Punto al Arte: La pintura barroca: el realismo

La pintura barroca: el realismo

La pintura española del siglo XVII es una pintura bá­sicamente realista; a pesar de que los temas dominantes continúan siendo los religiosos, el realismo invade todos los aspectos de esta pintura, en la que si bien falta casi por completo el paisaje, el retrato adquiere, en cambio, una importancia muy considerable.

El realismo, concebido con una crudeza que subrayan los contrastes entre sombra y luz, triunfó en las obras del valenciano José (o Jusepe) de Ribera, nacido en Xativa en 1591, y que habiendo residido en Italia desde los dieciocho años, se conservó siempre español, firmó sus cuadros como Valentino y es llamado por todos el Spagnoletto. No se sabe por qué ni cómo pasó Ribera a Italia. 

⇨ Niño Cojo de José de Ribera (Musée du Louvre, París). Llamado por los napolitanos "Spagnoletto" debido a su baja estatura, tuvo ocasión de conocer a Caravaggio en Roma y Nápoles y, como tantos pintores de la época, experimentó su influencia. Sin embargo, la interpretación de Ribera se inclinó por la verdad del detalle vulgar y por los efectismos de una luz rasante. Este niño tullido, que sonríe pese a su desgracia y su miseria, parece corresponder al tema popular de la picaresca.



Es posible que hubiese trabajado en Roma algunos años, dejándose influir por las obras de Caravaggio. Protegido por un cardenal, que lo recogió hambriento, Ribera escapó de los salones suntuosos para recobrar su independencia y vivir de nuevo entre los mendigos de la calle. Por su contacto prolongado con la naturaleza en toda su verdad, el joven seguidor de Caravaggio, ya desde entonces, se complacerá en pintar las carnes macilentas que ha visto a través de los andrajos de los rotos pordioseros, y buscará sus asuntos en los filósofos que van semidesnudos, en los penitentes y santos martirizados, heridos.

Pero marcha a Nápoles y allí, en la corte de los virreyes españoles, se impone por su arte magistral; los encargos que recibe, tanto de otras partes de Italia como de España, le permiten llevar una vida de ostentación.

El fin del Spagnoletto fue tan fantástico como su vida: en su estudio de pintor renombrado le visitaba el virrey, Juan José de Austria, hijo bastardo de Felipe IV; éste se enamora de la hija de Ribera y, para obtenerla más fácilmente, la hace raptar y llevarla a Palermo, donde la deposita en un convento. El infeliz padre, loco de dolor, vive sus postreros años como un monomaníaco, encerrado en su casa de Posillipo, hasta que un día desaparece sin dejar rastro. En Ná­ poles hubo de sospecharse que había vuelto a su patria, Xativa. Lo positivo es que no se habla más de él y se ignoran las circunstancias que precedieron a su muerte, aunque su partida de defunción, fechada en 1652, apareció finalmente en Nápoles.

Ribera es uno de los representantes más característicos del realismo barroco, de esa pintura mezcla de luz y de tinieblas, que impuso el genio enorme de Caravaggio. El propio Guido Reni, que conoció a Ribera en Roma, lo compara a Caravaggio y añade que lo considera "piu tenso e piu fiero". Efectivamente, la realidad vista por Ribera es análoga a la de la novela picaresca española, no teme la representación de lo deforme, de lo patológico y se entrega con fruición a exponer las torturas más sangrientas. Así el Niño cojo del Louvre, pese a su pie monstruoso y a su brazo contrahecho, sonríe alegre como si no le afectase su desgracia, mientras pide limosna con un cartel colgado de un palo.

⇦ San Andrés de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Detalle en el que se muestra lo mejor de su técnica lumínica y un válido intento de penetración psicológica. En esta obra, la singular mezcla de luz y tinieblas típica del autor, y en cierto modo caravaggista, le ha valido un merecido a precio.



El Martirio de San Bartolomé, del Prado, quizá pintado en 1630, representa el momento en que el cuerpo del mártir es preparado para la tortura. No es tan insistente en el aspecto sangriento como otras obras análogas de su mano. ASí la tela del mismo título del Museo de Barcelona y el grabado de 1 624, también sobre el martirio de San Bartolomé, en los que el verdugo, con el cuchillo en la boca, arranca al mártir atado la piel que chorrea sangre. Los santos penitentes y los apóstoles, a veces semidesnudos, que pinta Ribera, responden al deseo del Concilio de Trento de encarecer la vida conventual, tan criticada por la Reforma. Junto a otros cuadros de este tipo deben citarse la Magdalena, San Pablo Ermitaño y San Andrés, todos ellos en el Museo del Prado.

Este último es justamente apreciado por su impresionante mezcla de luz y tinieblas. Sorprendente resulta su Arquímedes, representado como un personaje típico del hampa del puerto de Nápoles, y que de ninguna manera sugiere la nobleza de la ciencia antigua. Probablemente aquí Ribera sigue una corriente de inspiración tridentina, típica de la época, que trataba de desacreditar simultáneamente la mitología grecorromana y la ciencia clásica. No hay que olvidar que estas obras son casi contemporá­neas del proceso inquisitorial contra Galileo.

Martirio de San Bartolomé de José de Ribera (Museo del Prado, Madrid). Obra famosa que acusa, sin embargo, cierta brutalidad y truculencia. Los grupos que a ambos lados contemplan los preparativos para la tortura del santo sugieren de manera evidente un gentío. Algunos personajes están perfectamente dibujados, mientras que otros se insinúan contra el cielo transparente, un elemento insólito en el tenebrismo de Ribera .

Ribera ocupa en la historia de la pintura española un sitio mucho más elevado del que generalmente se le concede. Aquel valenciano expatriado que parecía tener poca o ninguna influencia en los destinos del arte de la Península, influye en sus compatriotas, y sobre todo en Velázquez, más que ningún otro de los maestros que le habían precedido.

Ni Morales, con sus esmaltados efectos manieristas, ni el Greco, exótico y astral, ni los italianizantes como Juan de Juanes, que admiraban en Italia los productos más academicistas, podían llegar a iniciar una verdadera escuela y formar el genio tan moderno de Diego Velázquez.

José de Ribera fue quien introdujo el realismo vivo de Caravaggio, que era lo mejor y más avanzado de su tiempo. A través de la pintura de aquel emigrado, llegó a España un nuevo ideal pictórico y una nueva forma de mirar el mundo.

⇦ San Bruno de Francisco Ribalta (Museo de Bellas Artes de Valencia). Típico representante del realismo barroco, en esta versión que el artista hace del santo, el personaje aparece en una actitud poco convencional, casi burlesca. El tratamiento de la luz y el fondo oscuro es una clara influencia de Caravaggio.



Sobre Velázquez, la gran personalidad indiscutible del siglo XVII español, nos ocupamos en el capítulo monográfico siguiente.

Anteriores o casi contemporáneos de Velázquez, otros grandes pintores completan el cuadro de la pintura española del siglo XVII. Uno de ellos es Francisco Ribalta (1565-1628), catalán que vivió en Valencia. Quizás estuviera en Italia, y sin ser propiamente un tenebrista, se complace en los contrastes de luz en sus lienzos de asuntos místicos y en sus pinturas de frailes, como el San Bruno del Museo de Valencia.

El extremeño Francisco de Zurbarán nació un año antes que Velázquez, en 1598, en Fuentes de Cantos, y falleció en 1664. Puede considerársele sevillano, pues en Sevilla estudió en el taller de Herrera elViejo. Joven todavía, en 1631, pintó, para el Colegio de Santo Tomás, la Apoteosis de Santo Tomás de Aquino, el cual está en lo alto, con otros Padres de la Iglesia, y en la zona inferior, Carlos V con el fundador del Colegio y un grupo de religiosos; en el fondo se divisa un panorama de la ciudad. Aunque la composición sigue el arcaico esquema medieval, como el Entierro del Conde de Orgaz del Greco, figura en ella una magnífica serie de retratos.

Zurbarán fue genialmente diestro en los efectos de color y de luz y en la evocación de la unción religiosa. Pintó retratos de grandes figuras monásticas de la España de su siglo, en los encargos conventuales que recibió, para la Merced de Sevilla (1628), la Cartuja de Jerez (1637 -1639) o el monasterio jerónimo de Guadalupe (1638-1639).Vestidos con holgados hábitos luminosos, sentados ante su escritorio u oficiando, cartujos, mercedarios y jerónimos revisten inigualable dignidad. Pintó también deliciosas Vírgenes niñas, Purísimas que son tiernas jovencitas, y ascéticas visiones.

Bodegón de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid). Es uno de los temas pictóricos predilectos del artista. En esta tela, los volúmenes de las vasijas aparecen desligados u nos de otros, tan sólo u nidos por el plano que forma la mesa. No existe en la composición preocupación por la profundidad espacial, que se disuelve contra un fondo oscuro, pero en cambio se aprecian en los objetos calidades táctiles que logran animarlos con un punto de sensualidad y conferirles una presencia inquietante.


Misa de fray Pedro de Cabañuelas de Francisco de Zurbarán (Sacristía del monasterio de los Jerónimos de Guadalupe, Cáceres). Pintado en 1 638, este fresco es uno de los diez que decoran la soberbia sacristía barroca, entre grutescos y motivos florales, presididos por las escenas de la vida de San Jeró nimo, patrono de la Orden. El monje jerónimo aparece de rodillas, extasiado ante la milagrosa aparición de una hostia de fuego, como respuesta a sus dudas sobre la presencia real de Cristo en ella.

A los treinta y cinco años es nombrado pintor real, pero según Palomino -historiador de la pintura española que escribía un siglo después- no fue a Madrid hasta 1650, y aun porque Velázquez insistía en que decorase un salón del Buen Retiro. Pero regresó a Sevilla, su patria de adopción, y después de su muerte, la viuda e hijos habitaban en una casa cedida por el Concejo de la ciudad.

Aun cuando lo más característico de Zurbarán son los monjes y los santos, porque -como Ribera- fue sobre todo un pintor de hombres, también realizó algunos cuadros con figuras de santas en los que demostró que sabía fijar en el lienzo la gracia y la belleza femeninas. Generalmente, como Santa Polonia (Louvre), Santa Casilda (Prado), Santa Justa (Museo de Dublín) y Santa Marta (National Gallery, Londres), se trata de tipos de mujer andaluza, vestida con extraordinaria elegancia y riqueza. Este placer de Zurbarán por representar los tejidos es un aspecto de su interés por el mundo real. Las flores, frutos o libros que aparecen en sus grandes telas están retratados con el mismo interés que los rostros de los personajes.

Santa Casilda de Francisco de Zurbarán (Museo del Prado, Madrid) Considerada una de las obras más famosas del artista, fue pintada en 1640. La vistió suntuosamente, como correspondía a su alto rango, ya que Casilda fue princesa y santa. Era hija de un rey moro y solía llevar alimento a los prisioneros cristianos, a escondidas de su padre. Aquí el pintor la captó en el momento en que su padre la interroga. Al mostrarle lo que lleva en la falda, el pan se había convertido en rosas. Este tema, altamente poético, inspiró a Zurbarán una de las figuras femeninas más extraordinarias de la pintura española del siglo XVII.

Virgen con el Niño de Alonso Cano (Museo del Prado, Madrid). De las distintas versiones de este tema religioso, el artista realizó ésta ambientándola en un paisaje. La Virgen aparece joven y con una larga melena y el Niño parece mirarla complacido.

Otro condiscípulo que Velázquez protegió en su estancia en Madrid es el pintor y escultor Alonso Cano. Algunas de sus pinturas de la Virgen son hermosísimas, como la Virgen con el Niño (Prado), inspirada en una estampa de Durero y con tonos grises y plateados que acusan la influencia de Velázquez.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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