Durante el período del
Imperio Nuevo, el templo tendrá más importancia que la tumba; el faraón no será
más que el hijo de Amón-Ra, el omnipotente padre del cielo y de la tierra. Amón
era el dios local de Tebas, pero se identificó con Ra, y por esto fue en esa
ciudad donde se construyeron los más grandiosos edificios religiosos de todo el
valle del Nilo.
La organización del Imperio egipcio
conservaba una sombra de independencia de las provincias, o nomos, subsistentes todavía de la
primitiva distribución de las tribus prehistóricas a lo largo del río Nilo.
Este régimen feudal tenía la ventaja de procurar siempre pretendientes
enérgicos y ambiciosos cuando las familias de los faraones se agotaban con las fatigas
y el goce desmedido del poder. Pero los nuevos usurpadores afirmaban enseguida
su situación contrayendo alianzas con los legítimos príncipes destronados, y ponían
gran empeño en demostrar la segura posesión de su derecho apoderándose de la
capital y recabando el reconocimiento de los sacerdotes de Tebas, omnipotentes
durante largos siglos. De aquí que la sucesión de las dinastías no fue causa de
grandes variaciones en el régimen del Estado ni en el culto, y sólo algunas
veces, siempre con carácter provisional, nuevos faraones, poseídos de un
extraordinario fanatismo por su ciudad o provincia, tuvieron especial empeño en
trasladar a ella la capitalidad para colmarla de los beneficios que procuraba
la corte. Tebas y sus dioses quedaron por algún tiempo relegados a segundo
lugar; pero fuera de estas cortas interrupciones, durante los quinientos años
que van de la XVIII a la XXI Dinastía, es decir, del 1570 al 1085 a.C.,
Amón-Ra, el gran dios tebano, mereció los honores del culto nacional en sus
templos.
Se ha dicho que "remontando el Nilo se
desciende en el curso de la Historia", lo cual quiere significar que, a
medida que subimos contra la corriente de las aguas del gran río de Egipto, nos
vamos acercando a nuestros tiempos y va disminuyendo la antigüedad de los
monumentos que encontramos. Así, por ejemplo, cerca de la desembocadura recibe
el viajero la impresión de las ruinas de la antigua capital con las pirámides,
y esta civilización de los faraones constructores de pirámides se ve desfilar
en las dos riberas del río, hasta que más arriba se encuentran ya los templos y
santuarios de los Imperios Medio y Nuevo, que tenían en Tebas su capital.
⇨ Portadora
de ofrendas (Musée du Louvre, París). Estatua en madera
revocada con yeso y pintada, procedente de Assiut. Esta sirvienta anónima,
elegante y esbelta, carece del estatismo de las grandes damas y está
representada en plena actividad: con la mano derecha sostiene una jarra de
cerveza y con la izquierda aguanta en equilibrio sobre su cabeza el recipiente
con el pan. El vestido ajustado, que se inicia por encima de la cintura, lleva
un curioso estampado en forma de plumas. El amplio collar y el maquillaje del
rostro permiten fechar esta magnífica escultura como una pieza de la XII
Dinastía.
El gobierno del pueblo egipcio se trasladó
al valle superior del Nilo en la XI Dinastía, aunque la llanura de Tebas debía
de ser un lugar sagrado desde los tiempos prefaraónicos. Allí han aparecido las
tumbas de los faraones de las dos primeras dinastías, y, en Abydos, la
tradición colocaba también la tumba de Osiris.
Trasladada la corte a Tebas, los sepulcros
faraónicos siguieron recordando durante algún tiempo en su construcción la
forma de la pirámide, pero sólo como un símbolo para manifestar la calidad de
la sepultura. Cuando en 1907-1909 fue excavada por el Egypt Exploration Fund la tumba de Mentuhotep II, el primer faraón
tebano, fue curioso observar como la pirámide atrofiada se iba reduciendo hasta
llegar a caber dentro de un patio.
En cambio, el templo de la pirámide la rodea
con pórticos y salas por sus cuatro costados, en lugar de estar a su pie en uno
de sus lados y a la sombra del túmulo gigantesco.
El uso de estas pirámides se prolongó por
bastante tiempo. Además, los primeros faraones tebanos, sin perjuicio del
monumento sepulcral del nuevo tipo que se levantaba en la llanura de Tebas, se
hacían construir en el Bajo Egipto la pirámide correspondiente, en la que, sin
embargo, nunca debían ser enterrados sus cuerpos mortales. Es como si
permaneciera en ellos una supervivencia del gran concepto de Ra con todas sus
consecuencias, que tuvieron los monarcas antecesores suyos y que los faraones
de las nuevas dinastías, comprendiendo sólo vagamente, no se atrevían a
abandonar de golpe.
Los últimos faraones de la XVIII Dinastía
renunciaron ya por completo al elemento tradicional de la pirámide y labraron
sus hipogeos en las grietas de la montaña; la quebradura cercana del valle se
prestaba admirablemente para disimular en su acantilado la entrada de los
corredores funerarios, y el macizo de la sierra era preferible a la costosa
montaña artificial que representaba la pirámide. Esta, vino a ser sustituida
por la montaña natural, y el templo quedó a lo lejos, al pie del valle, sin
comunicación con la sepultura. Es más: esta última se disimulaba escondiendo la
entrada con rocas superpuestas; nadie conocería en las grietas de Abydos que
ellas son el ingreso de los corredores magníficos de las tumbas reales. Así y
todo, la mayoría de los sepulcros de los faraones fueron violados desde la
antigüedad, pues los turistas del tiempo de Herodoto visitaban algunos ya
vacíos; los sarcófagos habían sido levantados por los sacerdotes de la XXI
Dinastía y encerrados sin pompa alguna con el mayor desorden, confundidos reyes
y reinas en dos tumbas secretas.
En una de ellas, la que había sido tumba de
Amenofis ll, se amontonaron trece momias reales, donde fueron halladas en 1898
por el egiptólogo Loret. Pero este refugio secreto también había sido
descubierto por los ladrones antes de la llegada de los arqueólogos. Todo el
ajuar funerario había desaparecido. Loret sólo encontró los cadáveres intactos
de los faraones; Amenofis II era el único que aún yacía en su sarcófago.
Más importante aún había sido el hallazgo de
la otra tumba, realizado unos años antes, en 1881, por Emile Brugsch-Bey. Este
asistente del profesor Maspero -entonces director del Museo de El Cairo-
encontró cuarenta cadáveres de faraones y sus reinas escondidos en la tumba
inacabada de la reina Astemkhet. Las circunstancias de este hallazgo fueron tan
novelescas que bien merece la pena relatarlas brevemente.
A principios de 1881, un rico coleccionista
americano compró un precioso papiro pintado, con una larga inscripción en
jeroglíficos, a un mercader árabe que se lo ofreció en una callejuela del
mercado de Luxor.
Al regresar a Europa, consultó a un experto
que le aseguró su autenticidad y al que contó con todo detalle cómo lo había
adquirido. El experto escribió una extensa carta al director del Museo de El
Cairo, Gastan Maspero, describiendo el papiro que pertenecía a un faraón de la
XXI Dinastía, cuya tumba se había estado buscando sin resultado. Maspero, que
llevaba seis años anotando la aparición en el mercado negro de joyas de un
valor excepcional, con toda seguridad procedentes de una tumba real descubierta
y expoliada lentamente por ladrones, se alegró al recibir por primera vez
detalles concretos de cómo se había realizado esa compra clandestina. Envió a
Luxor a uno de sus jóvenes ayudantes que, haciéndose pasar por turista, procuró
tener el mismo comportamiento que el coleccionista americano. Una noche un
mercader árabe le ofreció una pequeña estatua auténtica que, según la
inscripción, procedía de un sepulcro de la XXI Dinastía. Esto permitió detener,
uno tras otro, a los miembros de la familia Abd-er-Rasul, que habían descubierto
una tumba en una colina cercana al templo de Deir el-Bahari y llevaban seis
años vendiendo poco a poco, para no despertar las sospechas de la policía, los
objetos que contenía en su interior. Uno de los miembros de la familia aceptó
acompañar a los funcionarios del Museo hasta el escondrijo secreto. Se trataba
de un pozo de trece metros de profundidad cuya entrada había sido disimulada
con piedras.
Cuando Brugsch-Bey llegó al fondo, recorrió
un estrecho corredor que giraba hacia la derecha. Aunque estaba preparado para
cualquier sorpresa, se quedó con la boca abierta cuando vio la cantidad de
sarcófagos que allí estaban amontonados. Se encontraba ante los restos de los
soberanos más poderosos de la historia de Egipto, entre ellos Ahmosis I, el vencedor
de los hiksos, Tuthmosis III, Ramsés II el Grande, que había reinado durante
setenta años, y Sethi I. Todavía era visible la precipitación con la que, en
secreto, los sacerdotes de la XXI Dinastía habían acumulado en aquel escondrijo
los despojos reales. Brugsch-Bey llevó con él a El Cairo algunos papiros
hallados en la inmensa tumba. En ellos el profesor Maspero identificó las actas
notariales de los traslados de algunas momias de los faraones: "El año
decimocuarto, el sexto día del tercer mes de la segunda estación, el Osiris rey
Usimare (Ramsés II) fue trasladado para ser enterrado de nuevo en la tumba del
Osiris rey Menmare (Sethi I); firmado: el Gran Sacerdote de Amón,
Pinutem".
En realidad, la única tumba faraónica que
los arqueólogos pudieron encontrar intacta, sin que los ladrones la hubieran
saqueado previamente, fue la de Tutankamon. Descubierta en 1922, en el Valle de
los Reyes, este hallazgo emocionó y apasionó a todo el mundo más que ningún
otro descubrimiento arqueológico desde que Schliemann encontró Troya. Hoy sus
tesoros - estatuas de oro, joyas, marfiles, esmaltes- que aparte de su valor
artístico tienen un valor material incalculable, son el orgullo del Museo de El
Cairo. Howard Carter fue el arqueólogo que dirigió las excavaciones
subvencionadas por lord Carnarvon. Después de seis años de esfuerzos
infructuosos, los excavadores descubrieron la entrada de la tumba y despejaron
la escalera. Allí estaba la puerta de piedra con sus sellos intactos. Carter
mandó un telegrama a Londres y tuvo la paciencia increíble de aguardar más de
quince días la llegada de lord Carnarvon y su hija. Por fin, el 24 de noviembre
de 1922, la puerta fue derribada, pero al otro lado se encontró una galería
invadida de escombros.
Después de varios días de trabajo, los
exploradores alcanzaron una segunda puerta. Las manos de Carter temblaban de
tal manera, que apenas podía sostener la herramienta; finalmente, logró
practicar un agujero por el que introdujo una vela encendida. Al principio no
veía nada, pero cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, según escribió
él mismo, "empezaron a surgir detalles de la habitación, animales
extraños, estatuas y oro, ¡el brillo del oro por todas partes!". Incapaz
de soportar la duda, lord Carnarvon preguntó:" ¿Ve usted algo?" Howard
Carter se volvió lentamente y al fin pudo articular: "¡Sí, cosas
asombrosas!" Habían encontrado la antecámara del sepulcro de Tutankamon.
Los meses siguientes terminaron la exploración que cada vez les fue
proporcionando sorpresas más extraordinarias: el anexo de la antecámara, la
cámara funeraria y la cámara del tesoro.
Las tumbas del Valle de los Reyes, la
necrópolis real de Tebas, demuestran el mismo empeño que ya hemos visto en las
pirámides, esto es: preservar a toda costa el cadáver que reclama el rito de
Osiris. En el seno de la montaña se suceden las galerías y las salas que debe
habitar el doble, o fantasma del
difunto, con las paredes decoradas de pinturas que reproducen asuntos
determinados, como escenas de la vida terrestre, viaje del alma a los
infiernos, juicio de la misma, etc. Los pasillos, tanto más largos y profundos
cuanto más importante era la tumba, están algunas veces interrumpidos por
pozos, donde se ha disimulado la abertura que debe conducir a la cámara funeraria.
Antes de llegar a ella, una falsa tumba, que guarda un sarcófago monumental
abierto, puede hacer creer que la momia ha sido levantada y que la sepultura
está vacía ...
Hay que golpear en las paredes hasta
percibir el sonido hueco que delata la prolongación de los pasillos; hay que
atravesar una nueva serie de cámaras y vencer no pocas dificultades para llegar
a la verdadera tumba, con un segundo sarcófago, generalmente de madera, que
contiene la momia real. Vemos, pues, que los corredores están aquí dispuestos
en el seno de la montaña con el mismo método e igual previsión que en el macizo
de las pirámides. El concepto del ritual mortuorio es el mismo; lo único que ha
variado es el tipo arquitectónico del monumento.
Todas estas sepulturas excavadas en el
acantilado de Tebas no forman más que el primer elemento de la sepultura faraónica.
En el llano, cerca del río, como ya hemos dicho, es donde se encuentran los templos
del faraón divinizado, lugares más accesibles donde se celebraban las brillantes
ceremonias funerarias y que corresponden a los templos del pie de las
pirámides. La desierta llanura que se extiende desde la falda de la montaña
hasta el río está sembrada por todas partes de las descomunales ruinas de estos
panteones reales. A veces sólo quedan en pie un pilón, o las columnas de la
sala hipóstila, o las figuras sentadas del
faraón, como las estatuas de Amenofis III, llamadas por los antiguos viajeros
griegos Colosos de Memnón, que estaban ya solitarias en la antigüedad clásica,
habiendo desaparecido por completo todo rastro del templo que se extendía a su
alrededor.
Máscara
funeraria de Tutankamon (Museo Egipcio, El Cairo). Realizada en
oro puro, fue descubierta en 1922 por Howard Carter tras seis años de
excavaciones en una tumba del Valle de los Reyes. Tutankamon no logró salvar
con su reconversión al credo de Amón el estilo de Tell el-Amarna, uno de los
episodios más interesantes de todo el arte egipcio. Esta imagen exenta de todo
hieratismo revela todavía rasgos amárnicos.
Son dos enormes estatuas de unos veinte
metros de altura, labradas cada una en un solo bloque de granito, traídos desde
unas canteras situadas en el Bajo Egipto, a 600 kilómetros de distancia, cerca
de El Cairo. El intendente de Amenofis III, Amenhotep hijo de Hapi, los
menciona en una inscripción de su tumba: "Mi señor me hizo jefe de todos
sus trabajos. Yo no edifiqué obras sin grandeza como tantos otros antes de mí.
Hice tallar para él montañas de granito, porque es el heredero de Ra. Reproduje
su parecido en estas estatuas, con piedras que durarán como los cielos. Nadie
ha hecho obras parecidas desde el tiempo de la fundación de las Dos
Tierras".
De estos panteones faraónicos, el más
singular, cuya excavación ha causado grandes sorpresas, es el templo y tumba de
la famosa reina Hatshepsut, en la ladera misma de la montaña. Este edificio,
que lleva hoy el nombre árabe de Deir el-Baharí, o convento del Norte, ha sido
explorado también por el Egypt
Exploration Fund, que halló en él una cantidad considerable de esculturas y
relieves. Está situado junto al ya citado sepulcro monumental de Mentuhotep II
y su disposición constituye verdaderamente una novedad: no se despliega en
patios sucesivos, como lo hacen los demás templos egipcios, sino que,
aprovechando las cortaduras del terreno, se levanta a distintos niveles en una
serie de terrazas rodeadas de columnatas que sirven de pórtico a las capillas
abiertas en la roca.
Las columnas con facetas tienen una
elegancia de proporciones y una sencillez casi helénicas. El conjunto de
terrazas ascendentes recuerda la idea general de la vieja pirámide escalonada
del rey Zoser, de la III Dinastía. Así como este antiguo monumento está ligado
al nombre del arquitecto Imhotep, el maravilloso conjunto de Deir el-Baharí lo
debemos a Senmut, el favorito de la reina Hatshepsut, la constructora del
templo.
Se asciende a las terrazas por escaleras
monumentales. Los pórticos de Deir el-Ballari debían de preservar también de la
luz y del calor las habitaciones destinadas a la gran reina, quien hizo
perpetuar en los antepechos de las barandas de las terrazas las campañas
victoriosas de sus generales, y aun de ella misma, cuando, con aspecto
masculino y entereza varonil, combatió al lado de su padre, el dios Amón. Están
descritas también en estas terrazas las aventuras curiosas de sus soldados que,
por encargo de Hatshepsut, exploraron la costa de Africa en un largo periplo en
busca del árbol del incienso, producto que llegaba entonces impuro a través de
los pueblos africanos del Sudán y de la Nubia, por la vía de las caravanas.
Esta expedición al Punt, país del incienso y de la mirra, fue de todas sus
iniciativas la que la reina consideró más gloriosa. Hatshepsut encomendó su
mando a sus dos confidentes, el arquitecto Senmut y el tesorero Tutiy; ambos se
alabaron de haber llevado a buen término el viaje, en los epitafios de sus
tumbas. Los relieves de la segunda terraza de Deir el-Baharí describen todas
las peripecias de la expedición y terminan con el desfile de los soldados que
regresan del Punt, cada uno cargado con una rama del árbol del incienso como
trofeo.
Más abajo, en el llano, aunque siempre en la
orilla izquierda del Nilo, al oeste de Tebas, existe el templo de Ramsés II,
llamado hoy de nuevo el Rameseum, pero que los griegos conoóan con el nombre de
tumba de Osimandias. Aun equivocada,
esta atribución demuestra que persistía el recuerdo del primitivo carácter
funerario del edificio; pero todo en este monumento está cargado del recuerdo
de Ramsés II, el gran conquistador, quien en relieves labrados en el muro parace
vivier y respirar todavía, majestuoso, sentado en el trono, agitado en los combates
o terrible cuando levanta la mano sobre la cabeza de los vencidos.
A veces, en un mismo templo se asocian los
cultos del padre y el hijo, como sucede en el de Gourna, por ejemplo, comenzado
por Ramsés I, el glorioso fundador de la XIX Dinastía, continuado por Sethi I y
finalizado probablemente por su nieto Ramsés II. Pero, por lo general, estos
monumentos funerarios fueron la obra de un solo reinado, concluidos a lo más
por la piedad filial del sucesor.
La disposición de estos templos funerarios,
con la única excepción del hipogeo primitivo de Mentuhotep y de la original
construcción de la reina Hatshepsut, es siempre del mismo tipo y muy semejante,
en la ordenación de sus elementos, a la de los edificios religiosos del otro
lado del valle, que no tenían este carácter personalísimo de haber sido
construidos para la glorificación de uno o dos monarcas. Ese mismo carácter
personal explica el abandono y la destrucción a que forzosamente habían de
quedar condenados con el tiempo estos monumentos, una vez desaparecido el culto
que habían de prestarles sólo los sucesores de una misma dinastía.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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