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Artistas de la A a la Z

Fidias y el Partenón

Fidias había empezado como pintor en la escuela de Polignoto, donde había quedado su hermano o sobrino Panainos. Dudando de su vocación, se trasladó a Argos para aprender al lado del viejo maestro fundidor Ageladas, quien, en 470 a.C., se hallaba en el apogeo de su fama, y es tradición que de él habían aprendido ya Mirón y Policleto. Con todos estos cambios de disciplina artística, Fidias alcanzó gran habilidad en todas las técnicas; su espíritu se enriqueció con los recursos e invenciones de la escuela jónica pictórica de Polignoto y con la seriedad y ponderación dórica de los escultores de Argos. Poco se sabe de su juventud y de su vida, y los datos de su existencia tienen que recogerse, diseminados, como breves anécdotas intercaladas en los libros de carácter general.

Atenea (Museo Arqueológico Nacional,
Atenas). Llamada "de Varvakion", es
una copia romana de la Atenea Parthe-
nos - la doncella- , una de las escultu-
ras más hermosas de Fidias, obra co-
losal en marfil y oro, destinada a la cella
del Partenón para sustituir el viejo ídolo
de madera, que los atenienses se lleva-
ron como reliquia cuando Atenas hubo
de ser evacuada ante la invasión persa.
Según Pausanias, en el original de Fidias,
Atenea se apoyaba en un escudo y lleva-
ba en la diestra a la Victoria.
Su primera obra famosa, ejecutada por encargo de Cimón, entre los años 460 y 450 a.C., fue una escultura en bronce de proporciones gigantescas (alrededor de 9 m de altura), que se erigió en la Acrópolis, cerca de los Propileos. Es la Atenea Promakhos, es decir "la que combate en primera línea", y Plinio la llamó "la gran Minerva de bronce". Parte de su pedestal se ha preservado, pero no se conserva ninguna copia que ofrezca satisfactorias garantías de autenticidad.

La segunda gran obra fue otra imagen de Palas Atenea que entre 451 y 448 ejecutó por encargo de los atenienses que vivían en la isla de Lemnos. Estaba sobre un pedestal al aire libre en la Acrópolis de Atenas, y se la conocía con el nombre de la Lemnia. Era de bronce, de dimensiones poco mayores del natural, y pasaba por la más bella de las estatuas de Fidias. Los verdaderamente inteligentes, como Luciano, ponderaban esta escultura diciendo que la "obra" de Fidias era la Lemnia. Una estatua de la diosa del Museo de Dresde, a la cual se adaptaba exactamente una cabeza del Museo de Bolonia, fue reconocida por Furtwangler como una copia de la Lemnia, y hoy nadie duda de que la estatua bellísima de Dresde sea de Fidias joven.

Finalmente, la tercera Atenea de Fidias, en la misma Acrópolis de Atenas, era la gran Atenea de marfil y oro, la Parthenos (o Doncella), que debía sustituir al viejo ídolo de madera en el Partenón.

Fidias había concebido la estatua de la Atenea Parthenos como una obra que debía realizarse en mármol, pero el pueblo exigió que fuese de marfil y oro. Tenía en una mano a la Victoria, y con la otra se apoyaba sobre el escudo. De esta famosísima escultura sólo se poseen pequeñas copias de la época romana; las grandes estatuas de los santuarios, apenas accesibles, no se prestaban mucho a ser fielmente reproducidas por los copistas, ya que su imponente majestad desaparecía al disminuirse su tamaño. Una gema de Viena da idea de la cabeza de la Parthenos, con su casco de esfinge y el alto penacho.

Friso del Partenón, en Atenas, de Fidias (Museo Británico, Londres). Escena central del friso este del Partenón, esculpido y policromado por este escultor, máximo exponente de la escultura clásica del siglo V a.C. Representa la famosa procesión de las Panateneas, que se celebraba cada cuatro años. Como en todas las obras de este insigne escultor griego, las figuras se inscriben en un mundo de serena belleza.
Una parte del marfil y el oro de que estaba labrada la Parthenos desapareció del taller de Fidias, por lo cual se le acusó y condenó severamente, y, según han consignado Plutarco y Diodoro, el célebre artista murió en la prisión. Otra tradición, también antigua, suponía que Fidias pudo escapar de Atenas y que se refugió en Elis. Tuvo tiempo, antes del término de sus días, de labrar el Zeus, tan admirado, del gran santuario de Olimpia, también crisoelefantino, y del que sólo se conserva el recuerdo.

Lo que debió de acontecer realmente es que hacia el año 432 antes de Cristo, después de la construcción del Partenón, Fidias partió para el destierro, inculpado por los enemigos de Pericles. Hiriendo así al artista, querían ver sus enemigos cómo el pueblo acogería una acusación contra el propio dictador. Pericles tuvo que defenderse toda su vida 'de la superstición y la demagogia, e impotente, vio condenar sin razón a sus amigos. El retrato de Pericles, ejecutado por Crésilas, transparenta su carácter enérgico y un alma soñadora. Tenía el cráneo alargado, lo que disimulaba con el casco. Fidias, en cambio, en el escudo de la Parthenos se representó a sí mismo como un viejo todavía fuerte, pero calvo y de facciones duras.

Frontón del Partenón de Fidias (Museo Británico, Londres). Este bello grupo que decoró el frontón de la fachada oriental del Partenón, muestra las figuras de tres diosas: Hiestia, Dione y Afrodita. La  factura de todo el conjunto, al igual que el resto de la decoración escultórica del templo, estuvo dirigida por Fidias, que supo plasmar a la perfección los ideales del clasicismo. Su obra también se destaca por el empleo de la denominada técnica de los paños mojados, profusamente utilizada por él en todo el conjunto.
Pericles y Fidias transformaron a Atenas, de una ciudad secundaria que era, en la más hermosa de toda la cultura griega. Durante dos siglos, Atenas fue el alma de Grecia; su acción, iniciada a mediados del siglo V a.C., duró todo el siglo IV El Partenón, erigido sobre los cimientos del edificio de Temístocles, fue proyectado de nuevo por Ictinos y Calícrates, arquitectos al servicio de Pericles. Tenía ocho columnas en sus fachadas principales y diecisiete en las laterales. Una particularidad del Partenón es que la dependencia posterior a la gran cella, o sea el opistódomos, es relativamente grande. Se ha supuesto que, en un principio, se querrían instalar allí los servicios del culto de Cécrops y Erecteo, que en el Viejo Templo estaban reunidos con el de Atenea.

Exteriormente, el Partenón es de orden dórico. Cuando se construyó, el estilo tradicional dórico había llegado a la perfección. Las columnas, finamente alargadas, tienen un éntasis o ensanchamiento central que no excede de 17 centímetros, lo que, sin embargo, basta para quitarles la rigidez de la línea recta de sus aristas. Todo en el Partenón está calculado con minuciosa perspicacia para producir en el espectador efecto de maravillosa perfección. Todas las rectas horizontales se hacen ligeramente curvas, con el fin de destruir las desviaciones de la perspectiva. El edificio se construyó en doce años, del 448 al 437 a.C. La decoración escultórica no estaba aún terminada cuando se procesó a Fidias, por lo que sus discípulos tuvieron que terminar solos la obra por voluntad inquebrantable de Pericles. Con razón se ha supuesto que Fidias, originariamente un escultor formado en la práctica de la escultura destinada a ser fundida en bronce, realizó en arcilla o en yeso sus modelos para el Partenón, que después, bajo su dirección, realizaban en mármol pentélico sus ayudantes. La decoración (que se realizó entre los años 447 y 432) está repartida por la fachada, en las metopas y en los frontones; debajo del pórtico corre un friso sin triglifos, que se desarrolla sin interrupción.

Torso de la nereida Iris, en el frontón Oeste del Partenón (Museo Británico, Londres). El tratamiento de la tela pegada totalmente al cuerpo de la figura responde a la técnica de paños mojados empleada por Fidias.



El conjunto de esta decoración ha llegado matizadísimo hasta la actualidad. El templo se transformó durante la Edad Media en iglesia cristiana, y servía de polvorín cuando hizo explosión, al caer en él una granada durante el sitio de Atenas por los venecianos, en el año 1687. Al ocurrir la explosión, se abrió por los lados; las dos fachadas principales resultaron menos perjudicadas, pero se desplomaron muchas de las columnas de las fachadas laterales. Las esculturas que aún quedaban en el glorioso edificio tan maltratado se arrancaron a principios del siglo XIX con consentimiento del Gobierno turco, al ser adquiridas por lord Elgin, embajador británico cerca de la Sublime Puerta, y en 1816 se vendieron al Museo Británico. De los grupos escultóricos que decoraban los frontones quedan sólo unas pocas estatuas; su disposición en el propio lugar no se conocería si no fuera por las descripciones de los antiguos y los deficientes croquis que tuvo el capricho de dibujar un pintor francés que acompañó a un embajador de Luis XIV a Constantinopla en 1674, antes de que fuera volado el edificio por las bombas de los venecianos.

El frontón de la fachada occidental representaba la contienda de Atenea con Poseidón para adjudicarse el derecho de patronato de la ciudad. Ambos hieren con su arma el suelo de la Acrópolis: la diosa hace brotar de la roca el olivo, y el dios ofrece el caballo, don precioso, pero inferior según los atenienses al árbol que mana grosura. Como en los frontones de Olimpia, que representaban una escena que había tenido por teatro aquel mismo lugar, en el Partenón también se supone ocurrida aquella escena en la plataforma misma de la Acrópolis; por esto asisten a ella sus primeros habitantes semidivinos, Cécrops y Erecteo, con sus esposas e hijos.

Cabeza de caballo del carro de Selene, en el frontón Este
del Partenón (Museo Británico, Londres). Esculpida en el
extremo del frontón, Goethe la llamó "el caballo primige-
nio" por la fuerza y la sensación de prototipo.
Pausanias consigna que las esculturas del frontón oriental representaban el nacimiento milagroso de Atenea de la cabeza de Zeus. La misma escena, figura da en un tosco brocal de pozo antiguo del Museo Arqueológico Nacional de Madrid, permite adivinar la posición de los personajes principales, que han desaparecido del Partenón. Las figuras de los ángulos son las únicas que se han conservado: las Horas y las Parcas, deidades que presiden el nacimiento y la muerte. La misma idea del nacer y el dejar de ser expresan los símbolos del Sol y de la Luna, con las cabezas de los caballos de sus carros que asomaban en los ángulos agudos del frontón. Los encabritados de Helios relinchan anunciando el día; los de Selene, la diosa nocturna; agachan pasivamente la cabeza; Atenea nacía en aquella hora de luz; así describen los escultores del Partenón el despertar de la aurora.

Los cuerpos desnudos son felizmente simplificados, pero sin llegar a ser formas puras, puesto que aquellos torsos de mármol viven y respiran. El cuerpo de la gran figura de Poseidón, mutilado, fragmentario, no es de un dios: es el prototipo masculino de la especie humana. Las dos figuras masculinas de los ángulos tienen los mismos caracteres de sobria ejecución, pero con algún ingenuo detalle restablecen su humanidad. Las estatuas femeninas van vestidas, pero se manifiesta sutilmente su personalidad hasta en los pliegues de las túnicas. Las Parcas, las fúnebres deidades del Hades, muestran adaptados al cuerpo los pliegues finísimos de sus ropajes transparentes; en cambio, en las vestiduras de Iris y de la Victoria, que habitan aquí en el suelo, se ven los pliegues izarse a impulsos del viento; mientras en las diosas olímpicas, como Hebe, la escanciadora de los inmortales, caen curvados los anchos planos de tela en que se posan el aire y los rayos del sol. En aquellas exquisitas esculturas, cada pedazo de mármol habla en seguida de todo el universo. Recuérdese que Fidias pudo y debió de tener frecuente contacto con Anaxágoras, el filósofo amigo de Pericles. La gran preocupación de Anaxágoras era, precisamente, el concierto físico del universo, el orden y el ritmo de torbellino de los accidentes cósmicos.

Teseo o Dionisos, en el frontón Oeste del Partenón (Museo de la Acrópolis, Atenas). Figura recostada de un joven procedente de este frontón, donde se representó la disputa de Atenea con Poseidón por el patronazgo del Ática.
Sólo dos cabezas se han conservado de las estatuas de los frontones del Partenón: una es la del joven recostado que se suele designar con el nombre de Teseo; la ogra, arrancada antes de que se hiciera la expoliación definitiva, es una cabeza femenina que se supone ser de la Victoria del frontón oriental. Ambas cabezas son de una simplicidad sublime, pero todavía bien humanas, ya que la forma no se estiliza: se idealiza, conservando lo que es eterno e inmortal en la faz de cada sexo. La misma idealización aparece en las cabezas de los caballos. Acaso se les podría reprochar únicamente una excesiva transfiguración, como cierta humanización de su tipo, pero así todo, serán siempre el ideal de su raza, el arquetipo del caballo, la idea pura de su forma que pedía Platón para las obras del artista.

Las esculturas de los frontones acaso se colocaron cuando ya Fidias estaba en el destierro; pero no cabe la menor duda que el maestro propuso el plan sublime de los dos conjuntos desde el principio de las obras, porque al construir el edificio ya se reforzaron interiormente con barras de hierro todos aquellos lugares donde debían apoyarse las figuras. En cambio, es probable que viera colocadas las metopas de las cuatro fachadas, un ciclo de 92 cuadros en alto relieve donde se representaban las luchas de los atenienses con los centauros, con las amazonas y, por fin, con los griegos bárbaros de Asia en la guerra de Troya. Siempre la misma preocupación: el eterno combate del orden humano con los monstruos y anormales.

Metopa 30 en el Partenón, Atenas (Museo Británico, Londres). En esta obra, de una serenidad totalmente clásica, el centauro, obedeciendo a su instinto, acaba de abatir a un lapita; aun así, su rostro es el de un hombre prudente y bondadoso. Podría ser el del centauro Quirón, maestro del joven Aquiles en el arte de cabalgar y tocar la lira.



En contraste con estas composiciones heroicas se desarrollaba bajo el gran pórtico un friso famoso, con una procesión en la que desfilaban todos los ciudadanos de Atenas, los cuales, representados en sus diversas categorías, acudían fielmente al santuario de la Acrópolis. Consistía en una ceremonia cívica que en la celebración de las Panateneas congregaba cada año a todo el pueblo de Atenas (y con mayor pompa cada cuatro años) para llevar un nuevo manto o peplo a la diosa. El antiguo ídolo de madera necesitaba que se le revistiera con un peplo de lana; después, la costumbre tradicional hizo sobre vivir la ceremonia, y el peplo se entregaba al sacerdote en la entrada del Partenón y quedaba suspendido todo el año en la cella, junto a la estatua de marfil y oro de Fidias. El friso, que da la vuelta a todo el edificio, tiene 160 metros de largo; está grabado en relieve plano y con figuras de la mitad del tamaño natural; hay, pues, espacio suficiente para tan larga comitiva. La novedad no está precisamente en el hecho de introducir una composición de la vida civil para la decoración de un templo, sino más bien en el naturalismo con que está representado cada grupo de ciudadanos. Desde los viejos con manto, las largas filas de muchachas y matronas, los jóvenes a caballo, los sacerdotes y burgueses hasta los aguadores, todos se dirigen hacia la fachada oriental donde estaba la entrada y tenía que entregarse el peplo a la diosa.
       
Es admirable la variedad de la composición en este friso; cada figura, sin desentonar del conjunto, tiene su gesto especial. Los jóvenes a caballo se mueven con ligereza diferente cada uno; las vírgenes avanzan acompasada y rítmicamente, pero sin monotonía; a veces, el pequeño detalle de un jinete que se apea para arreglar las bridas del caballo o de una muchacha que se compone el velo nos hace participar en la fiesta, cuando empezábamos a distraernos con el desfile de la procesión.

Combate con caballos. En el friso norte del Partenón, en Atenas (Museo Británico, Londres). Esta escena corresponde a la losa XLII del friso que representa a los guerreros en el fragor de la batalla.
Por una idea felicísima, en la parte del friso que corresponde al centro de la fachada se interrumpe el cortejo, y el espectador se ve trasladado súbitamente a las regiones del Olimpo. El grupo está formado por las figuras de las doce divinidades superiores, que se supone que desde lo alto asisten también a la ceremonia cívica. Estas figuras de las divinidades son obra de Fidias o, por lo menos, directamente inspiradas por él; además de su admirable belleza, son preciosas como ejemplo de la manera de representar a los personajes olímpicos en el relieve.

Otra de las últimas obras de Fidias, ejecutada ya en la vejez, muy probablemente después del proceso del escultor, era la famosísima estatua, también de marfil y oro, de Zeus del templo de Olimpia. De ésta se tienen aún menos datos que de la Atenea Parthenos, puesto que no se ha conservado ninguna copia. Sólo las monedas de Olimpia dan idea del tipo general; pero en varias cabezas de Zeus, de época posterior, todavía se encuentran ecos de la grandiosa belleza y revelación de poder que debía de percibirse al contemplar la estatua.

En estos últimos tiempos se ha ido haciendo mucha luz sobre el origen del grandioso estilo de Fidias, y se ve de modo bien claro que supo aprovecharse de las composiciones pictóricas de Polignoto y que quizá empleó sus invenciones adaptándolas a la escultura, lo que no minusvalora, en absoluto, su capacidad creadora. La creación en arte no consiste tan sólo en la invención de un asunto o modelo.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

Nuestra Señora del Buen Aire o de los Navegantes de Alejo Fernández


Este artista de origen alemán, que adoptó el apellido español de su esposa, pintó esta célebre obra. Se trata de una visión nueva de la Virgen de la Misericordia, de sabia escenografía, en la que la Virgen acoge bajo su manto una serie de fieles que son en realidad personajes de la época. Entre ellos se ha querido identificar a la primera figura de la derecha con Cristóbal Colón. Su estilo, que se impuso desde principios del siglo XVI, dio origen a la llamada "escuela sevillana". 

Capilla de la Casa de Contratación de Sevilla

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Aquiles y Áyax jugando a los dados

Dos escenas decoran las caras de la ánfora conservada en el Vaticano: el regreso de Cástor y Pólux recibidos por sus padres, y en la otra, la más conocida, Aquiles y Áyax jugando a los dados, las cuales evidencian las cualidades técnicas de su autor.

La cerámica griega pintada es el testimonio gráfico que mejor refleja las creencias y la vida cotidiana de la época. Fue un soporte privilegiado para la representación de mitos, leyendas y formas de vida del pueblo griego. Pero el repertorio temático se centró principalmente en los episodios mitológicos extraídos de los grandes poemas de Homero y Hesíodo, concretamente solían representarse figuras de héroes y dioses en escenas de luchas épicas. En cambio, Aquiles, el más célebre y valiente de los héroes griegos, aparece en este hermoso vaso de cerámica ática de figuras negras, jugando a los dados con Áyax en un descanso de la guerra de Troya.

Esta escena consagra a Exekias, pintor y ceramista ateniense del siglo VI a.C. , como el artista de vasos más importante e influyente entre los que cultivaron la técnica de figuras negras. La composición está equilibrada, las dos figuras aparecen dibujadas con elevada precisión en una disposición de gran elegancia.

De las nueve obras existentes de su producción, que se sabe fueron pintadas por él, ésta es la más destacable y relevante, donde sobresale su estilo más personal basado en la estilización, la plasticidad y el cromatismo de la composición.

Aparte del virtuosismo en la reproducción de los detalles, resulta admirable la veracidad de la escena, sobre todo, por la manifestación de la tensión interior de los personajes al debatir los lances de las tiradas. Es un contraste gracioso verlos con sus lanzas entreteniéndose en un simple juego de azar.

Las diagonales, triángulos y el gran motivo central en uve que forman las lanzas, denotan la claridad lineal y la perfección del dibujo del gran maestro Exekias.

La técnica de figuras negras partía de un esquematismo que progresivamente experimentaría una transformación hasta el desarrollo de los modos más libres y naturalistas de la técnica de figuras rojas. Sin embargo, en la presenta obra ya se percibe esa evolución.

La cerámica es un referente imprescindible para el conocimiento de la pintura en la antigua Grecia. La composición de la figuras permite integrarlas en un sistema decorativo geométrico en estricta relación con la forma del vaso. En este caso, los guerreros mitológicos Aquiles y Áyax, se insertan admirablemente a lo largo de la circunferencia del ánfora.

Esta, y otras obras, muestran como los vasos griegos no eran simples creaciones utilitarias sino que a menudo eran verdaderas obras de arte.

La cerámica griega no sobresal ió únicamente por la riqueza y variedad de sus elementos decorativos sino también por la diversidad formal de los recipientes y por la complejidad estructural de algunos de ellos. Cada vaso tenía sus funciones específicas y a ellas se adaptaba su configuración.

Procedente de Vulci, el ánfora realizada con terracota hacia el 550-530 a.C., se guarda en el Museo del Vaticano, en Roma.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Casas y Els Quatre Gats

El desastre colonial y la crisis del fin de siglo producen un desgaste del decorativismo simbolista cuya muestra más evidente es el grupo de artistas catalanes que se reúnen en la cervecería de Els Quatre Gats de Barcelona, inaugurada el 12 de junio de 1897. Els Quatre Gats respondía a una idea de Miguel Utrillo, un ferviente modernista, y hecha realidad por Pere Romeu, que quiso inagurar en Barcelona un local polivalente que pudiera acoger obras teatrales, recitales de música o incluso exposiciones, según el modelo de Le Chat Noir de París, en el que Pere Romeu había actuado como cabaretier. Ocupaba los bajos de un edificio muy significativo del gusto del momento, la Casa Martí, de la calle Montsió, y estaba presidido por la famosa pintura El Tándem, de Ramon Casas.



Ramon Casas y Pere Romeu sobre un tándem de Ramon Casas (Museu Nacional d'Art de Catalunya, Barcelona). Esta obra presidía el salón de la cervecería Els Quatre Gats de Barcelona. En este óleo de tema humorístico el genial cartelista catalán altera el monocromatismo con leves pinceladas rojas y las masas de color blanco que conforman los cuerpos de los dos ciclistas. Ambas figuras son las caricaturas del pintor y de un amigo, al que parodió con unos jocosos versos, hoy borrados, sobre la postura torcida del acto del pedaleo.




Madelaine de Ramon Casas (Museo de Montserrat). Pintado en 1892 durante su estancia en Montmartre, este retrato manifiesta la atracción que sentía su autor por los temas populares y sus evidentes referencias al impresionismo de Degas, cuya obra descubrió probablemente en esa época.

En estos años, Casas disfrutará del protagonismo que había tenido Rusiñol durante el triunfo del Cau Ferrat. Mientras triunfaba el simbolismo, Casas se había mantenido fiel a corrientes más veristas, acordes con la nueva visión del entorno que, junto con Rusiñol, había aportado de París a principios de los noventa. Casas evoluciona de los temas de Montmartre a visiones más directas de la sociedad, como Garrote vil (1894, Centro de Arte Reina Sofía, Madrid) o Corpus. Sortida de la processó de l'esglesia de Santa Maria (1898, Museu Nacional d'Art de Ca talunya, Barcelona). El Casas del fin de siglo es el creador de un nuevo cartelismo muy directamente inspirado en Toulouse-Lautrec, el que triunfa como dibujante en Pel i Ploma y el que inicia una temática que le haría famoso, las manolas, que alterna con su faceta de retratista y de magnífico cronista de la sociedad catalana del momento.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat

Gauguin, la evasión en el primitivismo

Paul Gauguin, nacido en 1848, un par de lustros más tarde que Cézanne (1839), Monet (1840) y Renoir (1841), no llegó a conocer el impresionismo en su época de elaboración (es decir, antes de 1874), sino en la de su plenitud, demasiado tarde ya para darle el sello de una nueva aportación personal.

Lo vivió como una iniciación, no como un descubrimiento personal, con lo que su carácter aventurero no podía sentirse satisfecho con este papel pasivo. Porque, tanto por temperamento como por las circunstancias de su vida, Gauguin llevó muy pronto sobre sí el sello de la aventura.

A los pocos meses de su nacimiento, a causa de que su padre, que era periodista, temía las consecuencias políticas de la subida del príncipe Luis Napoleón al poder, la familia abandonó Francia y se instaló en Perú, donde su madre tenía parientes. El padre muere durante la travesía. Al cabo de unos años de vida fastuosa, la madre regresa a Francia con sus hijos y se instala en provincias, donde lleva una vida más modesta.

⇦ Autorretrato de Paul Gauguin (Musée d'Orsay, París) La composición muestra un rostro frío, violento y algo cínico. Aquí Gauguin todavía no ha sido vencido: defiende a los indígenas de la manipulaCión de los blancos hasta quedarse él solo contra todos. La pobreza, la enfermedad, la soledad le acecharán toda su vida, pero él les opondrá este gesto desafiante, trágico y racional a un tiempo. Y lo mantendrá a pesar de todo hasta aquel 1903 en que, en las remotas islas Marquesas, morirá persiguiendo su sueño de una vida más sencilla, más auténtica y menos corrompida. 


El joven Paul deja entrever su afán de independencia, hasta el punto de resultarle difícil trabar amistad con otros muchachos y de intentar fugarse; llegó incluso a enrolarse -en cuanto le fue posible-en la marina mercante, por no haber sido admitido en la Escuela Naval. Algunos años de navegación, la guerra contra Alemania (1870), la desmovilización (1871) y la vuelta a la vida civil, en la que empieza a tener éxito como empleado de un agente de Bolsa. Su carrera de financiero queda bruscamente interrumpida por el gran hundimiento bursátil de 1882.

Sin empleo, no le queda otra posibilidad que dedicarse a la pintura, cuyos rudimentos había aprendido algo después de su retorno a la vida ciudadana, en compañía de una joven danesa, Mette Gad, con la que se ha casado y que le da, en pocos años, cinco hijos. La crisis financiera interrumpe súbitamente la tranquila holgura de la joven pareja. Gauguin, que llevaba unos diez años pintando en sus ratos de ocio y que incluso había participado en las últimas exposiciones impresionistas, decide entregarse por entero a la pintura, ante la imposibilidad de encontrar otros medios. Los primeros resultados no corresponden a sus esperanzas. Muy pronto se ve obligado a llevar una vida más modesta. Intenta instalarse en provincias (en Ruan, en 1884) y luego marcha a Copenhague (en 1885), donde su esposa cuenta con el apoyo de la familia. Al cabo de unos pocos meses, el fracaso resulta absoluto, tanto moral como materialmente.

El Sena en el puente de Jena de Paul Gauguin (Musée d'Orsay, París). Cuando Gauguin ejecutó este cuadro, ya había comenzado a pintar con constancia y a visitar asiduamente los museos como una evasión a una vida sin interés. Admiraba a Millet y a Cézanne, mientras seguía trabajando en la Bolsa. El celaje de esta pintura capta un momento de luz impresionista; la composición es clásica y el color convencional por cuanto éste aún no se ha liberado para expresar por sí mismo una experiencia vital única e irrepetible. Gauguin no sospechaba todavía que conseguiría la gran revolución del lenguaje pictórico. 

Gauguin regresa a Francia en compañía de su hijo Clovis, mientras su mujer se queda en Copenhague con los demás hijos y da clases de francés y hace traducciones para atender a su educación. Para el pintor, esto representa el comienzo de la miseria más absoluta; todos sus esfuerzos para encontrar un empleo, incluso de colocador de carteles, desembocan en el fracaso. Se refugia en un pueblecito de Bretaña (Pont-Aven), donde la vida resulta más barata. Pero deseando romper con todo ese encadenamiento de fatalidades, envía a su hijo a Dinamarca y él se embarca hacia Panamá en compañía de su amigo el pintor Charles Laval. Desde allí se traslada, en 1887, a la Martinica. Cada etapa es una decepción, un nuevo desaliento a superar. Minado por las enfermedades, vuelve a Francia y se refugia de nuevo en Bretaña (1888).

La visión después del sermón, llamada también Lucha de Jacob con el ángel de Paul Gauguin (Galería Nacional de Escocia, Edimburgo). Obra realizada en 1888, en ella siguió Gauguin el método compositivo de É. Bernard: una especie de "cloisonnisme" de trazo vigoroso, colores vivos y una experiencia vivida. Las mujeres bretonas en primer término, que ya se hallan en la obra de Bernard Mujeres bretonas en un prado verde, no son sólo elementos compositivos, sino temáticos: al salir de la iglesia, como resultado del sermón, se les aparecen Jacob y el ángel. El color, no realista, consigue una convincente atmósfera visionaria. 

Es frecuente que en los peores momentos se produzcan los hechos decisivos, aunque éstos no lo parezcan en tales ocasiones. En un albergue de Pont-Aven se ha formado un reducido grupo de jóvenes pintores, tan animosos y faltos de recursos como Gauguin. Allí se discute intensamente y Gauguin se hace escuchar. Durante este año, el joven ÉmileBernard descuella por sus originales ideas y por la técnica singular con que las ilustra.

Importancia concedida al tema; composiciones que representen acciones y que no se limiten únicamente al paisaje; dibujo que delimite las formas con precisión; color no fragmentado y distribuido en amplias zonas: éstas son algunas de las características de los nuevos medios puestos en práctica. Inmediatamente, Gauguin se muestra seducido por estas propuestas que concuerdan exactamente con sus propias experiencias, ya que en las telas que trae de la Martinica se percibe una orientación muy similar.

El Cristo amarillo de Paul Gauguin (Aibright Art Gallery, Buffalo). Pintado en 1889, este "Cristo" se inspira en los pasos del Calvario y de los Via Crucis bretones. La abundancia de turistas que acudían a Pont-Aven impulsó a Gauguin a buscar refugio en un albergue de Le Pouldu, con algunos de los pintores que integraban la escuela de Pont-Aven. Allí pintó esta tela en la que aparece muy definida la "síntesis de la forma y del color, derivada de la observación del único elemento dominante": La inspiración se basaría en la estampa japonesa y en los vitrales medievales. 

Lo que hasta aquel momento se presentaba como una serie de tentativas vacilantes, se convierte súbitamente en una afirmación categórica, en una composición hoy día célebre: La visión después del sermón o Lucha de Jacob con el ángel, de 1888 (National Gallery of Scotland de Edimburgo). Un trazo fuerte en torno a objetos y personajes los aísla entre sí; tanto las perspectivas como los colores resultan inesperados y estas nuevas características están bruscamente acentuadas; las cosas son dichas con una franqueza intransigente, casi ingenua, en la que podría adivinarse la atracción ejercida por la savia de la imaginería popular, evocada a través de un oficio ya muy consolidado. La cálida armonía de colores deja percibir las seducciones del exotismo y, en especial, el de Extremo Oriente, que se hace patente también en la composición, en los contrastes de planos -el primer plano desmesuradamente ampliado en relación con los de la lejanía-, y en la forma de simplificar los volúmenes, de suprimir las sombras y las gradaciones de color.

Les Alyscamps de Paul Gauguin (Musée d'Orsay, París). Famosa tela realizada a finales de 1888, tiempo que Gauguin pasó en Aries, en casa de su amigo Van Gogh. Con ella inicia una nueva etapa que representa la voluntad de transgredir el impresionismo y "soñar ante la naturaleza", rebelándose contra la estética tradicional. Porque, como dijo Maurice Denis, "para Gauguin, síntesis y estilo eran prácticamente sinónimos". 

El que todas estas novedades no respondan únicamente a una nueva postura estética, sino que más bien expresen una concepción global de la obra de arte, de su función espiritual, viene demostrado por el hecho de que, a partir de este momento, Gauguin aplica el nuevo sistema a todos los cuadros que expresen un acontecimiento, una acción con “puesta en escena”, mientras que, en los paisajes, continuará empleando durante varios años una técnica más afín a la de los impresionistas, con divisiones del color en pequeñas pinceladas yuxtapuestas, superpuestas, no fundidas entre sí.

Incluso la elección del tema confirma la voluntad de otorgar una significación anecdótica o intelectual al cuadro. Escribía en esta época: ”No copiéis demasiado exactamente la naturaleza. El arte es una abstracción; sacadlo de la naturaleza soñando ante ella, y pensad más en la creación que en el resultado”.

La familia Schuffnecker de Paul Gauguin (Museo d' Orsay, París). El cuadro representa el interior de un estudio de pintor donde una mujer y sus dos hijas posan para la tela que el artista tiene sobre el caballete. Estas tres figuras configuran dos formas geométricas, dos triángulos marcados por el color de los abrigos. Al fondo de la composición puede verse tras las ventanas un paisaje y en una de las paredes del estudio una naturaleza muerta y una estampa japonesa, muy de moda en la época. 

En consecuencia, al año siguiente aparecerá una serie de pinturas de inspiración religiosa en las que el pintor, recogiendo las fórmulas de los artistas de la Edad Media, mezcla personajes actuales -campesinos, en este caso- con evocaciones sagradas y ello, con un estilo nuevo, con un grafismo extremadamente simplificado, como si estuviese destinado a una obra de imaginería. Destaquemos el Cristo amarillo (Museo de Buffalo) y el Cristo verde (Museo de Bruselas). Ambos son del año 1889 y llevan adelante la idea de síntesis del paisaje que Gauguin ya había empezado a aplicar el año anterior en La visión después del sermón.

Poseemos un testimonio directo de la acción estimulante de esta innovación en el hecho de que Paul Sérusier, después de haber pasado unas vacaciones en Pont-Aven y de haber escuchado los consejos de Paul Gauguin, presentó a sus amigos y condiscípulos de la Académie Julián (Pierre BonnardÉdouard VuillardMaurice Denis, Ranson y otros) una pequeña pintura sobre madera que representaba El bosque del amor y había sido realizada de acuerdo con las nuevas ideas; pues bien, resultó tan convincente, tan rica en enseñanzas, que se la denominó El talismán. En aquella ocasión, Gauguin había dicho a su joven discípulo: “¿Cómo ve usted esos árboles? Son amarillos; en ese caso, use el amarillo. Esta sombra resulta más bien azul; píntela de azul marino puro. ¿Esas hojas son rojas? Póngale bermellón”.

Detalle de Pastoral tahitiana de Paul Gauguin (Museo Pushkin, Moscú). Tela que muestra el afán del pintor por representar la realidad mediante el empleo de formas intensas de vida y el uso de colores puros. 

De este modo, se está produciendo una auténtica revolución en el plano de la técnica, en el de la elección del tema e incluso en el de la significación del acto de pintar: esta nueva orientación de la pintura viene confirmada por las relaciones que Gauguin y sus amigos entablan con los movimientos literarios que se desarrollan en París, sobre todo entre los poetas cuyo simbolismo halla una réplica en esta fórmula que, bajo el pretexto de síntesis, tiende a otorgar a la forma significaciones intelectuales.

Mientras tanto, y ante la insistencia de Van Gogh, Gauguin se reúne con su amigo en Arles (de octubre a diciembre de 1888), donde tanto las características de los paisajes como su luminosidad, le incitan claramente a proseguir su búsqueda por la vía emprendida. Por desgracia, pronto se hace difícil la armonía entre aquellos dos hombres. El apasionamiento que vibra en cada uno de ellos les ha unido, ha suscitado sus relaciones amistosas, pero inevitablemente les opone también en la lucha cotidiana de una vida en común. Las cosas alcanzan un grado de tensión tal que Gauguin se propone abandonar Arles. Van Gogh, trastornado por su fracaso y después de amenazar a su amigo con una navaja, se mutila la oreja.

Arearea de Paul Gauguin (Musée d'Orsay, París). Tela de 1892. Esta composición capta todo el encanto de un mundo primitivo aún no corrompido por la civilización. Un mundo que los "nabis" Mallarmé, Bonnard y Vuillard admiran por su espíritu "misterioso y bárbaro". Esta pintura parece resumir la célebre frase de Gauguin: "No copiéis demasiado la naturaleza, el arte es una abstracción: sacadla de la naturaleza, soñando ante ella, y pensad más en la creación que en el resultado".  

Gauguin prosigue su vida en Bretaña, primero en Pont-Aven, luego en Le Pouldu, alternándola con estancias en París, siempre con una difícil situación económica. Cada vez está más ligado al movimiento literario y convierte el arte en su razón de ser, en la línea maestra de su vida. Concibe formar una colectividad de artistas y, para ello, proyecta fundar, junto con algunos amigos a los que cree haber convencido, un “Taller de los Trópicos” en las colonias; se informa de las posibilidades que ofrece Madagascar, pero después de nuevas averiguaciones considera que Tahití resultaría más adecuado.

⇦ Nafea Faa lpoipo o ¿Cuándo te casas? de Paul Gauguin (Colección R. Staechelin, Basilea). En esta obra, una vez más, Gauguin captó el hechizo primitivo. El artista recomendaba a sus seguidores: "No pintéis de forma realista. El arte es una abstracción, extraedlo de la naturaleza soñando ante ella". La realidad de esta obra es que no había en la isla de Tahití estas muchachas tan bellas; su belleza era producto de la imaginación del artista. 


En pocos años, la importancia de Gauguin ha crecido incesantemente. Su admiración por Cézanne y Degas le ha hecho conocer la medida y los límites del impresionismo y ha impulsado su progresivo alejamiento de él. El camino que ahora sigue ha atraído en torno suyo un número cada vez mayor de prosélitos, hasta el extremo de acaudillar un grupo y de que un día se le atribuya, sin exageración, la paternidad de la que será denominada Escuela de Pont-Aven. Y ello en perjuicio de Émile Bernard, quien propuso, antes que él, las fórmulas que ahora honran al grupo “sintetista”. El papel de Émile Bernard en la creación del movimiento y su precedencia son indiscutibles; pero no es menos cierto que la presencia de Paul Gauguin le dio su prestigio y su irradiación, tanto en aquellos momentos como posteriormente, gracias a la poderosa originalidad del artista.

Esta creación del “sintetismo” corresponde con tanta exactitud a las ideas de la época que, al celebrarse la Exposición Internacional de 1889, algunos artistas allegados a Gauguin organizan una importante exposición del “Grupo impresionista y sintetista” en el café Volpini, en el Champ de Mars, reuniendo a nombres tales como Gauguin, Bernard, Émile Schuffenecker, Charles Laval, Louis Anquetin, Louis Roy, León Fauché, Georges Daniel (de Monfreid) y Ludovic Némo. En sí misma, la exposición fue importante por el interés que suscitó, especialmente entre los artistas jóvenes, pero sus resultados fueron nulos en lo que a la venta se refiere.

Te Rerioa o Me llamo Reri de Paul Gauguin (Instituto Courtauld, Londres). Esta obra de Gauguin, pintada en 1897, no es una alegoría, sino la expresión de un pensamiento traducido a un medio no literario por este pintor que dijo de sí mismo:"Soy un salvaje, un lobo sin collar en el bosque". En la composición dos mujeres comparten el espacio de lo que al parecer es una casa isleña. Las paredes están decoradas con dibujos antropomorfos, entre los que destaca la figura femenina. En un primer plano, sobre el suelo, dormita un niño que podría ser el hijo de la mujer que mira directamente al espectador puesto que muestra su pecho desnudo. En cambio, la otra mujer, dando la espalda, está vestida. 

Gauguin, cada vez más forzado por la necesidad de ganarse la vida, siquiera modestamente, prepara su marcha de Francia como una evasión para lanzarse al descubrimiento de un paraíso en el que la vida sea más fácil y el dinero casi inútil. Transcurren todavía algunos meses, hace gestiones para conseguir una reducción del precio del viaje, vende treinta telas en las subastas del Hotel Drouot para pagarse el pasaje, y se celebra un banquete en honor suyo el 23 de marzo de 1891 al que asisten una cuarentena de artistas y poetas. Finalmente, Gauguin embarca el 4 de abril de 1891 hacia Tahití, provisto de una carta oficial del Ministerio encargándole una seudomisión que le permitiría disfrutar de ciertas facilidades durante los primeros días de estancia.

Aquí da comienzo la gran aventura. ¿Qué va a buscar Gauguin en las antípodas? ¿Qué encontrará allí? ¿Con qué armas cuenta para enfrentarse con el mundo nuevo en que se introduce con más entusiasmo que resignación, ya que las dificultades materiales, que tanto le han acosado durante años, en lugar de abatirle han exaltado su afán de libertad, su fe en la misión del artista, y le han preparado para la soledad?

Nevermore (Nunca más), de Paul Gauguin (Instituto Courtauld de Londres). Considerada como una variación de la Olympia de Manet, que Gauguin había copiado a la acuarela, esta obra fue pintada en 1897. Aquí ha rechazado totalmente el análisis de las sensaciones luminosas y cromáticas producidas por la naturaleza en el ojo: todo se filtra y se mide por el cerebro y parece resultado de una tensión, de un enigma, de algo que ha ocurrido precisamente en el momento anterior a aquel en que está desarrollando la escena trasladada al lienzo por el pintor. 

En el plano social y moral, llega con sus ilusiones intactas, aunque un poco sorprendido y fascinado de que la carta de recomendación del Ministerio le valga ciertas atenciones en cuanto desembarque. Gauguin está convencido de que inicia una nueva vida, junto a aquellos buenos salvajes que no sufren todavía las taras de nuestra civilización. Al principio, los hechos parecen darle la razón. Es bien aceptado, al menos aparentemente, por los representantes de la administración que le creen realmente encargado de una misión y que, en consecuencia, temen su juicio. También es bien acogido por los oficiales de la guarnición que han venido a recibir a su nuevo jefe que ha hecho el viaje con él. Incluso es presentado al rey Pomaré, soberano de la isla, quien espontáneamente le da muestras de viva simpatía, lo cual le permite alimentar en seguida grandes ilusiones.

Su entusiasmo corre parejas con su candor; la realidad no tardará en poner las cosas en su sitio. A los pocos días de su llegada, muere el rey y, después de las ceremonias del entierro, Gauguin empieza a comprender que los primeros contactos con aquel mundo nuevo le han ocultado otras verdades menos agradables. Pronto tendrá ocasión de comprobar que la aceptación de las mezquindades de los hombres civilizados resulta allí tan difícil, o quizá más, que en su propio país; que el dinero continúa siendo tanto o más necesario y corruptor; que la administración es tan puntillosa o más; que en el plano intelectual -y sobre todo en el artístico- los europeos, aún en las colonias, siguen sometidos a la rutina. Vuelve a iniciarse la agobiante lucha, esta vez con un telón de fondo de paisajes extraordinarios, una naturaleza de exuberante riqueza, en la que redescubre un algo de sus sueños, una naturaleza generosa para quienes la conocen de verdad y saben aprovecharse de esta generosidad.


Nave Nave Mahana o Los días deliciosos de Paul Gauguin (Museo de Bellas Artes, Lyon). Pintado en 1896, describe una escena de la vida primitiva rechazando todo naturalismo. Para Gauguin el simbolismo es la objetivación del mundo subjetivo. Su obra está influida tanto por el grabado japonés como por el auténtico arte na"lf. Tras un exhaustivo estudio del arte contemporáneo, buscó nuevas fórmulas de rompimiento con la tradición. Las mujeres, dispuestas casi como en un friso, evocan la belleza más pura, en un entorno idílico. 

Mujeres de Tahití, llamado también Dos mujeres en la playa, de Paul Gauguin (Musée d'Orsay, París). Pintada en 1891, su valor dominante es la sensación visual que establece una indiscutible oposición entre civilización y autenticidad primitiva. 

Gauguin no halla en sus relaciones con sus compatriotas la paz que ha venido a buscar, pero serán menos los sinsabores junto a los maorís, cuyas costumbres responden a sus esperanzas. En cuanto puede, se aleja de todo lo que le recuerda Europa y procura integrarse a la vida local. Abandona pronto la ciudad y se instala en un pueblo, donde se familiariza con los indígenas e incluso toma como compañera a una de ellas. Se habitúa con bastante rapidez a sus costumbres, se esfuerza por comprender su religión, analiza sus alegrías y emociones, intenta iniciarse en su lenguaje. Las etapas de esta iniciación las consiguió Gauguin un poco más tarde con el título de Noa-Noa, y en este texto se percibe la curiosidad afectuosa con que se ha insertado en este nuevo universo, predispuesto a aceptar su moral, su fe, sus ingenuidades, sus costumbres cotidianas, impregnadas de seriedad y de buen humor.

En el plano humano, pues, Gauguin ve confirmada su hostilidad hacia la civilización y aprende rápidamente las costumbres y los gustos de una sociedad primitiva que corresponde con bastante exactitud al ideal que se había forjado. En el plano artístico, la confirmación resulta todavía más evidente: Gauguin ha llegado a Tahití con una técnica y unas ideas estéticas completamente maduras, incluso más de lo que él mismo creía. Desde 1888, ha ido experimentando y aplicando sus nuevas ideas cada vez con mayor dominio. Su paleta, incesantemente enriquecida con colores puros y cálidos, deja prever lo que serán los paisajes y naturalezas muertas de Tahití.

Dos mujeres tahitianas, detalle, de Paul Gauguin (Metropolitan Museum, Nueva York). Esta célebre pintura de Gauguin es un auténtico himno a la belleza sensual. Las dos siluetas se perfilan a modo de bajos relieves contra un fondo de color que va de diferentes matices de verde al amarillo. 

Ahora descubre cómo son los personajes que animarán sus composiciones, esos modelos de formas elegantes y poderosas, de actitudes nobles por naturaleza, con gestos armoniosos.

Su estilo está preparado para sacar provecho del espectáculo y expresarlo con toda su grandeza. Incluso resulta lícito pensar que esta visión ideal estaba tan hondamente inscrita en su espíritu que le permitió, en muchos casos, idealizar a los personajes, viéndolos más como deseaba que fuesen, que como realmente eran.

Sea la que fuere la razón, el hecho resultante es que Gauguin empieza rápidamente a crear obras de excepcional belleza, obras que llevan el sello del clasicismo más puro, pero sin las coacciones esterilizadoras del academicismo. Su seducción está muy alejada del exotismo pintoresco. Aunque tal vez sea éste el que, en gran medida, haya impedido a la mayoría de sus contemporáneos ver la amplitud y majestad de su creación.

Te Tamari No Atua o La Natividad de Paul Gauguin (Bayerische Staatsgemaldesammlungen, Munich). Obra de 1896, cuando la expresividad del pintor es cada vez más simple y clara. Aquí aparecen reunidos dos mundos primitivos: los personajes de Tahití reviven milagrosamente la antigua tradición de la Navidad bretona. La mujer que ha dado a luz aparece recostada en una cama en un primer plano, semejante a las antiguas representaciones de las Venus, como la de Tiziano o la Olympia de Manet, ésta, pudorosa, tapa sus pechos con la mano. Otra mujer sostiene al niño recién nacido que tiene una aureola de santidad. La mujer de pie, les observa. Al fondo de la composición podemos ver varias vacas, dando a entender que al nacimiento se ha producido en un establo o junto a él. 
A partir de este momento, puede hablarse sin exageración de su genio, ya que las cumbres de inspiración y realización que alcanza superan en mucho la actualidad. Tahití no le enseñó gran cosa, pero le reveló a sí mismo y le hizo creer que descubría lo que, de hecho, ya sabía.

Pero a pesar de ello, su situación material sigue siendo precaria. Para superarla, Gauguin otra vez intenta cambiar el curso de su destino. Decide regresar a Francia, enriquecido con su nueva experiencia, sabiendo que sus ideas han encontrado allí cierto eco, que el número de prosélitos ha aumentado y confiando contar con su apoyo.

Falto de recursos, obtiene la repatriación y desembarca en Marsella el 3 de agosto de 1893, con sólo cuatro francos en el bolsillo. Súbitamente, las cosas parecen tomar un giro favorable: muere su tío, que vivía en Orleans, y le deja unos diez mil francos de herencia, lo cual le permite organizar una exposición en la galería Durand-Ruel hacia finales de aquel año. La exposición tiene lugar durante el mes de noviembre de 1893, despierta una vivísima curiosidad y apasionadas discusiones tanto entre los artistas como entre el público, pero le proporciona unos resultados económicos más que mediocres. Los meses transcurren sin aportarle mejoras, y en 1895 Gauguin decide volver a Tahití, tras fracasar el 18 de febrero de aquel año en un nuevo intento de venta en el Hotel Drouot. De este modo se confirma el reducido interés de los que aprecian esta pintura insólita. Entre tanto, ha podido pasar unos días en Copenhague con su mujer y sus hijos; regresa luego a Bretaña, donde se enzarza en una riña con unos marineros y recibe un golpe de zueco que le produce una fractura del tobillo de la que no conseguirá curar jamás.

⇦ Y el oro de sus cuerpos de Paul Gauguin (Musée d'Orsay). Obra pintada en 1901, en Fatu-lwa, una de las islas Marquesas, en una rústica •· estancia que él llamó la "Casa del Gozar". Estaba viejo y enfermo y el obispo, la policía y la administración de la isla le perseguían por el menor motivo, porque era el paladín invencible que defendía a los indígenas contra la hipocresía de la civilización. No es extraño que, dos años antes de morir, haya en esta tela este sentimiento trágico; lo que en cambio maravilla es la fuerza expresiva del color que habrá de influir no sólo en el fauvismo y en Matisse,  sino en todo el expresionismo. 


El 3 de julio de 1895 embarca en Marsella y ya no volverá más a Francia. Todavía tendrá que pasar momentos muy difíciles en Tahití, porque su delicada salud no le permitirá ya gozar de momentos de calma, y también porque la administración colonial no le ahorrará disgustos como consecuencia de su creciente toma de posición en favor de los indígenas. Son los años de miseria más sórdida e inacabable. Ni siquiera recibe de Francia las sumas que le deben. Únicamente, su amigo Daniel de Monfreid le ofrece el testimonio de una fidelidad ejemplar. A fines del año 1897, acorralado y hambriento, Gauguin intenta suicidarse ingiriendo arsénico. Escapa de la muerte porque la dosis era excesiva y su estómago no puede soportarla.

Reemprende su agotadora vida y, caso paradójico, su obra continúa espléndidamente creadora. Poco a poco, la situación empieza a mejorar; algunos coleccionistas -entre ellos el príncipe Bibesco y, sobre todo, Gustave Fayet- le compran varias obras; Vollard le firma un contrato gracias al cual Gauguin puede contar con recursos regulares. En 1901 abandona Tahití y se instala en Hiva-Hoa, pequeña isla de las Marquesas, donde la vida es aún más primitiva y menos onerosa. Allí hubiera podido disfrutar de una calma relativa si no hubiese estado en permanente conflicto con las autoridades, representadas por el obispo y por el gendarme local. Finalmente, el 8 de mayo de 1903 muere agotado.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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