Punto al Arte: La evolución

La evolución

Resulta todavía difícil tratar con exactitud de la evolución de la pintura egipcia con todos sus detalles. Más bien habrá que referirse a las grandes etapas del dibujo y la composición de las escenas. Porque si bien la necrópolis de los nobles del Imperio Nuevo, situada al oeste de Tebas, revela, a través de casi un millar de tumbas, la transformación de la pintura entre el comienzo de la XVIII Dinastía y el final de la XX, no es posible, en cambio, seguir con tanta facilidad el desarrollo de esta técnica y de este arte durante los Imperios Antiguo y Medio, por la razón básica de que se han conservado muchos menos testimonios, y cuando éstos subsisten, es evidente que su estado de conservación deja mucho que desear. Los colores se han marchitado, muchos de los detalles han desaparecido o bien el estado de la pared ha quedado tan transformado por la acumulación de sedimentos de toda clase, que habría que proceder muchas veces a la limpieza de la superficie para poder estudiar la pintura de aquella época.

Detalle de una pintura mural en una tumba (Beni Hasan). La necrópolis de Beni Hasan es una de las más importantes del Imperio Medio, a cuya época pertenece esta pintura que reproduce una mujer tocando el arpa.



Aparecen en este estado, por ejemplo, las célebres tumbas de Beni Hasan, cuya primera y utilísima publicación sólo presenta siluetas blancas y negras en numerosas paredes decoradas. Cuando se estudian esas pinturas, bajo la capa de hollín y suciedad que recubre los colores se descubre un dibujo y una coloración de tal habilidad, elegancia, incluso talento, y de tal originalidad, que resulta evidente el cúmulo de información insuficientemente explotada que permitiría, sin duda, emitir un juicio más completo sobre la expresión colorista del primer Imperio tebano; ya se tendrá ocasión de citar algunos ejemplos más adelante.

En lo que respecta a la pintura del Antiguo Imperio, no cabe duda que podrían hacerse consideraciones análogas: resultan bastante raros los ejemplos suficientemente bien conservados o conocidos hasta hoy. Sin embargo, habrá que recordar las célebres ocas de Meidum, procedentes de la tumba de Nefermaat y de Atet, que se remontan al reinado de Snefru, el padre del faraón Keops, es decir, el primer faraón de la IV Dinastía, que reinó hacia 2680 a.C. Ya se había hecho referencia a ellas; ahora hay que subrayar la ejecución impecable de esta visión del animal, como podría hacerlo en la actualidad un grabador encargado de ilustrar la plancha de un manual de zoología: con gran habilidad y cuidando de la exactitud de formas y colores, todo permite reconocer la especie representada. El fondo gris-rosáceo proporciona todavía mayor preciosismo a las tonalidades empleadas para describir a los seis palmípedos, con lo que resulta perfectamente reconocible la oca del Nilo, el chenalopex. La vegetación, compuesta de hierbas y pequeñas gramíneas en flor, anima, mediante manojos sabiamente distribuidos entre los pájaros, ese registro sacado de una gran escena de caza con trampas.

Decoración mural de la tumba de Atet (Museo de la Universidad de Manchester). Escena campestre de estilo realista que reproduce con gran habilidad formas y colores, pintada durante la IV Dinastía.
Este estilo realista contrasta tan violentamente con la coloración clásica de los bajos relieves pintados hallados en Gizeh y en Saqqarah, que constituye, desde los albores de la IV Dinastía, una etapa decisiva en el largo curso de la pintura egipcia. El ejemplo de las ocas de Meidum no debía de ser único. La prueba de ello se tiene en lo que aportan los fragmentos de la tumba de Methethi. Y hay que considerar también la aportación que significan los pájaros de ofrenda, la imagen de los cocodrilos agazapados en el fondo del río o, incluso, la llegada de los orix domésticos (tres fragmentos conservados en el Museo del Louvre).

Con ello, se ha alcanzado los inicios de la VI Dinastía y, a través del estudio de los vestigios decorados de la tumba de aquel alto funcionario, es posible captar no sólo la habilidad del pintor, sino también su completa falta de inhibición. Va más allá de la servil copia de la naturaleza, ya que no necesita acumular la infinidad de pormenores que visten la forma animal, sino que la resume, la sintetiza, la destaca. El acento de color se sitúa donde hace falta, y el detalle puesto de relieve vale por todo el conjunto. Sin embargo, a pesar de haber alcanzado uno de los niveles más altos para representar al animal, el pintor egipcio del Antiguo Imperio quedaba paralizado -o casi-, cuando se trataba de dibujar la imagen del cuerpo humano: utilizará de nuevo la escritura agrandada, los jeroglíficos de aspecto relativamente rígido en el hombre y la mujer, con un rostro sin expresión y más estáticos que nunca.

Fragmento de la pintura mural de la tumba de Methethi en Saqqarah (Musée du Louvre, París). La sencillez del trazo y cierta ingenuidad caracterizan la pintura mural egipcia de la V Dinastía.
Es evidente que quienes sólo poseen una importancia material y únicamente tienen valor por su papel de meros ejecutantes -el criado, el artesano, el campesino- son descritos de modo muy distinto. Dejando de lado los magníficos relieves pintados dentro de las capillas de las mastabas de Saqqarah, para penetrar en la tumba de Kaïemankh, de la VI Dinastía, en Gizeh. Las paredes están pintadas y, sobre un fondo gris azulado, aparecen las escenas artesanales de campesinos y barqueros. En este caso, se vuelve a encontrar no sólo la seguridad de trazo del artista que sabe plasmar cualquier forma animal, sino que la mirada y el alma quedan satisfechas con esas siluetas de boyeros o marineros, ejecutadas generosamente con un colorido pleno, rojo ladrillo, iluminadas únicamente por un taparrabos blanco, tocadas con un breve casquete negro, bajo el cual, la mirada del personaje, tan sólo evocada, posee una intensa vida.

Todo queda en su justo punto, y todo es síntesis de movimiento y forma: la ligera robustez del boyero, la cadencia de su caminar, la juventud de su silueta, la libertad de movimientos. No cabe duda: el artista habría podido expresarse con entera libertad, pero la intención religiosa lo frenaba.

Pastores conduciendo un rebaño de órix (Musée du Louvre, Parfs). En este fragmento de la pintura mural de la tumba de Methethi en Saqqarah, el artista logra alejarse de la absoluta rigidez y provocar una sensación de soltura de movimiento de los pastores gracias a la contorsión de sus cuerpos y, sobre todo, a la naturalidad de los animales.
En el Imperio Medio, se notan las mismas tendencias y cualidades. Es muy clara la impresión de grabado en color o de lujosos cromos que proporcionan las "viñetas" de los sarcófagos, pintadas sobre madera, en los inicios de este período. En cuanto se aborda la expresión del cuerpo de un animal, se percibe la liberación. Incluso parece más evidente y atractiva en las pinturas murales de las tumbas de Beni Hasan, en los lugares en que la pared ha sido limpiada.

Sin embargo, a pesar de que los pequeños cuadros evocados por la agrupación de individuos, de animales y de vegetales traducen con toda claridad el acontecimiento que se ha pretendido figurar, la acción que debía representarse, la verdad es que cada elemento de la escena es tratado por sí mismo y queda yuxtapuesto al elemento vecino. Tanto si se trata de la escena de la recolección de higos, como del desfile de mujeres asiáticas o del poeta precedido por su asno (compárese con el asno de Gebelein, del Museo de Turín) o incluso de la célebre acacia cubierta de pájaros de la misma tumba de Khnumhotep, se respetan los planos principales, aun cuando sea a costa de cierta rigidez. Sin embargo, hay que señalar que en la escena del órix, se nota mayor ligereza y soltura, y la contorsión de los cuerpos queda deliberadamente exagerada para dar mayor animación del movimiento de los boyeros.

Murales de Saqqarah. Las pinturas de esta soberbia necrópolis egipcia se caracterizan por la profusión de escenas de la vida cotidiana y la precisión de sus descripciones.
Es evidente que la actualidad nos incita a sentir una especial predilección por todo lo arcaico, a veces intencionadamente primitivo. Por ello, conmueven tanto la contemplación del asno seguido por su dueño, en las sorprendentes pinturas de Gebelein, o de la vaca que acaba de alumbrar y lame el lomo de su ternero (Museo de Turín). Pero, dentro de esos contornos de una pureza atractiva por su verdad y sinceridad, lo esencial de la decoración continúa estando trazado con una síntesis alada y genial. La vaca agacha la cabeza y, para limpiar eficazmente con su lengua rasposa el lomo de su cría, impone a su hocico un gesto de torsión que repercute en toda su cabeza: el dibujo ha tenido que deformar los cuernos para mostrar ese movimiento. En cuanto al asno, cargado con los sacos de trigo, acaba de ser golpeado por el campesino que le sigue: trota, con las orejas enhiestas. La mancha negra del ojo, situada dentro de un óvalo blanco, traduce por sí sola la dócil atención del animal: sabe que, para conservar intacto su espinazo, debe continuar la marcha.

El asno cargado y su conductor (Museo Egipcio, Turín). En esta pintura procedente de Gebelein, la habilidad del artista se revela en la expresividad conseguida con poquísimos elementos: un solo punto negro en su centro da vida al ojo del asno y le confiere incluso un innegable sentido del humor: acaba de recibir un golpe y debe comportarse dócilmente si no quiere recibir otro. La pintura fue realizada durante el primer período intermedio, hacia 2200 a.C.
Era normal que la construcción de la rica necrópolis de los nobles, al oeste de Tebas, permitiera el desarrollo del arte de la pintura y provocara, a partir de los inicios del Imperio Nuevo, la eclosión de talentos, la liberación, incluso para los pinceles más independientes. Al principio, serán los comparsas, rodeando al tema principal -criados o artesanos en movimiento, el animal en todas sus formas, etc.- quienes, como siempre, incitarán a la expresión más auténtica, al tratamiento más libre. Y, desde este momento, la gracia y la belleza entrarán a formar parte del tratamiento del cuerpo humano, el de las bellas damas y el de los nobles señores, con lo que, a partir de entonces, la evolución resulta más evidente justamente por la perfección del estilo.
  
De Tuthmosis I a Amenofis III puede seguirse paso a paso esa poesía que se introdujo imperceptiblemente en la expresión sintética de los cuerpos de los dueños de las tumbas. Las formas fueron cada vez menos rechonchas, los colores menos toscos, las siluetas menos pesadas, las extremidades menos rígidas. La transparencia se expresó con medias tintas y artificios de colores. El perfil de los cuerpos se hizo asimismo menos riguroso, y el contorno se rompió liberando la densidad de la masa coloreada que contenía, que fue perdiendo su inercia. Luego fue introducida la elegancia; fue tan exagerada la riqueza del vestido y de las pelucas, que el detalle cubrió algunas veces el elemento a que anteriormente se había concedido tanta importancia a causa de una convención sin relación con la estética.

Pájaros posados en una acacia (Beni Hasan). Pintura tebana de la tumba de Khnumhotep realizada durante el reinado de Amenemhet II o de Sesostris II, hacia 1950 a. C. Cada una de las aves ha sido estudiada muy cuidadosamente y sus caracteres especificas se reproducen con exactitud propia de un ornitólogo, pero concediendo una importancia secundaria a la verosimilitud del conjunto. Los pájaros aparecen yuxtapuestos simplemente, sin crearse ninguna relación entre los mismos, como si el espectador también debiese contemplarlos por separado.



La vaca que acaba de alumbrar (Museo Egipcio, Turín). Este fresco procedente de la tumba de lti, en la necrópolis de Gebelein, reproduce una conmovedora escena con una gran simplicidad de trazo, en la que la vaca limpia con su lengua al ternero recién nacido. Para que pueda apreciarse el movimiento, el artista impone al hocico de la vaca un gesto que repercute en toda su cabeza.
La tumba de Snefru (Tebas). En este mural de la tumba del gobernado: de Tebas durante el reinado de Amenofis II, es atendido por su hermana y esposa Meryt-Amon en una ceremonial ritual.
El pequeño boyero, fresco de la tumba de Nebamun (Museo Británico, Londres). Es una de las muestras pictóricas más ilustrativas de la evolucionada escuela tebana. Se diría, por el frescor y la vivacidad de la escena, que el pintor observó del natural y luego recreó de memoria los detalles. Un hábil encadenamiento de los contornos y un extraordinario juego de yuxtaposiciones de enorme libertad componen un ritmo ondulante que consigue producir una sorprendente calidad estética. 
Se ha pretendido a menudo que el arte de la pintura no apareció realmente en Egipto hasta la XIX Dinastía, en el momento en que la liberación del artista, producto de la reforma amarniense, daba todavía sus frutos, a pesar de que se produjera un retorno a la tradición clásica. Sin embargo, basta con estudiar los animales representados en la escena de caza de la tumba de Kenamon, alto funcionario de Amenofis II (mediados del siglo XV a.C.) para convencerse de lo contrario.

Todo depende del artista y, sobre todo, del tema. Pese a estar muy próxima al expresionismo amarniense, la escena de caza de Kenamon -que no deja de ser un cuadro "ritual"-, permite apreciar claramente las limitaciones impuestas por ese ritual, aun habiendo sido muy hábil y sensible el pintor.

Dentro de un conjunto representado por ese museo de la pintura egipcia que es la gran necrópolis nobiliaria de Tebas, hay que asegurarse de la fecha de la pintura, del tema expresado y de la calidad del artista, si se pretende hacer un estudio serio. Los pintores fueron siempre anónimos, pero cada uno de los que fueron elegidos para dirigir la decoración de una capilla era, en verdad, un auténtico maestro.

Por ejemplo, el "maestro de Usirhat", que sabe dar a sus pinturas un aspecto de ágil esbozo, casi inacabado, que transparenta una juventud y una gracia infinitas; el "maestro de Nakht" (tumba n.0 52), con una pintura de formas todavía muy simples, a pesar de haber dejado atrás los tiempos de Tuthmosis III; el "maestro de Amenemhet" (tumba n.0 82), en quien las líneas se afinan y los colores adquieren ya unas degradaciones preciosas.

Cada vez más, el detalle anecdótico se hace presente en las escenas campestres, y también van siendo más frecuentes que en tiempos anteriores los toques de pintura aplicados directamente sobre el fondo, como técnica que sustituye al dibujo minucioso que el colorista tiene por misión iluminar. Así quedan "trazados" los sicomoros y las acacias, los montoncitos de trigo e incluso determinadas siluetas de marineros.

Por supuesto, continúa siendo un detalle de virtuosismo en la tumba de Menena, la célebre escena de caza y pesca en los pantanos, ilustrada por aquellos ademanes del difunto lanzando su boomerang o la larga pica. Son innegables el encanto y la belleza de la mujer y las hijas del dueño de la tumba; su mundo irreal queda animado y el hálito de su vida las hace respirar.

Bailarina y dos músicas amenizando un banquete, fresco de la tumba de Nakht, nº 52, de la necrópolis de Tebas. La actitud quieta de la música contrasta con el movimiento que agita el cuerpo de la bailarina, desnuda y enjoyada según la costumbre de las fiestas de la XVIII Dinastía. La diferente orientación de los rostros representados acentúa el dinamismo de la silueta de la danzarina.

El cuerpo de la hija sentada en el suelo, completamente desnuda, fue trazado con una pincelada, y a pesar de la delgadez de sus miembros, su ademán de lanzar un capullo de flor de loto lleva al espectador a sentirse partícipe de la escena. Uno de los personajes más atractivos de esta tumba, tal vez sea aquel portador de un antílope, donde parece que el pintor lo haya concentrado todo para impresionar los sentidos de quien lo contempla. La autenticidad de los gestos, la suavidad un tanto misteriosa del rostro del joven efebo, la delicadeza del animal, la presencia de la vida, la sutileza de los tonos, que van degradándose del castaño gris hasta el pardo rojizo, y la luminosidad que proporciona la larga mancha blanca en el pelaje del cuello y la parte trasera del animal, así como en la inmensa córnea del hombre. Todo hace de este pequeño cuadro una obra maestra tan original como característica de una época próxima al reinado de Amenofis III.

Banquete celebrado el día de la "Fiesta del Valle" (Museo Británico, Londres). Fragmentos procedentes de la tumba de Nebamun que describen el banquete en honor de los dioses y de los difuntos; también de todos los parientes y amigos supervivientes. 
Escena de caza de la tumba de Nakht (Tebas). El maestro de Nakht reproduce con extraordinaria precisión la caza de patos en las orillas del Nilo, atrayendo la atención del observador hacia el joven que alza su brazo con energía en el momento de lanzar su arma. 
A partir de esta época, el movimiento se hace más intenso. Ya se subraya con cierto énfasis en tiempos de Tuthmosis IV. El "maestro de Tchanini" (tumba nº 74) le dará incluso cierta truculencia cuando pinte unos soldados de Nubia, extremadamente musculosos como buenos luchadores que son, desfilando casi como si danzaran, provocando algún desorden en su peinado y haciendo que se agiten las colas de los gatos salvajes colgados de sus taparrabos y de las jarreteras.

Joven esclava en la tumba de Rekhamara (Tebas). Con lÍnea elegante y difuso colorido, el pintor recrea el momento en que una sirvienta sirve a una invitada al gran banquete funerario. 
Deambulando por esta prestigiosa necrópolis, podrían citarse multitud de capillas, para cuya decoración los ministros y altos funcionarios de los reyes de las XVIII y XIX Dinastías, escogieron a verdaderos pintores, quienes, aun observando estrictamente la ley impuesta, dejaron plena constancia de su arte y expresaron su personalidad, a pesar de todas las convenciones.

Deteniéndose por unos instantes en la ilustre tumba de Ramose, que es la escena funeraria más importante de la ribera izquierda de Tebas, se encuentra a las plañideras, que gozan de celebridad universal. Sus altos cuerpos, revestidos de túnicas azuladas por la polvareda del suelo, resultan todavía más alargados por el plisado del lino, sombreado de negro. Lanzan un estridente gemido; grandes lágrimas se deslizan por sus rostros levantados hacia lo alto; sus largas cabelleras rizadas caen pesadamente, como recordando aquella inexorable desaparición, ese desgarrador lamento. Ese grupo de "panateneas de la desesperación", evocan todo el dolor del Universo.

Música en la tumba de Djersekareseneb (Tebas). A pesar de la rigidez de la figura de la música, la energía del trazado, las masas de colores planos y la seguridad del dibujo, confieren un gran dinamismo a la pintura. 


Y, sin embargo, tal vez sea en las paredes esculpidas de la tumba, donde el color se haya manifestado de forma más original e inesperada. El relieve, sin duda el más delicado del mundo, finamente cincelado en una piedra calcárea de tonos y aspecto marfileños, parece no haber sido recubierto nunca con aquellos colores tan caros para los egipcios. Pero, a fin de que esta magnífica composición brillara con todo su fulgor y preciosismo, el maestro ha realzado la negrura del ojo de cada personaje: el efecto resulta tan atractivo como imprevisto; el visitante que contempla la decoración de esta capilla, siente un profundo respeto por la intensa vida que le llega del abismo de los siglos.

Se está en la época de las mayores audacias, aunque siempre respetuosas con la Ley. Es innegable que, al contemplar una escena egipcia en la que aparecen personajes, con sólo mirar a los ojos de los seres humanos, se alejan, casi se desvanecen, los demás colores y formas, y toda la atención queda prendida en la mirada (recuérdese que en la escultura exenta y en el relieve, los ojos a menudo están incrustados para subrayar su excepcional fulgor).

Aventamiento del grano de la tumba de Menna (Tebas). En las paredes de esta tumba se puede seguir todo el proceso de producción del cereal, desde la preparación de la tierra hasta la cosecha y su almacenamiento. La pintura muestra el trabajo en la era, generalmente realizado por mujeres. 
Esas innovaciones, implantadas durante el reinado de Amenofis III, serán llevadas como estandarte por su hijo y sucesor, aquel que fue calificado de hereje. Pocas personas, incluso las no versadas en egiptología, desconocen la existencia de Amenofis IV -Akenatón, quien sustituyó el nombre Amenhotep = ''Amón (fuerza oculta) está apaciguado", por el de Akenatón ="El que es útil (favorable) al Globo (del ojo) solar" (o también: "La radiación encamada de Atón").

Explicar el funcionamiento de esas fuerzas, sin las cuales no podrían existir ni la naturaleza ni el hombre, y perpetuarse, dar una idea de la prodigiosa energía del demiurgo, no consistirá nunca en sumergir al hombre en un abismo de terror, ni mantenerle apartado, como en otros tiempos, del contacto con el concepto divino. Se precisa, pues –y siempre gracias a las imágenes-, comentar este conocimiento y esta fe, y acercar su imagen perceptible a todos los seres.

Akenatón no podía imponer libremente ni de manera total su reforma en el feudo del dios oculto, en el que tantos "iconos" hay con las formas que el sacerdote sabio otorga a las manifestaciones de éste. En ese Karnak, consagrado ante todo al rey de los dioses -o mejor dicho, a la más eminente expresión del dios que se había logrado ofrecer hasta aquellos momentos-, es donde el rujo de Tiyi y de Amenofis III impondrá primero, con retumbar de trueno, la presencia del globo del ojo solar, el cual estará provisto muy pronto de rayos terminados en manos, para que signifiquen el dominio total de su majestad en el mundo.

Muchacha pescando de la tumba de Menna (Tebas). La tumba de Menna, "escriba de los campos del Señor de las Dos Tierras", es pródiga en escenas que recrean las labores del campo así como de caza y pesca. 
El joven faraón será quien instruya personalmente (según rezan los textos) a sus artistas, ya que la forma tangible, al igual que el dibujo o la pintura, deben plegarse, desde ahora, a la nueva teología. Ante todo, dos factores: el rey es la más noble expresión de la acción divina y, en cierto modo, debe ser la demostración concreta de la obra del demiurgo. Es instrumento y servidor de éste, y gracias a su mediación, la creación queda asegurada.

Las primeras representaciones del soberano adquieren una forma semejante a la de un hermafrodita que parece estar investido, como cualidades hermanadas, de la fuerza de fecundación. Pero hay que alejarse al máximo de lo abstracto, evitar el aderezamiento de los dogmas que han utilizado las formas y los colores para convertirlos en una escritura convencional. Aunque conservando los, hábitos y exigencias ancestrales, de los que no llega a liberarse el artista (rostros de perfil, ojo de frente, etc.), ahora, sin embargo, las cosas ya no serán representadas tal como deberían ser idealmente, tal como el espíritu las concibe o las reconstruye y analiza, sino tal como se ven desde el ángulo bajo el que se contemplan.
Horemheb ante Horus (Saqqarah). Esta pintura de la tumba de Horemheb muestra al faraón dirigiéndose con cierta familiaridad al dios Horus, de cuyos sacerdotes era su supervisor.



En Akhetaten, "el Horizonte del Globo" (la actual Tell el-Amarna), los artistas podrán expresarse sin obstáculos: las pinturas halladas sobre todo en los restos de los edificios reales (es decir, en las estancias donde vivieron los soberanos) han proporcionado la prueba más reciente de lo dicho antes. Pero ya, el palacio real de Malgatta, en el sudoeste de Tebas, donde se habían instalado Tiyi y Amenofis III, había iniciado, con sus decoraciones murales, las tendencias del nuevo arte.

Como ilustración de la pintura amarniense, centrándose en el estudio de dos innegables obras maestras: las princesas a los pies de su madre (conservada actualmente en el Ashmolean Museum de Oxford), y la decoración mural de la pajarera del palacio norte deTell el-Amama, al parecer última morada de la reina Nefertiti.

Escribas trabajando (Saqqarah). Relieve de la tumba de Horemheb que reproduce lo que al parecer es una escuela de escribas dada la juventud de algunos de los protagonistas de la escena. 
Dejando de lado el simbolismo de toda aquella época, porque continúa aplicándose el simbolismo a las formas, como es el caso del desmesurado alargamiento de los cráneos principescos, que intentaba, tal vez, evocar una imagen cósmica, es evidente que el tipo físico del soberano y de sus descendientes fue voluntariamente estudiado sin indulgencia por el artista, cuyo talento debía estar, ante todo, al servicio de la sinceridad.

En dos de las seis hijas de la pareja real (las conservadas en el Ashmolean Museum) aparecen taras físicas: el tipo dolicocéfalo resulta muy exagerado; el largo cuello no presenta aquella elegante curva tan apreciada, sino una serie de pequeñas protuberancias; la pelvis, excesivamente hinchada, produce una impresión de dejadez; el abdomen se destaca con los pliegues prominentes del estómago y del pubis; los muslos hinchados por cierta obesidad y, a partir de la rodilla, la pierna queda delgada y enjuta.

Plañideras en los funerales del visir en la tumba de Ramose (Tebas). Los cuerpos esbeltos, cubiertos por sutiles túnicas azuladas, se agitan temblorosos en el colmo de su desesperación. Por el rostro de cada una de estas mujeres resbalan gruesas lágrimas. Ramose fue visir durante los reinados de Amenofis III y Amenofis IV. 
Nunca se había "escudriñado" tanto en el detalle del cuerpo; y el color, sabiamente aplicado, evitando los tonos vulgares, evoca la redondez de las carnes, el estiramiento de determinados músculos y, mediante sombras y luces, hace palpitar a ambos cuerpos. Ahora, los dedos adquirirán una agilidad extraordinaria, los dedos gordos de los pies dan a éstos una animación casi estremecida, y el rostro -todavía iluminado por ojos excesivamente importantes- tiene una plasticidad sugerida de forma sorprendente. El dibujo de los labios, completado con el color, hace aparecer tres cuartos de boca, y la sutil sensualidad de ésta queda realzada por las comisuras que dan relieve a las mejillas. La frente, muy deprimida, termina imperceptiblemente en la cresta de la nariz prolongada por una elegante línea hasta el pequeño apéndice arqueado de las ventanas nasales, dando la impresión de respirar con exquisita delicadeza. Con objeto de destruir la irrealidad de los grandes ojos maquillados, vistos de perfil, dominados por unas cejas inmensas, los párpados aparecen ribeteados por un ligero trazo rojo oscuro: con ello, se enriquece el modelado del rostro.

Con un ademán, una de las niñas se vuelve hacia su hermana y le toca el mentón, con gesto afectuoso. Las infantas, totalmente desnudas, aparecen coloreadas sin tener en cuenta las convenciones habituales: su piel es roja como la de los egipcios, como lo es la imagen de la diosa Hathor. La originalidad del artista es absoluta. Las princesas están sentadas sobre dos pequeños almohadones color rojo; se perfilan sobre una tela casi análoga a la que recubre el puf en el que está sentada su madre (sólo se ve el talón de la reina). Por añadidura, el final de la ancha faja roja de la vestidura real termina encima del almohadón. Y, sin embargo, esas hijas de Amenofis IV, destacan con su sorprendente tonalidad superpuesta, que puede ser, mutatis mutandis, el primer camafeo que se conoce en el mundo.

Las dos hijas menores de Akenatón (Ashmolean Museum, Oxford). Detalle de un fresco procedente de la residencia real de Tell el-Amarna que representa a Akenatón, Nefertiti y sus seis hijas reunidos bajo un dosel. Aquí observamos los frágiles cuerpos desnudos y rojizos posados sobre un almohadón, perfilándose sobre una imaginativa composición cromática. La actitud de las niñas es espontánea e infantil, lo que aleja a esta pintura de la tradición por la que se mostraba a los niños como adultos en miniatura. 



En Amarna, puede verse la increíble agilidad de unas plantas exuberantes, cuyas pesadas corolas fuerzan a los tallos a encorvarse graciosamente. Las flores enmarañadas, las direcciones contrapuestas de los elementos vegetales evocan la animación del pantano, el rumor de una vegetación que, dentro de su espesura, ofrece un refugio ideal a unos pájaros de ensueño. Parece como si la brisa levantara la flor del papiro para que pueda verse al martín pescador, esmaltado de blanco y negro, que con su pico remueve el estanque de irisadas aguas.

En la base de los cañaverales, crecen altas membranas rosáceas, como llamas entrecruzadas, que abrazan a esa decoración paradisíaca, proporcionándole una calidez desacostumbrada. Aquí y allá, se ha abierto la flor del loto para iluminar con su azul celeste la cortina de verdor. Próximos al estanque, sobre un fondo negro, unos ramilletes de gramíneas proporcionan todavía más refinamiento, recordando los llamados "tapices de mil flores". Más lejos, una paloma azul con cola de pavo real, da la sensación de estar incubando sobre un nido de coral.

El reflejo de la naturaleza logra aquí su más intensa poesía y realismo; las tonalidades degradadas del pastel son utilizadas con auténtica maestría: es el expresionismo egipcio, que ya no se volverá a encontrar en las demás épocas del arte faraónico.

Fragmento de la decoración de la Pajarera de la reina Nefertiti en Tell el-Amarna. Este detalle decorativo data de la XVIII Dinastía, reinado de Akenatón (hacia 1360 a.C.). La escena tiene una fuerza plástica extraordinaria. Las pesadas corolas de las plantas exuberantes curvan los tallos y ofrecen una sinfonía vegetal de finos matices. En ella se insertan unos pájaros magníficos. El arte logra aquí una identificación entre poesía y realismo que será difícil ya de encontrar en las siguientes épocas de la evolución de la pintura egipcia. 
Unos años más tarde, el retomo a las tonalidades planas, la acumulación de detalles, el abandono de la inspiración directa, condujeron a los últimos artistas de influencia amarniense a las formas sobrecargadas que sólo consiguieron efectos decorativos casi excesivos, aunque de cierto encanto, en el cofre de marfil, de Tutankamon.

Sin embargo, en los inicios de la época ramésida, antes de que se inicie la XX Dinastía, la pintura egipcia parece convertirse, aunque sólo por un instante, en un arte casi autónomo. Unos pocos "cuadros" ilustran esas posibilidades, a las que llegó el artista liberando su dibujo y su color, mediante un trabajo de esbozos que trazaba sobre ostraka (fragmentos de caliza). La naturaleza, la forma, el gesto prescinden de la sujeción ancestral y de la exageración amarniense.

Esos esbozos sobre caliza, procedentes casi todos ellos de Deir el-Medineh, poblado por los artesanos de la necrópolis tebana, constituyen un raro conjunto de temas estudiados por separado, que, una vez preparados convenientemente, aparecen, "codificados", en las paredes de determinadas tumbas tebanas. Esos primeros esbozos constituyen, pues, la base de la decoración definitiva y ofrecen los esquemas de pintores y dibujantes. Nada más directo y espontáneo que el lobo y el cabrito del Museo del Louvre, o la danzarina acróbata del Museo de Turín, "haciendo el puente" y barriendo el suelo con su larga cabellera.

Ostrakon de la bailarina (Museo Egipcio, Turín). En este esbozo, la danzarina acróbata cubre el suelo con su rizada cabellera al "hacer el puente". Aquí interesa destacar la extrema libertad, la independencia del artista respecto de las fórmulas del arte tradicional. 
En la época de los primeros Ramsés pueden constatarse los resultados de esos intentos de independencia en el trazo, en el color y en la intención. El camino recorrido puede medirse con la mera comparación entre el asno dibujado en la tumba de Panehesy (nº 16) y los de épocas anteriores.

Ya no se considera necesario evocar la silueta del cuerpo mediante la degradación de tonalidades: aquí, jugando con el contorno, dibujado con trazo nervioso, aquí delgado, allí pastoso, en otro lugar de espesor decreciente, el animal aparece en plena acción. Unos toques dan color a la cola y a la crin, y ya no ha sido necesario dibujar detrás de él al dueño ocupado en apalearle el espinazo para comprender que acaba de ser arreado. La cabeza enhiesta del animal, las orejas echadas hacia atrás, su hocico ligeramente entreabierto y su ojo mirando hacia arriba, demuestran que acaba de reaccionar: dolido, pero forzado a obedecer bajo la orden implacable que acaba de recibir. Otro paralelismo entre dos muestras de un mismo tema, con una dinastía de diferencia, demuestra claramente el avance del pintor ramésida.

Tomemos la escena de la vendimia, reproducida en la tumba de Nakht (nº 52), de la XVIII Dinastía, y en la de Ipy (nº 217), de la XIX Dinastía. En la de Nakht, las vides están ordenadas en una línea regular, en la que aparecen pintados los racimos y las hojas, unos junto a las otras, como elementos yuxtapuestos.

⇦ Vendimia de la tumba de Nakht (Tebas). Detalle del fresco de escenas de la vendimia y de la caza de pájaros en el pantano del maestro Nakht que constituye una muestra fehaciente del estilo pictórico de la XVIII Dinastía antes de la revolución religiosa y artística amarniese. Pese a la abundancia de detalles y una cierta atmósfera humana en esta obra, realizada hacia 1420 a.C., continúa prevaleciendo cierta rigidez ritual en las figuras.



Todos tienen igual importancia. Los dos hombres situados bajo la cuba, uno detrás, el otro en la misma dirección, ejecutan un ademán automático que sólo es un símbolo: uno de ellos coge los racimos y el otro los lleva a la prensa, que aparece dibujada a la izquierda. Por encima de la cuba, ha sido representada la masa zumosa, todavía en su pulpa, que los campesinos prensarán. Estos, distribuidos en dos grupos, uno frente al otro, pisotean los frutos, agarrándose con una sola mano y en el mismo lugar, a unas cuerdas rígidas. Entre los dos cuadros, y por encima de la cuba en que cae el zumo, cuatro tiajas ocupan un registro superior.

Todo ello continúa siendo una escritura jeroglífica ampliada, aunque los signos están dispuestos en cuadros evocadores. Por el contrario, en la tumba de Ipy, se está ante una realidad, a la que se han plegado al máximo las convenciones. A la derecha, continúa dibujada la escena de la cuba, pero las anchas hojas de la vid, vistas de frente y de perfil, están dispuestas de modo irregular y su enmarañamiento con los racimos, recuerda la fantasía, la asimetría y la exuberancia de la naturaleza. Los tonos no corresponden a los colores planos, y el pincel del artista ha sabido evocar el color cobrizo de las hojas y el aterciopelado ceniciento de los Erutos repletos de zumo. Los vendimiadores resultan especialmente vívidos, su actitud se aparta de las rígidas convenciones, a pesar de responder todavía a las leyes del dibujo egipcio. Las rodillas están dobladas, los cuerpos se proyectan hacia delante o hacia atrás, y las jarras de vino están dispuestas en el suelo, ante el espectador, para que las vides puedan ocupar la parte superior del cuadro.

Detalle mural de la tumba de Nefertari (Tebas). Las pinturas murales de la tumba de la esposa de Ramsés II están consideradas las más espléndidas del Valle de las Reinas. Saqueada poco después de su muerte y ocultada su entrada más tarde, permaneció olvidada durante siglos hasta que fue localizada en 1904. Aquí vemos a la reina juango al senet.



No hay rigidez en el trazado, no se utiliza, como en el pasado, artificio alguno para evocar el contenido fuera del continente: sólo una línea de granos recuerda, en la superficie de la cuba, la uva que se acumula bajo los pies de los vendimiadores. Estos se agarran con ambas manos a las cuerdas que les sostienen en su acción: dos cuerdas aparecen casi tensas para demostrar la tracción a que están sometidas, en tanto que la tercera aparece floja, ya que quien la sostiene se ha vuelto, dejando en suspenso su esfuerzo, para contemplar a sus compañeros situados bajo la cuba.

También aquí, el trazo que delimita los personajes aparece reforzado en determinados Lugares para evocar debidamente su silueta, y unos toques irregulares sugieren las diferentes cabelleras. Las expresiones de los rostros son obra de un artista. Finalmente, éste ha pintado de amarillo todo el fondo de la escena para proporcionar mayor ambiente a este conjunto. De la misma época y en la misma tumba, es la escena de pesca en la que unos personajes, a pesar de cierta rigidez en sus ademanes, animan la visión del trabajo de sólidos fellah, cuyas preocupaciones dibujadas en el rostro, no tienen nada de abstracto.

Ese primitivismo de la mejor ley, esa rudeza campesina y espiritual, aparecen también en el grupo de dos pescadores en disputa. El de más edad, con cabellos blancos, tira con suavidad de la cuerda que el más joven, de cabellos negros, le arrebata enérgicamente y con aire agresivo. Al fondo de la escena hay dos acacias, esbozadas con unos pocos trazos de pintura roja y verde, y las vainas de los árboles han sido señaladas por el pintor con talento y fantasía, por medio de manchas negras y azules, juiciosamente distribuidas con gran agilidad.

Por desgracia, esta liberación será pronto abandonada y los logros conquistados con tanta lentitud quedarán absorbidos de nuevo por una codificación que, poco a poco, ahogará definitivamente la iniciativa y el genio individuales.

La decoración de la tumba de la gran esposa real, Nefertari, la preferida de Ramsés II, es todavía un testimonio del punto culminante alcanzado por la pintura monumental oficial. En las paredes, el dibujo ha sido sustituido por un ligero modelado en yeso, y en ellas, dioses y diosas aparecen coloreados al modo clásico, igual que en épocas anteriores, y únicamente la abundancia de detalles y el colorido revelan la época de su realización (a excepción de algunos acentos dados al rostro). Muy distintas son las imágenes de la reina. Su figura aparece representada con toda naturalidad y con los atavíos de su tiempo; el espectador queda sorprendido ante la variedad de adornos y joyas.

Detalle mural de la tumba de Nefertari (Tebas). Entre los muchos motivos temáticos de los espléndidos murales de esta tumba tienen un capítulo especial las deidades, entre ellas la de Naos.



Pero por primera vez aparecen en el cuerpo humano la degradación de tonalidades que hace resaltar la redondez de los miembros, las sombras y luces en el rostro de la soberana, el bello color de sus carnes, transparentándose ligeramente la sangre bajo la piel de las mejillas, de la nariz y del mentón. Sin embargo, a pesar de este afán de realismo, de sugerir la humanidad de la reina, sorprende la forma en que han sido tratados los pies: sólo aparece el dedo gordo. Ello no puede atribuirse únicamente a incuria; entonces, ¿cómo explicar esta distorsión en la representación de la naturaleza? Este detalle nos lleva a destacar la existencia de un obstáculo que no pudo ser superado, y al establecer comparaciones con otras pinturas contemporáneas, resulta inevitable la reflexión.

Entremos, por ejemplo, en la tumba de Usirhat (nº 51), de fines de reinado de Sethi I (XIX Dinastía), y quedaremos admirados por la composición decorativa que recuerda una miniatura persa: aquí, el difunto, acompañado por su madre y por su esposa, recibe la libación de la fresca diosa del sicomoro.

La piel de Usirhat es de un moreno rosado y sus pies, en los que no falta detalle, están protegidos por unas lujosas sandalias blancas. Unos colores sabiamente dosificados colorean los cuerpos de las dos mujeres que le acompañan. Su madre tiene la piel algo más oscura que la esposa, y sus pies, de perfil y enteramente visibles, están dibujados con toda minuciosidad.

Por el contrario, la diosa que tienen enfrente, colocada como símbolo sobre la imagen del estanque, se sostiene arcaicamente sobre pies sin detalle de dedos, amarillos como el oro en que están representadas las carnes de los dioses. Todos ellos son intemporales: impera la convención. Este era el punto esencial que, probablemente, era preciso respetar.

Detalle mural de la tumba de Pashedu (Deir el-Medineth). Con el espectacular fondo de jeroglíficos vemos al propietario del sepulcro arrodillándose detrás de una palmera que aparece en primer plano confiriendo a la escena un cierto tono teatral.



Aunque, por otra parte, el artista pudo entretenerse en perfilar los miembros superiores con el oficio que tan lenta y costosamente adquirió con la tradición. Su predilección por la realidad pudo expresarse mediante el color rosado que dio al rostro de la noble tebana; incluso animó sus mejillas con un ligero maquillaje. Así descubrimos en la fosa tumbal que la bella reina Nefertari no podía ser tratada completamente como una simple mortal: el artista, por muy enamorado que estuviera de su modelo, se encontraba religiosamente limitado en sus posibilidades gráficas y coloristas.

Para concluir, repitamos que los logros del pintor, la expresión del dibujante, tendrán que desaparecer lentamente durante el último período del Imperio Nuevo: esta agonía, que va restando progresivamente vida al arte de la pintura, se intensifica en las últimas tumbas situadas al oeste de Tebas.

Pero la progresiva inclinación hacia el tipo de vi ñeta del Libro de los Muertos que en adelante figurará, ampliada, en las tumbas, congela las tonalidades, las líneas, el movimiento, la inspiración: el color vuelve a desempeñar de nuevo el papel que le había sido asignado por el rito; es mero lenguaje mágico sin que prácticamente tenga nada que ver con la representación real -a veces, incluso realista- del mundo viviente.

Fuente: THistoria del Arte. Editorial Salvat.

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