Pedro Pablo Rubens nació en Siegen
(Alemania), de padres flamencos desterrados, el 28 de junio de 1577. Jan
Rubens, su padre, se había hecho calvinista, lo que ponía en peligro su vida en
la Amberes dominada por el yugo católico del ocupante español. Así que con su
mujer, Maria Pypelinckx, y sus cuatro hijos se establece en Colonia como un
refugiado más. Pero en Alemania daría muestras de lo más inconsciente de su
carácter, pues se convierte en amante de la princesa Ana de
Sajonia, quien lo ha tomado a su servicio como secretario. El padre del artista
hubo de purgar una pena de reclusión en el castillo de Dillenburg. Por fin, la
condena terminada, Jan y los suyos se instalan en Siegen, en donde va a nacer
Philip -el futuro humanista- en 1573, y cuatro años más tarde nuestro Peter
Paul, alemán involuntario, aunque siempre flamenco de alma. Un año después, los
Rubens pueden volver a Colonia, y tras la muerte del padre la familia se
instala en el Meir, centro de
Amberes, tratando de casar a la hija mayor sin dejar por eso de ocuparse de la
educación de los hijos más jóvenes.
⇦ Retrato ecuestre del duque de Lerma de Rubens (Museo del Prado, Madrid). Con este cuadro Rubens será de los primeros pintores que aborde el tema del personaje montando a caballo y en escorzo frontal.
Corre el año 1589; Peter Paul
empieza a frecuentar la escuela latina de Rombaut Verdonck. Desgraciadamente,
pocos meses pudieron durar esos estudios. No había para tanto en casa de Maria
Pypelinclx, y para dotar a su hija Blandirse hubo que sacar a Peter Paul de la
escuela y colocarlo de paje en casa de la condesa Margarita
de Ligne d' Arenberg. Finalmente, en 1590 su misma madre consiguió hacerlo
entrar de aprendiz en el taller de un pintor local.
Se ha llegado así a un punto
espinoso, el de los estudios del joven pintor dentro ya de su propia
especialidad.
Lo clásico era, hasta hace
relativamente poco, decir que Rubens había estudiado con tres maestros sucesivos:
Tobías Verhaecht, Van Noort y Octavio van Veen, más conocido quizá como Otto
Venius. Para Leo van Puyvelde, el gran especialista belga, nada de esto es
cierto, y lo que le hace dudar es que hasta el siglo pasado casi no se conocían
obras seguras de los presuntos maestros, aunque parece casi seguro que Rubens
trabajó con Venius.
El hecho incontrovertible es que,
a los veintiún años, Rubens se convierte oficialmente en pintor. Dos años
después Rubens está en Italia buscando trabajo. Su hermano Philip se encuentra
ya en Roma empleado como bibliotecario, pues Italia es entonces el punto de
mira privilegiado de todo humanista o pintor.
⇦ Descendimiento de Rubens (Catedral de Amberes). Bajo la protección del archiduque Alberto y del burgomaestre Nicolás Rockox, el artista recibe el encargo de pintar este cuadro para la iglesia de Santa Walburga. El resultado es una obra maestra en que Cristo aparece rodeado de varios personajes bajo una iluminación cenital que imprime una fuerza extraordinaria a la escena.
Mantua. Rubens tiene veintitrés
años y ha llegado -no se sabe cómo- a la corte de Vincenzo Gonzaga. Casi junto
con Rubens entra al servicio del duque otro joven pintor flamenco, Pourbus el
Joven. Años después ambos terminarán en la corte de María de Médicis, cuñada de
Gonzaga que ha llegado a reina de Francia por su casamiento con Enrique IV. Más
tarde, Rubens, ávido de encontrarse con su hermano, va a verlo a Roma allá por
julio del año 1601. La Pietà (Galería
Borghese) prueba el impacto que el antiguo arte romano iba a producir en el
joven pintor flamenco.
Rubens pintó el casamiento por
poder de María con Enrique IV en Florencia para la gran serie del Louvre. Meses
después vuelve a estar en Roma. ¿Lo envió acaso el duque? ¿Fue, por el
contrario, el archiduque Alberto quien se lo" pidió prestado"? El
dicho archiduque se había casado con Isabel Clara Eugenia, hija preferida de
Felipe II. Ambos se instalaron en Bruselas como gobernadores de los Países
Bajos. El archiduque había sido anteriormente cardenal de la basílica romana de
Santa Croce in Gerusalemme, y fue para ese templo que le pidió, al joven
desconocido que era entonces Rubens, tres grandes cuadros de altar, que hoy se
encuentran en el hospicio del Petit-Paris, en Grasse, al sur de Francia.
No hay que seguir adelantando en
la vida sin echar una mirada a la
obra. En estos últimos años la lista de las obras de Rubens
ha sido rehecha. Muchas atribuciones dudosas han sido suprimidas y cuadros que
figuraban como anónimos o mal clasificados van a parar a su certero repertorio.
Entre ellos se encuentran dos retratos de hombre. Uno es el llamado Retrato de un joven sabio (colección
privada, Nueva York) y el otro, atribuido al español Pedro de Orrente, es el Retrato de joven pintor (Museo de
Filadelfia), que para algunos podría constituir un verdadero autorretrato.
Últimamente las revistas especializadas han propuesto muchos presuntos Rubens
de juventud: un Juicio de Paris
(National Gallery, Londres) anterior al más antiguo de los del Prado y una Leda (colección privada, Londres) previa
a la otra que Rubens hizo (se quemó en Fontainebleau) sobre un original de Miguel
Ángel.
Adoración de los Magos de Rubens (Museo del Prado, Madrid). Pintado hacia 1609 por encargo del Ayuntamiento de Amberes, este gran lienzo, de composición claramente triangular, fue regalado al embajador español Rodrigo Calderón y el pintor lo amplió luego, unos quince años después, durante su estancia en Madrid. Añadió entonces su autorretrato a caballo, que se ve a la derecha, cuidando de no romper el estilo original. Las ofrendas cuantiosas que traen los Magos en su cortejo oriental obligan a doblar las espaldas de los esclavos, cuya vulgaridad se contrapone a la inefable delicadeza de la Virgen que presenta gozosa a su hijo, un niño regordete.
Pero, ahora hay que ir,
directamente, a algunos cuadros conocidos, como la ya citada Pietà y una Susana, también en la Galería Borghese de Roma; y en fin, a los tres
cuadros de Grasse. La primera es un verdadero "montaje": un sarcófago
romano bien pintado, un arco de personajes un tanto teatralmente dispuestos, un
Cristo hermoso, salvo en la ejecución del escorzo de una pierna, nada
convincente. La entonación es cálida y aun oscura; en cambio, la Susana, por el contrario, es más rojiza
y carnal, si bien posee todos los valores futuros del maestro, diríase que los
proclama de manera un tanto agria. Por último, los cuadros de Grasse: La exaltación de la Cruz por Santa Elena,
La coronación de espinas y La erección de la Cruz, representan en
su carrera sólo un afán deliberado de "italianizarse" (Van Puyvelde).
La organización de las masas lo lleva ya, poco a poco, a esa expresión
monumental que será, por último, su nota distintiva.
En este punto se ha dejado a Rubens
terminando estos cuadros en Roma; hay que retomar ahora su vida. Un año después
de la vuelta a Mantua, en 1603, el duque lo manda en misión a España, por lo
que no hay duda de que el joven artista debía de poseer excepcionales
condiciones de trato.
Rubens regresa con unas copias de Rafael dañadas pese al cuidadoso embalaje. El pintor, que al principio no
quiere retocadas, lo hace finalmente, y tan bien que nadie ha reparado en el
episodio. Y como hay dos cuadros impresentables, Rubens encuentra la oportunidad
para dar una de sus propias obras: un Demócrito
y Heráclito.
El más importante es, sin
embargo, su Retrato ecuestre del duque de
Lerma, que ahora forma parte de las colecciones del Prado y tiene el mérito
de ser de los primeros en que se aborda el tema iconográfico de caballero y
montura vistos en escorzo frontal.
El rapto de las hijas de Leucipo de Rubens (Aite Pinakothek, Munich). Sin duda, una de las telas más fel1ces de la primera época del artista. Podría decirse que recuerda a la vez a Tiziano, el Tintoretto y el Veronés, pero con una vitalidad triunfante, absolutamente flamenca. El estremecimiento sensual de estos cuerpos femeninos, anchos y descompuestos, de carne palpitante, se contrapone hábilmente a la combatividad cerrada de Cástor y Pólux, y al gesto malicioso de los "putti". El ritmo dinámico es, desde luego, el gran protagonista de esa composición en que la violencia se transforma en amor.
Vuelto a Mantua, el indeciso
duque le encarga al fin tres obras: una Santísima
Trinidad adorada por la
familia Gonzaga, un Bautismo
de Cristo (Amberes) y por último una Transfiguración
(Nancy). Las obras estaban destinadas a la iglesia de los jesuitas en Mantua.
La primera, hay que imaginarla en su totalidad, reconstituyendo entre sí los
distintos fragmentos que han quedado, ya que fue salvajemente dividida por los
soldados de Napoleón.
A fines de 1605, Rubens vuelve a
Roma y va a obtener el importante encargo de un gran cuadro de altar para el
templo. El tema es el de la Virgen
adorada por ángeles y santos. Una primera versión de Rubens fue retirada
poco después. Rubens pintó otros tres cuadros: uno central y dos laterales que
siguen estando en la iglesia romana de la Vallicella. Para
terminar el balance de lo pintado hasta entonces, 1608, año en que vuelve
precipitadamente a Amberes con motivo de la muerte de su madre, hay que decir
que quedarían por mencionar una Adoración
de los Pastores (iglesia de San Felipe Neri, en Fermo, Italia), un Paisaje con el naufragio de Eneas y Hero y Leandro.
De nuevo en su tierra, Rubens va
a tener dos protectores: el propio archiduque Alberto, para quien ya había
trabajado, y el varias veces burgomaestre Nicolás Rockox.Y no tarda mucho en
contraer matrimonio con Isabella Brant, catorce años más joven.
⇨ Entrada triunfal de Enrique IV en París de Rubens (Galleria degli Uffizi, Florencia). En este cuadro se percibe un cambio en la técnica pictórica del autor, que realiza unos contornos más imprecisos y utiliza una gama cromática más uniforme. Los personajes, además, ocupan todo el lienzo acompañando al monarca en actitud de celebración.
La pareja se instala en casa de
la esposa y pronto Rubens logra dos encargos importantes: la Erección de la Cruz y el famoso Descendimiento, ambas para iglesia de
Santa Walburga, de Amberes. Ha pintado antes una Adoración de los Magos que hoy está en Madrid (Prado). El primero
es un cuadro de intenso dibujo. Las figuras se retuercen y quieren dar a toda
costa una impresión de fuerza. El segundo -se trata de dos trípticos- parece lo
contrario: un auténtico ejercicio de espiritualidad. Con más aire que el
primero, las actitudes se encadenan entre sí de manera armoniosa, la expresión
viene determinada por la luz que cae de lo alto. No se trata, de cualquier
modo, de la obra maestra absoluta. Ni tampoco es el caso de la hermosa Adoración
de los Pastores de la iglesia de San Pablo, en Amberes, que retoma la
primera versión italiana del tema mejorándola de forma ostensible y es un
ensayo del estilo "tenebrista".
La vida de Rubens se organiza.
Varios hijos nacen del matrimonio y se hace construir una casa que ya sobrepasa
las exigencias de la burguesía acomodada y un gran taller en donde lo ayudan
los discípulos.
Hacia 1618-1620, el pintor conoce
su primer gran momento de exaltación. Cuando se compulsa una cronología,
aparecen muchos cuadros importantes de esta época. La verdadera "manera
Rubens" aparece en el horizonte de la historia de la pintura. Infinidad
de estudios del natural, cabezas de sus hijos, bocetos de los personajes
retratados, detalles de vegetación. Ya ha pintado los retratos de los
archiduques con fondos de castillos (Prado) en 1615. Se apresta a realizar el
tríptico de la Incredulidad de Santo
Tomás, que, además de la escena bíblica, comporta sendos retratos de Rockox
y su esposa. Hay aquí un vuelco en la pintura de Rubens. Se diría que retorna a
la tradición de la buena pintura flamenca del acabado perfecto, utilizando una
entonación clara que ya no abandonará.
⇦ Venus ante el espejo de Rubens (Colección Liechtenstein, Vaduz) Una de las más bellas composiciones de este artista, el más grande pintor flamenco del siglo XVII. La mujer se convierte para este pintor en un himno de gloria a la vida, expresado en un estilo claramente barroco, de riquísimos matices. "Rubens é un italiano", escribió Berenson, y viniendo de este estudioso fue el mejor de los elogios.
De 1618 son dos obras maestras y
diametralmente opuestas: El rapto de las
hijas de Leucípo (Munich) y La última
comunión de San Francisco (Amberes). En el primero, la forma casi cuadrada
obliga a una sabia composición en las que Rubens es maestro. Dos caballos se
encabritan y sirven de fondo a la acción en la que Cástor y Pólux
raptan a las dos rubias hermanas. Los cuerpos de las jóvenes desnudas producen,
en el centro mismo del cuadro, una tangente dinámica.
El gran cuadro religioso de esta
época es el otro que se acaba de citar. Si el primero es una escena al aire
libre, éste tiene lugar en un local cerrado e indefinido. Si en el otro se
trataba de acción violenta con implicaciones eróticas, aquí se alcanza una
cumbre de espiritualidad. Parece mentira que este pintor sea el mismo. El que
no ha visto sino los cuadros del Prado y del Louvre -¡y sabe Dios si son
buenos!- no puede, con todo, hacerse una idea de los grandes cuadros religiosos
que, en general, siguen en su tierra natal, porque casi siempre fueron
concebidos como cuadros de altar. A partir de este cuadro, Rubens se transforma
también en uno de esos pintores como los que necesitaba la Contrarreforma para
poder persuadir.
⇦ La Virgen rodeada de santos de Rubens (depositada temporalmente en el Museo de Amberes). Pintada en 1628, es una obra notable por sus efectos lumínicos y por esa calidad perlada que lo unifica todo. Estuvo en la capilla funeraria de Rubens, en la iglesia de Saint-Jacques de Amberes.
Por ese entonces, Rubens también
creó una serie de cuadros (el contrato habla de 39 paneles) para la Casa
profesa de los jesuitas de Amberes. La estupenda iglesia de San Carlos Borromeo
se incendió en julio de 1718 y allí se destruyeron dichas obras de Rubens (se
salvaron cuatro). Poco después le llega el encargo de la serie para el Palacio
del Luxemburgo, en París. Entre 1621 y 1625, sin dejar los otros encargos ni de
viajar, Rubens iba a llevar a término esta serie (actualmente en el Louvre) que
consta de dieciséis composiciones verticales y tres enormes composiciones
apaisadas que se encuentran a mitad del recorrido. Si bien los diferentes
episodios están tratados con una verba y una soltura magistrales, cuando hoy se
entra al Salón que los muestra estas grandes composiciones no pueden dejar de
parecer un poco"lamidas" como pintura y un poco tiesas en su
aparatosidad.
En cambio, los dos grandes
cuadros apaisados de la Galería de los Uffizi: Enrique IV en la batalla de Ivry y la Entrada triunfal de Enrique W en París, pintados posteriormente a
la serie de la reina, tienen ya un temblor "moderno"; los contornos
son más imprecisos, los colores más apastelados y en una gama sorda recrean la
calidad que tenían los buenos frescos y los tapices de esa misma época: unidad
cromática, iluminación convencional pero homogénea. Con ellos se desemboca en
la última gran manera, que es la que va, grosso
modo, desde 1628 hasta su muerte, acaecida en 1640.
Hay un momento crucial en la vida
de Rubens, que es el que abarca los años 1625 y 1626. Mueren, con pocos meses
de diferencia, Jacobo I de Inglaterra; Mauricio de Nassau en Holanda; Enriqueta
María de Francia se casa con Carlos I de Inglaterra; Breda es tomada por el
italiano Ambrogio Spinola al servicio de España. Después de entregar en 1625 la
doble serie de la vida de María y la de Enrique N (de esta última ejecutó solamente
dos grandes telas que están hoy en Florencia), Rubens vuelve a Amberes, pero
cuando la peste se declara, se retira con su familia a Laeken. Sigue pintando,
pero pronto, en 1626, tendrá el dolor de perder a su primera mujer, Isabella
Brant, que le había dado tres hijos.
Desembarco de María de Médicis en Marsella de Rubens (Musée du Louvre, París). El lienzo, del cual se muestra la mitad inferior, describe un grupo de sensuales sirenas que más parecen rubicundas doncellas flamencas. María de Médicis, viuda de Enrique IV de Francia, encargó al pintor en 1622 una serie de lienzos para el Palacio del Luxemburgo, en París, que Rubens concluyó en 1625. El magnífico conjunto, glorificador de la regia pareja, se tiene por la obra maestra de la pintura decorativa del siglo XVII. En ella se confunden historia, mitología y alegoría.
Ya viudo, Rubens pasa, en 1628,
una nueva temporada en España. Combina entonces la misión di plomática y la
práctica de la pintura. En
esa época conoció a Velázquez, ya famoso pintor de cámara del rey Felipe N. En
1630 se casa con Hélene Fourment, de 16 años, con quien tendría cinco hijos.
Rubens, poco a poco, comienza a sentir achaques: artritis, dolores en las
manos. En la casa del Wapper, en su propiedad rural que es el castillo de
Steen, la vida familiar es plácida. El pintor acumula dinero y consideración.
Está enamoradísimo de su joven esposa y la pinta infinitas veces, hasta que el
30 de mayo de 1640, a
punto de cumplir los 63 años, el pincel se le caiga definitivamente de las
manos. Tres días después se celebra un funeral en la iglesia de Saint-Jacques,
donde sigue enterrado en una capilla privada que ornó durante siglos una de sus
más soberbias imágenes: La Virgen rodeada de santos. Hay que entrar ahora al
análisis de su pintura. Para empezar, hay etapas bastante fáciles de delimitar:
los primeros cuadros, que ya se han visto, dependen de la ensei1anza puramente
flamenca que el artista pudo recibir de sus maestros. Segunda época: la
experiencia italiana y española (1600-1608), en la cual, además de los cuadros
religiosos o mitológicos mencionados al pasar, habría que anotar varios
retratos pintados originalmente en Génova.
Juicio de Paris de Rubens (Museo del Prado, Madrid). La escena se halla dividida en dos zonas, agrupando a los personajes masculinos y femeninos. Las diosas reflejan, en su opulencia anacarada, el ideal femenino del pintor, y la figura central es considerada tradicionalmente un retrato de su segunda mujer.
Es obvia la tercera época: retorno a Amberes hasta la plena afirmación del estilo (1609-1618). O, dicho de otro modo: reteniendo treinta cuadros de la producción total del pintor, diez, forzosamente, tendrían que ser de este momento, y los otros veinte, de lo que va de entonces hasta la muerte. Lo latente se afirma en tal caso; hay distintas pruebas y distintas salidas. El resultado es lo que puede llamarse la pintura de Rubens, que se expresa a partir de cuadros religiosos, mitológicos, retratos. Además de los ya citados, se tendrían que mencionar la Batalla de Amazonas (Pinacoteca de Munich), Venus ante el espejo (colección Liechtenstein), la Huida a Egipto (Museo de Kassel y colección Gulbenkian, Lisboa).
Son de los años 1613 y 1614
respectivamente. El único "pero" puede ser cierta monotonía, que hay
que disculparle, ya que su talento "homogeneiza" toda la materia
prima y le confiere un sello rubensiano que es lo que ha sido más imitado y,
por último, lo único que es inimitable. Aquí quedarían El rapto de las hijas de Leucipo y de La última comunión de San Francisco, y quizás hubiera que agregar El hijo pródigo (Amberes).
Ninfas sorprendidas por sátiros de Rubens (Museo del Prado, Madrid). Pintado a modo de un friso, presenta los cuerpos femeninos clásicos de la estética de Rubens, defendiéndose del acoso de los sátiros en un paisaje bucólico.
Cuarto período evidente
(1620-1630), el que se inicia por las series de pinturas para San Carlos
Borromeo de Amberes y el Palacio del Luxemburgo en París. Muchos retratos
corresponden a este período "cortesano", que coincide con sus diez
años de diplomático. Ya se ha hecho mención de las series. De los retratos hay
que decir que no todos brillan a gran altura. Parecen estar ejecutados muchas
veces para "quedar bien". Sin embargo, no hay que olvidar dos
importantes obras de este mismo período: la famosa Adoración
de los Magos del Museo de Amberes y La
conversión de San Bavón, que se encuentra actualmente en la catedral de
Gante.
Es, no obstante, el segundo lustro del período 1620-1630 el más interesante. Sobre todo, ese año clave que es 1628. Algún último retrato de su esposa Isabella (Uffizi, Florencia) y dos culminaciones: los grandes cuadros de altar que se llaman igual, pero son muy distintos: La Virgen rodeada de santos, respectivamente de las iglesias de Saint-Jacques (capilla funeraria de Rubens) y de San Agustín (Amberes). Son estos dos de los momentos mayores y más logrados de Rubens. Todo lo mejor está en ellos presente: una composición monumental, una movilidad del pincel. A pesar de la variación cromática, se diría que una calidad "perlada" lo unifica todo: luz y sombra, cromatismo y hasta la materialidad de lo representado.
Perseo liberando a Andrómeda de Rubens (Museo del Prado, Madrid). En este cuadro, una vez más, el artista se recrea en un cuerpo femenino opulento, que era el prototipo de la época.
Podría hablarse ahora del último
momento en la década que precede a la muerte del pintor. Quedan aún grandes
composiciones: El martirio de San Livino
(Museo de Bruselas), San Ildefonso
recibiendo la casulla de manos de la Virgen (Museo de Viena), La subida al Calvario (Museo de
Bruselas), el enorme e inconcluso Milagros
de San Benito. No es cuestión de repetirse. Lo que ha hecho la fama de
Rubens está aquí presente en esta pintura religiosa de inspiración católica de
la Contrarreforma.
Quizá sea más interesante en este
momento postrero recoger todo lo que había aún de virtualidad en esa mano
serena que sabía controlar la "furia del pincel" (Bellori, hablando
de Rubens). Se está haciendo referencia a los cuadros profanos: los mitológicos
y los inspirados en temas populares flamencos; en fin, la invención del género
del "paisaje espiritual", antecedente de Fragonard y, sobre todo, de Watteau.
Hay que analizar por partes. Así
como Amberes es indispensable para la vista de conjunto, el Prado de Madrid es
el gran tesoro de los más opulentos desnudos femeninos de Rubens: los dos Juicios de París (ya se ha aludido al
antiguo), Las tres Gracias, Perseo liberando a Andrómeda (en que
parece hay que ver también la mano de Jordaens), las Ninfas y sátiros, y el otro del mismo tema, alargado como un friso:
las Ninfas sorprendidas por sátiros.
Todos ellos exaltan la belleza femenina del cuerpo desnudo.
La kermesse de Rubens (Musée du Louvre, París). Aquí el artista representa un numeroso grupo de personas bailando encadenados en medio del bosque y desplazándose de un lado a otro.
Es decir, Rubens "se
expresa" por la
mujer. Cierto que esas beldades parecen hoy casi obesas: no
hay que olvidar que era el ideal de una época. Las virtudes rubensianas están
en todas estas obras sin que nunca haya ruptura ni se note la violencia de una
solución. Todo se articula claramente y, a pesar de la complejidad compositiva,
todo se entiende como en un discurso bien llevado: el sentido plástico, el
color claro, las sombras transparentes.
Hay, sin embargo, en Madrid un
cuadro de Rubens que sobrepasa a su propia época: El jardín del amor. Aquí el pintor se transforma en adivino. Se
trata de esa fabulación, entre vista y soñada, que prefigura a la sociedad
refinada, curiosa y al mismo tiempo desencantada del siglo XVIII.
El Louvre de París, más
ecléctico, además de la incomparable serie de María de Médicis posee también un
cuadro impar como La kermesse, junto
con La danza campesina (Prado) y el
antiguo Hijo pródigo (Amberes).
Una palabra ahora sobre los
retratos. Magníficos cuadros en sí generalmente no son el fuerte de Rubens,
quizás el más grande pintor "exterior" de la historia. En eso,
precisamente, radica su modernidad. Rubens tiene algo de
"prescindente" que lo acerca, por ejemplo, a Renoir y a Matisse. Los
tres han cantado a la mujer casi como un pretexto. En ellos parece que fuera la
"idea de mujer", el "eterno femenino" lo que mueve sus
pinceles. Ahora bien: para pintar a la Mujer con mayúscula hay que pintar
mujeres con minúscula. Rubens ha puesto muchas veces entre sus diosas a alguna
de sus dos mujeres. Pero, más a menudo aún, ha representado sobre la tela un
rostro y un cuerpo que son como la representación utópica de su ideal de
belleza femenino. Fácil será comprender que un pintor así no sea un retratista “en
profundidad".
La danza campesina de Rubens (Museo del Prado, Madrid). Una vez más el pintor representa la alegría VItal del pueblo en esta danza colectiva de unos aldeanos. La composición es magnífica y el movimiento de los personajes está más que logrado.
El retrato es el género psicológico
por excelencia y antonomasia. Es decir, un retrato que parezca un “tipo"
será un buen cuadro, pero no nos dará nunca la impresión de la intimidad. En ese
sentido, no hay más remedio que reconocer que, por definición, el genio mismo
de Rubens no se prestaba a ese tipo de aventura. Con todo no hay que exagerar.
Una serie de bellísimos retratos le son debidos: hay que citar entre los
principales el del propio pintor con su primera mujer (Pinacoteca de Munich),
en el cual se ve a la joven pareja en un jardín.
Otros autorretratos soberbios
son, por ejemplo, el de Londres, en que el pintor posa esta vez todo de
terciopelo negro. Los retratos de Brígida Spinola, entre los primeros
cronológicamente, eran ejercicios de síntesis ítalo-flamenca. No hay que tomar,
en cambio, al pie de la letra los de María de Médicis, gruesa matrona con
papada, incapaz de inspirar si antes no se la somete a un proceso de
"idealización heroica". Para representar a Enrique IV -que el pintor
no llegó a ver nunca personalmente-, Rubens no hizo sino apoyarse en los
testimonios de su compatriota Pourbus, que lo había pintado mucho. Los
archiduques fueron pintados muchas veces a lo largo de sus vidas: con todo, no
se acaba de prestarles vida propia a esos suntuosos cuadros. Más le inspiran
ciertos hombres mayores con personalidad: los viste de negro, los presenta en
escorzo mirando al espectador. A Isabella la pintó con amor; quizá su mejor
retrato sea el de los Uffizi (1624 o 1625), en que aparece de raso oscuro con
su doble collar de perlas.
Rubens con su esposa Isabella Brant (Aite Pinakothek, Munich). Cuadro pintado hacia 1609, poco después del primer matrimonio del pintor. En esta obra se resume claramente el ideal de la felicidad burguesa, plácida y confortable, tan típico de la sociedad flamenca de la época.
Es Hélene Fourment la persona que
más retrató Rubens, más que a sí mismo, a sus hijos o a su primera mujer. La ha
visto en todas las formas. Quizá cuando más se comprenda su belleza es cuando
el pintor la ha fijado en la tela ocupándose de sus niños. No se sabe cuál
preferir de estos retratos, si el de Munich, en el que tiene al pequeño Frans
en las rodillas (circa 1634), o el de
París, en que, con sombrero, se muestra con dos de sus hijos (1636 a 1638). Esta última
tela es una maravilla de factura. Nada es insistido, todo ha guardado una
calidad abocetada que, inesperadamente, lo hace más misterioso y en todo caso
más moderno. Otra vez ha pintado a Elena de pie, vestida rle negro (colección
Gulbenkian, Lisboa). En fin, también la cuñada, Suzanne Fourment, ha merecido
un inolvidable cuadro, el llamado Le
chapeau de paille, de la National Gallery de Londres (1625).
Retrato del archiduque Alberto de Austria de Rubens (Museo del Prado, Madrid) Pintado en 1615 con la colaboración de su amigo Jan Bruegel, el rígido cuello enmarca el rostro voluntarioso y distinguido que parece contener la sonrisa. El paisaje, en diagonal, rompe la composición para oponer a la figura un soberbio castillo. En esta obra se recoge lo mejor de la ilustre tradición del retrato en Flandes.
Apenas si alguien ha propuesto en
la lista de las obras completas alguna naturaleza muerta de Rubens. Parece poco
tema para él. En cuadros ya antiguos, como el Filopomen -y en el modelo reducido del Louvre de ese mismo cuadro-,
se puede ver lo que Rubens es capaz de hacer con ese motivo. En cambio, el
paisaje le ha dado satisfacción y ha sido muy practicado en los últimos años de
su vida. Se puede citar La granja en
Laeken (1618), del Kunsthistorisches Museum. Mejor, sin embargo, cuando
Rubens entra en el juego verdadero del paisaje, éste como"estado de
ánimo", que ha sido así desde los impresionistas. Por ejemplo, el inolvidable Paisaje con un carro al
crepúsculo (datable entre 1625 y 1638), del Museo de Rotterdam; las dos
versiones del Paisaje con un arco iris
(Museos de Munich y Wallace Collection de Londres), o la también doble versión:
El parque de Steen (su castillo
propio).
Retrato de la archiduquesa Isabel Clara Eugenia de Rubens (Museo del Prado, Madrid). En este caso, el pintor también opta por contraponer un paisaJe a la figura, que luce una indumentaria suntuosa.
|
Autorretrato de Rubens
(Colección particular,
Londres). |
⇨ Ana de Austria de Rubens (Museo del Prado, Madrid). El regio hieratismo del personaje parece proseguir la tradición del retrato cortesano, típicamente nórdico, impuesto en el mundo por la corte de los Austrias.
Ya para acabar, una polémica que no se extingue. ¿Hasta qué punto Rubens se hacía ayudar por discípulos y hombres de confianza? Hace bastantes años, estuvo de moda decir que sólo los planteas y los retoques de último momento eran de él; los fragmentos difíciles y nobles: manos, rostros, veladuras, brillos. En una palabra: el toque maestro. Posteriormente Van Puyvelde dice que no; en fin, que no tanto. Los nuevos procedimientos de laboratorio permiten ver que hay una mano -la suya- en todos los cuadros que él admitió como propios. Hay otros, el Prado está lleno, de sus discípulos confesados, cuadros "a la manera de Rubens".
Admite el sabio belga lo que ya
se sabía y él proclamaba. En dos casos Rubens se hacía ayudar: para pintar
plantas, flores, animales pequeños, del minucioso pintor Bruegel de Velours
(1568-1625); y, otras veces, por Frans Snyders (1579-1657), que también ha llenado algunos huecos dejados
deliberadamente por el maestro que se concentraba en las figuras humanas como
único ejercicio digno de su estro.
Héléne Fourment con sus dos hijos, Claire-Jeanne y François de Rubens (Musée du Louvre, París). Una intimidad cariñosa inunda este retrato, la ternura de la madre que mira con inmenso amor a sus hijos, unos pequeños pintados con gran maestría. En esa obsesión del artista por pintar a las mujeres, Elena fue la preferida, ya que existen muchos cuadros dedicados a ella.
Filopomen de Rubens (Musée du Louvre). En este cuadro, el artista representa al héroe griego, un estratega de la Liga aquea, que intervino en las luchas entre los griegos y derrotó a Mecánidas, tirano de Esparta. Su vida fue inmortalizada por Plutarco y 1 Rubens interpretó sus hazañas en colaboración con Snyders.
Pero aun suponiendo que hubo más
ayuda que la que admite Van Puyvelde. No hay que caer por eso en el otro polo y
creer que en cuanto la obra es avanzada en el tiempo y amplia de tamaño,
forzosamente tiene que tener poco de la contribución del maestro. Su taller
estaba bien organizado, de él salieron obras desiguales, ¡qué duda cabe! No
basta tener un Rubens, hay que tener uno bueno. Se ha tratado de hacer
referencia aquí a los de esa categoría superior. Es inútil que el lector
retenga los mediocres en la obra inmensa -en todo sentido- de ese genio por
antonomasia que fue Peter Paul Rubens.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.