En
el momento en que el morador de las riberas del Nilo se puso a machacar el
extremo de una caña para hacer de ella un pincel con el que pudiera trazar
sobre la panza de una vasija la imagen de la forma que deseaba representar,
puede decirse que había nacido el dibujo que, en Egipto, se encuentra en la
base de toda noción de silueta evocada en dos dimensiones. Porque el bajo
relieve no se esculpió sin antes haber trazado con tinta su contorno: se
afirmaría que las primeras manifestaciones de este arte plástico, aportadas por
las famosas paletas de pizarra protodinásticas, representan una decoración en
relieve que previamente había sido señalada por el pintor o dibujante.
Incluso antes de que apareciese el bajo
relieve, las vasijas de cerámica de finales del neolítico ya venían decoradas
con una pintura designada con el nombre de "nagadiense" o
"nagadense" (de acuerdo con los nombres de las localidades a las que
fue atribuido su tipo). Se trata de vasijas que, después de una larga evolución
de su técnica y su forma, estaban destinadas a contener ofrendas alimenticias
en tumbas relativamente primitivas. Estas tumbas todavía no contaban con
capillas con las paredes decoradas, como será el caso de épocas posteriores, y
se puede tener la certeza de que era este recipiente principal, el que estaba
ornamentado con la escena esencial para el culto funerario y las necesidades
post mortem del difunto.
Aún no ha surgido ningún texto de aquella
época, lo cual no permite comentar la intención del ritualista. Sin embargo, tal
intención resulta evidente, ya que los temas representados en las cerámicas
constituyen un auténtico leitmotiv
con el que estaba estrechamente relacionado, según parece, el destino de
ultratumba de su beneficiario. El marco, en el cual muy bien podría situarse al
difunto, es el célebre paisaje del Nilo de aquel Egipto ya en plena opulencia,
extensamente regado por una riada generosa en la que flotan numerosas
embarcaciones de múltiples remos.
Aquí y allá sobresalen islotes por encima de las aguas, y las orillas cubiertas de arena aparecen pobladas de cazadores que se enfrentan al animal salvaje, pescadores que arrastran sus redes, el hombre al acecho de la trampa en la que ya han caído prisioneras las patas de los animales. Al hipopótamo le han clavado el arpón, el avestruz y el ibis galopan, la palmera y el áloe crecen libremente. Todo ello se encuentra en la primera tumba decorada de la protohistoria egipcia, ubicada en Hierakónpolis, donde la pintura ha invadido la pared y, sobre el barro recubierto con un fondo blanquecino, ya no aparece únicamente el trazo: se utiliza el ocre del desierto y la blancura hace resaltar las siluetas que estaban coloreadas con negro intenso.
En los albores de la historia, pues, la
pintura ha adquirido carta de ciudadanía. Pero habrá que esperar a las primeras
composiciones murales del Antiguo Imperio para que, junto al blanco y al negro,
se introduzcan también, en la gama de colores, los ocres rojos y amarillos, los
azules y los verdes, que producirán -puede apreciarse en el magnífico friso de
las ocas de Meidum- un arco iris de tintes excepcionales, mezclados unos con
otros, que pasan por los más suaves y refinados matices.
En el umbral de la historia de Egipto, la
pincelada del artista fue capaz de representar, dentro de perfiles de una
precisión tan audaz como ingenua, todo el conjunto de seres humanos, animales y
elementos inanimados, mediante una técnica que recuerda mucho la que, más
tarde, los especialistas utilizarán para las sombras chinescas. Los volúmenes
se adivinan gracias a la redondez de determinadas formas, y la perspectiva se
intuye de modo semejante a como se emplea en la actualidad para dar sensación
de lejanía. Sin embargo, a pesar de que la aparición del dibujo es anterior al
III milenio a.C., habrá que esperar hasta el período de la revolución cultural
y religiosa amarniense, de Tell el-Amarna (hacia 1380 a .C.), para que los
artesanos tengan derecho a transgredir e incluso infringir determinadas leyes
religiosas que regían en toda figuración.
Esta rigidez legal apunta a que el dibujo y
la pintura egipcios, de este período faraónico, no parece que llegaran a estar
nunca al servicio de una expresión artística, que tradujera únicamente la
emoción que un egipcio podía experimentar ante una línea armoniosa o en
presencia de determinado fenómeno que impresionara sus sentidos. Tampoco el
hombre del Nilo -entre el delta y la segunda catarata del río- se ha servido de
formas ni de colores para describir un sentimiento personal, una impresión,
siquiera confusa, o sus aspiraciones íntimas.
La pintura y el dibujo son primordialmente
una escritura, aunque una escritura ornamental que no sirve para expresar una
confidencia, ni para transmitir, mediante su-lenguaje, un mensaje estético; es
un medio, un auténtico instrumento para crear, de acuerdo con los preceptos
religiosos, un "ambiente", un mundo que hay que presentar distinto de
como aparece; las alusiones pintadas le permiten existir en un plano diferente
a la disposición del muerto. En diversas ocasiones se ha dicho que el egipcio,
en general, jamás produjo arte por el arte: la pintura no es una excepción a
esta regla.
No obstante, eso no impedirá nunca que un
pueblo tan dotado como el egipcio se sienta profundamente enamorado de la
pureza de una línea, la armonía de una forma, el equilibrio de la composición,
el inigualable juego de colores. Posee una sensibilidad artística innata, un
refinado gusto casi sin tacha y una habilidad lindante con el virtuosismo. A
ello se añade la natural amenidad de carácter del egipcio, pacifico y poeta,
contemplativo -capaz, por naturaleza, de analizar lo que le sirve de
espectáculo-, amante de la vida familiar y sociable con los demás. El humor no
le resulta extraño, la sátira discurre por sus venas.
Princesa
comiendo un pato asado (Museo Egipcio, El Cairo). Figura compuesta en un
bajorrelieve amarniense, que representa un momento cotidiano en el que una
joven está disfrutando del alimento.
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Por lo tanto, el dibujo y la pintura no son
más que escritura. Pero cuando, abandonando el trazo simple, el artista se
convierte en pintor y penetra en el campo de los colores, estas convenciones
desempeñan su papel a modo de fuegos de artificio, ya que la expresión
coloreada es también un género de escritura, un lenguaje mágico y nada se deja
a la aventura ni a la improvisación.
Con la pintura, se afirmaría que el símbolo
queda incluso ampliado. En Egipto, el color siempre ha sido un medio de
transposición de unos valores y nociones
fundamentales que corresponden a la naturaleza de los seres y las cosas, y no a
su aspecto. El verde, color del papiro tierno, evoca simultáneamente frescor y
juventud, y el negro es la tierra de Egipto, hecha del humus constantemente
fertilizado que da vida a ambas riberas. El rojizo, por el contrario, significa
la esterilidad, las arenas del desierto, en oposición a la opulencia y
generosidad de la tierra arable. Por extensión, todos los seres que tienen la
piel y el cabello rojizos estarán abocados al dios estéril de la turbulencia,
de la agitación, de la
agresividad. El blanco es la luz que apunta al amanecer, la
fosforescencia que libera del poder ctónico de los demonios. El amarillo
intenso representa el oro, carne de los dioses, incorruptible, imputrescible,
color de eternidad. El amarillo claro se utiliza para representar las carnes de
las mujeres; el moreno rojizo es el color de la piel de los hombres.
Al atender a la definición del rojo vivo
como color de la sangre: es la vida concentrada; es el tabú o la señal que se
encuentra incluso en el trazado de los títulos literarios y que los romanos han
transmitido con la utilización de la rúbrica. Queda el azul y sus dos tonalidades
principales: turquesa y lapislázuli. El azul muy profundo, lejanísirno, el que
forma la cabellera de todos los entes divinos, es el lapislázuli. Y la delicada
turquesa de radiaciones profilácticas, que conduce al nacimiento del mundo
antes de que apunte el alba, es el anuncio de una nueva vida; es la
transparencia de las límpidas aguas, del océano primordial en el que va a
lavarse las impurezas el dios que renacerá.
El lenguaje de los colores en Egipto está lejos
de haber sido analizado totalmente, y todavía son muchos los detalles
ignorados. Un estudio detallado tal vez llegue un día a descifrar que en este
país de la Tierra Amada ,
como en muchas otras partes del globo, los puntos geográficos podían estar representados,
en la antigüedad, por tonalidades diversas. Se ha pretendido explicar el
epíteto de color otorgado al mar Rojo, utilizando la noción geográfica que los
árabes, al igual que los chinos, tenían de los colores: en el campo de la
egiptología, se puede afirmar que los egipcios designaban muy a menudo el mar
con esta expresión: "el Verdísimo".
De hecho, en Egipto el color lo cubría todo:
era indispensable tanto para la obra arquitectónica, como para las demás artes,
antes de los actuales tiempos modernos. En este país de sol deslumbrante que es
la Tierra de los Faraones, cuanto más viva sea la luz, más violentos resultan
ser los tonos: las medias tintas sólo estaban reservadas a la decoración
interior. El color era la indumentaria de la arquitectura, su vestidura
esencial: los complementos de la arquitectura, las esculturas exentas y el bajo
relieve, también pasaban por las manos del colorista (en este caso, el término
resulta más adecuado que el de pintor). Porque son muy raros los casos de relieves
pintados llegados hasta la actualidad que permitan hablar de un auténtico arte
del pintor.
A su vez, en las escenas que representan una ceremonia al aire libre o un cuadro campestre, el pintor nunca pudo o quiso evocar aquella extraordinaria degradación que se produce en la suavidad del cielo, desde el horizonte hasta el cenit, en cualquier estación del año o a cualquier hora del día. Nada de eso fue recogido jamás por el pintor: era, sin duda, testigo atento de ello, pero su mente no estaba allí porque, para él y sus contemporáneos, tanto la nube como la puesta del astro eran debidos a la obra de las fuerzas contrarias al orden, que producen la perturbación o las tinieblas. Toda la decoración de las escenas representadas destaca, pues, sobre un fondo irreal, la atmósfera de otro plano, que es el del mito y el de las fuerzas ocultas.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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