Punto al Arte: Escultura y pintura

Escultura y pintura

Es preciso reaccionar contra el tópico de que las tradiciones artísticas españolas se extinguieron con la Casa de Austria. Ni en la imaginería ni en la talla religiosa hubo interrupción y ello es fácilmente demostrable. Por ejemplo, en Granada siguió activo el taller de los Mora, relacionado con el de Pedro de Mena, y no con baja productividad, y en la misma ciudad trabajó también un excelente imaginero que sigue la evolución del gusto, José Risueño (muerto en 1721). La primera mitad del XVIII es, además, el período de la fecunda labor barroca muy original del importante tallista Pedro Duque y Cornejo, ejercida en dos grandes ciudades andaluzas, como son Córdoba y Sevilla. Por otra parte, en Cataluña -donde el barcelonés Antonio Viladomat (1678-1755) llevó a cabo con éxito una tentativa de sacar la pintura de su anterior marasmo, y formó buenos discípulos, como Francisco y Manuel Tramulles- destacará Luis Bonifás (1730-1786).

Valencia da ya en la primera mitad del siglo a Ignacio Vergara, autor de las esculturas de la puerta del palacio del marqués de Dos Aguas, y también excelente imaginero. Pero la gran figura de la imaginería española del XVIII fue, por muchos conceptos, el murciano Francisco Salzillo (1707-1783), hijo de un tallista napolitano establecido en Murcia. Salzillo logró elevar a la categoría de auténtica y perdurable obra de arte la imaginería de la Semana Santa y él es el insigne autor de pasos procesionales que sobrecogen por la maestría y sensibilidad con las que están hechos, el más famoso de ellos, el de la Oración en el Huerto.

⇨ Busto del conde de Aranda (Museo Arqueológico Nacional, Madrid). Esta pieza realizada en porcelana de Alcora tiene un gran valor por la calidad de su manufactura y la importancia histórica del personaje, el conde de Aranda, que fue el creador de la manufactura de Alcora.



Y es que la confusión, devenida en prejuicio, que afirma que las tradiciones artísticas españolas no aportaron nada interesante tras la Casa de Austria deriva del hecho de que lo que de veras se hallaba en crisis, al advenir la dinastía borbónica, era el arte cortesano. Por ello fue por lo que los dos primeros Borbones se vieran obligados a llamar a escultores y pintores extranjeros en relación con los trabajos realizados por la corte. Felipe V emplea todavía a algunos pintores españoles durante sus primeros años, como es el caso de Miguel Jacinto Menéndez, pero poco después ha de recurrir a artistas franceses, como René-Antoine Houasse, y su hijo Michel-Ange Houasse, quien permanece en Madrid trabajando para la corte hasta 1730. En 1724 era pintor de "cámara" Jean Ranc, casado con una sobrina de Rigaud. Le sucedió en 1737 Louis-Michel van Loo, de buena estirpe de pintores y retratista mejor dotado, sin lugar a duda, que su predecesor. Vino después el italiano Andrea Procaccini, y ya se dijo en otro lugar que desde Fernando Vl los pintores titulares de la corte fueron dos italianos que eran figuras muy representativas: Amigoni y Giacquinto.

Monasterio de El Escorial, de Michel-Ange Houasse (Museo del Prado, Madrid). Óleo pintado en 1710 que sorprende por la forma en que el autor ha captado la luz diáfana y ligera propia de Castilla, y por la atmósfera sobria que recuerda los paisajes de Velázquez.

En la escultura cortesana en mármol fueron también extranjeros los que marcaron las normas, principalmente a través de la enseñanza dada en la Real Academia de San Fernando, que fundó Felipe V (1744) y que Fernando VI reorganizó en 1757. Gian Domenico Oliviero y Robert Michel son, pues, quienes instruyeron en el arte europeo, entonces predominante, a Juan Pascual de Mena, al gallego Felipe de Castro, maestro a su vez de un excelente escultor de la época de Carlos III, Manuel Álvarez de la Peña (el autor de la parte escultórica de la hermosa Fuente de Apolo, del Prado de Madrid), todos ellos artistas españoles que habrían de recoger el testigo entregado por sus maestros. Otros escultores distinguidos, entre los de esta formación académica, son Esteban de Ágreda y Francisco Gutiérrez, mientras que un excelente imaginero sobresalía en Madrid, Luis Salvador Carmona (1709-1766).

La familia de Felipe V de Louis Michel van Loo (Museo del Prado, Madrid). Convertido en pintor de la corte sucediendo a Jean Ranc, este artista barroco compuso la obra en 1743, en la que aparecen los personajes posando como en un friso en un salón del palacio real de La GranJa; de izquierda a derecha: María Ana Victoria, Bárbara de Braganza, el príncipe Fernando, Felipe V de España, el infante Cardenal don Luis, Isabel Farnesio, don Felipe de Parma, Luisa Isabel de Francia, María Teresa, María Antonia Fernanda, María Amalia de Sajonia y Carlos de Nápoles.

Ya se ha hecho referencia varias veces, a la significación que tuvo en la pintura europea de intención neoclásica Antonio Rafael Mengs, y se habló de su rivalidad con Tiépolo. Y en las siguientes líneas se entenderá por qué se le incluye en este capítulo consagrado al arte de la Ilustración en España.

En 1761, reinando Carlos III, llegaba Mengs a Madrid. Su influencia fue enorme, y algunos de los retratos que realizó han de considerarse como lo más vivo y menos académico que hizo. Entre ellos destaca el de doña Isabel Parreño y Arce, marquesa del Llano, hoy en la Real Academia de San Fernando.

Felipe V de Louis Michel van Loo (Museo del Prado, Madrid). En este retrato, el rey aparece en una pose muy parecida al que realizara Jean Ranc con anterioridad. Pintado con maestría y meticulosidad, el artista encuadra al personaje sobre un paisaje de fondo.

Mengs, que llevó en Madrid una existencia de neurasténico -aunque le llovieron continuamente prebendas y honores, que no parecieron darle nunca un soplo de vitalidad entusiasta-, tuvo al cabo que ir a morir a Roma en 1779. Su muerte fue llorada por los académicos madrileños como la del más grande pintor de la época, y dejó huellas en algunos que fueron sus discípulos, como el valenciano Vicente López, de quien -a pesar de que es un artista dieciochesco por su formación- tendremos que hablar en relación con la pintura de retrato de la época romántica, que cultivó en el último período de su larga vida. No sólo discípulo de Mengs sino yerno suyo fue Manuel Salvador Carmona, hijo del escultor de temas religiosos ya mencionado; fue muy buen grabador y dibujante, al estilo francés. Otro artista que se distinguió entonces en el dibujo y en el grabado, fue José Camarón y Boronat, nacido en Segorbe y muerto en Valencia (1730-1803). Pero los discípulos predilectos de Mengs en Madrid fueron Mariano Salvador Maella (1739-1819), también valenciano, y el aragonés Francisco Bayéu.

Autorretrato de Mengs (Museo del Ermitage, San Petersburgo). Máximo dictador de las artes en el siglo XVIII, este cuadro da la versión de cómo se veía a sí mismo.

Antes de someterse a la férula de Mengs, Maella había estudiado en Roma. Después de ejecutar buen número de retratos y altares, era nombrado pintor de cámara en 1774. Sus retratos, aunque resultan un poco fríos, no carecen de encanto de color.

Mucho más independiente que el valenciano Maella, a pesar de haber sido largo tiempo ayudante de Mengs, fue el zaragozano Francisco Bayeu y Subías (1734-1795), a quien reservó el azar ser cuñado de Goya (pues se casó con su hermana Josefa).

En la academia zaragozana tuvo el mismo maestro que Goya tendría después, don José Luzán, pintor de formación napolitana.

Pescadores de Mariano Salvador Maella (Museo del Prado, Madrid). Pintor situado entre finales del barroco y comienzos del neoclasicismo, su abundante producción abarca el retrato, la pintura religiosa y el paisaje, uno de cuyos ejemplos es este cuadro.

Mengs le cobró a Bayeu mucha afición, a pesar de que su pintura era agria. Con el apoyo de tal maestro, pronto pintó en el Palacio Real, y enseñó en la Academia, de la que en 1788 fue nombrado director, culminando así una meritoria carrera. La importancia de Bayeu estriba en el que él fue quien inspiró la pintura de placenteros temas populares que un grupo de jóvenes pintores (entre los que se contó también Francisco de Goya) cultivó para los cartones de los tapices que se tejían en la Real Fábrica de Santa Bárbara. Como fresquista en temas religiosos y mitológicos, su obra fue muy abundante y de gran calidad; además, pintó, como se ha dicho, frescos en el Palacio Real madrileño, y cubrió de ellos la cúpula y bóveda de la capilla del palacio de Aranjuez, y la cúpula de la Colegiata de San Ildefonso, así como pintó las bóvedas de la basílica del Pilar, origen de un fuerte malentendido entre él y su cuñado Goya, que se mostró en lo que allí pintó él también rebelde a las normas de Bayeu. Francisco Bayeu protegió a su hermano Ramón (1740-1793), haciéndole ejecutar cartones de tapices, y a su otro hermano, Manuel, que se hizo cartujo y pintó en la Cartuja mallorquina de Valldemosa.

⇨ El majo de la guitarra de Ramón Bayeu (Museo del Prado, Madrid). Cartón para tapiz realizado por este artista, cuyo gusto por lo popular, la gracia de sus siluetas y su picante colorido lo acercan al joven Goya de ese momento, de quien lo diferencia su tendencia a destacar una sola figura por encima de las restantes del grupo.



Entre los que cooperaron con la fábrica de tapices destaca el madrileño José del Castillo, que ya había estado en Roma antes de volver allí pensionado por la Academia de San Fernando, como tantos otros pintores, por otra parte. Como Paret y Alcázar (de quien se hablará en seguida en las próximas líneas), colaboró en la ilustración de una célebre edición de El Quijote, que fue publicada por la Real Academia Española, y que imprimió el tipógrafo Sancha. Pero su labor más meritoria son, sin lugar a dudas, sus cartones para Santa Bárbara, y algunos lienzos sobre temas campestres que denotan frescor de inspiración.

En relación con este grupo de artistas se halla asimismo la dinastía de los González y Velázquez. Eran tres hermanos, hijos de un escultor andaluz natural de Andújar: Luis, Alejandro y Antonio; éste intervino en la decoración del Pilar, y fue padre de Zacarías González y Velázquez (1763-1834), quien se mostró mejor artista que su progenitor y sus tíos, tanto en la pintura decorativa como en el retrato.

El paseo de las Delicias de Francisco Bayeu (Museo del Prado, Madrid). Es un boceto que su hermano Ramón amplió hasta el tamaño de cartón para tapiz. La escena está realizada con un delicado colorido de finos grises, azules y rosados.

No colaboró, en cambio, en aquellos trabajos Luis Menéndez (1716-1780), nacido y criado en Nápoles, hijo de Francisco Antonio Menéndez, pintor que había sido miniaturista de Felipe V. Había completado en Madrid sus estudios con Louis Michel van Loo, y decidió dedicarse casi exclusivamente a la naturaleza muerta, aunque se conservan de él intensos dibujos de estudio de figura y un bello autorretrato, que hoy se halla en el Museo del Louvre y que quizás podrían haber evolucionado en un interesante retratista. Sus bodegones son digna continuación de aquel género tan vinculado a la tradición pictórica española, por su composición sobria y simplificada, y el vigor de sus superficies coloridas, que les prestan poético realismo. Se llamó a Menéndez el "Chardin español", sin otra razón que no sea la de reconocer su sinceridad, que es en Menéndez, como en el maestro francés, un rasgo elocuentemente evidente.

Bodegón de Luis Menéndez (Museo de Arte Moderno, Barcelona). La obra muestra las características excepcionales del estilo de su autor: los objetos aparecen con una intensidad inaudita, imponiendo su presencia física con una especie de cruel objetividad. Menéndez restituye la poesía enigmática que encierran los objetos que estamos acostumbrados a ver.

Con Antonio González y Velázquez, que enseñó en la Academia de San Fernando, había aprendido un pintor madrileño, Luis Paret y Alcázar (17 4 71799), de talla europea. Aparece como un artista que puede parangonarse sin ningún tipo de complejos con los maestros extranjeros de mayor renombre de su época. Con independencia de las lecciones que recibiera en la Academia, y que es indiscutible que debieron de forjar su talento, pero sobre todo su concepción del oficio vino a estimular su valía el contacto con un pintor del séquito del embajador francés, que se llamó François de la Traverse. Después completó su formación en Italia, y este capítulo de su vida puede explicar su modo de pintar los ambientes "a la Pannini", y ciertos dejos que recuerdan más cosas de la pintura veneciana, que, como ya se ha señalado, gozaba de gran reputación en la época, que, de la parisiense, aunque no denoten influencia de Tiépolo, quien -dicho sea de paso-, a pesar de residir en Madrid durante los últimos años de su vida, sólo influyó pasajeramente en Goya. Los encargos que Paret recibió de Carlos III se redujeron a cuadros anecdóticos sobre la vida palaciega. Ceán dice de él: "Muy pocos o ningún pintor nacional tuvo España en estos días de tan fino gusto, instrucción y conocimiento como Paret, y yo, que le he tratado de cerca, lloraré siempre su muerte y el poco partido que se ha sacado de su habilidad". Una de sus obras es el lienzo que representa una fiesta hípica: Las Parejas Reales; en él los infantes y nobles se ejercitan en un brillante carrousel. Otro de sus cuadros representa al rey Carlos comiendo. Otro (de nombre El bazar) trata de un tema parecido al de Watteau en su enseigne para la tienda de Gersaint; sólo que aquí se trata de una tienda de artículos lujosos para mujer, en vez de un comercio de pinturas como en el cuadro del francés. El rey le encargó algunas vistas de puertos y marinas y de él se conocen también sobrios floreros. Como se dijo ya, intervino en la ilustración del Quijote de la Real Academia Española, diseñó muebles y realizó buen número de grabados, por lo que se reveló como un artista polifacético. Asimismo, ingresó en la Academia de San Fernando en 1780.

Fiesta en el jardín botánico de Luis Paret y Alcázar (Museo Lázaro Galdiano, Madrid). Una de las últimas obras de este autor, que presenta una escena an1mada y llena de vida (carrozas, cocheros, lacayos, damiselas, elegantes caballeros, etc.), pintada con la gama fría, rica en azules, y con toda la gracia y exquisitez que hacen de su autor el pintor del rococó español.

Igualmente, la Academia de San Carlos en Valencia fue, durante esta época, notable foco de formación artística, cuyo principal promotor fue José Vergara (1726-1799), hermano del escultor de mismo apellido. Además de los valencianos mencionados en este capítulo de este centro de educación pictórica salieron buenos cultivadores de la composición floral, como es el caso de Benito Espinós (17481818), uno de los mejores representantes de este estilo y que, por otra parte, llegó a ser profesor de aquella especialidad en dicha academia.

La actividad de la Escuela de Nobles Artes fundada por la Junta de Comercio de Barcelona en 1774, no daría sus frutos hasta los últimos años del siglo, en que siendo maestro en ella el provenzal José Flaugier, tendría a discípulos, como Francisco Lacoma y Sans (1784-1812), a su casi homónimo Francisco Lacoma y Fontanet (1789-1849), al costumbrista Salvador Mayol (1775-1854) y por último a Pablo Rigalt (1778-1845), que tuvo mucha trascendencia en el gran impulso de la escuela pictórica catalana en el período siguiente.

Las Parejas Reales de Luis Paret y Alcázar (Museo del Prado, Madrid). Con gran dominio de los recursos técnicos y los procedimientos artísticos, e influido por el rococó francés, este artista fue el representante del barroco español exagerado. Sus cuadros de escenas galantes están llenos de colorido y vitalidad, como éste pintado en 1773.

Así pues, visto lo expuesto hasta este momento, en el desarrollo del arte pictórico español, aunque moderadamente, se insinuaba, entre tanteos, una continua y tímida mejora, mediante la aplicación del criterio académico, que tan poco casaba -es verdadcon el genio de la antigua tradición de la pintura en el país.

Pero el milagro renovador debía manifestarse en forma de sacudida, como un trallazo, y este milagro no fue otro que la aparición de uno de los grandes nombres del Arte de toda la historia de España: Goya.

Goya no formó escuela, a pesar de que gozó de éxito en vida y su obra causó no poca admiración entre sus contemporáneos. Su pintura llegó con tanta fuerza arrolladora, de una forma tan personal, que era demasiado poderosa, aunque parezca una paradoja, para ganar adeptos de una forma inmediata. La pintura española goyesca es un fenómeno que se produce mucho después, ya en pleno siglo XIX. Pero sí tuvo, en vida, algunos seguidores que aplicaron a su pintura los modos del genial artista.

Ascensión de un globo Montgolfier en Madrid de Antonio Carnicero (Museo del Prado, Madrid). El 15 de agosto de 1792, Vicente Lunardi emprendió vuelo con un globo desde el Retiro, en presencia de una multitud que quería ver si lo conseguiría. El globo se elevó y Carnicero inmortalizó la hazaña en este cuadro.

Uno de ellos, y de los más reseñables, es Agustín Esteve (1753-1820?), pintor valenciano dedicado, en Madrid, al retrato señorial. Se trata de otro de los pintores de la extensa nómina que acredita Valencia y que fue un retratista de gran gusto y meritoria técnica, que se enamoró de las finezas de ciertos retratos hechos por Goya. Otro pintor, Antonio Carnicero (1748-1814), también distinguido grabador, trató de emular las tonalidades brillantes de su paleta, aunque, huelga decirlo, nunca llegó a igualar a su maestro. Finalmente, otro seguidor de Goya del que cabe hacer mención fue el también valenciano Asensio Juliá (conocido en su patria con el apodo de Peixcaoret, por ser hijo de un pescador). Suponemos que ayudó a Goya en la decoración mural de San Antonio de la Florida, y de él se conservan notas plenamente goyescas.

Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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