Sin duda la muerte prematura de Georges Seurat representó una gran pérdida para el arte. Su carrera se auguraba
brillante, y resulta imposible deducir hacia dónde se habrían dirigido sus
inquietudes si hubiese vivido más años. En cambio, toda la obra de Cézanne
ofrece, al examen de quienes de verdad se interesan por los altibajos de la
pintura, el proceso de un largo y trabajoso esfuerzo por llegar a una meta casi
inaccesible.
Paul Cézanne (1839-1906)
perteneció a la misma generación de los maestros impresionistas, con los que
convivió unos años y con algunos de los cuales siguió en relación de una muy
estrecha amistad; pero su labor está tan íntimamente enlazada con los problemas
que se han planteado a la pintura actual, que parece más del siglo XX que de la
segunda mitad del XIX.
Autorretrato de Paul Cézanne (Kunstmuseum, Berna). Cézanne sigue en este autorretrato la fórmula de pintores anteriores. Se representa vestido elegantemente, con traje y sombrero, el semblante serio y mirando fijamente al espectador. Por el fondo de la composición parece que está ambientado en su propio taller.
Nació en Aix-en-Provence y se crió en uno de aquellos ambientes de severidad que son tan propios de la burguesía provinciana francesa, aunque era fruto de una unión que no fue legitimada hasta cinco años después de que naciera, a Cézanne, su hermanita menor, María. Su madre, Honorine Aubert, era operaría del taller de sombrerería que entonces poseía el padre de Cézanne, quien desde 1848 se transformó en banquero al crear (sobre la base de una entidad que había hecho quiebra) la Banque Cézanne et Cabassol, en Aix. El linaje paterno procedía remotamente del Piamonte y desde 1700 se hallaba establecido en Provenza. Todos estos datos son (en el caso de Cézanne) importantes, porque sitúan al hombre, racialmente un mediterráneo, esto es: a alguien, por su sangre, completamente distinto a todos los pintores de quienes hemos hablado al especificar sobre la pintura francesa del XIX.
Recibió una educación esmerada y una
sólida instrucción humanística. En su Bachot
en Letras mereció la calificación assez
bien; poseía rudimentos del griego y sabía suficiente latín para atreverse
a componer hexámetros, así como cultivó también con soltura el verso francés.
Parte de aquel bachillerato lo realizó en Aix, con Emile Zola, quien (hasta
1886) fue uno de sus más íntimos amigos. Después, Cézanne empezó el estudio de
la carrera de Derecho, que abandonó para dedicarse a la pintura. Era también
muy aficionado a la música, entusiasta ferviente de Wagner ya a los diecisiete
años.
Una moderna Olimpia de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). Este cuadro parece una réplica, a la vez agria y divertida, de la célebre pintura de Manet; canto del cisne del Cézanne barroco, violento, donde planea su sexualidad obsesiva y reprimida.
El hecho de que Cézanne no se
revelara como personalidad importante, ante los entendidos en cosas de arte,
hasta hacia 1895, año en que tuvo lugar una exposición de sus obras en la Sala
de Ambroise Vollard, en París, y el interés que desde entonces despertó entre
los artistas jóvenes, algunos de los cuales le visitaron e interrogaron, ha
contribuido mucho a crear la imagen que de su persona ha conservado nuestro
tiempo; este clisé le representa como un burgués meridional envejecido, bajito,
intimidado, taciturno, a veces colérico; un anciano de barbiche blanca y nariz violácea que, tocado con su viejo melon y llevando levantados los faldones
de su chaqué mediante imperdibles, para no ensuciarse, sólo se siente a sus
anchas cuando, finalmente, pinta al aire libre, ante su terruño.
A este anciano, atacado de
diabetes (y por ello a veces con la memoria algo turbia), Emile
Bernard y otros hicieron decir, muy probablemente, lo que más les convino,
al transcribir algunas de sus frases, que no eran ya sino vestigios de un
pensamiento que, en su edad juvenil, nos consta que fue sumamente ágil. Según
algunas descripciones de sus contemporáneos, el Cézanne joven tuvo una
apariencia física que no habría sido posible adivinar a través del aspecto de
aquel pintor viejo de los años 1900.
El muchacho del chaleco rojo de Paul Cézanne (Colección particular). Esta pintura pertenece a una serie de tres cuadros pintados hacia 1890, momento sereno en que Cézanne se plantea, con toda seriedad, una nueva problemática pictórica: modelar a través del color. El color marca, por sí solo, el claroscuro, los volúmenes, la atmósfera del cuadro. Gracias a Cézanne esta tentativa, que ya preocupó a los venecianos, se convirtió en una nueva conquista pictórica.
He aquí cómo Georges Riviére (que
fue después consuegro suyo) le describe, según recuerdos que le sitúan en 1874:
“Un mocetón alto y fornido, sobre un par de piernas algo delgadas para su corpulencia.
Andaba con paso rítmico e irguiendo la cabeza, como si estuviera contemplando
el horizonte. Su rostro noble, que rodeaba una barba rizada, recordaba los de
los dioses asirios. Su aspecto solía ser grave; mas al hablar se le animaban
las facciones, y una mímica expresiva acompañaba sus palabras, pronunciadas en
voz fuerte y bien timbrada”.
Zola resultó para Cézanne de una
considerable ayuda cuando, en 1861, el joven provenzal se hubo trasladado a
París. Gracias a él y a Pissarro, a quien no tardó en conocer en la Academie Suisse (en donde le había
inscrito su padre cuando le acompañó a la capital), entró en el cenáculo de los
futuros impresionistas.
Pero Cézanne siempre se sintió en
París encogido y forastero, y, sobre todo durante los primeros años, muy a
menudo tuvo que regresar a su Provenza vencido por el desánimo. Así, en
septiembre del mismo año 1861 estaba ya de vuelta en Aix, y durante unos meses
estuvo empleado en la banca paterna. En sus primeros años de París puede
decirse que sólo conoció fracasos. No obstante, al ser presentado a Manet
en 1866, consta que éste elogió el impulso que aquel joven pintor denotaba en
sus pinturas de naturaleza muerta.
La mer, a l'Estaque de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). El primero lo pintó en el verano de 1876; las cinco versiones del segundo las realizó hacia 1896. En éste se percibe claramente la evolución no sólo pictónca, sino también humana de Cézanne, pues vemos aquí una composición elaborada con gran cuidado, una especie de regreso al clasicismo.
Durante la guerra de 1970 vivió
escondido en L’Estaque, cerca de Marsella, en compañía de Hortense Fiquet,
modelo parisiense, que sería más tarde la madre de su hijo y con la que
acabaría casándose. De regreso a París, después de la Commune, vivió Cézanne una temporada en Pontoise con Pissarro,
para instalarse, al año siguiente, en Auvers sur-Oise, cerca del Dr. Gachet, el
mismo personaje al que se encontrará cuando se estudie la azarosa vida de Van Gogh.
La pintura de Cézanne había ya
entonces evolucionado mucho. Tras los primeros lienzos, vacilantes, a veces
informes, de tonalidad oscura, iban apareciendo ahora algunos bodegones que
indican, no sólo un cambio de la concepción romántica a la objetiva, sino un
claro deseo de expresar el espacio y el volumen. A la gruesa pintura de los
primeros años, en la que hizo gran empleo de la espátula, sucede ahora otra aún
muy empastada, pero de pinceladas fundidas. La coloración es ya decididamente
clara.
La maison du Dr. Gachet de Paul Cézanne (Kunstmuseum, Basilea). En 1872 el doctor Gachet, hombre generoso y gran aficionado, invitó a Cézanne a su casa de Auverssur-Oise. Durante dos años el pintor vivió en Auvers en relativa paz. Su paleta lo acusa: se dulcifica y aclara, como puede verse en esta obra, que lleva el signo de esta renovación. Los contornos de las figuras ya no son tan rotundos, se suavizan las formas, que aparecen más integradas en el espacio. El doctor Gachet también ayudó a otras personalidades de la época como Vincent Van Gogh, quien realizó un magnífico retrato de su amigo y protector.
El trato con Pissarro, sobre
todo, fue decisivo para él en aquellos años de prueba. En su vejez recordará:
“Vivía como un bohemio, malgastando mi vida. Tan sólo más tarde, cuando fui
conociendo a Pissarro, que era infatigable, empecé a sentir gusto por
trabajar”. Y confiaba a otro interlocutor, a ese respecto, en 1902: “En cuanto
a ese “viejo” Pissarro, para mí fue como un padre. No se perdía el tiempo consultándole;
era algo así como le bon Dieu”.
Se conserva una copia de un
paisaje de Pisarro hecha con Cézanne en 1873. Denota un gran esfuerzo; es una
copia “fatigada”. Pero de aquel mismo año es ya su primer gran paisaje
personal: La Maison du Pendu (hoy en
el Musée d’Orsay, París), una obra muy significativa e importante, en la que se
percibe la atmósfera.
Esta fue una de las tres obras
con que Cézanne participó en la primera Exposición de los impresionistas, las
cuales fueron, al parecer, las que allí obtuvieron el mayor éxito de hilaridad
por parte del público visitante.
Manzanas y naranjas de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París}. Por encima de todo Cézanne quiso ser un pintor. "No seáis literatos de la pintura, ni filósofos: sed pintores." Sus ojos desdeñan las composiciones alegóricas, los heroicos temas; se detienen en los objetos humildes: una fruta, un paisaje familiar, un árbol, el rostro cansado de un campesino. Con este criterio indiscriminado trata sus naturalezas muertas, como en esta pintura, y por eso poseen el grave aliento de las cosas contempladas con seriedad y amor.
Cebollas y botellas de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). Magnífica naturaleza muerta donde lo importante no son tanto los objetos que se representan como las formas que estos producen. En el barroco se buscaban frutas u hortalizas con distintos significados ocultos y una presentación exuberante. Cézanne prescinde de todo lo superfluo para concentrarse en las formas.
Pissarro le enseñó, pues, a
pintar como un impresionista, y gracias a esto pudo contar ya Cézanne, no sólo
con la base de una técnica, sino también con una estética a la que trató de
amoldarse. No tomó parte en la segunda exposición de aquel grupo, celebrada en
1876, pero sí en la tercera, del año siguiente.
A esta exposición mandó
diecisiete lienzos, principalmente naturalezas muertas, una de las cuales, Le Compotier, fue después propiedad de Gauguin.
En este lienzo se revela ya todo lo característico de Cézanne, en lo
concerniente a su exigente y premiosa composición y a la franqueza del color. Se
la considera como la obra que representa al máximo los deseos, por parte de su
autor, de asimilar los hallazgos del impresionismo. Mas, desde aquel momento,
tratará de acomodar a sus intenciones aquella técnica por él aprendida; así, en
la evolución que en él se insinúa por aquellos años, la pincelada pierde
espesor y el colorido, en cambio, gana en pureza. Más tarde, ya desligado del
impresionismo por completo, la práctica de la acuarela (a la que se dedicará
desde 1880) introducirá en su manera de pintar sus típicas pinceladas breves,
finas y nerviosas.
La mujer de la cafetera de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). Esta es una de las obras más hermosas de Cézanne y una de aquellas en que aparece más clara su voluntad de renunciar a las apariencias fugitivas de la naturaleza -que perseguían los impresionistas- para conquistar cuanto tiene de estable la realidad.
El impresionismo no fue, pues,
para Cézanne más que un ejercicio, una práctica.
El impresionismo era una pintura
que, para su temperamento, se fundamentaba demasiado en la sensación dada en
sentido de superficialidad, y Cézanne ambicionaba otras cosas. Un admirador
suyo es testimonio completamente fidedigno: el pintor Maurice
Denis, recogerá de labios del maestro, en sus últimos años, esta
declaración: “He querido hacer del impresionismo algo que fuese sólido y
durable, como el Arte de los Museos”.
En 1878 se sintió definitivamente
separado de la pintura impresionista. Indispuesto entonces con su padre, a
causa de la irregularidad de su vida privada, tuvo que recibir auxilio
pecuniario de Zola. Vivió por un tiempo en L’Estaque y después volvió a París,
sin conseguir, a pesar de sus gestiones, que en el Salón oficial se admitiera
una sola obra suya. En esto fue Cézanne verdaderamente desgraciado; en vida
vendió sólo dos cuadros: uno en Bruselas, en 1887, en la Exposición organizada
por el Cercle des XX, y otro en 1900,
año en que Herr Tschudi adquirió un paisaje suyo para el Museo de Arte Moderno
de Berlín. Tschudi compró en aquella ocasión también un Renoir y un
Manet y -sea dicho de paso- estas adquisiciones hicieron que el Kaiser montara
un cólera y exigiera su destitución como director de aquel Museo.
Las cinco bañistas de Paul Cézanne (Museo de Bellas Artes, Basilea). Este es un tema que fascinó a Cézanne y del que realizó toda una serie. Son jóvenes cuerpos desnudos, castos y realizados con rigurosa búsqueda lineal, sin el menor asomo de la sensualidad de Una moderna Olimpia.
Durante el año 1886 regularizó,
por fin, su unión con Hortense Fiquet. Pero aquel año fue también el de su
rompimiento con Zola, uno de los episodios más amargos de su vida. Zola, en su
novela L’Oeuvre se había inspirado en
su amigo para crear el personaje Claude Lantier, que encarna la figura de un
pintor fracasado, y a Cézanne ello no le pasó inadvertido. Según parece, costó
trabajo disuadirle de un duelo. Cézanne y Zola no volvieron ya a verse más.
Vivió desde entonces
principalmente en Provenza, en Aix o en la finca familiar de Jas de Bouffan,
que aquel mismo año de 1886 había heredado, al morir su padre.
Su pintura había entonces
adquirido el magnífico estilo de plenitud clásica que le sitúa al extremo
opuesto al academicismo. Algunas de sus características contribuyen a imprimir
un sello poéticamente intelectual a aquel estilo. Es su época más fecunda. En
sus búcaros con flores se revela un nuevo y “actual” intimismo; de 1892 son
algunos de sus magistrales paisajes, principalmente la serie inspirada en la
contemplación de la Montagne
Sainte-Victorie; en los cuadros de figura, se ensaya varias veces en su
gran composición de las Baigneuses,
un tema que no llegará a resolver definitivamente y que constituirá su gran
preocupación; pero en aquel año empieza también sus cinco versiones de los Jugadores de cartas, obra que completó
en 1896.
Los jugadores de cartas de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). Esta obra plenamente figurativa, en la que alienta el expresionismo, es decir, la solidaridad del pintor con el sujeto pintado. Las formas se representan simples y contundentes, con colores sobrios y donde la amplitud de la gama se ve reducida a un número muy bajo. Los contornos de las figuras están reseguidos en color negro, aislándolas del entorno en el que se encuentran.
En estos cuadros figurativos es
donde se concentra de un modo más claro su concepción rigurosamente
arquitectural de la composición. También durante esta fase realizó algunos
retratos con lenta y penosa actividad, como el de Gustave Geffroy (1895). El
que intentó hacer del marchante Vollard, desde entonces su amigo, no pudo
terminarlo; a pesar de haberse ocupado durante innumerables sesiones tuvo que
renunciar, finalmente, a proseguirlo. Todos sus cuadros de una figura que por
aquella época realizó denotan esa trabajosa penetración, propia de su
escrupulosa exigencia; por ejemplo, el caso de la Vieille au chapellet, que de una colección francesa pasó a la Galería
Nacional de Londres.
El mismo rigor arquitectónico es
discernible en los lienzos paisajísticos de este gran período de su arte.
Sabemos cómo procedía entonces para elaborar esas pinturas. Sentado ante el
paisaje, antes de trasladar al lienzo el “motivo” se ponía a estudiarlo
cuidadosamente, atendiendo a los valores plásticos y escalonando los planos
sucesivos, cuya situación exacta subrayaba matizando con un colorido de tonos
finos, aplicado mediante apretadas series de pinceladas paralelas (verticales u
oblicuas) a modo de los sombreados de un apunte al lápiz. Árboles, casas,
postes, chimeneas, constituían para él otros tantos acentos rítmicos que era
preciso subordinar a la unidad del cuadro.
Por fin, en 1904, le dedicaron
una sala en el Salon d’Automne, y
ésta fue su consagración.
En 1899 había vendido el Jas de
Bouffan y desde entonces habitaba un pisito en el interior de Aix, con una
sirvienta, mientras su esposa e hijo vivían en París. Hasta sus últimos días
conservó el hábito del trabajo, y de ordinario salía diariamente a pintar al
campo; a tal objeto se había hecho construir en las afueras de su ciudad natal
un pequeño estudio donde guardaba sus materiales.
El florero azul de Paul Cézanne (Musée d'Orsay, París). Los tonos puros, contrastados y armoniosos de esta obra de 1885 se producen en un momento en que el pintor se sentía enfermo y su irascibilidad se había agravado. Eran continuas las peleas con sus amigos, con Monet especialmente, sin razones serias. La duda y la fiebre del trabajo se lo disputaban por igual. Y, sin embargo, nunca como en esta época fue su obra más equilibrada y serena.
Durante el otoño de 1906,
mientras estaba pintando al aire libre, un chaparrón imprevisto le dejó calado,
lo que le provocó una congestión. Se le condujo rápidamente a su casa, donde
moría pocos días después.
He aquí la obra y la vida de
Cézanne comentadas muy brevemente. La vida no contiene más caracteres de
dramatismo que los inherentes al temperamento (en verdad un poco singular) de
alguien que, como le ocurrió a Van Gogh, poseía lo que ahora se ha dado en
llamar un message, al que con penas y
fatigas logró dar expresión.
La obra aspiró a devolver a la
pintura valores esenciales que desde largo tiempo estaban olvidados. Respondía
a una visión lúcida, y si no consiguió en todos sus aspectos los altos fines
propuestos, esto no fue culpa del pintor, que puso en ella cuanto le fue
posible. Las derivaciones que después se dieron a su actitud, tampoco podían
depender de él.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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