Aunque la violencia de costumbres en Roma permitiera la agresión física en casos como éste, más probable es que El Greco saliera hacia España al ver que tampoco en la Roma devota de Miguel Ángel podía hacer carrera. Este gran artista le causó, al parecer, la misma impresión de asombro y decepción que a otros muchos pintores y aficionados posteriores (como Maupassant o Fortuny), amantes, como El Greco, de los puros valores pictóricos, a la manera veneciana, y a los que disgusta la pobreza de materia pictórica, y la dureza del colorido de los frescos de la Capilla Sixtina o, todavía más, de los cuadros de Buonarrotti. Cuando Pacheco le visita en Toledo, cuarenta años después de la anécdota contada por Mancini, El Greco aún no ha olvidado su desagrado, y, ante el escándalo del visitante, le dice que Miguel Ángel era "un buen hombre que no supo pintar".
⇦ San Martín y el mendigo de El Greco (National Gallery, Washington). Entre 1597 y 1599, el artista pintaba esta tela con la que iniciaba una evolución en su estilo. Los colores claros y luminosos recuerdan sus contactos con la escuela veneciana; aparecen, a lo largo de los cuerpos, ribetes de luz y sombra que más que modelarlos establecen interesantes relaciones cromáticas. Las figuras se yerguen sobre un horizonte muy bajo, llenando toda la verticalidad del cuadro. No es de extrañar que tales licencias desagradaran a un monarca tan tradicional como Felipe II.
Pero quizá lo que más irritaba al joven Greco era que, pese a todo, no podía evitar la influencia de ese genio tormentoso, innegable en las obras que pintó en Roma, como la pequeña Piedad de la Colección Johnson de Filadelfia, o las dos versiones de la Expulsión de los Mercaderes (Washington y Minneapolis), en la segunda de las cuales incluye, en primer término, a la derecha, los bustos de Tiziano, Miguel Ángel y Clovio, con indudable deseo de homenaje. Un cuarto personaje es identificado por unos como Rafael Sanzio; por otros, como Correggio, y hasta no falta quien vea en él un autorretrato del presuntuoso mozo candiota, que quiso rivalizar con los semidioses. En otros cuadros de época romana (Anunciación, del Museo del Prado; Curación del ciego, de Parma) combina el manierismo miguelangelesco (que lo acerca a epígonos como Venusti o Salviati) con la fruición de pincelada de los venecianos y con las arquitecturas paladianas de Veronese y Tintoretto.
El influjo del gran escultor florentino dura todavía en las primeras obras que pinta en Toledo, a su llegada a España, probables causas inmediatas de ese viaje que enriqueció la pintura española como uno de sus más bellos florones: las de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Aparte del malestar interno o externo que pudiera sentir en Roma, El Greco tenía posiblemente para marchar a España dos razones: la de su esperanza de entrar a trabajar en el nuevo monasterio de El Escorial, iniciado en 1563 y que exigía infinitas pinturas para sus interminables paredes, y la de un excelente encargo, que pudo recibir por mediación de un clérigo español, el cual residía a la sazón en Roma, y a quien debió de conocer entre los contertulios de Fulvio Orsini, bibliotecario del Palacio Farnesio: don Luis de Castilla, que sería su amigo hasta la muerte (en 1614 aparece como albacea testamentario de El Greco) y que era hermano del deán de la catedral de Toledo, don Diego de Castilla.
⇦ La Anunciación de El Greco (Museo Balaguer, Vilanova i la Geltrú, Barcelona). El ángel interrumpe la plegaria de la Virgen ante el libro abierto. La composición tiene como centro un sobrenatural foco de luz, que se ensancha en un torbellino de pliegues y nubes con ve rti ginoso ritmo circular. Es una nueva interpretación iconográfica de vigoroso misticismo, en que las pequeñas cabezas y los desproporcionados cuerpos contribuyen a una visión que escapa de todo verismo, para ilustrar un imaginativo mundo espiritual. Se fecha entre los años 1597 y 1600.
Una dama portuguesa había nombrado a éste su ejecutor para la aplicación de un legado a la restauración de la citada iglesia toledana, en 1575; y ésta es, precisamente, la fecha en que El Greco se anima a venir a 8nuestro país. Consciente de su talento, espera lograr el apoyo de Felipe II, que, desesperado de convencer al viejo Tiziano (quien moriría en 1576) o a Veronés para decorar su monasterio, se contenta con manieristas de tercer orden, como Patricio Caxés o Rómulo Cincinato.
Así pues, hacia 1575-1576 sale El Greco para España, pasando acaso por Venecia. Su maravilloso retrato de Vincenzo Anastagi, caballero de Malta (Colección Frick, Nueva York), ha hecho pensar a algunos que tal vez hizo escala en esa isla. Es el primer retrato inconfundiblemente grequiano, en su originalidad compositiva, en su color (grises, carmesíes), en su hondura expresiva, a pesar de sus elementos de Tiziano o Tintoretto en la técnica y en el concepto. Mucho más independiente que los retratos anteriores, en los que El Greco parece ya seleccionar a sus modelos: los de su amigo y protector Clovio (Museo de Capodimonte) que nos eneña un libro miniado por él, ante una ventana con paisaje veneciano; y el del fisiognomista Porta (Museo de Copenhague), muy basanesco en su factura y color.
Al llegar a la península Ibérica, El Greco se dirige a Madrid, sede de la corte desde 1561. Allí conoció a doña Jerónima de las Cuevas, su esposa, según Camón Aznar; su amante y fiel compañera, según otros. Lo único que sabemos con certeza de este misterioso personaje es que, en Toledo en 1578, dio a luz a un hijo del pintor, Jorge Manuel Theotocópuli. Con más poesía que pruebas, se suele identificar a doña Jerónima con la bella Dama del Armiño del Museo de Glasgow, uno de los contados retratos femeninos de El Greco.
En cualquier caso, la estancia de El Greco en Madrid dura solamente unos meses. A finales de 1576 o principios de 1577 se halla ya en Toledo, donde trabaja en dos encargos por intervención de don Diego de Castilla: el ya citado de Santo Domingo el Antiguo y el de un lienzo para el vestuario de canónigos de la sacristía de la Catedral Primada. En el primero, Theotocópuli se cuida no sólo de las nueve pinturas de los tres retablos de la iglesia, sino también de su arquitectura y elementos escultóricos. El genio de El Greco como pintor no ha de hacer olvidar su talento en el trazado de retablos y en la escultura (tallas de su mano se admiran en la Catedral de Toledo, en el Hospital Tavera de la misma ciudad y en el Museo del Prado), en la que recibe la influencia de Alonso Berruguete.
De los lienzos de Santo Domingo, sólo tres quedan en su lugar. Los mejores han emigrado: la soberana Asunción y la apenas inferior Trinidad (Museos de Chicago y del Prado), donde la "terribilità" y los colores por zonas de los miguelangelistas adquieren un sabor nuevo con una iluminación clarísima, a la veneciana, y con una paleta donde El Greco estrena sus más bellas armonías cromáticas en rojos de granza, verdes ácidos, amarillos claros, azules y grises.
Todavía más bello es el Expolio (Cristo en el Calvario despojado de sus vestiduras), por fortuna en la dependencia de la catedral para la que se pintó en 1579. La composición se centra con un rombo carmesí, la túnica de Jesús que le va a ser arrancada. Cristo, con la mano en el pecho y los ojos arrasados, ofrece al Padre su sacrificio. Lo rodean el centurión Longinos, vestido con armadura toledana moderna, soldados y chusma. A sus pies, un operario de coleto amarillo agujerea la cruz en una postura que El Greco repetirá más tarde en sus versiones nuevas de la Expulsión de los Mercaderes; al lado opuesto están la Virgen, la Magdalena y un tercer personaje idéntico a la coetánea Verónica pintada por El Greco para la iglesia de Santo Domingo (Colección Caturla), las tres de media figura, cortadas por el marco del cuadro, con lo que el artista consigue un espacio abierto, que nos introduce en la composición (ello no es totalmente original y en el mismo Toledo pudo ver El Greco algo semejante en el Retablo de la Visitación, tallado y pintado por Alonso Berruguete; pero en el Expolio parece nuevo).
⇨ El cardenal Fernando Niño de Guevara de El Greco (Metropolitan Museum, Nueva York). Realizado entre 1596 y 1600, este cuadro está considerado como su obra maestra de retrato. El Gran Inquisidor General de Toledo parece captado probablemente cuando presidía, digno y severo, algún auto de fe. La suntuosa seda púrpura que lo envuelve con su cálido colorido hace más dura, por contraste, la frialdad aristocrática e inquietante de una mirada que filtran las gafas. El retrato de figura entera es harto insólito en la galería que se posee de este pintor excepcional.
Este admirable óleo, uno de los más hermosos del artista, provocó un lamentable pleito entre el Cabildo y el pintor. El Greco, según escribe Jusepe Martínez, no solía contratar de antemano el valor de sus obras "porque decía que no había precio para pagarlas"; por eso, a la entrega, eran tasadas por peritos nombrados por ambas partes. En el Expolio, las valoraciones fueron tan discrepantes (de 250 y 900 ducados) que exigieron una nueva tasación, la cual fue de 350 escudos, aunque el tasador declaró "ser la dicha pintura de las mejores que yo he visto".
El Cabildo basaba sus reparos en ciertas "propiedades" de la escena "como son tres o cuatro cabezas que están encima de la de Christo, y dos celadas, y así mismo las Marías y Nuestra Señora, que están contra el Evangelio, porque no se hallaron en el dicho paso"; El Greco se avino a quitar del cuadro "lo que quisieren que quite dél y con esto cesa todo pleito"; pero luego no modificó nada para bien del arte. Lo más curioso es que el Cabildo le pagó por el marco, sin protestas, 532 escudos, cerca de doscientos más que por el cuadro.
En esa época, todavía El Greco no se ha afincado en Toledo, pues sus contrarios señalan "que no tienen por qué estar en esta ciudad, ni tiene bienes en ella". Sus esperanzas apuntan hacia la corte y, sobre todo, a El Escorial. Acaso para decorar el sepulcro de don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II muerto en 1578, pinta Theotocópuli en 1579 el cuadrito conocido por el nombre inexacto de Sueño de Felipe II (Escorial; réplica, muy inferior, en Londres). En la época se le llamaba la Gloria; más justo es denominarlo Adoración del Nombre de Jesús, ante cuyo anagrama, I.H.S., doblan la rodilla el Cielo, la Tierra y el Infierno. El cuadro se divide en esas tres zonas: la superior, con ángeles pataleantes, a es tilo de Correggio; las dos inferiores, una redondeada, como hubiera querido Galileo, y otra en forma de fauces, como los más tradicionales iconos bizantinos. En la Tierra aparece Felipe II con otros personajes que se han identificado como el Papa, el Dux y el propio don Juan. Ello permite a Anthony Blunt asignar al cuadro el sentido de "Alegoría de la Liga contra los Turcos", que logró el triunfo de Lepanto en 1571.
El cuadro, bastante ticianesco por sus gamas calientes y su factura suelta pero cuidada, agradó al rey, que encargó a El Greco un gran lienzo para la iglesia de El Escorial, cuyos altares dejó interrumpidos la muerte de Navarrete el Mudo, justamente en 1579. El tema asignado era el Martirio de San Mauricio, jefe de la Legión Tebana, ejecutado por orden de Maximiano en el siglo III; la Legión fue diezmada por dos veces y finalmente pasada a cuchillo, con sus capitanes. Esos episodios recoge el cuadro de El Greco. En primer término, vemos a Mauricio exhortando a sus oficiales; en segundo, ayudando a morir a los legionarios diezmados; al fondo, a la cabeza de sus soldados, rehusando obedecer a los enviados del emperador, ante un diminuto y magistral paisaje, verde oscuro y blanco, totalmente grequiano.
Una "gloria" triangular, con antecedentes del Veronés, pero colocada asimétricamente para compensar la asimetría del primer grupo, y en la que aparecen tipos de ángeles luego muy repetidos por el pintor (el ángel tañedor de viola, el ángel campana, de faldas amplias y piernas juntas, los racimos de cabezas de angelotes), completa esta atrevida composición, si liberal y cálida en su factura, consciente y aplicadamente manierista por su iconografía (el santo-héroe con uniforme a la romana y piernas desnudas), por el color brillante y frío, como de joya, dominado por un desconcertante acorde azul-amarillo de las lórigas ajustadas a los músculos de los jefes, y por el alargado canon de los cuerpos.
Permítasenos recordar aquí que la exagerada al tura de los personajes de El Greco no es carácter particular de este pintor ni, mucho menos, anormalidad de su vista: toda la Europa culta de la segunda mitad del siglo XVI, de Florencia a Praga, de Amsterdam a Fontainebleau, alargaba desmesuradamente las figuras, y las de Rosso, Primaticcio, Pontormo, Vasari, Carón, De Vos, Goltzius o Spranger (por no citar más) son tan altas o incluso más que las de El Greco.
Este último pintó al estilo manierista, pensando acaso agradar a Felipe II; pero al rey, que prefería a Tiziano o a su discípulo el Mudo, el San Mauricio "no le contentó ... , aunque dicen es de mucho arte", como escribe el padre Sigüenza, bibliotecario de El Escorial, quien agrega una sentencia de Navarrete el Mudo: "Los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar ante ellos". No hay duda de que ésta fue la razón principal de que Felipe II, buen conocedor de pinturas, no quisiera que el San Mauricio de El Greco se pusiera en la iglesia del Monasterio, sin rechazarlo ni devolverlo, como otros cuadros; antes bien, lo guardó muy honorablemente con otros lienzos que hoy hacen del Monasterio una admirable pinacoteca. Regiamente, lo pagó en 800 ducados: 250 más de los pagados a Rómulo Cincinato por el mediocre, y nada devoto, San Mauricio, que Felipe II, cansado tal vez de sus dificultades con los pintores, permitió colocar en el altar.
El Greco no olvidará jamás la lección de su antecesor el Mudo, muy tridentina: los santos pintados han de inspirar devoción. Y ha de pintarlos tan devotos que muchos tomarán a su autor por místico, no siendo sino un gran artista, catalizador de la piedad de su tiempo. Si hubiera insistido, acaso habría terminado haciéndose un lugar en la corte; de hecho, años después, en 1596, el propio Consejo de Castilla había de encargarle un retablo para el Colegio de doña María de Aragón, en Madrid. Pero era un artista orgulloso, en una época que serlo provocaba una situación conflictiva, semidiós para unos, artesano "oficial" para otros, que le hacía tener un puntillo exagerado. Así pues, se retiró a Toledo para siempre.
Retiro muy relativo, puesto que la Sede Primada seguía siendo, en lo religioso, la capital de España. Aunque privada de la corte desde veinte años antes de que Theotocópuli se convierta en su vecino, Toledo estaba lejos de ser la ciudad melancólica y ruinosa que algunos escritores sobre El Greco han pretendido, basándose en los paisajes, personalísimos y nada "realistas", que el pintor trazó de ella; ya al fondo de no pocos cuadros, ya como tema principal de algunos, como el Plano y Vista de Toledo (Museo e El Greco) o la Vista de Toledo (Metropolitan Museum, Nueva York), de tal modernidad, que cuesta trabajo admitir sea obra de un pintor del siglo XVI.
Ciudad rica y progresiva, después de cinco años .;e perder su corte, Toledo estrena el artificio del sabio piamontés Turriano, gracias al cual se surte de agua corriente, subida desde el profundo río Tajo. Acaso El Greco consiguió ver el legendario "hombre de palo" de ese Juanelo andando por una calle de la ciudad. En "La ilustre fregona", Cervantes califica a Toledo de la mejor ciudad de España o, cuando menos, "de las mejores y más abundantes que hay en ella". Conocemos su animación por la citada novela por los escritos de Santa Teresa.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
El influjo del gran escultor florentino dura todavía en las primeras obras que pinta en Toledo, a su llegada a España, probables causas inmediatas de ese viaje que enriqueció la pintura española como uno de sus más bellos florones: las de la iglesia de Santo Domingo el Antiguo. Aparte del malestar interno o externo que pudiera sentir en Roma, El Greco tenía posiblemente para marchar a España dos razones: la de su esperanza de entrar a trabajar en el nuevo monasterio de El Escorial, iniciado en 1563 y que exigía infinitas pinturas para sus interminables paredes, y la de un excelente encargo, que pudo recibir por mediación de un clérigo español, el cual residía a la sazón en Roma, y a quien debió de conocer entre los contertulios de Fulvio Orsini, bibliotecario del Palacio Farnesio: don Luis de Castilla, que sería su amigo hasta la muerte (en 1614 aparece como albacea testamentario de El Greco) y que era hermano del deán de la catedral de Toledo, don Diego de Castilla.
⇦ La Anunciación de El Greco (Museo Balaguer, Vilanova i la Geltrú, Barcelona). El ángel interrumpe la plegaria de la Virgen ante el libro abierto. La composición tiene como centro un sobrenatural foco de luz, que se ensancha en un torbellino de pliegues y nubes con ve rti ginoso ritmo circular. Es una nueva interpretación iconográfica de vigoroso misticismo, en que las pequeñas cabezas y los desproporcionados cuerpos contribuyen a una visión que escapa de todo verismo, para ilustrar un imaginativo mundo espiritual. Se fecha entre los años 1597 y 1600.
Una dama portuguesa había nombrado a éste su ejecutor para la aplicación de un legado a la restauración de la citada iglesia toledana, en 1575; y ésta es, precisamente, la fecha en que El Greco se anima a venir a 8nuestro país. Consciente de su talento, espera lograr el apoyo de Felipe II, que, desesperado de convencer al viejo Tiziano (quien moriría en 1576) o a Veronés para decorar su monasterio, se contenta con manieristas de tercer orden, como Patricio Caxés o Rómulo Cincinato.
Así pues, hacia 1575-1576 sale El Greco para España, pasando acaso por Venecia. Su maravilloso retrato de Vincenzo Anastagi, caballero de Malta (Colección Frick, Nueva York), ha hecho pensar a algunos que tal vez hizo escala en esa isla. Es el primer retrato inconfundiblemente grequiano, en su originalidad compositiva, en su color (grises, carmesíes), en su hondura expresiva, a pesar de sus elementos de Tiziano o Tintoretto en la técnica y en el concepto. Mucho más independiente que los retratos anteriores, en los que El Greco parece ya seleccionar a sus modelos: los de su amigo y protector Clovio (Museo de Capodimonte) que nos eneña un libro miniado por él, ante una ventana con paisaje veneciano; y el del fisiognomista Porta (Museo de Copenhague), muy basanesco en su factura y color.
Al llegar a la península Ibérica, El Greco se dirige a Madrid, sede de la corte desde 1561. Allí conoció a doña Jerónima de las Cuevas, su esposa, según Camón Aznar; su amante y fiel compañera, según otros. Lo único que sabemos con certeza de este misterioso personaje es que, en Toledo en 1578, dio a luz a un hijo del pintor, Jorge Manuel Theotocópuli. Con más poesía que pruebas, se suele identificar a doña Jerónima con la bella Dama del Armiño del Museo de Glasgow, uno de los contados retratos femeninos de El Greco.
En cualquier caso, la estancia de El Greco en Madrid dura solamente unos meses. A finales de 1576 o principios de 1577 se halla ya en Toledo, donde trabaja en dos encargos por intervención de don Diego de Castilla: el ya citado de Santo Domingo el Antiguo y el de un lienzo para el vestuario de canónigos de la sacristía de la Catedral Primada. En el primero, Theotocópuli se cuida no sólo de las nueve pinturas de los tres retablos de la iglesia, sino también de su arquitectura y elementos escultóricos. El genio de El Greco como pintor no ha de hacer olvidar su talento en el trazado de retablos y en la escultura (tallas de su mano se admiran en la Catedral de Toledo, en el Hospital Tavera de la misma ciudad y en el Museo del Prado), en la que recibe la influencia de Alonso Berruguete.
De los lienzos de Santo Domingo, sólo tres quedan en su lugar. Los mejores han emigrado: la soberana Asunción y la apenas inferior Trinidad (Museos de Chicago y del Prado), donde la "terribilità" y los colores por zonas de los miguelangelistas adquieren un sabor nuevo con una iluminación clarísima, a la veneciana, y con una paleta donde El Greco estrena sus más bellas armonías cromáticas en rojos de granza, verdes ácidos, amarillos claros, azules y grises.
Todavía más bello es el Expolio (Cristo en el Calvario despojado de sus vestiduras), por fortuna en la dependencia de la catedral para la que se pintó en 1579. La composición se centra con un rombo carmesí, la túnica de Jesús que le va a ser arrancada. Cristo, con la mano en el pecho y los ojos arrasados, ofrece al Padre su sacrificio. Lo rodean el centurión Longinos, vestido con armadura toledana moderna, soldados y chusma. A sus pies, un operario de coleto amarillo agujerea la cruz en una postura que El Greco repetirá más tarde en sus versiones nuevas de la Expulsión de los Mercaderes; al lado opuesto están la Virgen, la Magdalena y un tercer personaje idéntico a la coetánea Verónica pintada por El Greco para la iglesia de Santo Domingo (Colección Caturla), las tres de media figura, cortadas por el marco del cuadro, con lo que el artista consigue un espacio abierto, que nos introduce en la composición (ello no es totalmente original y en el mismo Toledo pudo ver El Greco algo semejante en el Retablo de la Visitación, tallado y pintado por Alonso Berruguete; pero en el Expolio parece nuevo).
⇨ El cardenal Fernando Niño de Guevara de El Greco (Metropolitan Museum, Nueva York). Realizado entre 1596 y 1600, este cuadro está considerado como su obra maestra de retrato. El Gran Inquisidor General de Toledo parece captado probablemente cuando presidía, digno y severo, algún auto de fe. La suntuosa seda púrpura que lo envuelve con su cálido colorido hace más dura, por contraste, la frialdad aristocrática e inquietante de una mirada que filtran las gafas. El retrato de figura entera es harto insólito en la galería que se posee de este pintor excepcional.
Este admirable óleo, uno de los más hermosos del artista, provocó un lamentable pleito entre el Cabildo y el pintor. El Greco, según escribe Jusepe Martínez, no solía contratar de antemano el valor de sus obras "porque decía que no había precio para pagarlas"; por eso, a la entrega, eran tasadas por peritos nombrados por ambas partes. En el Expolio, las valoraciones fueron tan discrepantes (de 250 y 900 ducados) que exigieron una nueva tasación, la cual fue de 350 escudos, aunque el tasador declaró "ser la dicha pintura de las mejores que yo he visto".
El Cabildo basaba sus reparos en ciertas "propiedades" de la escena "como son tres o cuatro cabezas que están encima de la de Christo, y dos celadas, y así mismo las Marías y Nuestra Señora, que están contra el Evangelio, porque no se hallaron en el dicho paso"; El Greco se avino a quitar del cuadro "lo que quisieren que quite dél y con esto cesa todo pleito"; pero luego no modificó nada para bien del arte. Lo más curioso es que el Cabildo le pagó por el marco, sin protestas, 532 escudos, cerca de doscientos más que por el cuadro.
En esa época, todavía El Greco no se ha afincado en Toledo, pues sus contrarios señalan "que no tienen por qué estar en esta ciudad, ni tiene bienes en ella". Sus esperanzas apuntan hacia la corte y, sobre todo, a El Escorial. Acaso para decorar el sepulcro de don Juan de Austria, hermanastro de Felipe II muerto en 1578, pinta Theotocópuli en 1579 el cuadrito conocido por el nombre inexacto de Sueño de Felipe II (Escorial; réplica, muy inferior, en Londres). En la época se le llamaba la Gloria; más justo es denominarlo Adoración del Nombre de Jesús, ante cuyo anagrama, I.H.S., doblan la rodilla el Cielo, la Tierra y el Infierno. El cuadro se divide en esas tres zonas: la superior, con ángeles pataleantes, a es tilo de Correggio; las dos inferiores, una redondeada, como hubiera querido Galileo, y otra en forma de fauces, como los más tradicionales iconos bizantinos. En la Tierra aparece Felipe II con otros personajes que se han identificado como el Papa, el Dux y el propio don Juan. Ello permite a Anthony Blunt asignar al cuadro el sentido de "Alegoría de la Liga contra los Turcos", que logró el triunfo de Lepanto en 1571.
El cuadro, bastante ticianesco por sus gamas calientes y su factura suelta pero cuidada, agradó al rey, que encargó a El Greco un gran lienzo para la iglesia de El Escorial, cuyos altares dejó interrumpidos la muerte de Navarrete el Mudo, justamente en 1579. El tema asignado era el Martirio de San Mauricio, jefe de la Legión Tebana, ejecutado por orden de Maximiano en el siglo III; la Legión fue diezmada por dos veces y finalmente pasada a cuchillo, con sus capitanes. Esos episodios recoge el cuadro de El Greco. En primer término, vemos a Mauricio exhortando a sus oficiales; en segundo, ayudando a morir a los legionarios diezmados; al fondo, a la cabeza de sus soldados, rehusando obedecer a los enviados del emperador, ante un diminuto y magistral paisaje, verde oscuro y blanco, totalmente grequiano.
Una "gloria" triangular, con antecedentes del Veronés, pero colocada asimétricamente para compensar la asimetría del primer grupo, y en la que aparecen tipos de ángeles luego muy repetidos por el pintor (el ángel tañedor de viola, el ángel campana, de faldas amplias y piernas juntas, los racimos de cabezas de angelotes), completa esta atrevida composición, si liberal y cálida en su factura, consciente y aplicadamente manierista por su iconografía (el santo-héroe con uniforme a la romana y piernas desnudas), por el color brillante y frío, como de joya, dominado por un desconcertante acorde azul-amarillo de las lórigas ajustadas a los músculos de los jefes, y por el alargado canon de los cuerpos.
Permítasenos recordar aquí que la exagerada al tura de los personajes de El Greco no es carácter particular de este pintor ni, mucho menos, anormalidad de su vista: toda la Europa culta de la segunda mitad del siglo XVI, de Florencia a Praga, de Amsterdam a Fontainebleau, alargaba desmesuradamente las figuras, y las de Rosso, Primaticcio, Pontormo, Vasari, Carón, De Vos, Goltzius o Spranger (por no citar más) son tan altas o incluso más que las de El Greco.
Este último pintó al estilo manierista, pensando acaso agradar a Felipe II; pero al rey, que prefería a Tiziano o a su discípulo el Mudo, el San Mauricio "no le contentó ... , aunque dicen es de mucho arte", como escribe el padre Sigüenza, bibliotecario de El Escorial, quien agrega una sentencia de Navarrete el Mudo: "Los santos se han de pintar de manera que no quiten la gana de rezar ante ellos". No hay duda de que ésta fue la razón principal de que Felipe II, buen conocedor de pinturas, no quisiera que el San Mauricio de El Greco se pusiera en la iglesia del Monasterio, sin rechazarlo ni devolverlo, como otros cuadros; antes bien, lo guardó muy honorablemente con otros lienzos que hoy hacen del Monasterio una admirable pinacoteca. Regiamente, lo pagó en 800 ducados: 250 más de los pagados a Rómulo Cincinato por el mediocre, y nada devoto, San Mauricio, que Felipe II, cansado tal vez de sus dificultades con los pintores, permitió colocar en el altar.
Detalle del Pentecostés
de El Greco (Museo
del Prado, Madrid).
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El Greco no olvidará jamás la lección de su antecesor el Mudo, muy tridentina: los santos pintados han de inspirar devoción. Y ha de pintarlos tan devotos que muchos tomarán a su autor por místico, no siendo sino un gran artista, catalizador de la piedad de su tiempo. Si hubiera insistido, acaso habría terminado haciéndose un lugar en la corte; de hecho, años después, en 1596, el propio Consejo de Castilla había de encargarle un retablo para el Colegio de doña María de Aragón, en Madrid. Pero era un artista orgulloso, en una época que serlo provocaba una situación conflictiva, semidiós para unos, artesano "oficial" para otros, que le hacía tener un puntillo exagerado. Así pues, se retiró a Toledo para siempre.
Retiro muy relativo, puesto que la Sede Primada seguía siendo, en lo religioso, la capital de España. Aunque privada de la corte desde veinte años antes de que Theotocópuli se convierta en su vecino, Toledo estaba lejos de ser la ciudad melancólica y ruinosa que algunos escritores sobre El Greco han pretendido, basándose en los paisajes, personalísimos y nada "realistas", que el pintor trazó de ella; ya al fondo de no pocos cuadros, ya como tema principal de algunos, como el Plano y Vista de Toledo (Museo e El Greco) o la Vista de Toledo (Metropolitan Museum, Nueva York), de tal modernidad, que cuesta trabajo admitir sea obra de un pintor del siglo XVI.
Ciudad rica y progresiva, después de cinco años .;e perder su corte, Toledo estrena el artificio del sabio piamontés Turriano, gracias al cual se surte de agua corriente, subida desde el profundo río Tajo. Acaso El Greco consiguió ver el legendario "hombre de palo" de ese Juanelo andando por una calle de la ciudad. En "La ilustre fregona", Cervantes califica a Toledo de la mejor ciudad de España o, cuando menos, "de las mejores y más abundantes que hay en ella". Conocemos su animación por la citada novela por los escritos de Santa Teresa.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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