El arte, espejo del espíritu
del tiempo en que vive, refleja, en la nueva era que se abre, la del Imperio
Medio, un Egipto que ha perdido el esplendor de épocas pasadas. El desastroso
fin del Imperio Antiguo tiene importantes consecuencias en las nuevas
manifestaciones artísticas que se darán a partir de entonces, pues sin un
sistema político estable que garantizara la seguridad de los ciudadanos, la
concepción sublime y elevada del arte pasará a un segundo plano. Habrá que
esperar por tanto a que Mentuhotep II, príncipe tebano, consiguiera reunificar
los dos Egiptos para que, gracias a la estabilidad que garantizaría la centralización
del poder, la vida artística recuperara el empuje creador de épocas pasadas.
Aunque el arte egipcio hubo de pagar el precio de las convulsiones vividas, y
en los primeros tiempos tras la reunificación surge un arte impregnado de
tristeza, casi autocompasiva melancolía, como se puede ver en los rostros de
los antaño orgullosos y altivos faraones.
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El Imperio Medio
No se tienen noticias de qué
acontecimientos políticos fueron la causa del hundimiento del Imperio Antiguo.
Lo cierto es que al terminar la VI Dinastía desapareció prácticamente el poder
central de los faraones de Menfis y se entra en un período anárquico, que dura
un siglo y medio, que los egiptólogos conocen con el nombre de Primer Período
Intermedio. La nobleza feudal y el poder aislado de las ciudades se reparten el
país en un movimiento histórico que recuerda a la Edad Media europea y que ha
hecho hablar de una "Edad Media egipcia".
⇦ Retrato
del faraón Sesostris III (Museo de Luxor, Egipto). Este retrato
de Sesostris III (1878-1840 a.C.), es considerado una obra maestra del arte del
Imperio Medio. Los rasgos del faraón aparecen más humanos y alejados del
hieratismo que impone su divinización.
Al llegar la que se llama XI Dinastía, se
restablece de nuevo la autoridad real por una usurpación de los príncipes de
Tebas, en el Alto Egipto. Debió de ser hacia el 2000 a.C., y fue Mentuhotep II
el príncipe tebano que restableció la estabilidad política y adoptó el título
de Unificador de las Dos Tierras, o sea de los dos Egiptos.
Para entonces muchas cosas habían cambiado.
El pueblo egipcio fue psicológicamente afectado por tan largo período de
disturbios y su confianza en la estabilidad inmutable del mundo había sido
golpeada con gran dureza. Todo ello se refleja directa mente en el arte del
Imperio Medio, en el que a la pasión por la Muerte sucede un amable tono menor,
una poesía de la vida cotidiana que procura, al contrario, adoptar una
melancólica posición de olvidar el pasado y aprovechar el presente.
⇦ Estatua
de Sesostris I, joven
(Museo Egipcio, El Cairo). En el Imperio Medio, las estatuas funerarias que en
el Antiguo Imperio habían estado protegidas por las sombras de los nichos salen
a plena luz. Este faraón de la XII Dinastía adopta aquí un aire solemne, pero
su mirada es suave e irradia una melancolía que poco tiene que ver con el
hieratismo del Antiguo Imperio.
La expresión del rostro de los faraones de
este período pierde la majestuosa inmutabilidad antigua y se hace más
simpática, impregnada de cierta tristeza. Las diversas expediciones de
exploración al Alto Egipto, donde Mentuhotep II engrandeció su capital de
Tebas, ciudad que continuaron embelleciendo todos sus sucesores, nos han
proporcionado maravillosos retratos de los Amenemhet y de Los Sesostris de la
XII Dinastía. Tienen un estilo inconfundible. Conservando los rasgos peculiares
de la fisonomía de cada uno, están como envueltos en una atmósfera de tristeza
y desolación que los hace extrañamente interesantes. Parece como si adivinaran que
aquella restauración imperial tenía que ser ahogada por la terrible invasión de
los hiksos que liquidó el Imperio Medio hacia el1700 a.C.
El Sesostris I joven del Museo de El Cairo
tiene una mueca fina que revela a un melancólico; este temperamento se
manifiesta más en su otro retrato, ya anciano, que conserva el Metropolitan
Museum de Nueva York. Lo mismo sucede con el rostro de ojos salientes y boca
fuertemente cerrada, que hace un gesto amargo, del rey Amenemhet III, del Museo
de Bruselas. Este estado de espíritu es visible incluso en la maravillosa
esfinge de granito rosa del Museo del Louvre. El cuerpo de león y la majestad
del klaft sobre la cabeza no le
quitan su tensión angustiada. Por cierto, que esta esfinge lleva los sellos de
un invasor hikso, el rey Apopi, que así pretendió usurpar una representación
faraónica de la XII Dinastía.
Pero, además de los acontecimientos
políticos, hubo otras circunstancias que contribuyeron a dar este carácter tan
particular a las esculturas del Imperio Medio. Entre ellas jugó un papel de
singular importancia un nuevo desarrollo religioso. Ya se ha dicho antes que
durante el Antiguo Imperio el culto al dios solar Ra gozó casi de un monopolio,
especialmente entre los faraones y grandes personajes de las V y VI Dinastías.
Pero durante el Imperio Medio, una nueva devoción, relacionada con el culto de
Osiris, fue ganando un creciente prestigio como interpretación popular del
destino humano. Osiris es el mito del dios que muere y resucita, es una
divinidad subterránea, como la fertilidad de la tierra, que -frente a la religión
de Ra- promete una inmortalidad abstracta que debe haber influido en el estado
de espíritu que tanto afectó a la escultura del Imperio Medio.
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Esfinge
de granito rosa (Musée du Louvre, París). La gran esfinge de
Amenemhet II procedente de Tanis muestra una majestuosidad vigilante y expresa
por su tamaño el poder siempre alerta del faraón.
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⇦ Estatua
del canciller Nakhti (Musée du Louvre, París). A fines del III
milenio a.C. y durante el lmperio Medio la escultura tallada en madera
sustituye a la esculpida en granito o piedra caliza de Tura.
En las pocas estatuas retrato que se conservan
de esta época, hay una aureola de tristeza que a veces se refleja en los
rostros con una mueca de sollozo reprimido. Hasta las que están impávidas
tienen como una parálisis enfermiza de gestos. Los retratos funerarios de
grandes personajes como el sumo sacerdote Ankh-Reku, del Museo Británico, y el
canciller Nakhti, del Louvre, parecen de gentes que llegaran del reino de Osiris
tan aterrados por lo que han padecido en vida como por lo que van a encontrar
después de muertos.
Lo mismo puede decirse de Amenemhet, del
Museo del Louvre, que se titula a sí mismo nada menos que "jefe de los
profetas de Shedit". Es posible que este sea el secreto de la belleza del
arte del Imperio Medio: su expresión cohibida, unas veces, y, otras, dolorosa.
Sin embargo, la dificultad, cada vez mayor,
de esculpir figuras exentas, obligó a producir estelas en relieve, que iban
colocadas en la antesala del sepulcro y sustituían las estatuas de las primeras
dinastías. Estas maravillosas estelas responden siempre al mismo tipo: el
difunto está representado recibiendo las ofrendas, solo o acompañado de su
esposa e hijos. Enfrente, los sucesores o parientes practican el rito mágico
que espiritualiza los alimentos que le acompañarán en la tumba. El difunto
extiende la diestra en gesto de recibir gustoso los manjares que le traen los
parientes, mientras las mujeres aspiran el perfume de la flor de loto.
Respecto al estilo, los relieves del Imperio
Medio revelan un importante cambio en la técnica. Mientras los relieves de las
mastabas del Antiguo Imperio salían por entero del plano del fondo y tenían un
delicado modelado, estas estelas tienen las figuras frecuentemente hundidas por
debajo del plano del fondo. Con ello se consigue casi una doble silueta: la del
contorno blanco, que marca la luz en los rebordes de la talla, y la de Las
sombras negras del plano más saliente.
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Estatua
de Amenemhet III (Musée du Louvre,
París). El faraón
perteneciente a la XII dinas-
tía, Amenemhet III fue quien
construyó la
pirámide y el templo
funerario del Fayum.
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A primera vista, se diría que esta técnica
del "relieve hundido" deriva del deseo de ahorrarse trabajo, puesto
que ha de ser más fácil excavar en la superficie sólo el espacio ocupado por
las figuras que no excavar todo el fondo y dejar que únicamente sobresalgan
éstas. Pero Lo que llevó a rehundir en la superficie de la piedra los relieves
del Imperio Medio fue el sutil placer de ver la línea doblemente acentuada con
la doble silueta del blanco y del negro. Se diría que con ello se obtiene el
efecto de un grabado al acero, y no es extraño que estos relieves hayan sido
calificados de relieves "tipográficos".
En ocasiones, las figuras eran coloreadas -en
tono rojo oscuro los hombres y rosado pálido las mujeres- como se puede ver en
la estela del tesorero Mereu, del Museo Egipcio de Turín. Los perfiles
exquisitos de los cuerpos, de líneas deliberadamente alargadas, parecen dibujos
más que relieves. Todavía hoy transmiten el encanto de las gráciles y esbeltas
figuras femeninas blancas de la estela del intendente Nakhti (Louvre), y de las
suntuosamente coloreadas de la tumba de Djehuty-hetep (Museo de El Cairo),
enfundadas en sus túnicas ceñidas sobre el cuerpo y con su provocador escote a
la moda de la época.
Otra serie de figuras típicas del Imperio
Medio son los llamados "modelos" o "maquetas" y las figuras
de sirvientas o esclavas con las que se enterraban los grandes señores. Son
piezas de madera que, en el caso de algunos "modelos", representan
moradas enteras. En otros, granjas y talleres; la carpintería, el matadero, el
granero o la panadería del señor feudal con todos sus siervos trabajando en las
mismas tareas en que se ocupaban en vida. Cuando el difunto era un gran general
se depositaba en su tumba una compañía de soldados de madera pintada, en
miniatura.
Grande es también el placer que proporcionan
las grandes y esbeltas figuras de las sirvientas, portadoras de ofrendas, como
la famosa del Louvre, que pertenece a la XII Dinastía. Son graciosas y
elegantes, de una belleza que parece más moderna que la de las canéforas
griegas que llevaban en la cabeza, como ellas, la canasta de flores y frutas.
El final del Imperio Medio viene determinado
por la invasión de los hiksos, un pueblo semita, procedente del desierto de
Arabia, que invadió el Bajo Egipto hacia el 1700 a.C. Estos bárbaros, armados
con espadas y lanzas de hierro y utilizando carros, dominaron el delta durante
casi un siglo y medio. Los faraones les pagaban tributo desde su capital de
Tebas, en el lejano Sur. Pero el 1580, Ahmosis, fundador de la XVIII Dinastía,
los expulsó hacia Palestina. Con ello terminaba el Segundo Período Intermedio y
se iniciaba la larga etapa que recibe el nombre de Imperio Nuevo.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
Arquitectura del Imperio Nuevo: las sepulturas
Durante el período del
Imperio Nuevo, el templo tendrá más importancia que la tumba; el faraón no será
más que el hijo de Amón-Ra, el omnipotente padre del cielo y de la tierra. Amón
era el dios local de Tebas, pero se identificó con Ra, y por esto fue en esa
ciudad donde se construyeron los más grandiosos edificios religiosos de todo el
valle del Nilo.
La organización del Imperio egipcio
conservaba una sombra de independencia de las provincias, o nomos, subsistentes todavía de la
primitiva distribución de las tribus prehistóricas a lo largo del río Nilo.
Este régimen feudal tenía la ventaja de procurar siempre pretendientes
enérgicos y ambiciosos cuando las familias de los faraones se agotaban con las fatigas
y el goce desmedido del poder. Pero los nuevos usurpadores afirmaban enseguida
su situación contrayendo alianzas con los legítimos príncipes destronados, y ponían
gran empeño en demostrar la segura posesión de su derecho apoderándose de la
capital y recabando el reconocimiento de los sacerdotes de Tebas, omnipotentes
durante largos siglos. De aquí que la sucesión de las dinastías no fue causa de
grandes variaciones en el régimen del Estado ni en el culto, y sólo algunas
veces, siempre con carácter provisional, nuevos faraones, poseídos de un
extraordinario fanatismo por su ciudad o provincia, tuvieron especial empeño en
trasladar a ella la capitalidad para colmarla de los beneficios que procuraba
la corte. Tebas y sus dioses quedaron por algún tiempo relegados a segundo
lugar; pero fuera de estas cortas interrupciones, durante los quinientos años
que van de la XVIII a la XXI Dinastía, es decir, del 1570 al 1085 a.C.,
Amón-Ra, el gran dios tebano, mereció los honores del culto nacional en sus
templos.
Se ha dicho que "remontando el Nilo se
desciende en el curso de la Historia", lo cual quiere significar que, a
medida que subimos contra la corriente de las aguas del gran río de Egipto, nos
vamos acercando a nuestros tiempos y va disminuyendo la antigüedad de los
monumentos que encontramos. Así, por ejemplo, cerca de la desembocadura recibe
el viajero la impresión de las ruinas de la antigua capital con las pirámides,
y esta civilización de los faraones constructores de pirámides se ve desfilar
en las dos riberas del río, hasta que más arriba se encuentran ya los templos y
santuarios de los Imperios Medio y Nuevo, que tenían en Tebas su capital.
⇨ Portadora
de ofrendas (Musée du Louvre, París). Estatua en madera
revocada con yeso y pintada, procedente de Assiut. Esta sirvienta anónima,
elegante y esbelta, carece del estatismo de las grandes damas y está
representada en plena actividad: con la mano derecha sostiene una jarra de
cerveza y con la izquierda aguanta en equilibrio sobre su cabeza el recipiente
con el pan. El vestido ajustado, que se inicia por encima de la cintura, lleva
un curioso estampado en forma de plumas. El amplio collar y el maquillaje del
rostro permiten fechar esta magnífica escultura como una pieza de la XII
Dinastía.
El gobierno del pueblo egipcio se trasladó
al valle superior del Nilo en la XI Dinastía, aunque la llanura de Tebas debía
de ser un lugar sagrado desde los tiempos prefaraónicos. Allí han aparecido las
tumbas de los faraones de las dos primeras dinastías, y, en Abydos, la
tradición colocaba también la tumba de Osiris.
Trasladada la corte a Tebas, los sepulcros
faraónicos siguieron recordando durante algún tiempo en su construcción la
forma de la pirámide, pero sólo como un símbolo para manifestar la calidad de
la sepultura. Cuando en 1907-1909 fue excavada por el Egypt Exploration Fund la tumba de Mentuhotep II, el primer faraón
tebano, fue curioso observar como la pirámide atrofiada se iba reduciendo hasta
llegar a caber dentro de un patio.
En cambio, el templo de la pirámide la rodea
con pórticos y salas por sus cuatro costados, en lugar de estar a su pie en uno
de sus lados y a la sombra del túmulo gigantesco.
El uso de estas pirámides se prolongó por
bastante tiempo. Además, los primeros faraones tebanos, sin perjuicio del
monumento sepulcral del nuevo tipo que se levantaba en la llanura de Tebas, se
hacían construir en el Bajo Egipto la pirámide correspondiente, en la que, sin
embargo, nunca debían ser enterrados sus cuerpos mortales. Es como si
permaneciera en ellos una supervivencia del gran concepto de Ra con todas sus
consecuencias, que tuvieron los monarcas antecesores suyos y que los faraones
de las nuevas dinastías, comprendiendo sólo vagamente, no se atrevían a
abandonar de golpe.
Los últimos faraones de la XVIII Dinastía
renunciaron ya por completo al elemento tradicional de la pirámide y labraron
sus hipogeos en las grietas de la montaña; la quebradura cercana del valle se
prestaba admirablemente para disimular en su acantilado la entrada de los
corredores funerarios, y el macizo de la sierra era preferible a la costosa
montaña artificial que representaba la pirámide. Esta, vino a ser sustituida
por la montaña natural, y el templo quedó a lo lejos, al pie del valle, sin
comunicación con la sepultura. Es más: esta última se disimulaba escondiendo la
entrada con rocas superpuestas; nadie conocería en las grietas de Abydos que
ellas son el ingreso de los corredores magníficos de las tumbas reales. Así y
todo, la mayoría de los sepulcros de los faraones fueron violados desde la
antigüedad, pues los turistas del tiempo de Herodoto visitaban algunos ya
vacíos; los sarcófagos habían sido levantados por los sacerdotes de la XXI
Dinastía y encerrados sin pompa alguna con el mayor desorden, confundidos reyes
y reinas en dos tumbas secretas.
En una de ellas, la que había sido tumba de
Amenofis ll, se amontonaron trece momias reales, donde fueron halladas en 1898
por el egiptólogo Loret. Pero este refugio secreto también había sido
descubierto por los ladrones antes de la llegada de los arqueólogos. Todo el
ajuar funerario había desaparecido. Loret sólo encontró los cadáveres intactos
de los faraones; Amenofis II era el único que aún yacía en su sarcófago.
Más importante aún había sido el hallazgo de
la otra tumba, realizado unos años antes, en 1881, por Emile Brugsch-Bey. Este
asistente del profesor Maspero -entonces director del Museo de El Cairo-
encontró cuarenta cadáveres de faraones y sus reinas escondidos en la tumba
inacabada de la reina Astemkhet. Las circunstancias de este hallazgo fueron tan
novelescas que bien merece la pena relatarlas brevemente.
A principios de 1881, un rico coleccionista
americano compró un precioso papiro pintado, con una larga inscripción en
jeroglíficos, a un mercader árabe que se lo ofreció en una callejuela del
mercado de Luxor.
Al regresar a Europa, consultó a un experto
que le aseguró su autenticidad y al que contó con todo detalle cómo lo había
adquirido. El experto escribió una extensa carta al director del Museo de El
Cairo, Gastan Maspero, describiendo el papiro que pertenecía a un faraón de la
XXI Dinastía, cuya tumba se había estado buscando sin resultado. Maspero, que
llevaba seis años anotando la aparición en el mercado negro de joyas de un
valor excepcional, con toda seguridad procedentes de una tumba real descubierta
y expoliada lentamente por ladrones, se alegró al recibir por primera vez
detalles concretos de cómo se había realizado esa compra clandestina. Envió a
Luxor a uno de sus jóvenes ayudantes que, haciéndose pasar por turista, procuró
tener el mismo comportamiento que el coleccionista americano. Una noche un
mercader árabe le ofreció una pequeña estatua auténtica que, según la
inscripción, procedía de un sepulcro de la XXI Dinastía. Esto permitió detener,
uno tras otro, a los miembros de la familia Abd-er-Rasul, que habían descubierto
una tumba en una colina cercana al templo de Deir el-Bahari y llevaban seis
años vendiendo poco a poco, para no despertar las sospechas de la policía, los
objetos que contenía en su interior. Uno de los miembros de la familia aceptó
acompañar a los funcionarios del Museo hasta el escondrijo secreto. Se trataba
de un pozo de trece metros de profundidad cuya entrada había sido disimulada
con piedras.
Cuando Brugsch-Bey llegó al fondo, recorrió
un estrecho corredor que giraba hacia la derecha. Aunque estaba preparado para
cualquier sorpresa, se quedó con la boca abierta cuando vio la cantidad de
sarcófagos que allí estaban amontonados. Se encontraba ante los restos de los
soberanos más poderosos de la historia de Egipto, entre ellos Ahmosis I, el vencedor
de los hiksos, Tuthmosis III, Ramsés II el Grande, que había reinado durante
setenta años, y Sethi I. Todavía era visible la precipitación con la que, en
secreto, los sacerdotes de la XXI Dinastía habían acumulado en aquel escondrijo
los despojos reales. Brugsch-Bey llevó con él a El Cairo algunos papiros
hallados en la inmensa tumba. En ellos el profesor Maspero identificó las actas
notariales de los traslados de algunas momias de los faraones: "El año
decimocuarto, el sexto día del tercer mes de la segunda estación, el Osiris rey
Usimare (Ramsés II) fue trasladado para ser enterrado de nuevo en la tumba del
Osiris rey Menmare (Sethi I); firmado: el Gran Sacerdote de Amón,
Pinutem".
En realidad, la única tumba faraónica que
los arqueólogos pudieron encontrar intacta, sin que los ladrones la hubieran
saqueado previamente, fue la de Tutankamon. Descubierta en 1922, en el Valle de
los Reyes, este hallazgo emocionó y apasionó a todo el mundo más que ningún
otro descubrimiento arqueológico desde que Schliemann encontró Troya. Hoy sus
tesoros - estatuas de oro, joyas, marfiles, esmaltes- que aparte de su valor
artístico tienen un valor material incalculable, son el orgullo del Museo de El
Cairo. Howard Carter fue el arqueólogo que dirigió las excavaciones
subvencionadas por lord Carnarvon. Después de seis años de esfuerzos
infructuosos, los excavadores descubrieron la entrada de la tumba y despejaron
la escalera. Allí estaba la puerta de piedra con sus sellos intactos. Carter
mandó un telegrama a Londres y tuvo la paciencia increíble de aguardar más de
quince días la llegada de lord Carnarvon y su hija. Por fin, el 24 de noviembre
de 1922, la puerta fue derribada, pero al otro lado se encontró una galería
invadida de escombros.
Después de varios días de trabajo, los
exploradores alcanzaron una segunda puerta. Las manos de Carter temblaban de
tal manera, que apenas podía sostener la herramienta; finalmente, logró
practicar un agujero por el que introdujo una vela encendida. Al principio no
veía nada, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, según escribió
él mismo, "empezaron a surgir detalles de la habitación, animales
extraños, estatuas y oro, ¡el brillo del oro por todas partes!". Incapaz
de soportar la duda, lord Carnarvon preguntó:" ¿Ve usted algo?" Howard
Carter se volvió lentamente y al fin pudo articular: "¡Sí, cosas
asombrosas!" Habían encontrado la antecámara del sepulcro de Tutankamon.
Los meses siguientes terminaron la exploración que cada vez les fue
proporcionando sorpresas más extraordinarias: el anexo de la antecámara, la
cámara funeraria y la cámara del tesoro.
Las tumbas del Valle de los Reyes, la
necrópolis real de Tebas, demuestran el mismo empeño que ya hemos visto en las
pirámides, esto es: preservar a toda costa el cadáver que reclama el rito de
Osiris. En el seno de la montaña se suceden las galerías y las salas que debe
habitar el doble, o fantasma del
difunto, con las paredes decoradas de pinturas que reproducen asuntos
determinados, como escenas de la vida terrestre, viaje del alma a los
infiernos, juicio de la misma, etc. Los pasillos, tanto más largos y profundos
cuanto más importante era la tumba, están algunas veces interrumpidos por
pozos, donde se ha disimulado la abertura que debe conducir a la cámara funeraria.
Antes de llegar a ella, una falsa tumba, que guarda un sarcófago monumental
abierto, puede hacer creer que la momia ha sido levantada y que la sepultura
está vacía ...
Hay que golpear en las paredes hasta
percibir el sonido hueco que delata la prolongación de los pasillos; hay que
atravesar una nueva serie de cámaras y vencer no pocas dificultades para llegar
a la verdadera tumba, con un segundo sarcófago, generalmente de madera, que
contiene la momia real. Vemos, pues, que los corredores están aquí dispuestos
en el seno de la montaña con el mismo método e igual previsión que en el macizo
de las pirámides. El concepto del ritual mortuorio es el mismo; lo único que ha
variado es el tipo arquitectónico del monumento.
Todas estas sepulturas excavadas en el
acantilado de Tebas no forman más que el primer elemento de la sepultura faraónica.
En el llano, cerca del río, como ya hemos dicho, es donde se encuentran los templos
del faraón divinizado, lugares más accesibles donde se celebraban las brillantes
ceremonias funerarias y que corresponden a los templos del pie de las
pirámides. La desierta llanura que se extiende desde la falda de la montaña
hasta el río está sembrada por todas partes de las descomunales ruinas de estos
panteones reales. A veces sólo quedan en pie un pilón, o las columnas de la
sala hipóstila, o las figuras sentadas del
faraón, como las estatuas de Amenofis III, llamadas por los antiguos viajeros
griegos Colosos de Memnón, que estaban ya solitarias en la antigüedad clásica,
habiendo desaparecido por completo todo rastro del templo que se extendía a su
alrededor.
Máscara
funeraria de Tutankamon (Museo Egipcio, El Cairo). Realizada en
oro puro, fue descubierta en 1922 por Howard Carter tras seis años de
excavaciones en una tumba del Valle de los Reyes. Tutankamon no logró salvar
con su reconversión al credo de Amón el estilo de Tell el-Amarna, uno de los
episodios más interesantes de todo el arte egipcio. Esta imagen exenta de todo
hieratismo revela todavía rasgos amárnicos.
Son dos enormes estatuas de unos veinte
metros de altura, labradas cada una en un solo bloque de granito, traídos desde
unas canteras situadas en el Bajo Egipto, a 600 kilómetros de distancia, cerca
de El Cairo. El intendente de Amenofis III, Amenhotep hijo de Hapi, los
menciona en una inscripción de su tumba: "Mi señor me hizo jefe de todos
sus trabajos. Yo no edifiqué obras sin grandeza como tantos otros antes de mí.
Hice tallar para él montañas de granito, porque es el heredero de Ra. Reproduje
su parecido en estas estatuas, con piedras que durarán como los cielos. Nadie
ha hecho obras parecidas desde el tiempo de la fundación de las Dos
Tierras".
De estos panteones faraónicos, el más
singular, cuya excavación ha causado grandes sorpresas, es el templo y tumba de
la famosa reina Hatshepsut, en la ladera misma de la montaña. Este edificio,
que lleva hoy el nombre árabe de Deir el-Baharí, o convento del Norte, ha sido
explorado también por el Egypt
Exploration Fund, que halló en él una cantidad considerable de esculturas y
relieves. Está situado junto al ya citado sepulcro monumental de Mentuhotep II
y su disposición constituye verdaderamente una novedad: no se despliega en
patios sucesivos, como lo hacen los demás templos egipcios, sino que,
aprovechando las cortaduras del terreno, se levanta a distintos niveles en una
serie de terrazas rodeadas de columnatas que sirven de pórtico a las capillas
abiertas en la roca.
Las columnas con facetas tienen una
elegancia de proporciones y una sencillez casi helénicas. El conjunto de
terrazas ascendentes recuerda la idea general de la vieja pirámide escalonada
del rey Zoser, de la III Dinastía. Así como este antiguo monumento está ligado
al nombre del arquitecto Imhotep, el maravilloso conjunto de Deir el-Baharí lo
debemos a Senmut, el favorito de la reina Hatshepsut, la constructora del
templo.
Se asciende a las terrazas por escaleras
monumentales. Los pórticos de Deir el-Ballari debían de preservar también de la
luz y del calor las habitaciones destinadas a la gran reina, quien hizo
perpetuar en los antepechos de las barandas de las terrazas las campañas
victoriosas de sus generales, y aun de ella misma, cuando, con aspecto
masculino y entereza varonil, combatió al lado de su padre, el dios Amón. Están
descritas también en estas terrazas las aventuras curiosas de sus soldados que,
por encargo de Hatshepsut, exploraron la costa de Africa en un largo periplo en
busca del árbol del incienso, producto que llegaba entonces impuro a través de
los pueblos africanos del Sudán y de la Nubia, por la vía de las caravanas.
Esta expedición al Punt, país del incienso y de la mirra, fue de todas sus
iniciativas la que la reina consideró más gloriosa. Hatshepsut encomendó su
mando a sus dos confidentes, el arquitecto Senmut y el tesorero Tutiy; ambos se
alabaron de haber llevado a buen término el viaje, en los epitafios de sus
tumbas. Los relieves de la segunda terraza de Deir el-Baharí describen todas
las peripecias de la expedición y terminan con el desfile de los soldados que
regresan del Punt, cada uno cargado con una rama del árbol del incienso como
trofeo.
Más abajo, en el llano, aunque siempre en la
orilla izquierda del Nilo, al oeste de Tebas, existe el templo de Ramsés II,
llamado hoy de nuevo el Rameseum, pero que los griegos conoóan con el nombre de
tumba de Osimandias. Aun equivocada,
esta atribución demuestra que persistía el recuerdo del primitivo carácter
funerario del edificio; pero todo en este monumento está cargado del recuerdo
de Ramsés II, el gran conquistador, quien en relieves labrados en el muro parace
vivier y respirar todavía, majestuoso, sentado en el trono, agitado en los combates
o terrible cuando levanta la mano sobre la cabeza de los vencidos.
A veces, en un mismo templo se asocian los
cultos del padre y el hijo, como sucede en el de Gourna, por ejemplo, comenzado
por Ramsés I, el glorioso fundador de la XIX Dinastía, continuado por Sethi I y
finalizado probablemente por su nieto Ramsés II. Pero, por lo general, estos
monumentos funerarios fueron la obra de un solo reinado, concluidos a lo más
por la piedad filial del sucesor.
La disposición de estos templos funerarios,
con la única excepción del hipogeo primitivo de Mentuhotep y de la original
construcción de la reina Hatshepsut, es siempre del mismo tipo y muy semejante,
en la ordenación de sus elementos, a la de los edificios religiosos del otro
lado del valle, que no tenían este carácter personalísimo de haber sido
construidos para la glorificación de uno o dos monarcas. Ese mismo carácter
personal explica el abandono y la destrucción a que forzosamente habían de
quedar condenados con el tiempo estos monumentos, una vez desaparecido el culto
que habían de prestarles sólo los sucesores de una misma dinastía.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
Planos y alzados del templo
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La reina Hatshepsut presenta
dos obeliscos al dios Amón, relieve procedente de Karnak (Museo Egipcio,
Luxor).
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El templo egipcio es un monumento
que el faraón erige para alcanzar el favor de los dioses. A él no tiene acceso
el público, solamente el rey y los sacerdotes.
El templo se levantaba sobre una plataforma
de unos seis metros de altura y lo formaban una avenida de esfinges, y varios
pilonos o puertas monumentales, dando uno de ellos entrada al recinto sagrado.
En la gran mayoría de templos, el pilono de acceso estaba precedido por unos
colosos reales con la imagen del faraón; la sala hipetra o amplio patio
porticado; a ello cabía sumar la sala hipóstila, que albergaba la barca sagrada
utilizada para transportar a la divinidad en procesión los días de su fiesta, y
el recinto sagrado, que contenía la estatua del dios. Alrededor del santuario
estaban las cámaras accesorias para el culto interno.
A cada lado de la puerta se levantaban los
obeliscos, piedras monolíticas de carácter decorativo. Los patios y las salas
hipóstilas solían repetirse. Algunos templos ocupaban grandes extensiones, como
el de Karnak, que medía en su totalidad 365 metros de longitud mientras que las
columnas de su sala hipóstila alcanzaban los 23 metros de altura.
Con el paso del tiempo, la distribución del
recinto sagrado cambió. Un buen ejemplo de ello es el templo de Mentuhotep II,
del Imperio Medio, cuyo conjunto arquitectónico no corresponde a las diferentes
sucesiones de patios y salas hipóstilas que hasta entonces componían el templo
funerario, sino que se alza en varios niveles por medio de terrazas y columnas,
a los que se accede mediante una rampa.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
El oficio del arquitecto
![]() |
Estatua de granito de Senmut
cogiendo a la prin-
cesa Nefru-Re (Museo Egipcio de Berlin; 1490 a.C.).
|
El arte egipcio es
mayoritariamente anónimo. Sólo los arquitectos parecen haber gozado de un
reconocimiento social ya desde el Imperio Antiguo. A diferencia de los
artistas, pintores o escultores, que se les consideraba meros artesanos, aunque
ocupasen el lugar más elevado dentro de su escala social, la de los trabajadores
manuales, los arquitectos pertenecían a la clase alta.
Su elevada posición social dentro de la
jerarquía egipcia estaba justificada. Debían concebir y construir la tumba, la
morada del faraón. El monarca depositaba en ellos toda su confianza, pues eran
los responsables de construir un edificio con todas las buenas condiciones para
el descanso eterno y, por tanto, evitar posibles profanaciones.
De hecho, eran los únicos que guardaban el
secreto de la verdadera entrada a la tumba. lneni, arquitecto que llevó a cabo
la ejecución de la tumba de Tuthmosis I, ya escribió en su momento que sólo él
dirigió la construcción real para evitar así posibles robos, porque cualquiera
podía percatarse de la estratégica situación de la cámara secreta.
La cultura egipcia estaba profundamente
ligada a la naturaleza, por eso el arquitecto trató siempre de que sus obras se
armonizaran con el entorno geográfico, adaptando el monumento al paisaje. Este
es el caso del edificio que Senmut realizó para Hatshepsut, donde la
arquitectura encaja perfectamente en el marco del desierto y el acantilado.
Sobre una de las paredes del templo de Deir el-Baharí, el genial arquitecto se
representó de rodillas, adorando, dejando constancia de su recuerdo.
El prestigio social del que gozaban se
incrementó a su vez por el protagonismo político que mantuvieron desde el
comienzo de la historia de Egipto, como es el caso de lmhotep o el mismo
Senmut, y en algunas ocasiones fueron elevados a la categoría de dioses.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Savat.
Los grandes templos del Imperio Nuevo
Los templos del otro lado
del Nilo, llamados Kamak y Luxor, se encuentran mucho mejor conservados. Ellos
son la obra sucesiva de todos los faraones. Ambos templos estaban dedicados a
Amón y unidos en la antigüedad por una avenida monumental, de la que se pueden
reconocer los rastros en la llanura donde estaba la gran capital, Tebas, la de cien puertas. Actualmente se
levantan solitarios en el terreno de aluvión que se extiende a la derecha del
río, en un desierto de ruinas.
Más adelante, hasta los faraones helénicos,
o Tolomeos, y algunos emperadores romanos quisieron todos agregar un nuevo
elemento a los edificios religiosos de la antigua Tebas. Uno de ellos
enriqueció el patio, ya construido, con una nueva fila de columnas; otro se
contentó adornando sencillamente el antiguo con las finas agujas de dos
obeliscos; otro, en fin, hizo grabar su retrato o su nombre en las paredes de
los pilones.
En cada época de prosperidad se restauraron
los desastres causados por las anteriores revoluciones o guerras civiles, y
hasta durante las invasiones los mismos dominadores extranjeros, como los
persas, no pudieron desentenderse de la sugestión formidable que les producían
los templos tebanos y mostraron especial empeño en añadir sus nombres bárbaros
a la lista de los fundadores nacionales. La historia de estos edificios es en
esencia el resumen monumental de la historia de Egipto. Ellos fueron los
verdaderos centros de la actividad religiosa y política del Imperio tebano. A
su erección dedicaron los faraones todos sus esfuerzos, dejando en segundo
lugar la que en otros tiempos había sido obra predilecta de las primeras
dinastías, es decir, las tumbas reales.
Tan complejo resulta así el edificio, en
virtud de estas nuevas construcciones y embellecimientos posteriores, que se
hace casi imposible, para el arqueólogo que estudia sus ruinas, eliminar lo
accesorio, reduciendo aquel conjunto de patios y salas a los elementos
primitivos de un templo egipcio.
De todos modos, un templo egipcio está
siempre formado de la misma manera. Se llega a él por la avenida de esfinges,
hasta dar con el primer pilón. Las esfinges de la avenida de Karnak tienen
cuerpo de león y cabeza de carnero. Entre sus patas delanteras están las
figuras de los faraones. Son el símbolo de Amón, síntesis de Ra y Harmakhis,
los antiquísimos dioses solares del delta. Atravesada la puerta, se encuentra
un primer patio, lugar público donde penetraba todo el mundo. Por este primer
patio se entra a una sala destinada a las ceremonias, que es lo que se
acostumbra a llamar la sala hipóstila,
a causa de su construcción mediante columnas. A veces entre el patio y la sala
hipóstila hay un segundo pilón, pero en los templos más sencillos se pasa del
patio a la sala por una simple puerta.
Al fondo de la sala hipóstila está la
entrada de la naos, o lugar santo,
reservado a la comunidad sacerdotal, y después se pasa a un segundo patio, en
el fondo del cual estaban las dependencias, almacenes y habitaciones de los
guardianes del santuario.
Todo el conjunto del templo
estaba encerrado en un rectángulo formado por una doble pared, con un corredor
que lo aislaba completamente del exterior. En resumen, no hay más que una
sucesión de tres elementos: el pilón, el patio y la sala hipóstila, que se describirán
a continuación.
El pilón, que es la puerta triunfal, sin
otra utilidad que la puramente decorativa, tiene dos torres cuadradas a cada
lado, que son macizas; no hay dentro de ellas ninguna habitación ni otro paso
más que una pequeña escalera para llegar a los agujeros de donde salían las
grandes abrazaderas que sostenían los mástiles con gallardetes en los días de
solemnes fiestas. Las grandes superficies planas de las paredes inclinadas de
las torres del pilón se prestaban a la decoración en relieve, con episodios de
la vida del faraón constructor del edificio; éste también solía estar
representado en grandes figuras a ambos lados de la puerta, y sin duda para
enriquecer más esta entrada se añadieron a veces obeliscos de granito, labrados
de una sola pieza.
Las torres cuadradas del pilón se acababan
con el único modelo de moldura de la construcción egipcia, o sea la gola invertida, que, con su forma
saliente, proyecta la sombra dura del sol de Egipto en las líneas horizontales
de remate del pilón. Algunas veces, en lugar de los dos grandes obeliscos monolíticos
había dos gigantescas columnas a cada lado de la puerta, que servían también de
adorno.
En cuanto a los patios, su variedad por lo
que se refiere a la composición es mucho mayor y sus dimensiones varían también
extraordinariamente de unos a otros.
Unas veces los patios no tienen columnas a
su alrededor; otras están dispuestas en una o dos filas, pero solamente a los
lados; otras forman un verdadero claustro en los cuatro lados del área
descubierta. El primer patio de Karnak lleva en el centro, de puerta a puerta,
dos filas de columnas monumentales que señalaban una avenida o calle en medio
del inmenso cuadrado del patio; en cierto modo, venían a ser como la
prolongación de las grandes avenidas de esfinges que conducían a los peregrinos
hasta las primeras puertas del santuario.
Algunos de estos patios están decorados con
una hilera de colosos en las dos paredes, como puede verse en Karnak y en el Rameseum. Cuando las columnas se hallan
en los cuatro lados del patio, a veces no son todas del mismo orden, sino que
las de entrada y fondo llevan, por ejemplo, capiteles acampanados, y las
laterales, capiteles de flor de loto sin abrir, completamente distintos de los
campaniformes. Pero por regla general, como acontece en Luxor, los cuatro lados
del pórtico son semejantes.
A estos patios debía tener libre acceso el
pueblo; son propiamente la antesala del santuario, y venían a representar el
claustro o nártex del templo cristiano. Allí debieron de efectuarse también
algunas ceremonias, pero el auténtico culto se celebraría en la sala hipóstila,
situada después del patio, y no era ya lugar tan accesible.
El nombre de sala hipóstila es también
griego, y tiene el significado de sala bajo columnas. La sala hipóstila recibe
la luz de lo alto. Esto se consigue dividiéndola en naves por medio de filas de
columnas, unas mayores y más altas en la nave central, y otras columnas más
bajas que sostienen el techo de las naves laterales. La diferente elevación de
las naves deja un espacio de muro, cerrado con celosías de piedra, por donde
penetra la luz, como por altas ventanas laterales. Una sala hipóstila es, pues,
un espacio grande, sostenido por columnas, con el techo plano, formado de
grandes dinteles, con la nave central más alta, cubierta con bloques de una pieza,
sin ventanas en los muros, pero dotada de iluminación superior.
Las salas hipóstilas de los
templos egipcios, con penumbra misteriosa, sin ninguna abertura indiscreta, a
excepción de las celosías superiores; con sus hileras de columnas, que
tamizaban la luz de lo alto; decoradas siempre con los fulgores vivos de los
relieves policromados, debían de ser la obra maestra de la construcción y el
arte egipcios. Algunas de ellas tienen dimensiones extraordinarias.
La gran sala hipóstila de Karnak es todavía
la mayor sala cubierta de piedra que existe en el mundo; tiene 152 metros de
largo por 51 de ancho, con 134 columnas para sostener el techo; las doce columnas
de la nave central son de igual diámetro, todas ellas, que la columna Vendóme
de París. Una catedral gótica cabría holgadamente dentro de esta sala iniciada
por Sethi I y terminada por Ramsés II Esta obra colosal de los faraones de la
XIX Dinastía es el mayor espacio religioso construido por los hombres de
cualquier época o país.
En cuanto al santuario propiamente dicho,
estaba en una segunda sala y a veces después de un nuevo patio más pequeño que
el anterior. Era el lugar santo por excelencia, donde acaso entraba sólo el faraón
y el sumo sacerdote, y donde se conservaba la imagen de la divinidad. A medida
que se va avanzando en el interior del templo, los patios y las salas van
reduciéndose de dimensiones, el techo es más bajo, el nivel del suelo se eleva
y la luz se amortigua: todo prepara el ánimo para penetrar en el lugar
recóndito donde estaba el divino fetiche. Además de estatuas antropomórficas
del dios, se conservaban allí reliquias mágicas.
Nada más peligroso que las divisiones cronológicas
de los estilos egipcios. La columna egipcia presenta gran variedad de formas
que coexisten en distintas épocas: el pilar cuadrado del llamado templo de la Esfinge está presente
profusamente incluso en el Alto Egipto y las columnas con facetas planas se
hallan también allí en abundancia. Los capiteles con flores de loto o de papirus que forman el gracioso remate de
las columnas de los patios de Luxor y del Rameseum,
en Tebas, tienen precedentes en el Egipto antiguo; no es posible establecer una
rigurosa división cronológica de los estilos de Egipto, basándose en los tipos
de columna.
Pero existen algunas formas preferidas del
Imperio Antiguo, como los soportes con capitel en forma de palmera; en cambio,
otros capiteles complicados son de invención más reciente y usados más por los
constructores de la época de los últimos faraones.
Los llamados pilares osiríacos, o sea los
soportes en forma de Osiris amortajado, con los emblemas divinos, que están
presentes en el Rameseum, parece que
fueron principalmente erigidos durante la dominación de los Ramésidas, y casi
caracterizan las construcciones de los monarcas de esta familia. Una
circunstancia bien característica de la columna egipcia es la ausencia completa
de basa, reducida a lo más a un simple cojinete anular de poca elevación, de
suerte que la columna parece descansar sobre el suelo.
⇦ Relieve
con escenas bélicas del gran templo de Ramsés II, en
Abu Simbel. Podría fecharse hacia el 1256 a.C. En la parte inferior del relieve
se observan uno de los pueblos sometidos por las tropas faraónicas. Los
guerreros vencidos y cautivados aparecen arrodillados, con los brazos atados a
la espalda y unidos por una cuerda alrededor de sus cuellos de la que parecen
tirar los oficiales de la parte superior del relieve.
El encanto principal del templo de Luxor
procede de sus maravillosas columnas papiriformes construidas en época de
Amenofis III, quince siglos a.C. Doscientos años más antiguas que las de la
sala hipóstila de Karnak, estas columnas figuran haces de papirus recogidos en
un collar por debajo del capitel; éste se ensancha de nuevo formando como un
cáliz recio que soporta el peso de los arquitrabes. Estas graciosas columnas
hacen que Luxor sea quizás la más exquisita obra de arquitectura de Egipto.
Karnak supera a Luxor por sus dimensiones, Luxor a Karnak por su belleza.
La escultura y la pintura contribuyen
también al aspecto general del monumento. Los templos están todos ellos
decorados con relieves, que cubren las partes planas del edificio, sin
sujetarse a la distribución impuesta por los elementos arquitectónicos,
arquitrabe, friso y cornisa, como ocurre en el templo griego. Donde queda un
espacio vacío en la pared, y hasta en los fustes de las columnas, los
escultores lo llenan de relieves y tapan las juntas de las piedras para no
tener que encerrar sus asuntos dentro de los límites de cada hilada.
Estos relieves eran después policromados; en
algunas construcciones, el clima excepcional de Egipto nos permite admirarlos
todavía con sus colores primitivos. Son generalmente esculturas de poco
saliente; la luz intensa de la Tebaida bastaba para acentuar todos los
detalles. Las formas están admirablemente dibujadas, y los relieves levantados
al principio sobre el plano del muro, pero durante el Imperio Nuevo, cada vez
se prefirió más los relieves rehundidos, excavados de la superficie, que queda
más alta que la decoración escultórica, siguiendo el estilo iniciado en los
relieves sepulcrales del Imperio Medio.
Otra forma de relieve son Los llamados speos o templos rupestres, excavados en
La roca, en Nubia. La frontera del Egipto propiamente dicho estaba en la
primera catarata del Nilo. Más allá empezaba la Nubia, que los egipcios
llamaban Kush, poblada por tribus de tez más oscura y de negros. Alli estaban
los yacimientos de los cuales procedía el oro. Para asegurarse la posesión de
la Nubia, Ramsés II hizo construir una cadena de fortalezas militares a lo
largo del Nilo y también templos excavados en la roca viva, en las gargantas
donde no hay márgenes para poder edificar.
⇦ Colosos
de Abu Simbel. La gran presa de Asuán amenazaba con cubrir
con sus aguas el templo de Abu Simbel; pero, para salvarlo, en 1968 se cortó el
acantilado en gigantescos bloques y el templo se trasladó pieza a pieza hasta
su nuevo emplazamiento.
Los dos templos subterráneos más grandiosos
y conocidos son los speos de Abu
Simbel. Están en la orilla izquierda del Nilo a unos 40 kilómetros al norte de
la segunda catarata. El mayor de los dos speos
está dedicado a la gloria de Ramsés II y en su fachada hay cuatro colosales
estatuas del faraón entronizado, talladas en la roca. Tienen poco más de veinte
metros de altura y son, por tanto, mayores que las estatuas sedentes de
Amenofis III, del llano de Tebas, que los griegos llamaron Colosos de Memnón.
Encima de estas cuatro figuras gigantescas hay un friso con treinta y tres
monos cinocéfalos de cara al Este, adorando al sol naciente.
Cada uno de ellos mide más
de dos metros de altura. En el interior existe una primera sala con ocho
pilares osiríacos y relieves que narran la victoria del faraón en Kadesh, sobre
los hititas; de ella se pasa a otro espacio más pequeño que hacía el servicio
de sala hipóstila y aún hay una tercera excavación cuadrada que corresponde al
santuario. El otro speos es mucho más
pequeño y fue labrado para glorificar a la esposa de Ramsés II, la reina
Nefertari, que aparece esculpida en su fachada, junto a las estatuas de su
esposo y de la diosa Hathor.
La gran presa de Asuán, cuya primera fase
fue inaugurada en 1965, hacía necesario cubrir este valle con las aguas del
inmenso embalse. Esto obligó al gobierno egipcio, con el apoyo de la UNESCO, a
trasladar los templos y reedificarlos en un promontorio cercano, más alejado
del río, donde se encuentran actualmente. El 1968, una empresa alemana, en
colaboración con otras sociedades internacionales, cortó en gigantescos trozos
cúbicos todo el acantilado de Abu Simbel en el que estaban excavados los
templos, y lo volvió a montar, pieza a pieza, en su nuevo emplazamiento.
En cuanto a la arquitectura civil, no debía
de ser tan espléndida en el Egipto tebano ni tampoco tuvo el carácter de permanencia
de los templos. Muchas veces los palacios estaban edificados exdusivamente de
ladrillo.
⇦ Estatua
de la reina Hatshepsut (Metropolitan Museum, Nueva York). Se
trata de una bellísima estatua procedente de su templo de Deir ei-Bahari, de
mármol blanco que mide 1,96 metros y que representa a la reina Hatshepsut
sentada, con el "klaft" o tocado real y el collar ceremonial. que
pone de relieve su gracioso cuerpo femenino y enmarca esa expresión llena de
amabilidad. No lleva aquí la barba real con la que aparece en otros relieves
que le confieren un carácter andrógino al que aluden las inscripciones cuando
la llaman "Hijo del Sol".
⇨ Estatua de Tuthmosis III
(Museo Egipcio, Turin). A la muerte de Hatshepsut, esposa y hermana suya,
Tuthmosis ascendió a faraón y mandó que le representaran como un joven héroe.
La elegancia juvenil del cuerpo y el perfil de este rostro que insinúa una
sonrisa no dejan adivinar aquel guerrero implacable que llevó dieciocho veces
sus ejércitos al otro lado de las fronteras. Un nuevo aspecto tremendamente
comprensivo y humano vino a sustituir en el Imperio Nuevo el hieratismo
anterior.
⇦ Cabeza colosal de Amenofis III
(British Museum, Londres). Esculpida en cuarcita, procede del templo funerario,
desaparecido, dedicado a él y situado al oeste de Tebas. En esta pieza se
evidencia un estilo formal que anuncia la revolución amárnica. Los ojos, la
boca y la nariz tienden a una atrevida abstracción que transporta la expresión
mayestática a una esfera sobrehumana. Puede decirse que en los últimos años del
reinado de Amenofis III la escultura egipcia tiende al expresionismo.
⇨ Estatua
de Ramsés II (Museo Egipcio de Turín). Representación en
granito negro del gran faraón de la XIX Dinastía. Sentado, con el casco
metálico azul y el "ureus" sobre la frente. Aparece como gran señor,
representante de la Verdad y del Orden, en una síntesis de diversas tendencias
estilísticas heredadas del pasado. Obsérvense la rigidez de ciertos elementos y
la acentuación de los contornos angulosos, así como una evidente suavidad en el
modelado. Se reúnen en él el estilo arcaizante y un sentido atrevido, casi
actual, con todas las contradicciones que ello representa.
Las obras de fortificación de las ciudades
debían de ser bien poca cosa. Egipto estaba defendido por su propia situación
geográfica, y el único punto débil residía en el istmo de Suez. Aunque por allí
podía ser conquistado fácilmente por una banda de orientales, como fue la
invasión de los hiksos. Una vez forzado el istmo, después de una batalla
desgraciada en que el faraón hubiese arriesgado todas sus fuerzas. irían
cayendo una a una todas las ciudades, sin defensa suficiente.
Los viajeros griegos confirman esta opinión
porque al regresar a su patria, impresionados hondamente por el esfuerzo
gigantesco que representaban los grandiosos templos egipcios, apenas hablan de
las ciudades y palacios.
Quedan, en cambio, algunos restos de los
castillos o fuertes que los egipcios construían con objeto de prevenir toda
sorpresa por parte de los enemigos del país. Más tarde, cuando con sus campañas
en Siria, Egipto se puso en contacto con los pueblos orientales, aprendió a
proteger sus fortalezas con fosos y reductos avanzados.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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