Acaso estas dos obras, Diana y Acteón y Diana y Calisto, actualmente en la National Gallery of Scotland de
Edimburgo, cierran ese mágico período de los años cincuenta, en los que su
lenguaje está compuesto sobre todo de luz y de color, y que está
espléndidamente representado por la Crucifixión
de San Domenico de Ancona, iniciada en 1558, y por la Anunciación de San Domenico Maggiore de Nápoles, que se puede
fechar hacia últimos del decenio. Las imágenes dolientes del Gólgota y los
protagonistas de la Anunciación a María son casi apariciones irreales, hechas
de luz y de colores que afloran de cielos tempestuosos, en una atmósfera lunar,
siguiendo una dinámica plena de efectos de claroscuro que los transmuta, entre
resplandores flameantes, en evanescentes fantasmas.
⇦ Retrato de Isabel de Portugal de Tiziano (Museo del Prado, Madrid). Una de las más célebres telas del pintor. La emperatriz Isabel, esposa de Carlos V, parece reflexionar sobre un pasaje de su lectura entre una soberbia cortina de damasco y una ventana abierta al paisaje. El color se matiza en una suave gradación de tonos dorados. Fue pintado en 1548, durante la primera estancia de Tiziano en Augsburgo y parece que se valió de un retrato anterior.
El San Jerónimo de El Escorial y el Descendimiento del Prado, también realizados en esos años para
Felipe II, participan de este mismo espíritu. La pincelada traza veloz las
figuras de los personajes, casi con exasperación, y las ambienta en amplios
paisajes profundos, de sombras a veces desgarradas por luces fulgurantes que
parecen dar vida a la naturaleza y a los colores. Y la naturaleza, entre estos
resplandores incandescentes, se vuelve cósmica, inmensa, partícipe y
protagonista al mismo tiempo, como en la espléndida Oración en el Huerto en las dos versiones, una en El Escorial y
otra en el Prado, realizadas para el Emperador.
⇦ Juan Federico de Sajonia de Tiziano (Kunsthistorisches Museum, Viena). El pintor representó en este cuadro al gran derrotado de la batalla de Mühlberg, el elector de Sajonia que lideraba la liga de príncipes protestantes.
Los colores están en ellas tan
impregnados de luces y de sombras que se convierten casi en asombrosas
monocromías luminosas, palpitantes en un dramático contraste de claroscuros.
Mirando estas obras y el contemporáneo gran retablo de los Estigmas de San Francisco, en Ascoli Piceno, el espectador se
siente sacudido por repentinos estremecimientos que dan la neta sensación del
ímpetu creador de Tiziano que, caminando hacia la vejez, parece abandonarse a
su arte, extraviando su espíritu en el color y en la luz, encerrándose en la
pintura, apartado de toda contingencia humana, olvidándose de honores y
encargos. Posiblemente en esta ocasión más que nunca pinta sólo para sí mismo,
encontrando en su labor una plenitud de sentimientos y de pensamientos.
Los acontecimientos alegres y tristes de su vida parecen no afectarle ya. Esta transfiguración y transposición suya en el arte es testimoniada por el Autorretrato de Berlín, fechable hacia 1562, donde la luz modela su hermoso rostro de anciano, vivo en los ojos y vibrante de energía en los rasgos ahondados por los años.
Los acontecimientos alegres y tristes de su vida parecen no afectarle ya. Esta transfiguración y transposición suya en el arte es testimoniada por el Autorretrato de Berlín, fechable hacia 1562, donde la luz modela su hermoso rostro de anciano, vivo en los ojos y vibrante de energía en los rasgos ahondados por los años.
Y a su alrededor, al otro lado de
las paredes de su casa, se percibe Venecia, con sus iglesias, sus palacios, el
color, la luz, los ruidos de la laguna, que lleva dentro de sí transformándolos
en latidos, en estremecimientos, en materia espléndida que se convierte en
espíritu gracias a su luz y a sus colores. Son años de febril actividad y,
forzosamente, Tiziano tiene que recurrir cada vez más a la ayuda de los
numerosos colaboradores que frecuentan su taller en Birri Grandi. Allí se
reelaboran lienzos iniciados hace muchos años, se aportan variantes a obras
cuya ejecución ya está adelantada, se efectúan copiaos que se difundirán por
todo el mundo para llevar la palabra de Tiziano. Resulta, pues, verdaderamente
difícil interpretar la producción tizianesca de este momento.
Venus con el organista de Tiziano (Museo del Prado, Madnd). Se identifica con la obra documentada en 1 548 Venus sobre un lecho con un tañedor de órgano, pintada en Augsburgo para Carlos V y que el emperador regaló a Granvela. Como es característica de Tiziano, el desnudo se adorna de joyas y de suntuosas ropas que lo enmarcan. Venus dirige su atención a Cupido, que le acaricia el seno mientras el músico se vuelve para contemplarlos. En la perfecta armonía de la composición destaca la delicadeza del dibujo del rostro, manos y pies de Venus.
Ticio de Tiziano (Museo del Prado, Madrid). El pintor realizó este cuadro para la serie de las Furias encargada por María de Hungría. Junto con el cuadro de Sísifo, son las dos únicas obras de esta serie que han llegado hasta la actualidad.
Sísifo de Tiziano (Museo del Prado, Madrid). En 1 548 Tiziano recibe el encargo de María de Hungría de pintar una serie sobre las Furias. Este cuadro es uno de los dos que se conservan.
⇦ Felipe II (Museo del Prado, Madrid). Este retrato fue realizado por Tiziano durante su segunda estancia en Augsburgo, en 1550, cuando Carlos V le encargó el retrato de su hijo, que contaba entonces veinticuatro años. Este mismo año fue enviado a los Países Bajos para que lo viera María, reina de Hungría, y luego remitido a Londres para que María Tudor pudiera conocer a su futuro esposo. La armadura que viste el joven príncipe se conserva íntegra en la armería del Palacio Real de Madrid. Además de la esbelta silueta del que había de ser rey de España, Tiziano supo captar su austeridad triste, dura y melancólica.
La presencia de los ayudantes es
a veces evidente, incluso en pinturas importantes, como en la Transfiguración de San Salvatore de
Venecia y en el retablo de San Sebastián,
para la capilla votiva de Niccolo Crasso. Hasta en la Ultima Cena, para El Escorial, enviada a España en 1564, se observa
con evidencia el trabajo del taller en las figuras de Cristo y de los
Apóstoles, de tono casi académico, en contraste con el magnífico paisaje de
fondo, abierto a atmosféricas lejanías, de emotiva poesía.
Pero indudablemente Tiziano pinta
muchas obras solo, casi en un orgulloso aislamiento, y su pujante personalidad
sigue dejándose sentir con nuevas facultades creadoras y poéticas. Se
encuentran incluso retornos repentinos a motivos de su primera madurez,
inspiraciones en el afortunado mundo poético de las alegorías y de los temas
mitológicos de sus ya lejanas “poesías”, como en la Venus vendando al Amor, de la Borghese de Roma, fechable hacia
1565. Sin embargo, ya no existe el espíritu sereno de antaño, y tampoco la
contemplación estática de bellezas clásicas. Asimismo, aquí el color se
oscurece en tonalidades rojizas, algo quemadas por una luz de ocaso estival:
“mezcla de pinceladas macizas de color a veces rojo, turquesa y negro, aquí y
allá también grisáceo y azul” (Cavalcaselle). Ahora Tiziano se acerca al mundo
de los dioses del Olimpo casi con el ansia de realizar con la mayor rapidez sus
visiones, buscando y alcanzando admirablemente una fusión entre inspiración y
naturaleza. Y este su último canto que está entre la alegría y el drama, lo
ejecuta con esas pinceladas suyas “realizadas a golpes, aplicadas a brochazos,
y con manchas (que) de cerca no se pueden ver y de lejos resultan perfectas” (Vasari).
A propósito de la última técnica
de Tiziano, nos confirman su pintar inmediato y rápido algunos testimonios
directos de Palma el Joven, relatados por Marco Boschini. Ciertos “estregar de
los dedos” que le servían para avivar los “extremos claros”; sus “acentos
oscuros” y las rayas de carmín que constituían el “condimento de los últimos
retoques”. Como todos los viejos, Tiziano se aparta ya de todo vínculo
terrenal, olvidando casi el dolor sentido por las muertes recientes de Carlos
V, de Vasari, de Sansovino, y las alegrías, como la reconciliación con su hijo
Pomponio y las bodas de su predilecta Lavinia. Se encierra, con la poesía que
siente en el corazón, en el refugio seguro de sus recuerdos. Es el Tiziano del
pequeño retablo realizado para la iglesia de su pueblo natal, para la capilla
de su familia, en el que se ha retratado a sí mismo haciéndose partícipe,
también físicamente, de ese mundo de entrañables afectos y de familiar
adoración que rodea a la Virgen y al tierno Niño, que parecen cobrar vida y
aliento de la suave luz que todo lo impregna y que palpita sobre la oscuridad
del fondo. Es el Tiziano del espléndido Autorretrato
del Prado, el último de la serie, en el que su rostro, consumido por los años y
devorado por el ansia creadora, parece salir del fondo oscuro por obra de una
magia luminosa.
De estos mismos años, realizado
entre 1566 y 1568, es el retrato de Jacopo
Strada, hoy en Viena, el último quizá de la maravillosa galería de
personajes eternizados por Tiziano durante su larga vida. El gentilhombre
emerge con aplomo de un fondo fastuoso, como él mismo, bajo el abrazo de la
blanda pelliza. Los tonos rojos, verdes, violáceos y negros se sumergen en la
sombra para brillar de repente en los resplandores luminosos de la atmósfera
dorada que, en su vibración temblorosa, da inestabilidad a la postura y una
continua y voluntaria articulación al ambiente. Anciano ya, sin preocupaciones
económicas y cada día más famoso, miembro desde 1566 de la Academia Florentina
de Dibujo, honrado en su taller veneciano por artistas como Giorgio Vasari y
por soberanos como Enrique II de Francia, Tiziano no cede a la vejez y a la
ambición, abandonándose al goce de sus bienes materiales y morales.
Viejo verdaderamente terrible,
entendiéndose por terrible el ímpetu creador, que ni abandona su actividad ni
se reclina en los moldes de probada validez, sino que, cerca de los ochenta
años, se encamina hacia una nueva expresión, hecha de atmósferas llameantes y
de figuras casi sin peso que cobran vida y viven sobre todo en virtud de la
luz, alcanzando los límites extremos de toda expresión pictórica. El Martirio de San Lorenzo de El Escorial,
iniciado para Felipe II en 1554, pero aún sin terminar en 1564 cuando Vasari lo
vio en casa de Tiziano en Venecia, es ya expresión de la última manera
tizianesca.
Las grandes figuras que se agitan
en la rojiza profundidad de un templo pierden todo peso en la intensa
profundidad nocturna que, rasgada por el destello de las antorchas humeantes,
las hace semejantes a fantasmas que vagan en la oscuridad, privando a la escena
representada de casi todo valor y significado. Parece un juego mágico que, en
el alternarse de claridades y de sombras, da forma y vida a la luz. El Santo Entierro del Prado, asimismo
fechado en 1566, vibra de dramáticos sentimientos en el aflorar de los colores
desde la oscuridad, en un agitarse fantástico de imágenes luminosas, creadas en
un descomponerse de colores en la luz que se pierden casi en una sombra y en un
espacio indefinidos.
Diana y Acteón de Tiziano (National Gallery of Scotland, Edimburgo). En esta alegoría realizada para Felipe II entre 1556 y 1559, el pintor representa a Diana junto a la fuente, a la que se le une Acteón.
San Jerónimo de Tiziano (Monasteno de El Escorial, Madrid). En las obras de esta época (1560), el pintor utiliza unas pinceladas rápidas para representar al personaje y lo ambienta en paisajes sombríos, en los que a veces irrumpen luces fulgurantes.
Una vez más es la luz, como
recogida en un haz, la que da vida y cuerpo a la Santa Margarita del Prado, en la que predomina un impresionante
silencio nocturno, roto por los resplandores de un incendio y subrayado por los
sanguíneos reflejos del agua y por el pardo suave de las rocas. También la
alegoría conocida con el nombre de La religión
socorrida por España, del Prado, es una sucesión de figuras luminosas que
nacen y se pierden en la oscuridad del paisaje.
Esta obra realizada para Felipe
II es la readaptación de una “poesía” iniciada para Alfonso de Este y
abandonada en el lejano 1534 debido a la muerte del cliente. Vasari la vio en
vías de transformación en 1566, durante la visita que hizo a Tiziano. El
original planteamiento de las figuras se convierte ahora sobre todo en un
espléndido juego de luces y colores, hecho más vivo y más libre por la ligereza
del toque casi impalpable de la rápida pincelada de Tiziano. Y las figuras, con
el esplendor cromático de sus ropajes, parecen continuar y perderse en la
abertura suave del gran paisaje que se difumina sobre el azul pálido del mar y
el rosa tenue del cielo, apenas manchado por las nubes grises y por los árboles
oscuros. Todo él es un lírico abandono a un acorde musical de tonos azules,
grises, amarillos, rosas, verdes, en las caducas claridades de la tarde que
rememoran una vez más la sensibilidad musical de Tiziano y que hermanan esta
obra con otra, asimismo en el Prado, que representa el Pecado original y con la Anunciación
de San Salvatore de Venecia.
Fuente: Historia del Arte. Editorial
Salvat.