Piero della Francesca nació entre
1410 y 1420 en Borgo San Sepulcro, cerca de Perugia, y murió en el mismo lugar
en 1492. Se quedó ciego los últimos cinco años de su vida y un lazarillo le
llevaba de la mano a través de las calles de esta pequeña localidad de Umbría.
Después de una época juvenil de
formación en contacto con varios maestros sieneses, entró en relación con la
corte de Urbino hacia 1445. El entonces duque de Urbino, Federico de
Montefeltro gobernaba sus estados como un príncipe ilustrado amante de las
artes y las letras. El fue quien encargó el palacio de Urbino a Luciano Laurana y quien llamó también a Paolo Uccello, Piero Della Francesca y Melozzo da
Forli; además coleccionaba medallas y estatuas antiguas, y el propio Alberti
pensó en dedicarle su Tratado de Arquitectura. A esta época pertenece el primer
grupo de las obras de Piero: el Políptico de la Virgen de la Misericordia, el
Bautismo de Cristo (hoy en la National Gallery de Londres) y la Flagelación de
Cristo. La primera de ellas le fue encargada por la Cofradía de la Misericordia
de Borgo San Sepolcro y es probablemente la más antigua de las obras
conservadas del artista, aunque reúne ya las que serán sus características
esenciales: una dignidad y una calma impresionantes que derivan de una
monumental colocación de las figuras en el espacio.
Alrededor de 1450, Piero estuvo
en Ferrara y en Rímini. En la primera ciudad dejó una serie de pinturas que
influirían de modo decisivo en los artistas de los que nos ocuparemos a
continuación: Cosme Tura, Francesco del Cossa y Mantegna. En la segunda, pintó
un impresionante retrato del terrible Sigismondo Pandolfo Malatesta,
arrodillado a los pies de su santo patrón, que todavía figura hoy en el Templo
Malatestiano de Rímini.
Poco más tarde, a partir de 1452,
inició la más importante de sus obras: la decoración del ábside de la iglesia
de San Francesco de Arezzo con el tema de La leyenda de la Cruz. Se trata de
una de las obras maestras de la pintura universal, particularmente apreciada
hoy por la conexión que hay entre el clima rudo, impregnado de seriedad y de
fuerza, típicos de Piero della Francesca, y los propósitos del arte del siglo
XX.
⇨ Salomón y la reina de Saba (detalle), de Piero della Francesca (iglesia de San Francesco, Arezzo). Las paredes del coro de la iglesia de San Francesco de Arezzo conservan el ciclo de frescos de Piero della Francesca dedicado a la leyenda medieval de la Vera Cruz.
Su efecto es inolvidable. El
peregrino del arte que se siente inquieto por el aspecto de la pequeña ciudad
toscana y entra en la iglesia desierta, donde algunos frescos destruidos de
Spinello Aretino, el discípulo de Giotto, acaban de conmoverle, queda
maravillado al penetrar, detrás del altar mayor, en el coro cuadrangular,
libre, ancho, lleno de luz y de color gracias a los frescos de Piero della
Francesca. Parecen aquellos muros los más luminosos que existen en la tierra.
Piero della Francesca es el
pintor del espacio y de la luz; su gran preocupación era iluminar las escenas y
definir las figuras mediante una luz diáfana, la misma del cielo de Italia.
Según una antigua leyenda
medieval, cuya finalidad teológica era mostrar la indisoluble relación entre el
Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el pecado original y la redención por
Cristo, la madera con la que se construyó la Cruz procedía de un árbol nacido
de una semilla que los hijos de Adán colocaron bajo la lengua de su padre al
enterrarlo.
Piero inicia así su historia:
Adán agonizando en los brazos de Eva, anciana más que centenaria, ruega a Seth
que pida al ángel del Paraíso la semilla prometida para la salvación de la
humanidad. Seth, desnudo, visto de espaldas, se apoya en un bastón. Un
personaje colocado de frente, vestido con una especie de delantal negro, pone
una nota impresionante en esta escena. Otras composiciones célebres narran los
episodios de Salomón y la reina de Saba, y el de la Anunciación.
La batalla de Puente Milvio entre Constantino y Majencia de Piero della Francesca (iglesia de San Francesco, Arezzo). Composición expresamente caótica, en la que se entremezclan los caballos, los Jinetes, las lanzas y otras armas. Piero expresa el violento tumulto de la batalla, sobre la que prevalece la bandera con el s1gno de la cruz.
Más allá, otro de los cuadros
representa el sueño de Constantino la noche anterior a la batalla con Majencio,
cuando recibe la inspiración divina de colocar el signo de la Cruz en sus
estandartes para obtener la victoria; el emperador duerme en una tienda entreabierta,
pero una luz misteriosa le basta al pintor para indicar que dentro de ella está
ocurriendo un fenómeno sobrenatural y que aquel hombre no duerme apaciblemente,
sino que sueña algo muy importante.
En el fresco La batalla del
Puente Milvio, en el que ya se está en un escenario al aire libre, el azul
transparente del firmamento destaca con más fuerza sobre las grandes banderas
blasonadas que tremolan los capitanes y sobre los tonos negros de los caballos
del primer término.
Otra escena, enfrentada a ésta,
representa el Hallazgo y la Prueba de la Cruz por Santa Elena, la madre de
Constantino, y con ella empieza a presentarse un tipo femenino que será siempre
el mismo en los frescos de este pintor. Ya no es la patricia florentina de
Botticelli, de carnes exquisitamente fatiga das, sino una mujer alta, de nariz
recta, robusto cuello y ancha frente, despejada, de cabellos recogidos
cuidadosamente por la toca. Piero della Francesca, cuando no hace retratos se
vale siempre de este mismo tipo, bastante impersonal, como llevado por el deseo
de no cansar la atención.
⇨ Santa María Magdalena de Piero della Francesca (Catedral de Arezzo). Esta obra fue pintada al mismo tiempo que pintaba los frescos de la iglesia de San Francesco de la misma ciudad. La figura de la santa sigue el modo escultórico de la pintura de Masaccio, quien concibe el cuerpo humano como un volumen en el espacio.
En esta gran composición a la que
ahora se hace referencia, a la izquierda, la emperatriz Santa Elena, junto con
otros espectadores, asiste al Hallazgo de la Cruz. A la derecha, realiza la prueba
de la misma: un joven desnudo resucita al ser colocada la Cruz sobre su tumba
mientras Santa Elena y las damas de su séquito se arrodillan ante la fosa. El
edificio que sirve de fondo a esta escena, una basílica decorada con
circunferencias blancas sobre fondo oscuro, de una novedad arquitectónica
increíble, contrasta con la vista de Jerusalén, típicamente medieval, que
figura sobre la escena del Hallazgo. Finalmente, Piero narra el episodio
sucedido años después: Cosroes, rey de Persia, conquista Jerusalén y roba la
Cruz. Heraclio, el emperador bizantino, lo derrota en una batalla y devuelve la
Cruz a aquella ciudad.
Esta batalla, tema que debería
ser movido y dinámico por esencia, revela hasta qué punto los seres humanos de
Piero della Francesca viven en un espacio sereno, ordenado y lento: los
soldados de Cosroes se mueven sin prisa, como buenos obreros que cumplen su
oficio de matar con aplicación. Se diría que los personajes de las escenas de
Piero son testigos solemnes que parecen demostrar que “hay hombres y mujeres
que han visto cosas asombrosas”.
La obra gigantesca del ábside de
San Francesco de Arezzo debió ocupar a Piero durante siete u ocho años. En este
período realizó algunos viajes a Roma, que sentaron las bases de lo que debía
ser la escuela romana de pintura, y pintó diversas obras muy pocas de las
cuales han llegado hasta hoy: la Resurrección de Cristo (Palacio Comunal de
Borgo San Sepolcro), la Madona del Parto (conservada en Monterchi, un
pueblecito cerca de Borgo) y el mural con la figura de Santa María Magdalena
junto a la entrada de la sacristía de la catedral de Arezzo.
Las dos últimas obras presentan
dos tipos de mujer característicos de Piero, al estilo de los que antes se ha
comentado. Como las damas de los séquitos de la reina de Saba o de Santa Elena,
pese a su fuerza poética, estas figuras conservan un gesto doméstico,
provinciano. La Madona del Parto tiene una hermosa frente amplia y despejada,
bajo la que sorprenden unos extraños ojos entreabiertos; la Magdalena es una
mujer noble y directamente terrestre, cuya fuerza procede de la actitud de la
cabeza y de la longitud flexible de su cuello. Estos cuerpos femeninos son ante
todo volúmenes sólidos situados en el espacio.
Retrato de Federico de Montefeltro, duque de Urbino de Piero della Francesca (Galleria degli Uffizi, Florencia). Piero della Francesca nos muestra un realismo parcial y artificioso. Se sabe que Federico de Montefeltro tenía el rostro desfigurado a causa de un accidente sufrido en un torneo. Ocultando el perfil derecho, como por una exigencia de simetría con el retrato de su esposa (arriba), parece como si el duque no hubiera perdido uno de sus ojos. Estos dos retratos, que estuvieron colgados en la sala de audiencia del Palacio Ducal de Urbino, tienen en el dorso respectivas representaciones de los triunfos alegóricos de cada uno de los esposos.
En cambio, en el último grupo de
sus obras, pintadas a partir de 1465, Piero parece interesarse por el
individualismo humanista. El Doble retrato de los duques de Urbino muestra que
los perfiles de Federico de Montefeltro y de su esposa Battista Sforza
participan de lo que más sorprendía a Alberti: el carácter irreductible de la
personalidad y las diferencias profundas que separan a los seres humanos. Quizás
hayan influido en el psicologismo que aparece en las obras de vejez de Piero,
el hecho de que se trata de pinturas al óleo sobre tabla -y no de murales, como
los que se han analizado hasta ahora- y las experiencias terribles de la peste
de 1468 que le obligó a huir de su ciudad natal y a refugiarse en la pequeña
aldea de Bastía.
Las últimas obras de Piero son la
Madona de Sinigaglia (Galería de las Marcas, Urbino), la Natividad (National
Gallery, Londres) y la Virgen y Santos con Federico de Montefeltro, también
llamada Pala Brera por conservarse en la Pinacoteca Brera, de Milán.
Probablemente todas fueron pintadas en el decenio 1470-1480, durante el cual
Piero residió con frecuencia en Urbino.
Madona de Sinigaglia de Piero della Francesca (Palacio Ducal de Urbino) La Virgen ejemplifica la tipología femenina que representaba Piero della Francesca y que se caracterizaba por las figuras robustas, con volumen y un poderoso cuello, que ocupan todo el espacio compositivo.
Natividad de Piero della Francesca (National Gallery, Londres). Esta figura de la Virgen tan refinada y estilizada se sale un poco del canon femenino que Piero componía en sus obras. Un coro de ángeles músicos la acompañan a ella y al Niño, que yace en el suelo.
La Madona de Sinigaglia, una de
las obras más hermosas del artista, nos sorprende por la capacidad de armonizar
-como dice Longhi- lo monumental con lo íntimo.
En esta Virgen no hay la
impasibilidad de las sacerdotisas de Arezzo, pero encontramos en ella la calma
tranquila de una antigua dinastía de reyes. En la Natividad de Londres, la
Virgen fina, de barbilla puntiaguda, se aleja del tipo femenino al que Piero
daba preferencia, y el conjunto de la obra demuestra que el artista se aleja de
la abstracción para entregarse a la observación del detalle, de la anécdota,
con un gusto inédito por las pequeñas flores silvestres, los musgos, los
adornos vestimentarios y las joyas. Finalmente, en la Pala Brera, junto al
retrato de Federico de Montefeltro, enfundado en su reluciente armadura, se
vuelve a encontrar la deliciosa geometría juvenil de la Flagelación de Urbino.
Diez personajes forman un
semicírculo en torno a la Virgen; tras ellos hay un ábside con otros tantos
paneles de pórfido, que sostienen una bóveda de cañón casetonada y una
monumental concha de mármol. Detalle estremecedor por su misterio: un huevo de
avestruz pende de un hilo en el centro del espacio, exactamente sobre la cabeza
de la Virgen. Una luz imposible por su diafanidad cae sobre los personajes, sin
mancharlos con sombras.
Anciano, enriquecido por tantas
experiencias, Piero se retiró al final de su vida al pueblo donde había nacido.
Allí escribió -antes de que la ceguera condenase a la oscuridad y al vacío a
este artista que fue el pintor genial de la luz y de los volúmenes en el
espacio- dos tratados en latín sobre perspectiva y geometría, que son el
resultado de una larga meditación que había durado toda su vida.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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