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Artistas de la A a la Z

Los pintores toscanos

Durante todo el Quattrocento el arte de la pintura, como el de la escultura, tiene en Italia por centro Florencia, bajo la decidida protección de los Médici. El primer pintor de esta época formó parte del grupo de Donatello y Brunelleschi. Es Masaccio, esto es: Tommaso di ser Giovanni di Mone. “La naturaleza –dice Vasari-, cuando hace a una persona excelente, no suele hacerla sola, sino que al mismo tiempo coloca cerca de ella a otras que pueden ayudarla y estimularla con su virtud. “Así empieza aquel biógrafo del Renacimiento el relato de la vida del pintor para explicarse, en cierto modo, la aparición simultánea de tres hombres geniales: Masaccio, Donatello y Brunelleschi. Un gran número de anécdotas acreditan la amistad íntima que unió a estos tres hombres. Brunelleschi, de más edad, fue, al parecer, el más consciente del grupo; él fue quien enseñó a Masaccio las leyes de la perspectiva.

Escena de la vida de San Pedro de Masaccio (Frescos de la capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia). Estos frescos fueron realizados por Masaccio en 1428, el mismo año de su muerte. Fueron estudiados por todos los pintores florentinos desde Andrea del Castagno hasta Leonardo y Miguel Ángel. En esta escena ya aparecen las características comunes a toda la serie: representación del espacio tridimensional de acuerdo con los principios geométricos de la perspectiva de Brunelleschi, monumentalidad de las figuras, sobriedad y un ritmo majestuoso.   

⇦ La expulsión del Paraíso de Masaccio (Frescos de la capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia). Esta es una de las escenas más conocidas de todo el conjunto, en la que la fuerza de la expresión de Eva acapara toda la atención de la dramática escena. 



Masaccio murió joven, a los veintisiete años, en 1428. Su papel, en la pintura renacentista italiana, es parejo al que en la flamenca desempeñó Jan Van Eyck, que nacido diez años antes que él, le sobrevivió veintitrés. Dice Vasari, para alabar su estilo, que pintó tan modernamente, que sus obras pueden parangonarse con cualesquiera otras de dibujo y colorido modernos. Al decir moderno Vasari se refería al estilo de sus contemporáneos del siglo XVI, que eran Rafael y Miguel Ángel y los de su escuela, y esta influencia de Masaccio sobre los pintores de toda una época bastante posterior resulta más singular a nuestros ojos, a causa de la escasez de obras suyas.

En tiempos de Vasari se atribuían a Masaccio algunas obras que han sido devueltas por la crítica de nuestros días a otros pintores. Hoy, aparte de su obra principal, se considera de su mano un fresco, en Santa Mana Novella, con una simbolización de la Trinidad entre adoradores (dentro de un arco en perspectiva), una tabla con Santa Ana, la Virgen y el Niño y ángeles, en la Galería de los Uffizi, otra en Nápoles con una Crucifixión, y pocas cosas más, entre ellas restos de frescos en San Clemente, en Roma.

⇨ San Pedro y San Juan distribuyendo a los pobres de Jerusalén los bienes de la comunidad de Masaccio (Frescos de la capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia). En las calles de un pueblo medieval dominado por un lejano y luminoso castillo, San Pedro, una de las imágenes más humanas que se han pintado de él, pone el óbolo en la mano de una joven madre que sostiene un robusto niño en brazos. La figura de Ananías, postrada en primer término, cruza horizontalmente el espacio en un alarde compositivo. El modelado de las figuras conjuga un fuerte contraste de luz y sombra. 



En la mayoría de estas obras, el colorismo de Masaccio es bastante vivo. Pero cuando se acerca a la culminación de su talento, ¡a los veintiséis años!, en el fresco de la Trinidad de Santa María Novella, ya se nota un paso a profundas investigaciones en el claroscuro y en el dominio de las medias tintas. Se trata de un método más apropiado para conseguir su objetivo principal: definir cuerpos en el espacio, analizar grupos, situaciones y sentimientos.

Por fortuna han llegado intactos hasta el presente sus frescos de la capilla Brancacri de la iglesia del Carmine, de Florencia, pintados en 14287 el mismo año de su muerte, que en todo tiempo han sido considerados como su obra más importante. Se trata de una capilla lateral, algo oscura. Los frescos, que ocupan los planos de las dos paredes, fueron empezados por otro pintor toscano, Masolino da Panicale, que los dejó inacabados para hacer un viaje a Hungría; continuados después por Masaccio, su realización quedó interrumpida hasta que medio siglo más tarde los concluyó Hlippino Lippi. En aquellos muros, llenos de pinturas, los ojos buscan la parte que corresponde a Masolino, a Masaccio y a Filippino, para explicarse el gran misterio. La primera impresión que causan los frescos de Masaccio es casi una decepción: las figuras famosas de Adán y Eva expulsados del Paraíso, con sus cuerpos desnudos, están regularmente dibujadas en escorzo, y tan justamente coloridas, que no sorprenden, acostumbrados como se está a la corrección de las escuelas del Renacimiento.

Este feliz antirretoricismo, propio del genio, pero sorprendente en aquella época y en un artista tan joven, se concreta en un arte sumamente sintético que no imita la realidad vista, sino que la vuelve a recrear como una imagen poética. Masaccio fija con la pintura sus propios fantasmas interiores, es decir, que, pintando, se libera de su profunda conciencia de la tragedia del hombre, necesariamente mortal, pero cuyas creaciones espirituales son eternas. Esta terrible contradicción la resuelve Masaccio con una serenidad impresionante: transformando el cuerpo humano en un monumento para el espíritu. Quizá sólo los antiguos escultores egipcios, tres mil años antes y por caminos muy distintos, habían alcanzado tal grado de penetración en las relaciones entre cuerpo y espíritu.

Pedro resucita al hijo del emperador de Masaccio (Frescos de la capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia). Recreación de otra escena de la vida de San Pedro vemos que Masaccio inventó la perspectiva pictórica, rodeando las figuras de luz y aire de modo que por fin se despegan del fondo y se mueven libremente en el espacio. La presencia de Dios se deja sentir en el orden perfecto que preside la escena, y la virtud reina en el extraordinario dominio que de sí parecen tener estos hombres cuya dignidad hace aparecer el milagro como algo perfectamente lógico y natural.  

En las grandes composiciones de la capilla Brancacci que representan a San Pedro pagando el tributo y a San Juan y San Pedro repartiendo limosnas a los pobres de Jerusalén, las figuras de Masaccio se mueven en un escenario natural. Los fondos tienen edificios en perspectiva, que sólo por el estilo de las construcciones reconocemos como de principios del siglo XV, pues por su correcto dibujo parecen de fechas posteriores. Las figuras de los Apóstoles, y las de los personajes que asisten a escenas como la de la resurrección de un muerto por San Pedro, llevan amplios mantos, cuyos grandes pliegues, sin rigidez, caen majestuosos como los de las togas romanas. El espíritu clásico de Brunelleschi debió de inspirar al joven pintor, que buscaría también sus modelos en los mármoles antiguos.

Algo de estas innovaciones ya se descubren en lo pintado por Masolino da Panicale y en lo de un maestro umbro, nacido en las Marcas en 1370, Gentile da Fabriano, que entre 1421 y 1425 vivió en Florencia, en donde terminó en 1423 su famosa tabla de la Adoración de los Magos, destinada a la iglesia de la Trinidad, hoy en la Galería de los Uffizi. A esta pintura tendremos que referirnos de nuevo al hablar de Gozzoli. Mas en Masaccio el afán de innovación va mucho más lejos. Por esto, como dice Vasari, tenía un genio abstractísimo (es decir, extraño para su tiempo), era un caso de anticipación.”Nosotros -decía Brunelleschi al ocurrir su muerte- hemos experimentado una pérdida grandísima…”Al decir nosotros quería decir toda la Florencia artística de su tiempo. El sagaz arquitecto comprendía claramente que habrían de pasar muchos años antes de que apareciese otro maestro pintor que pudiese recoger semejante herencia.

Su actuación fue la de un explorador, de un verdadero inventor, en una época en que la escuela pictórica florentina se preparaba para alcanzar su definitiva madurez. Fue aquél un período de ensayos, durante el cual los problemas relacionados con la perspectiva, el ambiente, el valor plástico del color, debieron de preocupar también intensamente a otros varios artistas. Tal es el caso de Pesellino; después, de Andrea del Castagno y de Paolo Uccello, cuya actividad se centró casi exclusivamente alrededor de la resolución de aquellas arduas cuestiones, y cuyas probaturas, al no lograr pleno éxito, interesan por la inquietud que denotan, y porque reflejan, a causa de ello, una sensibilidad acorde con la que agita el arte de la actualidad.

La última Cena de Andrea del Castagno (Refectorio del convento de Santa Apolonia, Florencia). Esta pintura se considera la obra cumbre de Andrea del Castagno, sin que por ello alcance la monumentalidad espléndida de las obras de Masaccio. El logro de esta Última Cena se halla en la perspectiva móvil. El prisma que encierra la escena parece poco profundo si se mira de cerca, pero de lejos se alarga de forma extraordinana. Asimismo, si el espectador se coloca a la derecha o a la izquierda del cuadro, la perspectiva que obtiene del mismo es totalmente sesgada. 

De Andrea del Castagno cuenta Vasari una porción de anécdotas que no son ciertas, y hasta hace pocos años se le consideraba nacido a fines del siglo XIV. En realidad nació en un pueblecito de la Toscana en el año 1423, y murió joven, de la peste, a los 34 años. Su producción conocida es muy corta. Pintó en Venecia, en la iglesia de San Zacarías, unos frescos en la capilla de San Tarasio (hoy muy maltrechos) que demuestran un talento aún inmaduro. Lo mejor suyo se halla íntegramente en Florencia, en cuya catedral de Santa María del Flore pintó, en tierra verde, en 1455, el fresco que representa la figura ecuestre del condotiero Nicolás de Tolentino, que Lorenzo di Credi hubo de retocar después.

Es una pintura destinada a hacer pendant con otra mural que Paolo Uccello había realizado en 1436 con la figura de otro guerrero, el inglés John Akwood, llamado Giovanni Acuto, y la intención de ambas obras era la de simular relieves y estatuas broncíneas. También ha dejado otros dos interesantes frescos en la iglesia florentina de la Annunziata: El Salvador y San Julián y una Trinidad con San Jerónimo y dos santas; pero sus obras más impresionantes se encuentran ahora reunidas en el cenacolo del convento de Santa Apolonia. Pueden allí contemplarse sus frescos de la Piedad, Crucifixión, Entierro y Resurrección, y su obra cumbre: La Última Cena, junto con otras elegantes pinturas al fresco de supuestos retratos de hombres y heroínas ilustres, que decoraban la Villa della Legnaia y que se han trasladado también allí. Este pequeño museo de Andrea del Castagno acredita un denodado esfuerzo en pro del ideal pictórico, expresado mediante un estilo muy coherente, en el que la inventiva (poética e intelectual), la intención de un riguroso dibujo compositivo y la potencia plástica del colorido se funden con suma originalidad.

El condotiero Pippo Spano, Francesco Petrarca y la Sibila de Cumas de Andrea del Castagno (Galleria degli Uffizi, Florencia). Estos retratos pertenecen al conjunto de pinturas murales que solicitó Carducci para su Villa del/a Legnaia trasladadas hoy al museo florentino. En los tres retratos existe el mismo impulso de salir del marco del cuadro para entrar en más directo contacto con el espacio real. Por primera vez en la historia de la pintura los personajes apoyan el pie en el borde de una cornisa, introduciéndose en el espacio que hasta entonces había pertenecido al espectador.

En La Última Cena, los personajes, esculpidos en el color a base de un rudo realismo muy florentino y de un sistema de líneas de extraordinaria energía, no alcanzan sin embargo la monumental humanidad de los tipos creados por Masaccio; pero Andrea del Castagno demuestra en ellos un sentido grandioso de la corporeidad que le permite llevar adelante las investigaciones espaciales iniciadas por Masaccio. Esta preocupación por la definición plástica de los personajes y por la perspectiva del espacio adquiere un carácter aún más clásico en la famosa serie de los Hombres Ilustres y de las Sibilas, procedentes de la Villa della Legnaia; ello es debido a la utilización de zócalos y otros elementos marmóreos fingidos que les sirven de marco.

Paolo di Dono, llamado Paolo Uccello, nació en Pratovecchio (Casentino) en 1396 y murió en Florencia en 1475. Debió de estar obsesionado por la perspectiva y los problemas compositivos. De él ha dejado Vasari este cliché, que generalmente se considera como definitivo:”se afanó y perdió el tiempo en las cuestiones de la perspectiva… por el prurito de afrontar siempre las cosas más difíciles del arte”.


La Batalla de San Romano de Paolo Ucello (National Gallery, Londres). Este fresco se realizó para conmemorar la victoria de Nicolás de Tolentino, capitán de Florencia, sobre los ejércitos sieneses en 1433. 

También éste fue un pintor del que se conservan pocas obras, aunque trabajó mucho. Ejerció su arte en Venecia y en Padua y laboró largamente para el duomo florentino, donde se conserva su bello fresco, antes mencionado. Pintó otro, hoy casi desaparecido, en el “claustro verde” de Santa Maria Novella, y se le atribuyen varios retratos y, con mucha verosimilitud, la Caza nocturna que se conserva en el Ashmolean Museum de Oxford, sin duda obra juvenil. Pero las obras que permiten conocerle mejor son sus tres panneaux, de los cuatro que pintó por encargo de la familia Bartolini con el tema de la Batalla de San Romano (en los Uffizi, el Louvre y la Galería Nacional de Londres). Son obras pintadas hacia 1456 para celebrar la victoria del condotiero Nicolás de Tolentino (ya homenajeado por Andrea del Castagno en el mural citado de la catedral de Florencia) sobre el ejército de Siena.

Se trata de movidas composiciones, estructuradas en base a un complejo e intrincado juego de líneas verticales (las de las lanzas enhiestas), con otras trazadas horizontal o diagonalmente (que representan las lanzadas que dan o reciben los caballeros que se hieren, caen, o yacen ya abatidos), todo ello en función de un sabio y contrastado colorido; y de una perspectiva cuya línea de horizonte queda oculta o, como en ciertas miniaturas orientales, está situada mucho más alta de lo que hoy sería considerada como natural. Lo mismo cabe observar de las dos tablas de San Jorge liberando a la Princesa que le han sido atribuidas. Es un estilo pictórico de raigambre gótica, pero que ambiciona expresar monumentalidad. Para Urbino pintó en su vejez una tabla de la que sólo se conserva la predela sobre el tema del Milagro de la Hostia Profanada (hoy en la Gallería Nazionale della Marche, Italia), y que demuestra también cuan grandes eran sus preocupaciones prospécticas, con figuras, que, en aquel ambiente geométrico, parecen irreales, como ciertas modernas pinturas surrealistas.


San Jorge liberando a la Princesa de Paolo Ucello (National Gallery, Londres). Otra obra de Ucello en la que se pone de manifiesto la enorme preocupación que sentía por la prolijidad del detalle y por su apasionante exploración de la profundidad del espacio, es decir, de la perspectiva como método para definir ' y explorar la realidad. Junto a la intensidad poética del fondo resalta el goticismo que aún ostenta la figura de la princesa. San Jorge en su magnífico corcel blanco contrasta con la fealdad y brutalidad que se desprende de la figura del dragón, a quien el santo ha atacado con una larga lanza y de cuya herida empieza a brotar abundante sangre.  

Este surrealismo impregna misteriosamente sus escenas de San Jorge liberando a la Princesa, donde una amplia gama de brillantes colores fríos sitúa al espectador en un clima intermedio entre la pesadilla y el sueño, nostálgico de un goticismo que parece directamente derivado de Pisanello. Pero junto a este goticismo, muy patente en la figura sinuosa de la princesa, colocada de perfil para acentuar su aire arcaico, está presente la marca indudable de Uccello: la preocupación por la perspectiva como método para definir y explorar un espacio real. En estas tablas, el descenso de la línea del horizonte introduce una zona de cielo azul que hace pensar en una época posterior a las ya citadas composiciones sobre la Batalla de San Romano.

No lejos de Masaccio surgió otro prodigioso fenómeno de amor y aptitud para la belleza, aunque sin salirse del repertorio de los temas giottescos: Fra Giovanni de Fiesole, o Fra Angélico. Nada demuestra tanto cómo se conservaba la afección por los antiguos asuntos y métodos de la pintura, y que todavía podían conseguirse con ellos bellísimos resultados, como las obras de este cuatrocentista florentino el beato Angélico.

El beso de Judas de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia). En esta composición de resabios góticos, no aparece aún la influencia de Masaccio. cuya obra estudiaría detenidamente este pintor. Las figuras todavía no están concebidas como volúmenes en el espacio al modo de Masaccio, pero tampoco tienen el linearismo del "gótico internacional".  


⇦ Retablo de la Madonna dei Linaioli (detalle), de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia). Este ángel músico es uno de los doce que enmarcan la tabla central del retablo. Es precisamente en las predelas y en detalles como este que ornan los retablos, donde Fra Angélico se impone con una suavidad y belleza de color extraordinarios. En este ángel, además, el pintor ha estudiado cuidadosamente el juego de luz. Realizado en 1433, durante su segunda época de estancia en Fiesole, es ya un primer resultado del estudio de la obra de Masaccio. 



Fra Angélico había nacido en 1387 en el pueblo de Vicchio, cerca de Florencia. Ingresó joven, a los veinte años, en la Orden de Santo Domingo y pasó su noviciado en Cortona. Al parecer ya antes de profesar había demostrado aptitud para la pintura; pero teniendo que salir desterrados de Fiesole los frailes a cuya comunidad pertenecía, pasó a Foligno, cerca de Asís, y allí estudió los frescos de Giotto. De la plácida región de la Umbría aprendió el paisaje de sus fondos, llenos de arbolillos y monte bajo, dorados por la luz de un cielo límpido, viéndose a menudo a lo lejos el resplandor del lago Trasimeno.

Aquel fraile piadoso debió de recoger todos los secretos de la técnica, ya que sus tablas se conservan aún con la misma frescura y brillo que tenían cuando fueron pintadas. Sin excesivos deseos de perfección que le hicieran buscar procedimientos nuevos, los frescos y tablas de Fra Angélico se mantienen tan perfectos como el día en que los terminó. Los temas son siempre religiosos. Fue virtuosísimo, humanísimo, como dice Vasari, sobrio y casto, diciendo a menudo que para cultivar el arte hacía falta quietud y que el pintor de Cristo debía estar siempre con Cristo. Es curioso el detalle, según Vasari, de que no retocaba nunca sus pinturas, por creer que así habían sido inspiradas por la voluntad de Dios.

Fra Angélico tuvo una reputación extraordinaria. Su fama se extendió por toda Italia, y fue solicitado por el Papa para trabajar en Roma, y también por el Cabildo de Orvieto y las más ricas comunidades de Toscana. Pintó muchas tablas destinadas a los altares de iglesias monásticas; el bellísimo retablo de la Anunciación, del Museo del Prado, en Madrid, procede del convento de Fiesole. Allí todavía se guarda otro altar suyo con la Virgen rodeada de santos y santas. Generalmente desarrollaba en sus altares una sola composición central, con innumerables figuras, todas dibujadas sabiamente, hasta el menor detalle, fijándose en las fisonomías, en los gestos y hasta en el color del vestido de cada una para resumir simbólicamente, con el pincel, la leyenda de su piadosa vida; pero a pesar de tanta minuciosidad, la gama multicolor se resuelve siempre en una celestial profusión de luz.

Retablo del Juicio Final (detalle), de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia). Este fragmento que muestra a los bienaventurados que entran con santa alegría por la Puerta del Paraíso, también pertenece a la segunda estancia de Fra Angélico en Fiesole (1417 -1437), durante la cual sin duda realizó sus más importantes pinturas sobre tabla. En ésta ha conseguido la expresión de una visión celeste mediante sus dos elementos pictóricos clave: luz y color. El resultado es una impalpable atmósfera luminosa que acaricia misteriosamente a los bienaventurados, a los ángeles y al paisaje del Empíreo. 

⇦ "Noli me tangere" de Fra Angélico (convento de San Marcos, Florencia). Fra Angélico recibió en 1437, el encargo de decorar las celdas del convento de San Marcos de Florencia. En una de ellas pintó este fresco que contiene a Jesús y Magdalena en el marco de un bello y detallado paisaje de conmovedor estatismo. 



Los fondos son también claros; su campo es dorado o azul, por donde pasan algunas nubes radiantes, que forman un contraste vivísimo de realidad. Los altares de Fra Angélico tienen muchas veces su más bello adorno en la predella o faja de composiciones, en miniatura, que sirve de gracioso pedestal al gran icono. Allí, libre de la necesidad de disponer el cuadro para el mejor efecto del altar, ilustró las escenas evangélicas o del santoral con detalladísimos fondos que son idílicos panoramas de Umbría y Toscana, con casitas y predios salpicados deliciosamente de árboles, todo ello refulgente, como bañado por una lluvia de color que ha dejado un esmalte luminoso sobre los objetos. Sin embargo, en aquellos paisajes peinados y cepillados nos hallamos muy lejos del realismo poderoso de Masaccio.

⇨ Anunciación de Fra Angélico (convento de San Marcos, Florencia). En esta pintura al fresco la severidad conventual parece impregnar la sencillez de las formas y la austeridad del colorido. En este mural un monje dominico asiste a la divina escena, como si se le recordara al ocupante de la celda que una de sus misiones es la continua reflexión sobre la vida de Cristo. 



Este mundo apagado del bajo suelo es, para Fra Angélico, pálido reflejo de otro mundo superior, el Empíreo, poblado de seres celestiales. La Coronación, del Louvre, su Madonna de la Estrella y otros varios altares y retablos del pintor Angélico constituyen extremadas visiones celestes en las que las cosas aparecen envueltas en una atmósfera luminosa como la que inunda el reino de los bienaventurados.

Pero donde el pintor tenía que dejar sus más bellas obras no es en esas tablas sueltas o altares, sino en los frescos que pintó en el convento de San Marcos, que los dominicos de Fiesole poseían en la ciudad de Florencia. Estos frescos de Fra Angélico están pintados con profunda humildad en las paredes, sin disponer plafones con molduras, sino encuadrando cada composición en el muro blanco con una simple orla de color neutro. Cada celda, hoy vacía, tiene un prodigioso fresco con una escena del Evangelio o un recatado tema místico, en que muchas veces figura un santo dominico, como para advertir al fraile que habitará la estancia que también él debe participar constantemente de la contemplación de la vida de Cristo. En el corredor hay dos grandes frescos, uno con la Anunciación y el otro con la Virgen, en una bella perspectiva de pilastras, entre santos.

El claustro del convento de San Marcos tiene asimismo, encima de las puertas, pinturas del propio Fra Angélico, con los santos principales de la Orden dominicana, que enseñan las virtudes cristianas con su ejemplo. Con esa temática tan sencilla consigue el pintor crear una serie de maravillosas figuras. Por ejemplo, una luneta con una figura tan expresiva, que se ha hecho ya popular: la de San Pedro Mártir, que, poniéndose el dedo en los labios, recuerda a sus hermanos de la Orden la virtud del silencio. Sobre una puerta hay otro grupo con dos frailes que reciben al Cristo, representado como peregrino, tipo de radiante belleza, con la barba y cabellos rubios, extendiendo dulcemente los brazos pacíficos hacia sus huéspedes.

La coronación de la Virgen de Fra Angélico (convento de San Marcos, Florencia). Bajo la escena principal, seis monjes asisten al momento de la coronación de la Virgen con grave devoción. 

En la sala capitular pintó Fra Angélico, con técnica magistral, la Crucifixión, con todos los santos de la Orden dominicana que asisten a la escena del Calvario en unión de otros patriarcas y santos reunidos allí, al pie de las tres cruces, por el mismo piadoso dolor, dando al drama del Gólgota su valor perenne. En estas imágenes se quiere hacer evidente que la Crucifixión no es sólo un hecho histórico, sino un acto expiatorio al que debe asistir constantemente toda la cristiandad. En esta escena, hasta el paisaje que pintó Fra Angélico tiene este mismo valor de universalidad; es la llanura yerma de la muerte regada por la sangre que resbala del madero de la Cruz. Debajo de esta escena representó una serie de retratos de los generales y personajes de la Orden, alguno de ellos, como San Antonino de Florencia, contemporáneo del pintor.

⇦ Santo Domingo (detalle), de Fra Angélico (convento de San Marcos, Florencia). El Santo está sumido en la lectura a los pies de Cristo. En estos frescos de Fra Angélico apenas aparece el espíritu gotizante que caracterizaba sus primeras obras, tratadas al modo del miniaturista. El decorativismo y el preciosismo del ilustrador han desaparecido. Los colores son agrisados y terrosos, íntimos y modestos. La composición, absolutamente sencilla. 



Esta serie de frescos del convento de San Marcos es el más importante conjunto de obras de Fra Angélico; pero se conserva en el Vaticano una capilla completamente pintada al fresco por su mano. Fue Nicolás V, el papa humanista amigo de los florentinos, del que ya se ha hecho referencia en esta obra, quien encargó a Fra Angélico que pintara esta estancia, su capilla privada.

Esta obra del Vaticano subsiste intacta. Encerrada entre construcciones posteriores, es todavía un dulce rincón cuatrocentista, al lado mismo de la Capilla Sixtina y de las Logias y Estancias de Rafael. Por una ventana alta penetra una suave claridad; la capilla es pequeña, y de un vistazo puede abarcarse aquel conjunto tranquilo de los frescos de Fra Angélico, que llenan el techo y las cuatro paredes. Los asuntos son escenas de la vida de San Esteban y San Lorenzo, los dos diáconos mártires, ejemplos de la vida sacerdotal, como queriendo indicar que el Papa era también el sacerdote, el diácono por excelencia, el primer sacrificante; superior en jerarquía, pero no en calidad, a los demás sacerdotes de la Iglesia.

Crucifixión de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia). Parte de una serie de pinturas sobre la vida de Cristo. En esta representación del tema de la Crucifixión sobresale la cuidada composición de la dramática escena. 

En la escena de San Lorenzo repartiendo limosnas a los pobres, éstos son verdaderos retratos directos de gentes del pueblo, llenos de aquella unción religiosa que produce la caridad en las almas sencillas. También en el cuadro que representa al Papa confiando los tesoros de la Iglesia a San Lorenzo, las figuras de los acólitos del pontífice parecen retratos de monsignori romanos de su tiempo; uno vuelve atrás la cabeza, inquieto, porque en aquel día de persecución llaman a la puerta los dos verdugos que buscan al pontífice para el sacrificio.

Fra Angélico murió en Roma y fue enterrado en la iglesia de la Minerva. El papa humanista Nicolás V compuso su epitafio.


Juicio Universal de Fra Angélico (Museo de San Marcos, Florencia). Pintada sobre tabla procedente de la iglesia de Santa Maria degli Angioli de Florencia. En la parte inferior se encuentra la representación de los difuntos a la izquierda o la derecha, según si han alcanzado la gloria eterna o, por el contrario, han ido al infierno.  

“Murió Fra Angélico -dice Vasari- a los sesenta y ocho años, en 1455, dejando entre sus discípulos a Benozzo Gozzoli, que imitó siempre la sua maniera.” Este, que le había ayudado como aprendiz en Orvieto y Roma, según consta también en documentos, fue verdaderamente su sucesor, pero sin aquel espíritu piadoso que colmaba el alma del gran dominico. Benozzo Gozzoli aprendió del Angélico la gracia ingenua de sus composiciones, su minucioso cuidado en embellecer las figuras con detalles preciosos, el color claro y brillante, la fina observación de los tipos; pero le faltó aquel toque divino que impregnaba de un ideal maravilloso los cuadros del beato. Gozzoli fue principalmente autor de decoraciones murales: apenas pintó retablos para las iglesias.

Los frescos de Benozzo Gozzoli están repartidos en tres conjuntos: el primero, en Montefalco de Umbría, en el convento de los franciscanos, donde reprodujo los temas de la vida de San Francisco; el segundo, en San Gimigniano, en Toscana, donde pintó, en una capilla de la colegiata, la historia de San Agustín, y el tercero, y más importante, en Pisa, en los muros del Camposanto, que, comenzados a pintar en el siglo anterior, tenían un lado del claustro, el que mira a Levante, sin decorar todavía.

Virgen en gloria con Sermoneta en brazos de Benozzo Gozzoli (Catedral de Sermoneta). Este óleo sobre tabla destaca por ser una pintura todavía con rasgos del gótico internacional. La Virgen de la Gloria sostiene en sus brazos una maqueta de la iglesia en la que se ubica la pintura. Los ángeles coronan a la Virgen. 

Esta es la serie más conocida, y también la más larga, de las obras de Gozzoli, y ha resultado en gran parte destruida, y estropeada en los fragmentos subsistentes, por el incendio que ocasionó una bomba en 1945. Sus escenas pertenecían al Antiguo Testamento, y la mayor parte de ellas, a relatos de los primeros libros de la Biblia; las últimas representaban la lucha de Goliat con los filisteos y la visita de la reina de Saba.

Son famosas varias figuras del destruido fresco de las Vendimias. A un lado del patriarca Noé, dos mujeres bellísimas llevan sus canastillas repletas de uvas moradas. Los vendimiadores están subidos en escaleras para coger los racimos de las vides altas, como se cultivan todavía en Italia. Sin la figura de Noé, con su nimbo y su ropaje de patriarca, creeríamos encontrarnos, en un día de septiembre, en la hacienda de un rico possidente rural de la campiña toscana, cuando los campos y las casas parecen saturados del penetrante y exquisito olor del mosto nuevo.


Milagro de Santo Domingo de Benozzo Gozzoli (Pinacoteca de Brera, Milán). En esta obra ya se reconoce las nuevas formas del Renacimiento italiano, tanto en la arquitectura del fondo, como en la forma en la que están tratadas las figuras. 

En la decoración de esta pared del cementerio de Pisa pasó Benozzo Gozzoli diecisiete años, desde 1468 hasta 1485, y el conjunto realmente requería este tiempo, porque la serie de frescos era inmensa. Había allí todo un mundo de imágenes, una vasta aglomeración de patriarcas semigigantes, multiplicándose y juntándose con poco orden, como en los primeros días del mundo, cuando todavía no se había organizado una verdadera sociedad civil.

Si en estas composiciones, excesivamente grandes, del Camposanto de Pisa, Benozzo Gozzoli se perdió en elementos anecdóticos, otra obra suya basta para inmortalizarle como uno de los más afortunados pintores de todos los tiempos. Es la gran pintura al fresco con que decoró en 1459 la capilla del palacio Medici-Riccardi de la vía Lata, en Florencia, que Michelozzi construyó por encargo del gran Cosme, para residencia de la familia. Es una estancia reducida, sin luz, pero tan vivamente irradiada por las pinturas de sus paredes, que todavía hoy la hacen una de las joyas más preciadas de la ciudad de Florencia.

San Agustín niño es llevado a la escuela de Benozzo Gozzoli (Museo de Arte, San Gimignano). Pintura al fresco de 1465. Gozzoli logra crear un gran espacio arquitectónico, con una marcada profundidad gracias a los edificios del centro de la composición, en la que los personajes se mueven con gran soltura. 

Mientras los frescos de Pisa estaban ya algo descoloridos y descompuestos por la humedad antes del incendio, los de la capilla de los Médicis resplandecen todavía con el oro y las frescas gamas de verdes y rojos. El asunto es muy simple: una cabalgata de ricos señores, que quieren representar los Reyes Magos, acude a adorar al Niño y a la Virgen, que estaban en el altar (donde ahora hay otra tabla de Filippo Lippi, ya que la primitiva que allí había se encuentra en Berlín). Pero este tema es un pretexto para presentar una comitiva de nobles y magnates florentinos, pues los reyes son grandes personajes de la familia de los Médicis; el viejo Cosme, su hijo Pedro y su nieto Lorenzo, que, adolescente, va con una gran corona de rosas, jinete en un caballo enjaezado que ostenta las armas de la familia. Detrás siguen una multitud de huéspedes y amigos de los Médicis, y en primer término los más ilustres: el emperador Juan Paleólogo y el patriarca de Constantinopla, que habían acudido a Florencia para asistir al Concilio que había de tratar de la reunión de las dos Iglesias.

Otros son familiares de la casa o ciudadanos allegados a los Médicis, entre ellos el propio pintor. Presenciamos allí, más que una visión piadosa, relacionada con el pasaje evangélico de los Magos, una cabalgata suntuosísima en la Florencia cuatrocentista. Los fondos son fantásticas rocas con altos pinos rectos, como los de las selvas toscanas de Valombrosa y el Casentino, aunque a su lado crecen los naranjos, como para asegurarnos de que no nos hemos movido del clima templado de la Italia central. Fra Angélico hubiera alabado, con toda seguridad, el bello color y el lujo de detalles del Cortejo de los Magos del palacio de Cosme de Médicis, pero seguramente le hubiera desagradado el aire pagano y laico de la caravana; él pintaba a los Magos postrados a los pies del Divino Infante, entregados del todo a su adoración; el confundir a los Magos con retratos de personajes reales que se glorificaban a sí mismos en aquella obra, le hubiera parecido una profanación.

Cortejo de los Magos (detalle), de Benozzo Gozzoli (capilla del Palacio Medici-Riccardi, Florencia). En este fragmento del fresco pintado por Gozzoli, en 1459, el joven Lorenzo de Médicis forma parte del cortejo. 

El tema medieval de la cabalgata de los Magos tuvo en este caso, como ya hemos dicho, su antecedente: Benozzo no era hombre para inventar un asunto espontáneamente. Todavía en la actualidad, en Florencia se conserva aquel antecedente, una tabla del pintor de Umbría, Gentile da Fabriano, con una Adoración de los Reyes en la que se ve también el numeroso cortejo que acompaña a los Magos y se desarrolla por segunda vez en el fondo, como una comitiva que se ve llegando desde lejos hasta las puertas de la ciudad.

La Adoración de Gentile da Fabriano estaba en la iglesia de la Trinidad, de Florencia, y de ella pudo aprender Gozzoli el valor decorativo que podía obtenerse de la aglomeración de caballos, acompañantes y servidores. Gentile da Fabriano es el maestro de esta Adoración, artista casi de una sola obra. El espíritu, como dice el libro santo, sopla cuando quiere y no sabemos de dónde viene, y a veces durante una vida sopla una sola vez. Este soplo, en el caso de Gentile da Fabriano, sirvió además para estimular a Benozzo Gozzoli a producir algo que ya es más que una simple pintura; la cabalgata de los Magos, de la casa de los Médicis, es un documento esencialmente histórico; fija el momento del mayor apogeo de Florencia, hogar del humanismo renaciente.

Cortejo de los Magos (detalle), de Benozzo Gozzoli (capilla del Palacio Medici-Riccardi, Florencia). Representación a caballo del emperador Juan Paleólogo. Inspirándose en la tabla da Gentile da Fabriano sobre el mismo tema, que se hallaba en la iglesia florentina de la Trinidad, Gozzoli, en el apogeo del dominio de su arte, realizó un auténtico documento histórico acerca de la corte florentina del quattrocento. Los Reyes Magos se han convertido en un tema pagano, en un ardid para representar a los grandes señores de la familia Médicis, a sus amigos y a sus huéspedes ilustres, con una profusión del detalle extraordinaria. 

Además de la cabalgata de Benozzo Gozzoli, la capilla de los Médicis, en su palacio de la vía Lata, poseía otro tesoro: el retablo del altar, con la Virgen y el Niño, obra del atribulado fray Filippo Lippi, actualmente en el Museo de Berlín. Hacia aquel altar, pintado sobre tabla, Benozzo Gozzoli hizo desfilar lentamente el cortejo de los tres Reyes con su séquito. Filippo Lippi (1406-1469), el autor del altar, fue fraile, precisamente, del convento del Carmen, donde se encuentran los frescos de Masaccio.

Acaso aprendería del gran maestro la técnica, que es una de las bases más firmes del gran arte de fray Filippo; pero su espíritu era tan personal, tenía un sentido tan original para apreciar la naturaleza, que sus pinturas destacan entre las de los cuatrocentistas florentinos por una nota casi exótica de persistente romanticismo. Sus Vírgenes son siempre niñas, de piel transparente, que juntan las manos blandas y miran como extrañadas al Infante recién nacido, incapaces de comprender todavía su propia maternidad. Las figuras accesorias son mucho menos interesantes. Sólo en la Adoración de la capilla de los Médicis -la que hoy se halla en el Museo de Berlín- San Juan es ya un niño inteligente de formas redondeadas, pero el paisaje es de belleza fantástica, iluminado por luces misteriosas; sus selvas y rocas fosforescentes parecen como el anticipo de los fondos románticos de Leonardo. El suelo está tapizado de bellísimas flores; la luz cae en rayos rectos desde la gloria, abierta en un cielo oscuro, del que salen el Padre y el Paráclito. Los árboles son también los pinos de la selva, como vemos en los frescos de Benozzo Gozzoli, y en el suelo las hierbas florecen abundantes entre las rocas, en pleno invierno.

Anunciación de Filippo Lippi (Palacio Barberini, Roma). Lippi representó una Virgen tímida, turbada por la aparición del ángel, sensiblemente humana. El paisaje que aparece por la ventana entre columnas de mármol (aplicación de la "ventana abierta" de Alberti) incorpora a esta obra de decoración preciosista y ambiente irreal la contraposición de la naturaleza como símbolo del mundo.  

Acaso este amor profundo a la naturaleza libre, que sentía fuera de toda regla, dio a las pinturas de fray Filippo su valor tan grande de juventud. Algunas de sus Madonas reproducen una misma mujer, que parece fue Lucrecia Butti, la monja de Prato con la cual se casó después, por haberles relevado el papa Pío II de sus votos.

Las mismas cualidades, el mismo ideal de fray Filippo encontramos, exageradas, en una de las primeras obras de su hijo Filippino (1457-1504): el cuadro de la aparición de la Virgen a San Bernardo, de la iglesia de la Abadía, en Florencia, obra admirable de singular idealización de la realidad. San Bernardo inclina la cabeza, sorprendido, ante la figura de la Virgen aunque sin extrañar que la celestial Señora compareciera a dictarle su tratado sobre el Cantar de los Cantares, que está escribiendo en el pupitre, porque acostumbra a dialogar con ella en la oración.

La Virgen es una florentina delicada, de largo cuello pálido y cabellos de oro, que escapan del peinado, retenido apenas por el velo transparente. El nimbo es cristalino, la luz se diluye dibujando las manos finas y los ropajes resplandecientes. En la técnica y en el paisaje, Filippino se muestra mucho más adelantado que su padre, y sus cualidades se pondrían plenamente a prueba al recibir el encargo de continuar la decoración de la capilla Brancacci del Carmine, que Masolino y Masaccio habían dejado sin terminar. En sus frescos del Carmen, realizados en 1484-1485, Filippino se deja llevar por la influencia de Masaccio hasta el punto de confundirse con él en estilo y color. Pero a lo largo de toda su vida lo caracterizó la preocupación por los ritmos determinados por una gran inquietud de dibujo y de líneas.

⇨ Virgen y el Niño (detalle), de Filippo Lippi (Aite Pinakothek, Munich). Lippi ejecutó el rostro de la Virgen en escorzo tomando como modelo a su esposa Lucrecia Butti, que había sido religiosa en Prato y que sirvió de modelo para casi todas las Madonas de este pintor, ex fraile del Carmelo. Vestida a la antigua, la Virgen resalta sobre un fondo de paisaje, idealizada por la perfecta aplicación del color.   



En la segunda mitad del siglo XV, Florencia se encuentra en posesión de un ideal bien definido para el arte y para la vida. Ya no son únicamente los grandes mecenas, como Cosme de Médicis, y algunos espíritus superiores, como Brunelleschi, Masaccio y los eruditos y humanistas que tenían a su lado, sino que entre las nobles familias, y aun entre la clase media y el pueblo, se difunde un nuevo criterio de la vida, dedicada al placer intelectual y al gusto aristocrático de las formas bellas.

Verdaderamente, éste es el momento supremo de la amable y refinada civilización florentina, que florece entre cantos, joyas y pinturas. A los tiempos de formación del gran Cosme han sucedido los de sus nietos Juliano y Lorenzo, ambos jóvenes, enamorados y artistas. La misma belleza es fácil; no hay que descubrirla dolorosamente, como tuvo que hacerse en los primeros años de aquel siglo. A los genios rebeldes; semitrágicos, como Donatello y los precursores compañeros de Cosme, han sucedido otros espíritus más sutiles, que pueden darse cuenta de toda la grandeza del momento que les ha sido dado inmortalizar.


Aparición de la Virgen a San Bernardo de Filippino Lippi (iglesia de la Abadía, Florencia). Este pintor, hijo de Lucrecia Butti y de Filippo Lippi, trabajó diez años en el taller de Botticelli. La observación minuciosa, la hábil disposición de las figuras en un paisaje, el perfecto retrato de San Bernardo idealizado y la Virgen, una florentina de largo cuello pálido y rizos rubios que escapan del peinado retenido por un velo transparente, caracterizan la gran preocupación de Filippino Lippi por el dibujo y por los ritmos lineales. 

La Florencia cuatrocentista, que veíamos sólo aparecer disfrazada en la Adoración de los Magos, de Benozzo Gozzoli, se presenta sin ambages en las obras de los dos grandes maestros de esta segunda generación: Domenico Ghirlandaio y Alessandro o Sandro Botticelli, ambos hijos de artesanos, un cordonero y un tonelero, pero elevados por el arte a la amistad y el favor de las más encumbradas familias florentinas. Los dos fueron llamados a Roma hacia el año 1481 para pintar, en unión de Perugino, algunos frescos en las paredes laterales de la Capilla Sixtina del Vaticano; pero su actividad y su arte hubieron de manifestarse más eficazmente en la ciudad de Florencia.

Ghirlandaio (1449-1494), más equilibrado que Botticelli, permanece algo apartado del gran cuadro de la vida florentina que le toca ilustrar. El retablo de la Adoración de los Pastores, de la capilla Sasseti, por él decorada, del convento de la Trinidad, actualmente en el Museo de la Academia, nos da clara idea de su espíritu y educación. Sus pastores son gentes sencillas, campesinas, que el hombre de la ciudad se place en sorprender entre sus rebaños; la Virgen es una florentina joven y elegante; a lo lejos se ve la cabalgata de los Magos, en un panorama de colinas pobladas como las de Toscana. Un arco de triunfo, dedicado a Pompeyo Magno, se levanta en medio del camino. El sarcófago con una inscripción y las columnas clásicas que sostienen el techo del pesebre, todo indica que esta pintura fue ejecutada por el artífice después de su regreso de Roma.

⇨ Retrato de un anciano de Filippino Lippi (Galleria degli Uffizi, Florencia). Esta obra bastaría para situar a su autor entre los grandes artistas de su época. La profundidad psicológica del rostro, la sobriedad del color, el perfecto trato del modelado y la humanidad reflexiva del anciano son dignos de los más grandes retratistas flamencos. Los ojos del retratado captan toda la atención del espectador, quien, inmediatamente después, admira el contorno surcado de las arrugas de los ojos y la frente, que acentúan la dignidad de la vejez.  



En otro retablo de la Epifanía, en el Hospital de los Inocentes, Ghirlandaio presenta aún la composición con más simetría: las figuras de los Reyes, acompañantes y santos se distribuyen en rededor de una pequeña Virgen, debajo de un cobertizo sostenido por pilastras cuatrocentistas, encima del cual hay un coro de ángeles. En esta obra el paisaje del fondo, inspirado en elementos reales, un puerto y una ciudad entre colinas, tiene la precisión fantástica y terrible de las imágenes soñadas.

En la misma capilla del convento de la Trinidad, donde estaba su Adoración de los Pastores, Ghirlandaio, que debía representar los temas de la vida de San Francisco de Asís, introduce en sus composiciones, en las figuras secundarias, grupos de retratos de las familias Médicis y Sasseti, con sus familiares y amigos, presentes en la escena como si a ello les diera derecho, no su piedad, sino la elegancia refinada de su ropaje y el gesto artístico con que se presentan. Estos frescos fueron realizados hacia el año 1485.

Retrato de un anciano con su nieto de Domenico Ghirlandaio (Musée du Louvre, París). En la nariz deforme de este personaje Ghirlandaio llevó el realismo a su extremo, siguiendo fielmente el espíritu del retrato flamenco. El elemento natural, que se ve a través de la ventana abierta, es típicamente italiano y el contraste entre las expresiones del anciano y del niño ejemplifica la experiencia y la inocente ingenuidad. 


Virgen y el Niño con los santos Dionisia, Domingo, Clemente y Tomás de Aquino de Domenico Ghirlandaio (Gallería degli Uffizi, Florencia). En esta obra Ghirlandaio convierte la escena casi en un hecho cotidiano, con un gusto por la narración heredado de Gozzoli y Lippi. La serenidad de la Madona preside el cuadro sobre un fondo de arquitectura que destaca sobre el límpido cielo. En torno, los cuatro santos, que vivieron en épocas y países distintos, aparecen agrupados en una escena celeste que se desarrolla, sin embargo, en un espacio que tiene las características del espacio real.  

Sin embargo, cómo podía Ghirlandaio transformar una composición mística del siglo anterior en un cuadro lleno de la gente mundana de su tiempo, se ve mejor todavía en la serie de frescos que pintó en el ábside de la gran iglesia de Santa Maria Novella, en la propia Florencia. Este ábside, cuadrado, conservaba aún resto de las pinturas trecentistas, con la vida de la Virgen, aunque tan descoloridas, que exigían una sustitución. Es posible que Ghirlandaio respetara los asuntos allí trazados, pero las santas figuras fueron encerradas en estancias decoradísimas con todo el lujo florentino de ricos arrimaderos de nogal tallado, con taraceas y techos espléndidos, y fueron vestidas con ropajes recamados con la fastuosidad y buen gusto propios de los nobles de su tiempo.

Los frescos de Santa María Novella fueron pintados por encargo de la opulenta familia Tornabuoni, emparentada también con los Médicis; por esto aparecen allí los individuos de la casa, con su clientela de artistas y eruditos. En la escena de la Visitación se reconoce a Juana Albizzi, casada con Lorenzo Tornabuoni. En la que representa la Natividad del Bautista, otra dama de la misma familia se adelanta pausadamente hasta el centro del cuadro, con su séquito de dos dueñas y una sirviente que lleva una canastilla de flores.

Adoración de los Pastores de Domenico Ghirlandaio (Hospital de los Inocentes, Florencia). En el primer plano está situada la Virgen arrodillada junto al Niño, y tras él se ve a San José, y los animales, bajo un techado sostenido por pilastras cuatrocentistas. A la derecha de la composición hay un grupo de pastores que vienen a adorar al Niño. Al fondo del cuadro, hacia la izquierda, aparece un grupo de pastores que acuden presurosos. 


Retablo de la Epifanía de Domenico Ghirlandaio (Hospital de los Inocentes, Florencia). Se ha dicho que esta obra revela la mano de varios colaboradores; hay que tener presente que el taller de los Ghirlandaio, en principio de tipo familiar, llegó a estar organizado a escala casi industrial y suministró su producción a varias ciudades. Sin embargo, esta obra denota la simetría y el equilibrio de las mejores piezas de Ghirlandaio. 

⇦ Retrato de Giovanna Tomabuoni de Domenico Ghirlandaio (Colección Thyssen Bornemisza, Madrid). Al parecer este retrato de Ghirlandaio corresponde a Giovanna degli Albizzi, mujer de Lorenzo Tornabuoni, quien también aparece en la Visitación del mismo artista en los frescos de Santa María Novella. Los Tornabuoni eran una rica familia florentina, emparentada a los Médicis. 



En la Natividad de María, que hace frente a ésta, en el lugar mejor iluminado del ábside, una jovencita elegante, Luisa Tornabuoni, se adelanta también acompañada de varias señoras de respeto, como si fuese ella el personaje principal y la Natividad del Precursor y de la Madre de Dios hubieran ocurrido tan sólo para que ella pudiese presenciar la escena, sin arrodillarse ni perder su aristocrática compostura. Las mujeres participan así también de los gustos y la gloria de su época, y acaso galantemente se les reservó el mejor lugar en esas dos Natividades.

Pero en otro fresco, que quiere representar la aparición del ángel a Zacarías, las dos figuras principales se pierden en el fondo, dentro de un nicho decorativo que forman las arquitecturas. El primer término lo ocupan totalmente los diversos grupos que forman los ricos patronos de la capilla con sus allegados, entre ellos el propio pintor. Allí están Marsilio Ficino, el primer helenista de su época, gran amigo de Cosme de Médicis, ya algo viejo, con su capa y sus cabellos blancos; Poliziano, el poeta y preceptor ilustre. Según Vasari, los que con ellos platican son Demetrio el griego y Cristóbal Landino.

Natividad del Bautista de Domenico Ghirlandaio (Santa María Novella, Florencia). Esta escena pertenece a la serie de frescos que realizara Ghirlandaio para la iglesia de Santa Maria Novella sobre la vida de San Juan Bautista. En una habitación claramente renacentista se representa la escena, en la que el santo es atendido por una muJer, mientras su madre, Isabel, se recuesta en la cama recibiendo la atención de una joven. 


Anuncio del ángel a Zacarías de Domenico Ghirlandaio (Santa María Novella, Florencia). Escena de serie sobre la vida de San Juan Bautista en la que Zacarías, esposo de Isabel, recibe la visita del ángel mientras oficiaba en el templo para anunciarle el nacimiento de su hijo. 

Con sencillez irreprochable Ghirlandaio llenaba sin fatigarse las paredes de las capillas de Florencia con esas series de frescos, que son tan importantes y preciosos, por lo que tienen de laico y de profano, y porque enseñan cómo, renovándose el paganismo en las costumbres y en las ideas, los florentinos empleaban ya los temas cristianos sólo como una base de composición. Los artistas se entregaban al nuevo ideal con ardor de neófitos y superaban en muchos puntos la propia libertad de los antiguos. Les favorecía la presencia en aquel medio refinado de las doncellas y matronas cultas que no retenían el espíritu con escrúpulos y temores, sino que participaban del fervor renacentista sin esnobismo ni petulancia. Son abundantes los retratos de las florentinas ilustres del siglo XV. Mas, vivir adelantándose a los tiempos, como trataron de hacer las gentes de Florencia del siglo XV, era peligrosísimo.

En una vanguardia espiritual, el enemigo más temible se lleva dentro. Son las nostalgias por todo cuanto se ha dejado atrás lo que agobia y debilita la marcha del progreso. Por esto el segundo gran maestro de esta generación, Sandro Botticelli, siendo un espíritu contagiado de estas nuevas ansias, que parecen tan modernas, sufre deseos inasequibles y dudas tormentosas ante el conflicto que le plantean sus ideales.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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