventud oscuramente, pintando cuadros de asuntos piadosos, de los cuales se hacía gran exportación a América. Estaba cansado de esta labor rutinaria, cuando pasó por Sevilla el pintor Pedro Moya, quien venía de Londres, donde había conocido a Van Dyck. El joven Murillo vio las copias que traía Moya, oyó sus elogios, y excitado por el entusiasmo de aquel hombre, decidió marchar también a Londres a estudiar con tan grandes maestros.

Por el camino hizo estancia en Madrid y fue presentado como paisano a Velázquez. Ocurría esto en 1643; Murillo tenía veinticinco años, mientras Velázquez era ya el pintor áulico famoso. Sus visitas al Alcázar de Madrid y El Escorial, repletos de pinturas, fueron para Murillo una revelación. Pasó dos años en Madrid y al volver a Sevilla, su temperamento y estilo estaban formados. Su reputación en la ciudad que le vio nacer se hizo indiscutible, y en 1658 casaba con doña Beatriz de Cabrera, noble señora de la villa de Pilas. No se movió más de Sevilla, pintando sin cesar sus tiernos asuntos religiosos, no siempre en tono dulzón, antes bien demostrando a veces un magistral dominio del claroscuro; Niños, Vírgenes, sus Inmaculadas, sus Sagradas Familias, etc

Inmaculada Concepción de Murillo (Museo del Prado, Madrid). Llamada La Niña, en este caso es posible que se inspirara en alguna adolescente sevillana, menuda y graciosa. Entre los dos tipos oscila la numerosa serie de Inmaculadas que Murillo comenzó a pintar hacia 1650 y prosiguió hasta su muerte, constituyendo uno de los aspectos más populares de su obra. 

Este Correggio español es menos sensual en los tonos, en las gamas vivas de la carne; en cambio, es más familiar. Cuando quiere pintar grandes composiciones, como los dos lienzos del Prado que representan la Fundación de la iglesia de Santa María la Mayor, en Roma, y Santa Isabel de Hungría o la Imposición de la casulla a San Ildefonso, su fe no le impide pintar pilluelos con sin igual realismo o interpretar asuntos netamente picarescos. Murillo recibió un día el encargo de pintar el altar para el convento de Capuchinos de Cádiz; se cayó del andamio y fue llevado a Sevilla, donde murió en el año 1682.

⇦ Inmaculada Concepción de Bartolomé Esteban Murillo (Museo de Bellas Artes de Sevilla). Conocida como la Concepción grande, la Virgen se muestra como una matrona que flota suave sobre una delicada atmósfera dorada. Está en actitud orante y parece observar a los ángeles que están a sus pies. 



Es un pintor que se aprovecha de la libertad de pensamiento e interpretación que es compatible con la piedad dogmática del catolicismo español. Por eso, pese a que es uno de los más ilustres cultivadores del tema religioso dentro de la pintura barroca, su sistema de tratar las representaciones religiosas como cuadros de género, introduciendo pormenores toma dos de la vida cotidiana y episodios secundarios, humaniza a sus personajes y les confiere una gracia y una dulzura que casi parecen ya del siglo XVIII.

Ejemplos de esos simpáticos cuadros de género, excelentemente pintados, sobre tema religioso son Rebeca y Eliazar en el pozo (Prado), Santa Ana y la Virgen (Prado), las diversas representaciones del Niño Jesús con San José, etc. La serie de telas sobre la Inmaculada Concepción, que tanta fama le ha dado, fue iniciada hacia 1650 y la continuó hasta cerca del final de su vida. En las más antiguas, como en la de fray Juan de Quirós (Palacio Arzobispal de Sevilla) y en la llamada Concepción grande (Museo de Bellas Artes, Sevilla), hay pocos ángeles y destaca su ambición monumental.

Más adelante, el rostro de la Virgen, tratado con el esfumado propio de su última época, es más tierno y gracioso, aunque pierde precisión; así la Concepción llamada La Niña (Museo del Prado, Madrid), que fue pintada para el coro de los Capuchinos y que asciende vertiginosamente junto con un torbellino de ángeles, es menuda y graciosa como una obra rococó, aunque se adelanta treinta años a este estilo. Algo semejante puede decirse de la Concepción de los Venerables (Museo del Prado).

Vieja espulgando a un niño de Murillo (Aite Pinakothek, Munich). El artista introdujo a la Sevilla cotidiana y callejera de su tiempo en la pintura española. En esta obra, convierte la anécdota vulgar en una excelente pintura costumbrista. Es notable el sentido de la composición, el dibujo firme y seguro, el cálido color que recuerda a Correggio. Quizás en estas escenas sevillanas se halle el mejor Murillo, aquel que no abusa de la ternura dulzona, tan grata a su clientela, ni del fácil sentimentalismo. 

Un aspecto distinto de su obra, por el que se interesó a lo largo de toda su vida, son los cuadros de tema infantil, que han dado gran prestigio a Murillo fuera de España. Los mejores son los antiguos, en los que late un sentido dramático al contemplar la infancia abandonada y miserable: Niños comiendo uvas (Munich), Vieja espulgando a un niño (Munich), Niño jugando con un perro (Ermitage). En cambio, en los más tardíos el tema adquiere un tono intrascendente, que vuelve a recordar la atmósfera rococó: Niños comiendo pastel, La pequeña vendedora de fruta (ambos en la Pinacoteca de Munich), etc.

La pequeña vendedora de fruta de Murillo (Aite Pinakothek, Munich). La grácil delicadeza de esta obra la sitúa a medio camino entre las que retratan a la infancia desvalida, temática tan grata al pintor, y el estilo levemente rococó. Murillo, que tuvo como sobrenombre "el Correggio español", fue uno de los pintores más populares de su tiempo; en él las influencias flamencas y venecianas se llegan a fusionar con una gracia sevillana muy personal, que caracteriza extraordinariamente su realismo poético.

En Murillo se distinguen tres estilos o épocas: el llamado estilo frío, que duró hasta 1652; el cálido, que utiliza desde el año 1652 al 1656, y por fin el vaporoso, en que los contornos quedan como esfumados y que empleó en su última época, que abarca aproximadamente los quince años anteriores a su muerte.

Pero la pintura de esa época tuvo a otros muchos pintores notables. No hay ninguna exageración en afirmar que desde mediados del siglo XVII se pintó en España de un modo excelente, en especial en los tres focos artísticos principales de entonces: Madrid, Sevilla y Valencia.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Otros pintores barrocos

En la ciudad del Turia fue entonces pintor de talento Jerónimo Jacinto de Espinosa (1600-1667), que se mantuvo dentro de la tradición española muy cerca de Zurbarán. Parece que el color pardo-rojizo que domina hoy en sus cuadros es debido a su costumbre de imprimir la tela con cola, aceite de linaza y almagre, lo que les ha hecho perder su frescor original.

En la escuela de Sevilla prosiguió el impulso dado por Herrera el Viejo, el propio hijo de este irascible artista, el pintor y arquitecto Francisco de Herrera, el Mozo, quien no pudiendo resistir el carácter de su padre había huido a Roma, donde su acierto en las naturalezas muertas de peces le valió el apodo de Lo Spagnolo degli pesci; después pasó a Madrid y su Triunfo de San Hermenegildo (hoy en el Prado), que pintó para la parroquia de San José, le acredita de gran decorador barroco.

"In ictu oculi" o el Triunfo de la muerte de Juan de Valdés Leal (Hospital de la Caridad, Sevilla). Esta alegoría sobre la muerte es una obra maestra que el pintor realizó hacia el año 1672. Este artista, cuya técnica es la más libre de toda la pintura andaluza de la época, se valió de cierto desenfoque para disminuir o acentuar los detalles de sus composiciones. El tema macabro, propio del dramatismo del último barroco, se salva de la truculencia gracias a la riqueza del color. 

Otro gran maestro sevillano fue Juan de Valdés Leal (1622-1690), el pintor, en este tardío Barroco español, más dotado de sentido dramático; lo demuestran sus lienzos sobre San Jerónimo y los que realizó para las Clarisas de Carmona (todos ellos en el Museo de Sevilla), su retablo de los Carmelitas de Córdoba (hoy en la catedral de esta ciudad), y algunas de sus Inmaculadas. Pero sus dos obras más famosas son las que pintó para la iglesia del sevillano Hospital de la Caridad: El Triunfo de la muerte, en la que la muerte avanza por el mundo con la guadaña y el ataúd, extinguiendo la vida en un abrir y cerrar de ojos, y el Fin de la gloria del mundo, representado por un pudridero con los féretros de un obispo y de un caballero de Alcántara.

A Madrid, la capital, acudieron pintores de varias procedencias, como Antonio de Pereda, vallisoletano, sutil captador de finos matices y suaves efectos luminosos, especialmente en su gran lienzo El Sueño del Caballero (Academia de San Fernando). Importantes fueron también allí Mateo Cerezo (16261666), el sevillano madrileñísimo José Antolínez y fray Juan Andrés Rizzi, de familia de origen italiano, que ingresó en la Orden benedictina del monasterio de Montserrat y, a mediados del siglo, en el italiano de Montecassino.


El sueño del caballero de Antonio de Pereda (Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid). Cuadro muy imaginativo, con suaves juegos de luz, que parece representar lo que está soñando el personaje. Una mesa con diversos objetos. la esfera terrestre y un ángel femenino que le muestra una inscripción. Todos elementos que no parecen tener conexión lógica, tal como son los sueños. 

En la capital quedó, como sucesor de Velázquez, un pintor de segunda fila, su yerno Martínez del Mazo, que copió retratos pintados por su suegro y repitió sus asuntos. Mucho más personales fueron Carreña de Miranda y Claudio Coello.

Juan Carreña de Miranda (1614-1685) era de noble linaje, aunque se mostraba más orgulloso de su arte que de su estirpe. Pintó a menudo con gran nobleza muchos retratos de personajes ilustres y su obra principal es el fresco de la bóveda de la iglesia de San Antonio de los Portugueses, en Madrid. Otras pinturas murales suyas, realizadas también en Madrid, han desaparecido. Pero Carreña es apreciado hoy como pintor de retratos. Sus modelos más frecuentes son el raquítico y enfermizo Carlos II y su madre, ya viuda, Mariana de Austria, que aparece siempre vestida de monja. Ambos tienen generalmente como fondo el tétrico Salón de los Espejos del Alcázar de Madrid. Fuera de este triste ambiente, los retratos de Carreña cobran vida y alegría como el del Duque de Pastrana.

La Adoración de la Sagrada Forma de Claudio Coello (Sacristía de la iglesia de El Escorial, Madrid) Fragmento de la obra pintada en 1685 . Son características de este autor la aparatosidad escenográfica y el trato realista de los paños y de los detalles de los trajes. Los retratos de este cuadro corresponden a personajes de la corte de Carlos II rodeando al rey. La tela conmemora el traslado a El Escorial de una forma sagrada milagrosa, procedente de Gorkum, para celebrar la ruptura del sitio de Viena en 1684. 

Claudio Coello (1642-1693) también se dio a conocer por sus retratos de la familia real. Pero sus mejores obras son dos lienzos muy distintos; uno de ellos la gran composición realista que representa a Carlos II, El Hechizado, con sus nobles y palaciegos ante la custodia con la Sagrada Forma (en la sacristía de El Escorial); el otro es una obra de exaltado asunto religioso, la Apoteosis de San Agustín, en el Prado. Ambos demuestran que Coello es el mejor pintor del final del siglo XVII. El primero, llamado La adoración de la Sagrada Forma, fue pintado en el año 1685; aparte del magnífico conjunto de retratos que esta obra constituye, sorprende por la maestría, propia de un Velázquez, con la que ha sido captado el aire de la estancia y la atmósfera creada por la ceremonia a la que asistimos.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

El genio de Velázquez

El año 1581 el rey de España Felipe II fue reconocido rey de Portugal. Tal situación de unión de ambos reinos habría de durar hasta que, en 1640, Portugal se levantó contra España, alcanzando su independencia definitiva. Entre esas fechas, política y cultura fueron, hasta cierto punto, comunes en los dos países.


⇦ Mariana de Austria (Kunsthistorisches Museum, Viena). La segunda esposa de Felipe IV, y sobrina suya, que casó con el monarca a los quince años, ofrece aquí un parecido nada sorprendente con su esposo. Parece que la primera versión de este retrato es la que posee el museo del Prado (otras versiones también en el Louvre y en el museo de Kansas), que acaso fuera una versión de taller, pero consta que fue enviada al archiduque Leopoldo Guillermo en 1653. Mariana tendría entonces unos veinte años, a pesar de que el complicado peinado que tan perfectamente se corresponde desde un punto de vista formal con el aparatoso traje, hace que parezca bastante mayor. Todo, desde el cortinaje hasta la silla en que apoya su mano distinguida, contribuye a crear ese ambiente regio que la convierte en un ser absolutamente por encima de los demás.



Durante este período, no pocos portugueses pasaron a España, huyendo a veces de investigaciones excesivamente detallistas sobre la ortodoxia de sus antepasados. Se ignora por qué razones cierto Diego Rodríguez de Silva, vecino de Oporto, y su esposa, Juana Rodríguez, dejaron esa ciudad, hacia 1581, para establecerse en Sevilla. Parece ser que Diego y su hijo Juan fueron, en Sevilla, Familiares del Santo Oficio de la Inquisición. En 1597 casó Juan con Jerónima Velázquez, de padres sevillanos, y dos años después nació el primer hijo de ese matrimonio, a quien fue impuesto el nombre de Diego: Diego Rodríguez de Silva Velázquez Rodríguez Buen-Rostro y de Zayas, o, para simplificar, como hará él tomando el apellido materno (costumbre portuguesa que también seguirá Murillo), Diego Velázquez, o, como lo llamarán en la corte," el Sevillano".

Dos años después que Diego nació Juan, que se había de dedicar, como él, a la pintura, oficio tenido entre caballeros por manual y, por ende, vil. Y el niño Diego ingresó como aprendiz en el taller de un célebre pintor de Sevilla, Francisco Pacheco, a los once años de edad.

Pacheco era pintor mediano, aunque famoso. Será "alcalde" del gremio de pintores, y como tal examinará a Velázquez, en 1617, para darle el título de "maestro" que le autorizaba a ejercer la pintura; el otro miembro de ese jurado sería el pintor Juan de U ceda, con la hija del cual casará Alonso Cano, condiscípulo y amigo de Velázquez, y éste casará con la de Pacheco, siguiendo la costumbre de transmitir los secretos y fórmulas de taller al hijo o yerno, costumbre que respetará más tarde Velázquez al casar a su hija Francisca con su propio discípulo Juan Bautista Martínez del Mazo. Más que como pintor Pacheco ha pasado a la historia como autor del libro Arte de la Pintura, en el que brinda noticias sobre su yerno y discípulo.

El uso de modelo natural es una novedad propia de academias modernas de la época. Pacheco era de los que consideraban el dibujo como elemento fundamental de la pintura; de ello se resiente su propia obra, más dibujada que pintada, y en esos principios educó a Diego.

La educación de Velázquez, aunque se benefició del estudio del natural, se ha realizado en unos términos que, además de subordinar el colorido al dibujo, clasifican los géneros pictóricos en altos (las composiciones "inventadas", religiosas, históricas, fabulosas o alegóricas) y bajos (paisajes, floreros, bodegones y, hasta cierto punto, retratos, esto es, cosas "imitadas" o copiadas). La nobleza de la pintura, tema tan debatido en el siglo XVII, reside en que es intelectual, más que manual. Siempre paradójico, el joven Velázquez se coloca entre los partidarios de la imitación y se entusiasma con el gusto atrevido hasta lo revolucionario que aportan a Sevilla los cuadros (originales, copias o estampas) de Caravaggio. En sus composiciones religiosas adopta un tono muy naturalista, tan caravaggiesco que a veces es difícil distinguir esas obras de los bodegones con personajes.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Inmaculada Concepción

Bartolomé Esteban Murillo, uno de los artistas más populares de España, trabajó principalmente para iglesias y conventos, por lo que la mayoría de sus obras son esencialmente religiosas, de las que esta Inmaculada Concepción, realizada hacia 1678, supone uno de los más bellos ejemplos.

En el Barroco se concreta la iconografía de la Inmaculada Concepción que tuvo un papel muy importante en toda España. En el siglo XVII se discute obsesivamente si la Virgen fue creada sin mácula, sine macula, es decir, sin contacto carnal. Una vieja controversia que había comenzado ya en el siglo XII con San Bernardo de Claraval. 

Francisco Pacheco como teórico concreto esta iconografía a nivel plástico. Al final de su tratado el Arte de la Pintura, publicado en 1649, realiza una serie de recomendaciones para representar la Inmaculada Concepción de María. Entre estos consejos dice que no debe aparecer con el Niño en los brazos; ha de estar coronada de estrellas con la luna a sus pies; ha de ser pintada en la flor de su edad, de doce a trece años, y con las puntas de la media luna hacia abajo; ha de estar adornada con serafines y ángeles, y se ha de pintar con túnica blanca y manto azul.

Las Inmaculadas de Murillo se caracterizaron por una delicadeza y una gracia especial a la figura femenina e infantil. El sentimiento, lo amable y lo tierno son calificativos característicos de su obra. Precisamente, aquí se aprecian con claridad. El artista sevillano creó una pintura serena y apacible, en la que priman el equilibrio compositivo y expresivo, con una delicadeza nunca conmovida por sentimientos extremos. Colorista excelente y buen dibujante, concibe sus cuadros con un fino sentido de la belleza y con armoniosa mesura, lejos del dinamismo de Rubens o de la teatralidad italiana.


María viste túnica blanca, símbolo de pureza, y manto azul, símbolo de eternidad. Lleva sus manos al pecho y eleva la mirada al cielo. Una refinada gama de colores cálidos donde predominan los claros amarillentos y luminosos del fondo de la composición, hacen resaltar la silueta de la joven, el manto de la cual, dispuesto en diagonal, acrecienta el movimiento ascensional. La composición se inscribe en un triángulo perfecto, cuyo vértice es la misma cabeza de la Virgen.

El estatismo de la figura de la Inmaculada contrasta con el movimiento de los querubines que le sirven de peana, en posturas retorcidas. Este revoloteo de ángeles en espiral ha llevado a considerar la obra un preludio del rococó.

Fue encargada por el canónigo de la catedral de Sevilla, Don Justino de Neve, para la iglesia del Hospital de los Venerables Sacerdotes de dicha ciudad, motivo por el cual se la conoce también como la Inmaculada de los Venerables. El cuadro permaneció en ese lugar hasta que el mariscal francés Soult se la llevó a París durante la guerra de la Independencia. A su muerte se vendió en subasta, siendo adquirida en 1852 por el Museo del Louvre.

Desde 1941 esta Inmaculada Concepción, llamada con el sobrenombre de Soult, un óleo sobre lienzo de 27 4 x 190 cm, pasó al Museo del Prado por una política de intercambio con el gobierno francés.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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