El
más extraordinario invento de los sumerios fue la escritura. Tal invención
debió realizarse alrededor del año 3000 a.C. Los textos más antiguos de Uruk
emplean cerca de 900 signos, la mayoría de los cuales son ideogramas que
representan palabras. Pero con bastante rapidez se fue reduciendo el número
hasta llegar a la abstracción que representa inventar signos que sólo
representan sonidos. A partir de este momento la humanidad se encuentra ya en
tiempos históricos.
El primer período de la historia mesopotámica
es llamado early dinastic (dinastías
antiguas) por los ingleses. Otros prefieren denominarlo
"presargónico", puesto que, como se verá, la unificación del país
bajo Sargón I (un rey semita) representó algo muy importante para la historia y
el arte.
Con uno u otro nombre, este primer
período está centrado en torno a las producciones artísticas de la I dinastía
de Ur y de la primera de Lagash. En el norte del país, muy lejos del delta,
desempeñó un papel fundamental la ciudad de Mari. El período presargónico duró
más de tres siglos, aproximadamente del 2800 al 2470 a.C. Es contemporáneo, por
tanto, de las primeras dinastías del Antiguo Imperio egipcio.
Ejemplo del impetuoso desarrollo
arquitectónico de esta época son los templos de Al-Ubaid y de Mari. Al-Ubaid
(que los franceses transcriben del árabe como El Obeid) es una localidad
situada a siete kilómetros de Ur. Hall, del British Museum, dirigió la
excavación del templo y tuvo la fortuna de hallar la inscripción que describe
la fundación del mismo. Gracias a ella sabemos que fue dedicado por un rey de
la I Dinastía de Ur a la diosa Nin-Kursag, la diosa madre de los sumerios.
Estaba situado en lo alto de una plataforma y rodeado por un recinto ovalado.
Las paredes de ladrillo cocido al horno tienen unas pilastras salientes que
quedarán como características de toda la arquitectura sumeria.
Son como gigantescas estrías que marcan
sombras rectilíneas, paralelas y verticales, en las que reside gran parte del
secreto de la belleza de las construcciones sumerias: las amplias superficies
de las paredes se convierten así en una composición alternada de zonas
brillantes y líneas oscuras de sombra que resbalan a lo largo del muro. En Mari
hay varios templos de esta época, el mejor conservado de los cuales es el de
Ninni-Zazá. Las construcciones que lo componen flanquean un patio cuadrado,
cuyos muros también tienen las típicas pilastras que hacían jugar los
contrastes del negro y el blanco. En el centro del patio se encontró la piedra
sagrada en tomo a la cual debían desarrollarse las procesiones.
Algunas tabletas sumerias con relieves,
como la que se publica aquí, procedente de Lagash, tienen un agujero en el
centro por el que se debía verter el agua sagrada o la sangre de los
sacrificios. En los relieves que las adornan, el sacerdote oficiante aparece
siempre desnudo. Es una idea que se encuentra en muchos lugares y épocas
distintas; la de que hay que acercarse al dios, desnudo como se ha nacido.
Todavía en el siglo V a.C., Prisciliano y sus seguidores se retiraban a lugares
secretos para orar desnudos.
En Mari se han hallado los que son -sin
duda- algunos de los más antiguos retratos conservados. La estatua del
intendente de la ciudad Ebih-ll, la del rey Iku-Shamgan, la del funcionario
Nani. Todos ellos, como docenas de otras estatuitas anónimas, que eran llevadas
como exvotos a los templos, presentan personajes orantes, con la mirada perdida
en lejana contemplación y una expresión de paz sonriente, de bondadosa
afabilidad en el rostro, que indica que el terror y las angustias han sido
desechados. Estos personajes van ataviados con un curioso vestido de forma
acampanada, llamado kaunakes,
confeccionado con piel de cordero, cuyos vellones de lana han sido esculpidos cuidadosamente. Todos,
hombres y mujeres, tienen las manos juntas, en una posición que debe ser la
ritual de la oración.
La vida de los príncipes de la I
Dinastía de Ur está maravillosamente contada en el llamado Estandarte de Ur, que conserva el British Museum. Se trata de una
pieza en forma de facistol, ornamentada por sus cuatro caras con un mosaico de
piezas de marfil que destacan sobre el fondo azul oscuro de piezas de
lapislázuli. Los dos paneles más largos son los más característicos. En ellos
se ven ilustrados dos aspectos de la existencia, las dos caras de la vida: la
guerra y la paz. En ambas caras, la narración
gráfica empieza por abajo.
En la primera vemos al rey con su
escudero subidos al carro y representados en cuatro posiciones, desde el paso
al galope; se trata del "primer dibujo animado" en el que el carro de
guerra, mirado de derecha a izquierda, cada vez va más deprisa. En el registro
intermedio, los vencedores, con casco y manto, conducen a los prisioneros. La
escena acaba en el registro alto donde los vencidos, atados de dos en dos, son
presentados al rey que ya ha descendido de su carro; el escudero tiene las
riendas de los cuatro caballos. En la otra cara, la de la paz, los criados
transportan a palacio todo lo necesario para la fiesta; en el registro más
alto, el rey viste el kaunakes y
bebe, copa en mano, en compañía de sus invitados, mientras una cantante y un
arpista los distraen con su música. Es curioso que todas estas escenas hayan de
leerse de abajo arriba. Esto hace pensar que la pieza debía mirarse desde abajo
y justifica el nombre que le dio Woolley, su descubridor: Estandarte real de Ur.
Las excavaciones de Lagash han
proporcionado diversos relieves, vasos y objetos que nos informan sobre nuevos
detalles de la vida en los tiempos presargónicos. En un relieve del Louvre,
gracias a sus inscripciones, ha podido identificarse a Ur-Niná, rey de la I
Dinastía de Lagash. A la izquierda, aparece Ur-Niná con una esportilla de
albañil en la cabeza y, enfrente de él, sus cinco hijos; en primer lugar, está
situada la princesa Lidda, vestida con kaunakes.
Es evidente que se trata de la escena de colocación del primer ladrillo de un
templo. Es interesante que el rey quiera aparecer como un simple albañil. A la
derecha, se repite la figura de Ur-Niná, esta vez sentado en su trono y
bebiendo en una copa. Frente a él le acompañan sus cuatro hijos varones.
Las excavaciones de Lagash
proporcionaron, roto en pedazos, otro relieve hoy famoso con el nombre de estela de los buitres. Se trata de la
narración histórica de las victorias del nieto de Ur-Niná, Eannatum. En la
inscripción, el propio rey explica que el dios Ningirsu se le apareció en
sueños y le prometió la victoria. De las diversas escenas que componen la
estela, la mejor conservada es la que representa la marcha hacia el campo de
batalla: el propio Eannatum, revestido de una túnica espesa, conduce a sus
soldados; éstos aparecen como una potente masa de combatientes con casco,
grandes escudos y lanzas en ristre, que pisotean los cadáveres desnudos de los
enemigos ya vencidos. En otros fragmentos de la estela figuran otras escenas de
la batalla y el propio dios Ningirsu con un águila, cuyas garras cogen la red
que envuelve a los vencidos. Se trata de una literal ilustración de la frase:
"A los hombres de Urna, yo, Eannatum, he tirado la red grande".
La misma águila con cabeza de león, que sostiene el dios de la estela de los buitres, reaparece tres veces en una jarra de plata descubierta también en Lagash. Es evidente que se trata del emblema de la ciudad, pero es un águila extraña porque en esta jarra, consagrada por el rey Entemena, aparece con un ombligo fuertemente dibujado. ¿Se trata de una enérgica alusión al origen de la vida? En todo caso, el estremecimiento comunicado por el buril a este monstruo que agarra ciervos, cabras y leones, contrasta con la finura perfecta y fría del perfil de la jarra. En lo alto, justo antes del cuello de este vaso, figura un friso con siete terneras -siete es un número sagrado-, cuya pacífica calma corona los conflictos de los animales sagrados.
La perfección de este vaso de Entemena
introduce en el mundo fabuloso de las obras artísticas de metal que realizaron
los sumerios. No hay civilización que haya realizado tales maravillas en oro y
lapislázuli, a mediados del III milenio a.C., como las que se hallaron en las
"tumbas reales" de Ur.
La magnitud de los hallazgos realizados
hasta la fecha en materia de arquitectura funeraria permite referirse a un
auténtico Cementerio de Ur, con más
de 1.800 inhumaciones. Así, durante el invierno de 1927 a 1928, los arqueólogos
de la misión conjunta del British Museum y de la universidad de Pensilvania
descubrieron en Ur dos tumbas con un tesoro fantástico. No tenían una
monumentalidad impresionante: eran simplemente espacios subterráneos a los que
conducía una rampa para la ceremonia del funeral. Una vez terminado, todo había
sido cubierto de tierra. Lo que hallaron los arqueólogos fue algo horrible: en
la rampa y en la antecámara había sesenta y ocho esqueletos de hombres y
mujeres en posición que indicaba que habían sido asesinados allí mismo, sin
hacer resistencia ni recibir mutilaciones. Los guardias y servidores de los
príncipes parecían haber sido previamente drogados para acompañar a sus amos a
través de la muerte.
Lo horrible se mezcla aquí a lo
maravilloso, porque el ajuar funerario es de una riqueza material incalculable
(enormes cantidades de objetos de oro, perlas, lapislázuli, marfil y
madreperla) y de un mérito artístico extraordinario. En la primera de las
tumbas, perteneciente a la reina Shubad, se encontró junto a su cabeza la
concha con un colorante verde que usaba para maquillarse los ojos; llevaba
puestos dos pares de grandes pendientes y varios collares pendían sobre su
pecho. Todo de oro y piedras. Pero lo más sensacional era el tocado de hojas y
flores de oro que adornaba su cabeza, hoy conservado en el Museo de la
Universidad de Pensilvania, en Filadelfia.
Las otras mujeres sacrificadas en el
funeral también iban fantásticamente enjoyadas. Los soldados llevaban puesto el
casco y tenían sus armas. Una muchacha, que debía ser la arpista de la reina,
tenía el instrumento apoyado sobre el pecho, como si debiera tocar eternamente.
Todas las víctimas de aquella matanza ritual habían sido arregladas con decente
compostura. Había además vasos de oro y plata, arpas, cofres y tableros para un
juego semejante al ajedrez, todo de oro, cristal de roca y nácar.
Del ajuar hallado en las tumbas reales
de Ur también destacaríamos algunas piezas que por su belleza aún hoy nos
siguen deleitando. Un Carnero apoyado en
el árbol de la vida, hecho con materiales preciosos, como el oro o el
lapislázuli, una Testuz de toro,
parte delantera de una lira. También hay vasos de oro, agujas para la manicura,
tocados para el pelo llenos de abalorios de oro y piedras preciosas, etc. Se
llevaban a la tumba aquello que más les había satisfecho en vida, ya fueran
objetos de la vida cotidiana o personas muy allegadas a ellos. En tumbas
posteriores ya no se han encontrado estas ofrendas humanas, si no que unas
estatuillas representando a los servidores han hecho la función de
acompañamiento en el entierro real.
Fuente:
Texto extraído de Historia del Arte. Editorial Salvat