Punto al Arte: La pintura del “quattrocento” fuera de Toscana

La pintura del “quattrocento” fuera de Toscana

Uno de los discípulos de Piero Della Francesca fue Melozzo, nacido en Forli, cerca de Ancona, en 1439. El papa Sixto IV le llamó para decorar la Biblioteca del Vaticano, pero del conjunto de los frescos con que adornó las tres salas no queda más que el plafón que representa al pontífice con su familia en el acto de nombrar bibliotecario a Platina, cuyo libro sobre las vidas de los papas es aún testimonio de su erudición.

El fresco, arrancado de su lugar, ocupa hoy un sitio de honor en la Pinacoteca vaticana.

⇨ Cristo bendicente de Melozzo da Forlí (Galería Sabauda, Turín). Melozzo fue uno de los discípulos de Piero della Francesca, nacido en Forlí, cerca de Ancona. La composición muestra a Cristo portando un libro en una mano, en tanto la otra está en la postura de bendición. El artista, que también siente admiración por los pintores flamencos, logra transmitir en sus retratos por medio de la luz, los colores intensos y un tratamiento sutil de la perspectiva, una extraordinaria fuerza mística; así que el rostro de Cristo muestre una gran serenidad y paz interior a través de su mirada llena de bondad y comprensión. 



Los retratos son admirables, el color del conjunto, suave y naturalísimo; pero, además, se reconocería a Melozzo por un discípulo de Piero della Francesca sólo por aquel fondo de admirable perspectiva con las ventanas de una galería a lo lejos, por las que entra la luz maravillosamente. Sin embargo, lo más nuevo y sorprendente de esta obra, la gran aportación de Melozzo da Forli, es el nuevo sentido de la perspectiva, basado no sólo en la convergencia de las líneas hacia el “punto de fuga” situado en el horizonte (según había enseñado Brunelleschi y practicado todos los florentinos), sino una perspectiva aérea basada en una audaz visión en escorzo desde abajo hacia arriba. De esta manera se obtiene un resultado extraordinario: el espectador cree contemplar desde abajo las figuras y los elementos arquitectónicos.

⇦ Ángel músico de Melozzo da Forli (Museo del Prado, Madrid). Melozzo creó una serie de tipos angélicos, elegantes y expresivos, pero sin la pureza delicada que respiran los de su maestro Piero della Francesca. Su estilo llevó a Roma los avances de la pintura de Umbría. 



Melozzo pintó también en Roma el ábside de la iglesia de los Santos Apóstoles, donde había una Ascensión del Señor, entre ángeles, que pasaba por ser una de las más bellas composiciones de sus manos. Arrancados los frescos, sus fragmentos pasaron a adornar la escalera del palacio del Quirinal, y otros se hallan ahora en el Vaticano; a pesar de hallarse mutiladísimos son, aún hoy, una de las preciosidades que conserva Roma. Los ángeles son personajes juveniles, fuertes, algo femeninos por sus peinados compuestos y sus gestos elegantes; cada uno pulsa un instrumento músico con solemne delectación: el violín, el laúd o la pandereta. De vuelta en su provincia, la marca de Ancona, Melozzo pintó una cúpula de la iglesia de Loreto, que es la única de sus obras que se ha conservado intacta; realizada en 1488, refleja el gusto del artista por las figuras volantes y captadas en escorzos fantásticos. Llamado a Urbino, ejecutó para aquel príncipe, el duque Federico II, varios cuadros con las figuras de las artes liberales: dos de ellos, La Dialéctica y La Astronomía, están en la National Gallery de Londres; otros dos, en el Museo de Berlín. Con estos trabajos Melozzo influyó en Justo de Gante y en Pedro Berruguete, con los que convivió.

Sixto IV y el cardenal Pietro Riario, sobrino suyo, con su bibliotecario Platina de Melozzo da Forlí (Museo del Vaticano, Roma). Esta obra atestigua los avances de la perspectiva italiana: Melozzo no busca ya el "punto de fuga" siguiendo la teoría de Brunelleschi, sino que propone una visión en escorzo, de abajo arriba, como si el espectador contemplara la escena, detenidamente, desde su butaca. 

La estancia de Piero della Francesca en Ferrara, hacia 1450, ejerció una influencia decisiva sobre los artistas locales. La tradición del gótico internacional, con ecos flamencos de Van der Weyden, se combinó allí a las novedades aportadas por Piero: un nuevo sentido espacial, un realismo dramático y un plasticismo sereno hecho de precisión y de calma. La amalgama de todos estos ingredientes resultó determinante, en la formación de Cosme Tura (1430-1495), de Francesco del Cossa (1436-1478), ambos ferrareses, y de Mantegna, forastero, pero que a mediados del siglo XV se encontraba también en Ferrara. Quizá la obra más representativa de esta mezcla turbadora de linearismo gótico y de plasticismo renacentista sea la maravillosa serie de frescos, realizados en 1470 por Francesco del Cossa, en el Palacio Schifanoia, de Ferrara. Se trata de un vasto ciclo con alegorías de los meses del año, sobre el que se extiende una escena del Triunfo de Venus, en la que gentiles grupos de parejas de amantes pasean y se abrazan al borde de un río, recreando el clima de la corte de Borso d’Este, en Ferrara. 

Cristo levantado por dos ángeles de Cosme Tura (Kunsthistorisches Museum, Viena). Este pintor de Ferrara, recibió la influencia de Piero della Francesca cuando éste se trasladó a esa ciudad en 1450. Esta obra se ha fechado hacia 14 7 5 y en ella es posible comprobar, en el cuerpo de Cristo, ciertas formas propias de Piero. Los rostros de los ángeles y de Cristo quizás sean la parte más personal de la obra, en la que el propio artista expresaba su forma de pintar.  

Se trata de un vasto ciclo con alegorías de los meses del año, sobre el que se extiende una escena del Triunfo de Venus, en la que gentiles grupos de parejas de amantes pasean y se abrazan al borde de un río, recreando el clima de la corte de Borso d'Este, en Ferrara. Todavía hoy conmueve aquel humanismo con un agudo sentido de la realidad y con una delicada elegancia que reflejan los trajes y las actitudes de los diversos personajes. Las extrañísimas arquitecturas de rocas y vegetales y, en un ángulo, las tres Gracias desnudas, ponen un toque de misteriosa poesía al conjunto de la composición.

A Andrea Mantegna (1431-1506) se le ha calificado tradicionalmente como pintor arqueólogo y erudito, autor de estatuas pictóricas y de adornos más o menos clasicistas, en lugar de creador de figuras vivas. Sin embargo, Mantegna, como Melozzo da Forli, es un transformador del sentido espacial del Renacimiento, un pintor que proyecta sus figuras y sus construcciones arquitectónicas sobre un plano de fuerte tensión fantástica. En sus obras de juventud es donde quizá resulta más evidente la apariencia simultánea heroica y museológica de las figuras; esto se reconoce en los frescos de Padua, iniciados a los dieciocho años de edad, interrumpidos por el ya citado viaje a Ferrara, y proseguidos por lo menos hasta 1456.

Triunfo de Venus de Francesco del Cossa (Palacio Schifanoia, Ferrara). Este es un fragmento del fresco correspondiente al mes de abril, pintado por Francesco del Cossa en 1470. Esta escena es simultáneamente alegórica y realista, puesto que refleja la vida sofisticada, de inocentes voluptuosidades, que distraía los ocios del duque Borso d'Este. Por cierto que el duque se negó a compensar al artista cuando éste le escribió que había sido tratado "como el más triste aprendiz de Ferrara". Ante ello, Cossa emigró a Bolonia donde murió víctima de la peste. 

A partir de esta fecha realiza el gran retablo de San Zenón, de Verona, cuya predela se halla dividida entre el Museo del Louvre, que posee la Crucifixión, y el de Tours, en el que se conservan Cristo en el Huerto de los Olivos y la Resurrección.

Es ésta una etapa en la que un nuevo gusto cromático por los colores cálidos se añade a su típica solemnidad. Poco posterior debe ser la etapa del Tránsito de la Virgen, del Museo del Prado (Madrid), en cuyo fondo se asoma la aguda perspectiva de un paisaje exquisito.

Crucifixión o Calvario de Andrea Mantegna (Musée du Louvre, París). Este óleo sobre tabla formaba parte de la predela del retablo de San Zenón, de Verona. En la obra se han representado a los dos ladrones crucificados a ambos lados de Cristo. Se puede ver el cráneo de Adán donde tradicionalmente se ha dicho que se sembró la semilla del árbol con el que se talló la cruz de Cristo. La Virgen María se ha desmayado al ver el martino de su hijo y es atendida por diversos asistentes, lo que acentúa el carácter dramático de la escena. 

La madurez de Mantegna se inicia hacia 1460, cuando fue llamado a Mantua por Luis Gonzaga para pintar la capilla del Palacio Ducal. Estos frescos se han perdido totalmente, pero se conservan los que terminó en 1474, en la Cámara de los Esposos del mismo Palacio. Se trata de un paisaje continuo, interrumpido por elementos arquitectónicos, en el que se desarrollan diversas escenas de la visita realizada por el jovencito cardenal Francisco Gonzaga a su padre Luis, dos años antes. Frente al antiguo estilo estatuario, aquí aparece una sutil preocupación por las relaciones que se crean entre las figuras y el paisaje. La otra obra capital de este período son las nuevas telas del Triunfo de César, que aún no estaban terminadas en 1492, y actualmente se guardan en Hampton Court. Debieron ser pintadas en la época en que realizó una larga estancia en Roma, como sus famosas Virgen de los Querubines (Pinacoteca Brera, Milán) y Virgen de la Victoria (Louvre).

Para terminar este capítulo, hay que hacer referencia a dos artistas que fueron verdaderos maestros de la transición al segundo Renacimiento: el Perugino y el Pinturicchio. Pietro Vannucci, llamado el Perugino, fue contemporáneo de Botticelli; nació en Citta della Piave, cerca de Perugia, en 1446, de familia humilde, y, según dice Vasari, su educación en la pobreza le excitó grandemente el afán de lucro y el amor al trabajo.

La Oración de Cristo en el huerto de Andrea Mantegna (Museo de Bellas Artes, Tours). Esta escena se hallaba en la predela del retablo de San Zenón de la iglesia del santo, en Verona, de donde fue llevado a Francia como botín napoleónico. Los esbirros, guiados por Judas, parecen penetrar en la quietud e intimidad de este paisaje de tonos cálidos, donde las figuras de Jesús y los Apóstoles justifican las palabras de Vasari acerca del artista: "Supo tratar los escorzos de abajo arriba, cosa ésta ciertamente difícil y caprichosa". 


La Resurrección de Andrea Mantegna (Musée de Beaux Arts, Tours). Con notable maestría Mantegna confiere a sus obras una luminosidad que exalta al personaje central una serena autoridad que trasciende al asombro que expresan los testigos del milagro. 

Vasari no demuestra gran simpatía por este pintor, acaso porque se atrevió a discutir a su ídolo, Miguel Ángel; pero de todos modos el Perugino consiguió hacerse célebre por su estilo y una finura muy especial, aunque algo afectada. Su padre lo confió como aprendiz a un pintor de Perugia, aunque pronto pasó a Florencia," donde, más que en ninguna otra parte, llegaban los hombres a ser perfectos en las tres artes, y especialmente en la pintura". Por esta causa el Perugino es todavía un último maestro de la escuela florentina.

Tránsito de la Virgen de Andrea Mantegna (Museo del Prado, Madrid). El artista recurrió a la iconografía tradicional de la Virgen dormida, sino que la representó en todo el realismo de la muerte. Los apóstoles recitan el oficio de difuntos con cirios en la mano. Esta obra se supone que está mutilada en su parte superior por lo que no aparece el marco de arcadas, quedando parcialmente indefinido el estudio de la perspectiva.  

⇨ Retrato de un adolescente de Perugino (Galleria degli Uffizi, Florencia). Esta es una de las obras predilectas de los prerrafaelistas, quienes en el siglo XIX pusieron en boga a este pintor.



Aprendió, según dice también Vasari, con la disciplina de Andrea de Verrocchio, quién como ya ha quedado consignado fue, además de escultor, hábil pintor y maestro de grandes ingenios pictóricos, y no le faltó tampoco el indispensable análisis de los frescos de Masaccio en la capilla Brancacci, convertida en academia de la juventud cuatrocentista de Florencia. Hizo ·asimismo su preceptivo viaje a Roma, y con el mismo objeto de BotticellíGhirlandaio, decorar los muros laterales de la Capilla Sixtina, y pintar otras historias en la pared del fondo, que llenó más tarde el Juicio Final, de Miguel Ángel. De -las pinturas del Perugino en la Capilla Sixtina no queda más que la escena de Cristo dando las llaves a San Pedro, composición grandiosa que es una de sus mejores obras. En el fondo hay un templete de planta octogonal, como el que pintará el propio Perugino, y después Rafael, en sus Desposorios de la Virgen, y además dos arcos de triunfo copiados del arco de Constantino. Corren por aquel fondo lejano infinidad de pequeñas figuras que aumentan habilísimamente la impresión de la distancia. En primer término, casi todos en un plano, están los acompañantes de Cristo y San Pedro, entre los cuales Vasari reconocía algunos retratos.

Una vez que el Perugino, está absolutamente seguro de su técnica, dotado de gracia especial para el color, empieza a pintar sus cuadros de devoción, dulces Madonas que inclinan gentilmente la cabeza, rodeadas de ángeles y santos, todos con el mismo tipo afectado de graciosa melancolía. Sus composiciones, que las comunidades religiosas se disputaban, eran compradas por mercaderes que hacían con ellas, incluso en vida del pintor, un lucrativo comercio; lo que, naturalmente, le obligaba a repetirse. Vasari, que se muestra implacable con el pobre Perugino, no deja de recordar en sus escritos su poca devoción, lo que para un pintor de imágenes piadosas es grave.

Cristo dando las llaves a San Pedro de Perugino (Capilla Sixtina, Vaticano). La ambientación teatral y la luminosidad sirven de fondo a los grupos encabezados por Cristo y san Pedro incorporando a la escena un tono de contenida solemnidad no exenta de humana trascendencia. 

El retrato que de él conservamos nos lo presenta como hombre metido en carnes y de aspecto sanguíneo. No da la impresión de un Rembrandt, elegante por lo menos en su materialismo estético. No parece ser el Perugino de esta raza, sino un hombre sencillo, que encontró un tipo ideal para sus pinturas. Pinta admirablemente sus figuras de santos lánguidos y algo afectados; los ropajes son de colores suavísimos, y en los fondos empiezan a aparecer los dulces paisajes de Umbría con sus altos álamos, los riachuelos que serpentean por la verde llanura y los Apeninos cerrando el horizonte.

⇦ Madona con el Niño de Perugino (Villa Borghese, Roma). El pintor, a través de la mirada, ha conferido a la Virgen una melancolía inimitable de jovencita sentimental. 



Sirviéndose de los encantos naturales de su país natal, el Perugino logra sus mayores triunfos, como, por ejemplo, el fresco de la Crucifixión, en la iglesia del convento de Santa María Magdalena de Pazzi, en Florencia. Pintó, además, notables frescos en la Sala de Cambio, de Perugia, donde, secondo la maniera sua representó varios héroes de la antigüedad: Sócrates, Fabio Máximo, Trajano, vestidos a la usanza de su época, frente a santos y profetas. En la misma sala dejó un curioso autorretrato.

Aunque su arte fuese tal como quieren suponer los malintencionados elogios de Vasari, sería el Perugino digno de honor por la amplia influencia que ejerció en Fra Bartolomeo della Porta, que aprendió con Cósimo Rosselli y fue condiscípulo en Florencia de Mariotto Albertinelli, y que una crisis espiritual empujó a hacerse fraile, y en sus últimos años, en 1516, influido por Leonardo, realizó el sobrio y patético Descendimiento que se conserva en la Galería Pitti. Pero acreditan sobre todo el arte de Perugino sus discípulos directos, en primer lugar Rafael y, aunque menos genial, su compatriota Bernardino di Betto, llamado Pinturicchio (1454-1513). Este, en sus primeras obras, imitó extraordinariamente el estilo del maestro, aunque pronto hubo de lanzarse a nuevas y elegantísimas creaciones. Muchas veces escogió por asuntos temas laicos, paganos y sociales. Aquella extraña nota de afectación que hacía monótono al Perugino desaparece en él, y del maestro no le queda más que la frescura ·del color, la luz y la delicadeza del dibujo.

Concilio de Basilea (detalle), de Pinturicchio (Biblioteca Piccolomini, catedral de Siena). Fresco en el que la disposición de los personaies pone de manifiesto la exaltación de la autoridad en la Iglesia en la figura de Pío II. 

Fue Pinturicchio un dibujante elegantísimo, superior a su maestro. Sus obras principales son las series de frescos de las estancias Borgia, en el Vaticano, y sobre todo los que ornan la librería o biblioteca Piccolomini en la catedral de Siena.

El valenciano Rodrigo de Borja, que tomó el nombre de Alejandro VI, quiso que el Pinturicchio pintara las salas destinadas a albergarle, que todavía hoy llevan el nombre de estancias Borgia. Son, en conjunto, seis estancias dispuestas en hilera. Hállase primero una gran antesala, llamada sala papal, que contiene poco de mano del Pinturicchio; después siguen tres salas rectangulares, todas pintadas por él, y por último, una torre, construida de nueva planta por Alejandro VI, donde estaban su dormitorio y capilla privada.

Las tres salas intermedias se hallan cubiertas de bóveda por arista, enriquecidas con estucos en relieve policromados con escudos, alegorías y figuras de profetas. Cubren las paredes frescos bellísimos; sobre una puerta hay uno en que aparece Cristo resucitado al salir del sepulcro, con el papa Alejandro que le adora de rodillas. La figura rolliza, sensual y maliciosa de este pontífice es un retrato maravilloso, pero son aún más admirables los tipos de los sol dados que duermen, elegantes alabarderos en artística postura. En la pared de enfrente, sobre otra puerta, hay una Virgen con el Niño, que, según dice Vasari, era el retrato de Julia Farnesio, la última pasión del viejo valenciano.

En la sala siguiente hay pintadas varias vidas de santos, y es famosa la escena del juicio de Santa Catalina, en la que, en las figuras del emperador y sus cortesanos, Pinturicchio probablemente representó a César Borgia, hijo del Papa, con los allegados de esta familia, y entre ellos el hermano de Bayaceto, con su turbante, que se encontraba en Roma como garantía de la amistad del Papa y del terrible conquistador turco.

Juicio de Santa Catalina (detalles), del Pinturicchio (Estancias Borgia, Vaticano). El papa Alejandro VI encargó a Pinturicchio, a quien admiraba por su riqueza ornamental, la decoración de las "estancias Borgia" del Vaticano. De este trabajo, realizado en sólo dos años, de 1492 a 1494, con la colaboración de numerosos ayudantes, son estas dos imágenes. César Borgia representado como emperador y la bella y delicada Lucrecia Borgia. El preciosismo en el detalle y la exuberante profusión de color parecen indicar que el Pinturicchio tuvo una larga formación como miniaturista. 

En la cuarta estancia hay alegorías de las artes liberales, y en las de la torre, donde estaba el dormítorio del Papa, varias figuras mitológicas y astronómicas. Lo más notable de esta decoración es la profusión del color, oro, azul marino y rojos brillantes, que contrastan admirablemente, como en las antiguas decoraciones clásicas. Sin alcanzar la gama de colores antiguos, que ha sido llamada pompeyana, los tonos son vivos.

El pintor ha seguido allí el mismo sistema de la antigüedad de subdividir los campos en espacios muy pequeños, para que de esta manera, por oposición, los colores no choquen por exceso. El oro su aviza y armoniza el conjunto; hasta en las composiciones con figuras, los vivos colores de vestidos, armaduras y aun del paisaje resultan suavizados por puntos y líneas de oro.

De 1506 son los frescos con la Historia de Pío II, en la Biblioteca Piccolomini, en la catedral de Siena, a que ya hemos aludido, conjunto de pintura narra tiva en la que se explica la vida del joven humanista Eneas Silvia Piccolomini que llegó a ser Papa. Allí está retratada toda la atmósfera del Renacimiento, con una fastuosidad visual y un lujo de detalles que jamás había alcanzado el Pinturicchio. En la misma ciudad de Siena se conserva de él una Historia de Ulises, que pintó en el palacio del Magnifico, y uno de cuyos elegantes paneles se halla hoy en la Natíona! Gallery de Londres.

Eneas Silvio Piccolomini, futuro papa Pío II, parte para el Concilio de Basilea de Pinturicchio (Biblioteca Piccolomini, catedral de Siena). En la escena de este fresco, una de las seis que relatan la vida del ilustre humanista, el artista se complace en contrastar el fondo minucioso de un paisaje lacustre con fasto de los trajes de esta comitiva enmarcada en una arquitectura suntuosa. En esta obra, Pinturicchio ha ganado fama de narrador fácil, ameno, superficial. Parece querer poner de relieve el nuevo concepto del hombre renacentista, la afirmación de cuya importancia viene reflejada en estos personajes evidentemente preocupados porque se les pueda ver y reconocer en actitud digna y arrogante. 

En Roma, el Pinturicchio ejecutó nuevos frescos en Santa Maria del Pópolo y en otras habitaciones que Alejandro VI mando construir sobre la plataforma del castillo de Sant' Angelo. Allí representó varios hechos importantes de aquel pontificado, pero de tales pinturas no quedan más que los temas de los asuntos en relatos de la época. La intimidad del Pinturicchio con la familia Borgia queda perpetuada también por la Madona del Museo de Valencia, que tiene a sus pies al cardenal Alfonso de Borja, sobrino del Papa.

Algunos pintores cuatrocentistas fueron todavía grandes miniaturistas o iluminadores de libros. A pesar del descubrimiento de la imprenta, los grandes dilettanti prefieren manuscritos enriquecidos con imágenes. Muchos bibliófilos cuatrocentistas sentían tanto amor por sus libros pintados, que afirmaban que no querían envilecer sus colecciones mezclando los libros de imprenta con sus manuscritos. Ciertos códices de fines del siglo XV son de grandes dimensiones, con páginas de pergamino de más de medio metro cuadrado, llenas de figuras, blasones y arabescos.

Son obras bellísimas, últimas producciones de un arte que estaba condenado a la desaparición, pero los libros continuaron estimándose como tesoros hasta la finalización del siglo XV.

Son abundantes las pruebas de la pasión que sentían los magnates bibliófilos por los manuscritos. La república de Lucca trataba de conseguir la amistad del duque de Milán enviándole dos libros y, asimismo, Cosme de Médicis, para congraciarse con Alfonso el Magnánimo, le regaló un manuscrito de Tito Livio. Al recibirlo, Alfonso lo hojeó, sin preocuparse en absoluto de los consejos que le daban sus cortesanos, que creían que de él se exhalaba un perfume venenoso.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario.

Punto al Arte