No
sólo la forma y los colores estaban sometidos a regulaciones muy estrictas,
sino también la disposición de la decoración pintada. Por ello, el
emplazamiento de una pintura, al igual que la inspiración, no se dejaba a la
libre fantasía del decorador. El hecho de que en una mansión las columnas, las
puertas y los frisos aparezcan a veces revestidos con colores obedecía a la
intención de pintar los paneles y bastidores con las tonalidades tradicionales
y protectoras, los soportes y los frisos con evocaciones de temas florales y a
veces animales, siempre con el fin de proteger la morada.
La decoración del templo y de la tumba obedecía
a leyes idénticas. Y en aquellas construcciones destinadas a los seres
estrictamente terrenales, las paredes aparecían casi por completo desnudas. Al
parecer, en el Imperio Nuevo existe la excepción del palacio destinado a acoger
la proyección encarnada del demiurgo. Por lo demás, sólo se le conoce a través
de los vestigios de los palacios de Amenofis III y de Akenatón, y algunos
fragmentos de cerámica barnizada con un magnífico azul turquesa, procedentes
del palacio de Sethi I, en Quantir, en la zona del delta. Pero ello no puede
constituir una regla para toda la historia de Egipto, dado que, en aquella
época, la pintura, al igual que la escultura, es resultado de una profunda
reforma religiosa, tal como se hará referencia más adelante.
En las paredes de los santuarios reservados
a los dioses y en los muros de las capillas funerarias y de las fosas subterráneas,
el artista tiene como misión reproducir una infinidad de composiciones que, al
igual que los signos de la escritura jeroglífica egipcia, se desarrollan sin
espacios entre las palabras, sin signos de puntuación. Los sacerdotes han
elegido los temas, las actitudes, los grupos y los gestos, para que no sea
transgredida la Ley. No
hay la más mínima fantasía en las escenas religiosas, y las composiciones
llamadas "civiles", que evocan la vida diaria, también responden, en
líneas generales, a las mismas preocupaciones . Pero, en el caso de estas
últimas, se permite, evidentemente, cierta fantasía en el detalle y en la
anécdota, y aunque la intención final no es componer un cuadro, la interminable
serie de elementos que llenan en diversos registros la decoración interior de
las capillas de las tumbas, proporcionan tantas escenas de género como grupos
representados.
Un estudio detallado sobre la expresión
gráfica egipcia permite al especialista descubrir la ley casi inmutable que
rige la elección y localización de esa decoración en cada sala con respecto a
su situación en el edificio, y en cada pared con respecto a su orientación
dentro de la sala. Por
regla general, tanto en el relieve como en la pintura, la superficie está
decorada en registros o bandas horizontales superpuestos y separados por una
línea que constituye un elemento común entre ellos. La ilustración dentro de
cada registro resulta tan bella y atrayente, que no se experimenta fatiga en la
contemplación de esta aparente monotonía, sino que, al contrario, capta mucho
más la atención. Sin
embargo, quien: dirigió la realización de la necesaria ilustración, reservó fielmente,
en un lugar determinado del muro, una amplia superficie que no sigue la
distribución en registros. Esta zona sirve para trazar, en forma de un gran
cuadro, el desarrollo de una acción esencial situada en un pantano, y cuyo tema
principal es la destrucción de los animales que lo pueblan.
En cuanto aparece la decoración en la tumba
del Antiguo Imperio -es decir, en la capilla de la mastaba, o incluso, ya en esta época, en la del hipogeo-, la escena
en la que, como telón de fondo, aparece la gran pantalla de papiros que ocupa
la altura de varios registros y constituye siempre una excepción en la
secuencia ininterrumpida de "frisos". A veces, el difunto se
encuentra de pie sobre una balsa y agarra los tallos altos de una caña; otras,
y también sobre una ligera barca, escoltado por ayudantes, clava el arpón al
monstruo más temible del Nilo: el hipopótamo que surge por encima del agua,
bajo la cual se esconde el cocodrilo. Pero casi siempre la composición queda
equilibrada de modo muy riguroso y simétrico, enmarcada por la clásica imagen
del fondo de papiros.
El difunto, rodeado de sus familiares, lanza
el arma ritual de la prehistoria: el boomerang que retorna. Se lanzan muchos;
cada uno de ellos lleva consigo el pato salvaje, cuyo cuello fracturado por el
arma y como lacio, sugiere un tallo caído. Esos patos exterminados representan,
de forma a un tiempo poética y mágica, los demonios vencidos. Paralelamente, el
difunto, liberado ya de los obstáculos del mundo infernal por el que debe
abrirse camino, enarbola con ademán ampuloso, una larga pica que le permitirá
sacar del agua dos peces de brillantes colores. Para poner de relieve a la
presa representada en el medio acuático, una convención del dibujo egipcio
permite representar, en torno a las dos futuras víctimas, una especie de
"montaña de agua", festoneada por un burbujeo espumeante. ¿Quién sabe
incluso si, con este proceder, el sacerdote pretendía conservar en su elemento
el Tilapia nilotica y el Lates niloticus?
Porque no hay que olvidar que, con esta
proeza, el desencarnado pone de manifiesto el lazo que le une a sus despojos
carnales, representados en forma de un gran lates flotando en el río lleno de
muertos en transformación -del mismo modo que flota eternamente el cuerpo de
Osiris-, y el que le une desde ahora al
bulti (el Tilapia), bajo cuya
forma reaparecerá, con una flor de loto en las mandíbulas, para alcanzar la
resurrección, en cuanto las aguas cósmicas de su madre se escurran en la hora
del renacimiento solar, y él respire el primer soplo de aire.
Este cuadro esencial, pintado centenares de
veces en las paredes de las tumbas, permite comprender mejor el valor mágico -o
mejor aun mágico-religioso de la ornamentación pictórica de las capillas
funerarias, cuyas escenas de la vida corriente han sido interpretadas
demasiadas veces, en la actualidad, como descripción de cuanto los difuntos
habrían deseado encontrar de nuevo en el marco de su vida eterna.
Se comprueba, pues, que todo se reduce a
mera transposición: el tema se expresa mediante el lenguaje habitual del
egipcio, quien proporciona a las formas y a los colores un especial poder de
evocación, cuya traducción hay que conocer.
En la decoración pintada en los templos
egipcios, también aparece la composición de gran tamaño, en cierto modo opuesta
a la distribución en registros, aunque sólo se conservan vestigios suficientes
de ella a partir del Imperio Nuevo. La pintura, tanto si se reduce a cubrir los
costados de un cofrecillo (concebido como depósito para guardar objetos
litúrgicos y preciosos), como si ornamenta una parte importante de un muro,
siempre representa una escena triunfal -el embrollo inextricable de una batalla
o algún tipo de caza ritual-, animada con un lujo incalculable de detalles que
ofrecen una multitud de planos superpuestos, aunque poniendo siempre
pomposamente de relieve al héroe, al ilustre vencedor destruyendo al enemigo,
aniquilando al adversario.
Con una comparación un tanto audaz, podría
decirse que, a lo largo de la civilización egipcia, el dibujante (escriba de
los contornos), el escultor y el pintor grabaron en los muros de los edificios
religiosos una película que el objetivo captó bajo las órdenes de un director
de escena ritualista. Para el espectáculo, se eligió una pantalla especial que
permitiese animar esas auténticas cintas que son los registros, lo que
equivalía a proyectar sobre una superficie única todos los movimientos y
detalles que habían sido tomados en etapas sucesivas. Y para este momento
fundamental, todo debe estar a punto, al objeto de proporcionar la animación
completa; para que los espectadores la perciban con facilidad, la acción queda
recompuesta del principio al final, asegurándose así el éxito de la empresa.
La guerra, es decir, la protección de Egipto
frente al invasor que amenaza la libertad del país, su honor, su existencia
nacional, esta guerra se resume en las gestas de los faraones contra los
pueblos en conflicto con su país, y lo que allí se representa son,
evidentemente, escenas victoriosas. Y si el faraón no ha hecho la guerra
aparece, no obstante -y éste es el caso del joven Tutankamon-, el tema eterno
del combate contra los africanos o los asiáticos: la decoración no ha tenido
otro objetivo que afirmar el papel tutelar del rey del País Doble. El tema a
elegir resulta fácil cuando se trata de Ramsés II como se puede ver, la
libertad del dibujante no desdice en nada de la expresión del movimiento y de
la anécdota, que resultan excepcionales en esa época. La gran composición
artística nace con la batalla de Kadesh, y será conservada y enriquecida con
Ramsés III, en la XX Dinastía, con aterradoras batallas, terrestres y
marítimas, en las cuales Egipto se defiende vigorosamente contra los Pueblos
del Mar.
También hay que proteger al país contra los
elementos que pueden desencadenarse bajo el impulso de fuerzas nefastas: las
inundaciones excesivas, los temblores de tierra, una sequía aniquiladora,
epidemias, problemas sociales, etc. En estas ocasiones, el faraón tiene que
demostrar que puede dominar las turbulencias inherentes a las fuerzas cósmicas,
la agresividad, la obcecación, las cuales no son otra cosa que manifestaciones
desordenadas de los demiurgos.
⇨ Tutankamon cazando a
un león, detalle
de su escudo ceremonial. Las gestas faraónicas son el tema por excelencia, la
fórmula elegida para mostrar la grandeza del personaje, su valor y su poder,
tal como recoge esta escena de 1337 a.C.
⇦ Escarabeo
matrimonial de Amenhotep III y la reina Tiy (Musée du Louvre, París). Realizado sobre esteatita
vidriada en color azul, material utilizado durante la XVIII Dinastía. Su
escritura jeroglífica informa de los acontecimientos importantes acerca de la
vida del faraón y su familia.
En consecuencia, el faraón desempeña su
papel enfrentándose al animal salvaje que, sin embargo, puede ser símbolo del
poder, si respeta al hombre y si está dominado por su espíritu. Pero, entregado
a sí mismo, en un mundo en desorden, este idéntico animal -toro o león- debe
ser yugulado o destruido. De este modo, resultan comprensibles las escenas
paralelas a las de las batallas que, en el mismo cofre de Tutankamon, presentan
al joven rey matando a toros y leones salvajes en pleno desierto,
circunstancias que probablemente no vivió nunca. El tema resulta tradicional:
¿No hace recordar a Amenofis III, a través de los textos de sus escarabeos
históricos, los destrozos y capturas de esos animales que llevó a cabo? Y el
tercer Ramsés hizo esculpir y pintar en los muros exteriores de su supuesto
templo funerario de Medinet Habu, aquellas prestigiosas composiciones de la
caza del león y, sobre todo, la de los toros, en la que el talento del
dibujante ha expresado con una precisión admirable las formas y las actitudes,
el galope de los caballos, la majestad del soberano, la cabalgada de los
oficiales del rey, la diversidad de animales del desierto y la elegancia de sus
formas, y, finalmente, la conmovedora agonía de los toros atravesados por las
flechas en los pantanos de Kehneh, bordeados de cañaverales y llenos de peces.
Al producirse, en Amarna, la reforma
"herética" de Amenofis IV (hacia 1375 a.C.), hubo que renovar la
inspiración de los temas (puesto que la expresión del mundo ctónico estaba
prohibida en toda clase de decoración), y ya no volvieron a aparecer escenas
violentas: al no existir el mal, ya no era preciso exhibir la lucha para
aniquilarlo, y las fuerzas del bien fueron acentuadas con énfasis nuevo gracias
a las escenas del culto a Atón, dirigido por el rey y su familia, y a la
aparición de los mismos soberanos representados en vastos cuadros que
facilitaban al pueblo entero su contemplación; de este modo, el pueblo podía
reconocer en esos intermediarios vivientes el ejemplo y la garantía de la obra
del dios.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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