Albrecht Altdorfer (1480-1538) fue un gran pintor y un buen burgués de Ratisbona (en
alemán, Regensburg). En 1519 era miembro del Consejo Municipal y en 1528
rechazó el cargo de burgomaestre. Parece ser que conoció a Durero en sus años
de viaje y que después conservaron siempre fiel amistad. Su obra, no exenta de
importantes méritos técnicos, es de gran relevancia en el sentido de que es el
más romántico de los pintores alemanes. Sus cuadros religiosos están llenos de
luces extrañas, grandes lagos, montañas…, a veces la luna se ve a través de nieblas
y árboles. Esta inclinación que Altdorfer muestra sin tapujos por el
romanticismo se aprecia, por ejemplo, en su obra San Jorge, que se halla actualmente en el Museo de Berlín, en el
que representa al santo perdido en una floresta de arces, que parece Sigfrido
en la selva, antes de matar al dragón. Hacia 1525 su estilo sufrió una
trasformación de tal magnitud que más que hablar de evolución debemos
referirnos, en todo caso, a una ruptura. No se sabe con seguridad cuáles fueron
los motivos de que desechara su anterior concepción de la pintura. Parece ser,
según apuntan algunas hipótesis, que quizá tal cambio pudo ser el resultado de
un viaje a Italia. En todo caso, el nuevo Altdorfer que surge a partir del año
1525, aproximadamente, decide conceder mucha más importancia a las figuras
humanas y a la acción que al escenario, a la inversa de cómo había obrado
anteriormente. A este período pertenecen las diversas tablas del altar de San Florián, cerca de Linz, y Lot y sus hijas, del Museo de Viena. Al
final de su carrera volvió a cambiar: le interesaban masas de gente agrupadas.
En 1528, el duque de Baviera le encargó su célebre Batalla de Alejandro en Issos. En este cuadro centenares de figuras
se estrujan para combatir. En el fondo se ve un paisaje lacustre danubiano y en
el cielo fulgores que parecen indicar que la naturaleza participó también en la
lucha.
Batalla entre Alejandro Magno y Daría en lssos, de Albrecht Altdorfer (Aite Pinakothek. Munich). En esta extraordinaria obra encargada por el duque Guillermo IV de Baviera en 1528 se puede apreciar una minuciosa y detalladísima multitud de combatientes en esta escena que refleja la derrota de Daría por las tropas del rey de Macedonia. El recargado ,, fondo, un idealizado paisaje lacustre inspirado por el autor a orillas del Danubio, se impregna del dramatismo que expresa la fuerza contenida en las nubes bajas de un cielo intenso y eléctricamente cargado, a punto de estallar en tormenta. La potencia angustiante del cuadro parece escenificar una pesadilla apocalíptica.
⇦ Concierto angélico, de Mathias Grünewald (Musée d'Unterlinden, Colmar). Perteneciente al retablo realizado en 1515 para el altar de la abadía de San Antonio de lsenheim, esta escena muestra con una delicada y expresiva solución plástica un grupo de ángeles músicos bañados por un resplandeciente rayo de sol en una capilla gótica.
Mas por encima de todos los artistas alemanes de esta época se destaca, sin lugar a dudas, Mathias Grünewald, a quien podría definirse como el autor de una sola obra. Pintó algunas más, bien es cierto, pues hay cuadros suyos en otros museos que no están exentos de méritos artísticos; sin embargo, todo se olvida delante de su tríptico, hoy restaurado, del Museo de Colmar, toda una joya del arte de la época. Esta magnífica obra fue pintada para el convento de Isenheim, en los Vosgos, con escenas de la vida de San Antonio, en las tablas interiores, y en las puertas la Crucifixión, con el entierro en la predella. En esta representación una de las características que llama poderosamente la atención es el empleo del color, que no puede calificarse de otra manera que no sea la de magnífico. Así, Grünewald muestra su dominio del mismo con sorpresas de luz en los mantos y en los cielos; por otro lado, las composiciones son, además, de un realismo terrible.
Mas por encima de todos los artistas alemanes de esta época se destaca, sin lugar a dudas, Mathias Grünewald, a quien podría definirse como el autor de una sola obra. Pintó algunas más, bien es cierto, pues hay cuadros suyos en otros museos que no están exentos de méritos artísticos; sin embargo, todo se olvida delante de su tríptico, hoy restaurado, del Museo de Colmar, toda una joya del arte de la época. Esta magnífica obra fue pintada para el convento de Isenheim, en los Vosgos, con escenas de la vida de San Antonio, en las tablas interiores, y en las puertas la Crucifixión, con el entierro en la predella. En esta representación una de las características que llama poderosamente la atención es el empleo del color, que no puede calificarse de otra manera que no sea la de magnífico. Así, Grünewald muestra su dominio del mismo con sorpresas de luz en los mantos y en los cielos; por otro lado, las composiciones son, además, de un realismo terrible.
Esta obra es la que permite a
Mathias Grünewald pasar con todos los honores a la Historia del Arte y ocupar
un apartado no poco importante. Y lo que hace realmente singular al pintor es
que, en realidad, de él sólo nos ha quedado una gran obra. Por tanto, cabe
preguntarse lo siguiente: ¿quién era este gran pintor del que apenas si sabemos
sólo su nombre? Una crónica antigua ya lo lamentaba diciendo: “Es una gran pena
que este hombre, con sus obras, haya sido olvidado de tal manera que no
encuentro persona alguna que sepa darme noticia de él, ni hay tradiciones de su
memoria, ni los escritos hablan de Grünewald. Vivió la mayor parte de su vida
en Maguncia, triste y solitario, arruinado por un casamiento desgraciado..”.
Crucifixión, de Mathias Grünewald (Musée d'Unterlinden, Colmar). La tabla central del tríptico de lsenheim expresa magníficamente el tremendo dramatismo de la escena del calvario de Jesús, acentuado por las convulsas y crispadas manos de Cristo y las visibles huellas de la tortura por todo su cuerpo. San Juan sostiene a la Virgen pálida como una muerta, mientras la Magdalena retuerce sus manos con un gesto de imploración dolorosa. En el lado derecho, un San Juan Bautista con el Agnus Dei a sus pies señala con el dedo a Cristo, impasible y dogmático, para certificar así la consumación de sus profecías.
Quien se expresa no es otro que
Joachim von Sandrart, que publica en Nüremberg, en 1575, su Deutsche Akademie, con la ambición de
ser el Vasari del arte alemán. Los investigadores modernos han logrado
averiguar que Grünewald se llamaba en realidad Mathis Gothard-Nithard, que
debió nacer hacia 1470 en Wurzburgo y que murió en 1528 en Halle. El retablo de
Isenheim debió ser pintado alrededor de 1510. Es una obra absolutamente alemana
por el hecho de subordinarlo todo a la expresión, hasta tal punto que se ha
dicho es la pintura religiosa más impresionante de Occidente. Todo en ella es
extremado: tanto la ternura de María con el concierto de ángeles luminosos que
la acompaña, como la escena pavorosa de la Crucifixión, en la que el cuerpo de
Cristo es un cadáver lleno de marcas atroces de tortura.
Madonna Meyer, de Hans Holbein el Joven (Hessisches Landesmuseum, Darmstadt). Holbein siempre estuvo en deuda con la familia del burgomaestre Jacob Meyer, su mecenas y protector, a quien plasmó junto a su mujer y sus hijos adorando a la Virgen y al Niño Jesús en este retablo que se exhibe actualmente en el Palacio Ducal de Darmstadt. Este excelente retratista desarrolló un lenguaje pictórico muy personal y característico, elevando el encuentro del representado con la mirada del observador en enfáticos diálogos de una inmediatez asombrosa, como si el espectador estuviese integrado en la escena como un personaje más.
Por fin, el último pintor
importante de esta escuela germánica de la Reforma, Holbein,
llamado el Joven, es, sobre todo, un
retratista. Aunque nacido en Augsburgo en 1498, Holbein pasó todo el tiempo que
le dejaban libre sus viajes, en Basilea, donde se encuentra hoy una célebre
colección de sus obras, reunidas en el Museo. Al final de su vida pasó a
Inglaterra y acabó por avecindarse allí, donde murió en 1543. Pero fue en
Basilea donde se formaron su espíritu y su arte.
La pequeña ciudad suiza de las
orillas del Rin era entonces un importante centro de estudios, por su
universidad y sus imprentas. Allí residía Erasmo, del cual Holbein pintó varios
retratos que se han hecho muy populares, y sus editores, como Froeben y Amerbach,
eran no sólo industriales impresores, sino notables coleccionistas. Holbein
recibió varios encargos del Consejo municipal y de burgueses acomodados,
quienes solicitaban que les decorase sus casas o pintase retablos para sus
capillas. Muchas de estas obras, sobre todo los frescos, han desaparecido; para
dar idea no queda más que la predella,
con Cristo en el sepulcro, de un famoso retablo de la Pasión, reputado la obra
maestra de Holbein. Aquella figura del Cristo muerto, con los ojos y la boca
abiertos como los de un ajusticiado, causa dolor y pasmo, casi espanto, al
contemplarla en la sala del Museo de Basilea. Cristo ha muerto, era hombre
mortal; cuanto más humana sea la representación del cadáver, más grande será la
gloria de su resurrección. El naturalismo del hombre muerto del Museo de
Basilea se halla perfectamente de acuerdo con la crítica de los reformadores;
allí enfrente está el Retrato de Erasmo,
acaso traduciendo del griego, por primera vez, el Evangelio de San Juan; allí
está también el Retrato de Amerbach,
el impresor culto e inteligente, con su elegante gorra negra y la inscripción
que le acredita de erudito.
Erasmo de Rotterdam, de Hans Holbein el Joven (Musée du Louvre, París). Influido por las obras de Andrea Mantegna y Leonardo da Vinci, rindió tributo a los dos pintores renacentistas en uno de sus primeros retratos para el filólogo humanista Erasmo de Rotterdam, cuya amistad facilitaría que Holbein ilustrara con sus xilografías El elogio de la locura y viajara a Londres recomendado por el propio Erasmo para servir otros encargos a Tomás Moro y otros personajes de la época íntimamente ligados a la Reforma.
No todos en Basilea estaban por
la Reforma, ni había aquella unanimidad que rodeaba a Durero en Nüremberg o a Cranach en Wittenberg. El burgomaestre, Jacob
Meyer, hacía alarde de fidelidad a la Iglesia romana encargando a Holbein un
altar con la Virgen y, a sus pies, él con su esposa y sus hijos, obra que es
hoy una de las más excelentes del artista. Del burgomaestre y su familia hizo
Holbein varios retratos de un gran naturalismo.
Diez años antes había pintado
otro retrato del propio Meyer y su esposa en un hermoso plafón apaisado. Estos
dos tipos suizos, el buen burgomaestre y su hacendosa mujer, todavía bella,
están admirablemente retratados. Pero los esfuerzos de Meyer y de otros no
pudieron conseguir que la contienda entre los reformadores y los partidarios de
Roma fuese puramente intelectual, y los dos bandos enemigos llegaron a tal
apasionamiento, que la vida en Basilea se hizo imposible.
Erasmo emigró entonces, y Holbein
no tuvo más remedio que hacer otro tanto, y dejando en Basilea a su esposa y sus
hijos, marchó a Inglaterra en 1526, recomendado al gran erudito y reformador
Tomás Moro. Pintó primeramente el retrato de Moro y su familia, retrato que por
cierto ha desaparecido. Después, poco a poco, se fue introduciendo en la corte
y llegó a pintar los retratos de Enrique VIII, los de sus esposas y los de sus
consejeros. Por Holbein conocemos, mejor que por nadie más, la aristocracia
inglesa de la época.
⇦ Retrato de Bonifazius Amerbach, de Hans Holbein el Joven (Kunstmuseum, Basilea). Tras su formación autodidacta en tierras italianas, Holbein regresó a Suiza en 1519 para ingresar en la corporación de pintores nacionales. Ese mismo año pintó este retrato que iniciaría una larga serie de encargos para este joven jurista que salvó de la quema de los iconoclastas varios cuadros del autor. En agradecimiento, Holbein le encomendó gran parte de su colección personal, que posteriormente ampliaría y gestionaría su propio hijo.
Algunos retratos Holbein los
dibujó a la punta de plomo, pero con una precisión y arte que sorprende. Fijó
en ellos lo que podríamos llamar la “silueta moral” del personaje retratado.
Resumiendo, en Alemania no hubo
monarca del tipo de los franceses Carlos VIII y Francisco I, que se empeñaron
en italianizarse; todo lo contrario. El arte italiano del siglo XVI, que tenía
su centro de difusión en Roma, era considerado peligroso por los príncipes,
porque envuelto en un manto de belleza encerraba todo lo que representaba la
jerarquía católica, enojosa hasta para los que no se habían vuelto
protestantes. Acaso por la repulsión que se sentía en Alemania hacia la
ideología de la Curia romana, los grandes artistas que se han ido presentando
tienen un carácter germánico tan acentuado, que ni aun en la época romántica se
manifestaron los artistas alemanes con tanta fuerza racial como en ésta.
⇨ Retrato de la reina Ana de Cléves, de Hans Holbein el Joven (Musée du Louvre, París). La que fuera cuarta esposa de Enrique VIII de Inglaterra fue retratada con una gran fuerza psicológica por Holbein, quien disimuló sus marcas de viruela en este cuadro que enviaron al rey antes del enlace. Satisfecho con el rostro que aparecía en la imagen, la aceptó inmediatamente en matrimonio, pero al conocerla personalmente se sintió enormemente engañado y se inventó cualquier pretexto para divorciarse de ella siete meses más tarde. En compensación, le donó varias propiedades, entre ellas un castillo que pertenecía a la familia de su segunda esposa, Ana Bolena.
La ciudad de Praga, la más
occidental de las ciudades eslavas, se convirtió durante el último cuarto del
siglo XVI en el foco más importante del arte manierista cuando estableció su
residencia en ella el emperador Rodolfo II, medio astrólogo y alquimista. Además
de los artistas flamencos ya citados, otros, alemanes, como Hans von Aachen y Joseph Heintz, desarrollaron con ellos un extraño repertorio
de alegorías y escenas mitológicas en las que, como ha observado F. Zeri, “se
nota un satanismo a flor de piel, una voluptuosidad retenida en la punta de la
lengua. Sin el nimbo o la palma, sus santas parecerían protagonistas del Arte de amar o diosas que asisten a una
bacanal”.
Retrato del artista con su mujer, de Hans von Aachen (Kunsthistorisches Museum, Viena). Muy impresionado por los trabajos de Tintoretto que había visto en Venecia y Roma, el pintor alemán trató de introducirse en el manierismo italiano dotándolo de ciertas licencias estéticas. Aunque en 1592 le nombraron pintor de cámara del emperador Rodolfo II gracias a su notable talento como retratista, y pese a ser un renombrado autor de temas religiosos y mitológicos, se sintió más cómodo representando íntimas escenas descaradamente eróticas, como este cuadro en el que exhibe los pechos de su esposa mientras se contempla ingenuamente en un espejo.
Retrato del emperador Rodolfo II, de Joseph Heintz (Kunsthistorisches Museum, Viena). Rodolfo II fue uno de los principales impulsores del arte de su época. En su colección privada se cuentan más de 1.300 cuadros y hasta 500 esculturas de artistas italianos como Leonardo da Vinci, Rafael, Tiziano, Tintoretto y otros más próximos a los que contrató para la Corte, incluyendo a Durero, Cranach, Holbein, Brueghel, Hans van Aachen y muchos otros. Era tal la enormidad de su colección que el emperador mandaría construir un anexo en su castillo de Praga sólo para poder almacenar todas las obras.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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