Aún el Veronés, en algunas de sus
primeras obras, imita a Tiziano. Este pintor era hijo de un escultor de Verona,
ciudad en la que nació en 1528, y aunque se llamaba Paolo Caliari fue siempre
conocido por el Veronés. Después de
varias obras que pintó en su patria y en otras ciudades del Véneto, se dio a
conocer en la capital decorando la sacristía de San Sebastián. Vasari,
en su libro tan citado, le llama todavía Paolino y dice de él: “Este joven está
ahora en lo mejor de su producción; no llega a los treinta y dos años; por esto
no hablaremos de momento más de él”. Pronto hubo de ser escogido para pintar,
en unión de Tiziano,
la sala mayor del Gran Consejo, en el palacio de los Dux, cuya reforma,
dirigida por Sansovino,
acababa de terminarse a la sazón. Allí el Veronés eligió por tema una Apoteosis de Venecia, composición
teatral en la que la reina del Adriático, lujosamente ataviada, aparece en lo
alto, sentada en medio de unas columnas salomónicas, con los dioses y héroes en
su rededor y debajo multitud de damas y caballeros; en su balcón y en tierra
los soldados y la plebe figuran en confusa algarabía.
Veronés pintó para decoración de
estancias más o menos sagradas, como salas capitulares o de procuradurías,
cuadros con asuntos bíblicos que le dieron la oportunidad de introducir sus
tipos de mujeres venecianas. Buenos ejemplos de ello son Moisés salvado de las aguas, del Museo del Prado, y Esther ante Asuero, de los Uffizi de
Florencia. El primero es un cuadro de matices claros, verdosos, como los de la
mañana; en el segundo, en cambio, predominan los rojos y amarillos, cálidos
como una tarde de verano. En el cuadro del Prado, Moisés niño es presentado a
la hija del faraón, figurada como una joven veneciana de cuya cabellera rubia
se desprenden hilitos de oro. Sus ropajes tornasolados parece que huelen a
aromas orientales.
En el cuadro de los Uffizi, Ester
se inclina ante Asuero, rodeada de las damas de su séquito; se trata de un
grupo de hermosas venecianas rubias, vestidas con todo lujo, enjoyadas y
coquetas. El brillo de las epidermis y la opulencia de aquellos cuerpos lujosos
son un auténtico informe etnográfico del Veronés. Con cuadros como éstos
definió exactamente a la mujer veneciana de mediados del siglo XVT: un tipo
humano producido por la infusión de sangre oriental en las estirpes patricias
de Venecia.
Las magníficas decoraciones del
Veronés están a menudo repletas de balaustradas y columnatas en perspectivas
regulares, balcones y galerías, a través de las cuales aparece todo un pueblo
de espectadores de la escena representada en el centro.
El Veronés es el hombre de las
grandes apoteosis. Todo, para él, se transforma en motivo de un gran teatro,
donde las figuras principales quedan casi ahogadas por la muchedumbre de las
secundarias y acompañantes. Así es, por ejemplo, el cuadro de las célebres Bodas de Cana, que pintó en 1563 para el
refectorio del convento de San Jorge el Mayor, donde se conservó hasta que
Napoleón lo trasladó a París. Cuando en 1815, por el tratado con Austria, debía
ser devuelto a Venecia, las dimensiones de la gran pintura asustaron a los
comisionados que fueron a recobrarla, y aceptaron a cambio un cuadro de Le-Brun.
Así la gran obra de Veronés quedó en París y hoy constituye una de las joyas
principales del Museo del Louvre. Hay más de cien figuras en el vasto lienzo;
las principales, la del Señor y las de los discípulos, se pierden en la
multitud de figuras de pajes y convidados. La mayoría de los personajes del
banquete son retratos de príncipes y mujeres de su tiempo. El mismo Veronés
está retratado en un grupo de músicos tocando el violín. Tiziano le acompaña
con el bajo.
Al cuadro de las Bodas de Caná siguió el de La cena en la casa de Leví, pintado diez
años más tarde, para el convento de San Juan y San Pablo, trasladado hoy a la
Academia de Venecia. Es también una enorme composición en que la ley evangélica
está tan libremente interpretada, que el pintor hubo de comparecer, para explicarse,
ante el Tribunal de la Inquisición. Las actas del proceso, que se han
conservado, constituyen uno de los documentos más graciosos de imprudencia
artística. El Veronés reconoce que ha sustituido la figura de la Magdalena, que
estaba delante de la mesa, por un perro, porque así la composición resultaba
más armónica.
Para justificar tantos personajes
secundarios de su cuadro, le sirvieron también de excusa ante el tribunal el
sinnúmero de figuras que había introducido en su Juicio Final, de la Capilla Sixtina, el propio Miguel Ángel, que
entonces era la autoridad artística más acreditada; pero uno de los jueces hace
observar con cierto desdén que entre las dos pinturas no había paralelo
posible, porque los personajes del Juicio
Final eran todos muy necesarios, mientras que no tenían nada que ver con
los asuntos tomados de los textos evangélicos tantos bufones, músicos, negros,
borrachos y cortesanas como se complació el Veronés en amontonar en su cuadro.
He aquí un fragmento
significativo de aquel interrogatorio efectuado el 18 de julio de 1573, según
consta en las actas del Tribunal de la Inquisición:“Pregunta el inquisidor: Aquellos soldados alemanes con alabardas
¿qué tienen que ver con la Cena? Responde
Paolo: Nosotros, pintores, nos tomamos la licencia que se toman los poetas
y los locos, y yo he puesto aquellos alabarderos para dar a entender que el
patrón de la casa era hombre rico y grande y podía tener tales servidores”. Esta
valerosa respuesta es natural que debía ser aprobada por los otros artistas
venecianos. Un pintor puede, pues, emplear metáforas como los poetas y los
locos. Se cuenta que Tiziano y Sansovino, cuando encontraron a Paolo en la
calle, lo abrazaron cariñosamente. Paolo el Veronés había hablado por todos
ellos e incluso por los artistas del porvenir.
El Veronés fue tratado con
indulgencia por el tribunal, que le condenó a suprimir algunos personajes
demasiado irreverentes en el plazo de tres meses, y continuó sin reparo, en lo
sucesivo, pintando sus extraordinarias composiciones, dispuestas en bellísimas
perspectivas, a veces con nobles arquitecturas blancas en el fondo,
balaustradas y hemiciclos destacando sobre un cielo verdoso o azulado, como en
el Jesús entre los doctores del
Prado.
La posteridad ha disculpado al
Veronés de sus irreverencias, y es porque este pintor, lleno de un optimismo
jugoso, no es un epicúreo egoísta, sino el representante de una manera de
sentir la humanidad que ha tenido su glorificación en la Venecia del siglo XVI.
Para el Veronés, los problemas son de luz y formas, compuestas éstas para el
mayor goce del sentido; pero el goce estético no es individual y concentrado,
como el de Tiziano, sino el de toda una multitud que se agrupa bajo anchos
pórticos para admirar los brocados y sedas de las damas o respirar un aire
brillante, dulcificado por armonías musicales. Las pocas pinturas mitológicas
que realizó parecen pretextos para exhibir desnudos los cuerpos pletóricos y
sanos de las venecianas del siglo XVI.
Su espíritu sólo se concibe en
Venecia; únicamente en Venecia se puede suponer la aparición de dos artistas
como Tiziano y el Veronés, pero tampoco se puede ya hoy imaginar a Venecia sin
sus pinturas. Ellas ayudan a perpetuar el alma veneciana, tanto o más que la
luz brillante de su atmósfera irisada o las arquitecturas del Gran Canal y la
maravilla de color de San Marcos.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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