Cuando todavía era cardenal, un
miembro de la afortunada y advenediza familia de los Farnesio, el que después
sería Papa con el nombre de Paulo III, mandó construir en 1530 el Palacio Farnesio, el más característico
de este siglo, un colosal cubo de piedra con un patio cuadrado en su interior y
de tres pisos, separados por magníficos arquitrabes clásicos. Obra de Antonio
da Sangallo el Joven, que trabajó en él hasta su muerte en 1546, en el exterior
recuerda todavía por su masa de grandes muros, con ventanas sobriamente
dispuestas, la tradición de los palacios florentinos cuatrocentistas; pero aquí
se han adornado las ventanas con frontones alternados, curvos y triangulares,
en el primer piso; el segundo tiene otra franja de ventanas más estrechas,
también con frontones, y remata en una cornisa con las flores de lis del escudo
de los Farnesio, dibujada por el propio Miguel
Ángel. Los grandes arquitectos que proyectaron este edificio con un sentido
tan romano de los conjuntos monumentales dejaron delante de la fachada una
plaza rectangular con dos fuentes, para las cuales se sirvieron de las grandes
bañeras de pórfido de las termas de Caracalla.
El interior del edificio tiene
también una distribución de palacio suntuoso: el patio, cuadrado, ocupa más de
la mitad del solar; las galerías, que dan la vuelta al patio, en los tres
pisos, y sirven sólo para la circulación, toman la mitad de lo restante; sólo
queda una crujía de habitaciones alrededor de las fachadas. Son alas cubiertas
con enormes casetones o con altísimas bóvedas de medio punto, decoradas con
pinturas; chimeneas colosales llenan los testeros de cada habitación. El gran
patio cuadrado, quizás el más majestuoso y puro del Renacimiento, repite la
superposición de órdenes distintos (dórico, jónico y corintio) que ya vimos que
Alberti
puso de moda, copiándola del arte romano antiguo. La planta baja y el primer
piso son obra de Sangallo; el segundo piso, en cambio, lo construyó Miguel
Ángel en los años 1546-1548. La utilización en el mismo de pilastras empotradas
en lugar de columnas, recuerda la solución idéntica del viejo Colosseo.
Palacio Farnesio de Antonio da Sangallo el Joven, en Roma. En este palacio, el más característico de todo el siglo XVI, trabaJó Sangallo hasta su muerte en 1546. Lo concibió como un gran cubo de piedra abierto en su interior por un patio cuadrado y con una altura de tres pisos, separados entre sí por magníficos entablamentos clásicos. El segundo piso es obra de Miguel Ángel, quien lo remató con una obra de escultor: las flores de lis del escudo de los Farnesio.
Otro de los palacios romanos
característicos de la época es el de la familia Massimo, construido por otro de
los discípulos de Miguel Ángel: Baltasar
Peruzzi (1481-1536), que lo construyó ya en los últimos años de su vida,
ciertamente después del saqueo de Roma de 1527, pues iba a remplazar las
antiguas casas de los Massimo destruidas por la soldadesca del condestable de
Borbón. Los Massimo pretendían ser descendientes del famoso cónsul romano
Fabius Maximus Cunctator. Tal origen es pura mitología, pero lo cierto es que
la familia es antiquísima. El palacio tiene una fachada austera, de molduras
rígidamente simplificadas, con dos pisos de ventanas altas, rectangulares, que
acaban de dar a todo el edificio un carácter de severidad ideal. En la planta
baja hay un pórtico abierto que ocupa el centro de la fachada, lugar
semipúblico que el gran señor, propietario del edificio, concede a la plebe; en
los bancos de piedra del pórtico del Palacio
Massimo todavía duermen de noche tranquilamente los mendigos de Roma.
Dos estatuas clásicas, alojadas
en dos nichos en los extremos de este pórtico, parecen recordar, a los que allí
acuden, la dignidad de la casa y de los señores que con tanta nobleza supieron
construirla. Dentro, la forma irregular del solar está admirablemente
disimulada con dos patios: uno cuadrado, con pórticos, y otro trapezoidal en el
fondo, que se ve a través de las columnas del primero. Los trazados ingeniosos
para disponer las diferentes partes de la construcción, con objeto de sacar del
espacio un efecto grandioso, son la constante preocupación de estos artistas
romanos del siglo XVI.
Lo mismo se puede observar en las
plazas y las calles, donde se aprovecha la superficie accidentada del suelo de
Roma y hasta de la misma acumulación de edificios en el poco espacio habitado
de la capital. Es una época de reformas edilicias. Los papas se complacen en
asociar su nombre a las grandes vías que se construyen durante cada
pontificado: la vía Julia, que sigue el líber, del tiempo de Julio II; la vía
Sixtina, que comunica el Esquilino y el Quirinal, del tiempo de Sixto IV; las
vías Pía y Alejandrina, etc. Las plazas se urbanizan con escalinatas y
terrazas, con aquel sentido de magnificencia que sugiere siempre Roma. El
ejemplo más típico es el palacio municipal de Roma, en el Capitolio, restaurado
por Miguel Ángel con ocasión de la visita del emperador Carlos V. El palacio
del fondo está flanqueado por dos edificios paralelos, con pórticos que decoran
los dos la dos de las plazas. En el centro se colocó la gran estatua ecuestre
romana, de bronce, del emperador Marco Aurelio, que había estado toda la Edad
Media delante de San Juan de Letrán, y el desnivel de la colina se ganó con una
rampa, disponiendo a cada lado antepechos con trofeos militares romanos y las
dos grandes estatuas antiguas de Castor y Pólux.
En este extraordinario conjunto
urbanístico, Miguel Ángel tuvo la ocasión de demostrar todo su genio plástico
escenográfico: los dos palacios laterales (el Capitalino y el de los Conservadores)
son ligeramente convergentes para que el ojo del espectador abarque todo el
conjunto en una sola mirada, y el pavimento tiene un sugestivo dibujo de rombos
irregulares que producen la impresión de que la estatua de Marco Aurelio no
está sobre una superficie plana, sino en la cúspide convexa de un casquete
esférico.
⇦ La Farnesina de Baltasar Peruzzi, en Roma. Salón de las Perspectivas en el que la decoración pintada sugiere espacios abiertos y grandes logias con columnas, que en realidad no existen.
La arquitectura romana del siglo
XVI produjo aún obras más interesantes en las villas de recreo de los
pontífices o de los poderosos cardenales, que se complacían en obsequiarse
mutuamente en sus casas de campo, llenas de las más preciosas obras de arte de
la antigüedad clásica y del Renacimiento. A veces las grandes familias romanas,
que durante dos o tres generaciones habían gozado de las rentas de la Curia, no
satisfechas con poseer sus villas en las afueras, construían otras residencias
menores en el interior de la ciudad, donde la vida era menos ceremoniosa. Así,
por ejemplo, los Farnesio, además del gran edificio monumental de que hemos
hablado, tenían a unos centenares de metros de aquel colosal palacio un
palacete, llamado la Pequeña Farnesina,
destinado a un individuo de la familia, y aun adquirieron de los Chigi, de
Siena, su famosa villa en el Trastévere, decorada por Rafael y por Il Sodoma,
que tomó el nombre de la Farnesina. Esta
residencia maravillosa, obra del refinadísimo Baltasar Peruzzi, tiene un
exterior de gran sencillez de líneas en las que el sol dibuja fuertes trazos de
sombra horizontales y su luz resbala sobre las pilastras empotradas que separan
las ventanas.
El interior, en cambio, abunda en
estancias de una riquísima fantasía como el Salón de las Perspectivas, en el
que la decoración pintada sugiere espacios abiertos al exterior y grandes
logias con columnas, que no existen. Todo es fantasía producto de sorprendentes
ilusiones ópticas. Peruzzi levantó este palacio para Agustín Chigi, un banquero
sienes que deseaba construir un nido de amor para su concubina, “la divina
Imperia”. Este escenario para las fiestas que asombraron a Roma, tan
acostumbrada a lo grande, es hoy un caserón vacío, una “obra de arte” que
visitan los turistas cumpliendo el penoso deber de la curiosidad.
Los Médicis tenían su palacio en
la vía Julia, un edificio comenzado en tiempo de Cosme, el fundador de la
dinastía; pero, además, sus sucesores construyeron una villa en Monte Pincio,
donde está actualmente instalada la Academia de Francia: la Villa Medicis. Por fuera tiene una
fachada simple, a la que caracteriza, sin embargo, el tono ocre con que ha sido
pintada, entonando admirablemente con el verde oscuro de los pinos y cipreses
de los vecinos jardines romanos.
También delante se ha dispuesto
una tenaza, para que la plebe participara de la vista espléndida que desde allí
se goza; una fuente deja caer su chorro en una taza antigua, debajo de unas
encinas hábilmente recortadas. Por detrás, la villa tiene otra fachada más
alegre, más campestre, y en el jardín reaparecen los viales de boj recortado, de Florencia, con los que recuerdan los
Medici, en Roma, sus villas de la Toscana.
La más deliciosa acaso de todas
las villas romanas, en la vertiente del monte Mario, dominando toda Roma y gran
parte del Lacio, fue realizada por Rafael hacia
1516 y quedó sin concluir. Hoy lleva el nombre de Villa Madama, de una persona real que la poseyó más tarde. La parte
anterior del edificio está hoy muy maltratada. No es posible aventurar nada
sobre su disposición y forma, pero en la fachada de Levante, que daba sobre una
tenaza del jardín, queda testimonio de la elegancia de los decorados romanos de
la escuela de Rafael; la loggia o
pórtico está revestida de estucos pintados de incomparable delicadeza y finura.
Son los llamados “grutescos” (de gruta) que Rafael aprendió al estudiar
detalladamente las decoraciones murales de la Domus Áurea, cuyos restos, entonces descubiertos, se hallaron bajo
el nivel del suelo, en subterráneos. La misma planta de la Villa Madama, con su patio circular y sus salas con núcleos y
ábsides es un intento de aproximación a la grandiosidad de las termas romanas.
Otra villa característica del
siglo XVI es la del papa Julio III, que se levantaba en la vía Flaminia,
transformada hoy en Museo Etrusco y que lleva aún el nombre de Villa Giulia. Este edificio, proyectado
hacia 1550 por Vignola, el discípulo de Miguel Ángel que construyó la iglesia
de Il Gesú, tiene una planta que no puede ser más graciosa. En la parte
posterior, el cuerpo principal termina en un patio semicircular con un pórtico
abierto en el piso bajo, de manera que esta forma semicircular tiene que
armonizarse con la crujía anterior, que es recta; los espacios irregulares que
quedan se han destinado a escaleras. Pero detrás continúa todavía una serie de
construcciones bajas cerrando un largo jardín, que protegen con su sombra unos
muros bajos sin ventanas: se trata de un hortus
conclusas o vergel cerrado, protegido de las miradas indiscretas, donde no
penetraban más que los íntimos.
Por fin, aún hay una última
construcción parcialmente realizada bajo el nivel del suelo, sin duda para
librarse del calor, con un “ninfeo” o baño subterráneo en una gruta sostenida
por cariátides desnudas de medio cuerpo para arriba. En la piscina poco
profunda cae, goteando de helechos y musgos, el agua fresca de un manantial.
Villa Madama de Rafael, en Roma. Vista de uno de los ábsides dispuestos en las estancias interiores, inspirados en la arquitectura de las termas antiguas. Los estucos, cuya rica decoración pintada recibe el nombre de "grutescos", derivan de los hallados en edificios de la Roma imperial que, como la Domus Aurea de Nerón, fueron descubiertos en aquella época.
La abundancia de fragmentos
arquitectónicos antiguos, de fustes de columnas y aun de sillares de piedra,
que tan fáciles eran de encontrar entre las antiguas ruinas romanas, excitó a
los arquitectos del Renacimiento a levantar estas construcciones decorativas en
los jardines: pabellones, logias y muros de cerca con balaustradas. Además,
Roma era, y es todavía, ciudad muy rica en aguas; sus antiguos acueductos
continúan llevando a la ciudad verdaderos ríos. Así se comprende que los
arquitectos de estas villas papales y cardenalicias se aprovecharan de esta
abundancia para embellecerlas con estanques, baños y cascadas.
La más notable en este sentido es
la villa construida por el cardenal Hipólito de Este en 1548 en las cercanías
de Roma, en Tívoli, donde el agua corre por todos lados en millares de fuentes
y cascadas, o en surtidores dispuestos en el centro de las plazoletas que
forman los altos cipreses, o en aljibes en los que se reflejan, con arte,
rústicos elementos arquitectónicos y pequeñas construcciones fantásticas
propias de jardines.
La escuela romana extendió su
influencia por toda Italia; pero, cosa singular, más en Venecia y Lombardía que
en las regiones vecinas. En el Lacio todavía existe el edificio más típico de
residencia señorial de esta época: la Villa
Farnesio en Caprarola, obra también de Vignola. Este gran edificio
construido en 1547-1559 tiene una planta pentagonal, y en el centro hay un
patio circular con dos pisos. La planimetría poligonal es debida a los trabajos
iniciados antes de 1547 por Antonio da Sangallo, sobre los que Vignola
construyó un potente alzado animado por la alternancia de ventanas
rectangulares, con arco, y con frontón triangular. Montaigne, el humanista francés,
que viajó por Italia y visitó Caprarola en aquella época, describe este palacio
con admiración.
Se sorprende de que teniendo
forma pentagonal parezca como si tuviera planta cuadrada, y reconoce la bella
proporción del patio circular. Pero acaso la fantasía manierista más genial
sean las escalinatas, trazadas con un sentido escenográfico que sitúa la obra
en el límite entre lo real y lo soñado. Este palacio viene a ser, en la
arquitectura del siglo XVI, lo que era el palacio de Urbino en el Quattrocento.
La forma de bastiones militares que toman los pabellones de los ángulos es
también muy característica; estamos en un siglo de grandes transformaciones del
arte militar, y esto no dejó de producir una moda.
Antonio da Sangallo, por encargo
del belicoso papa Julio II, construyó varios castillos en el Lacio con muros
inclinados de formas curvas, en los cuales, a pesar de su aspecto artístico, se
han tenido muy en cuenta los principios de la defensa empleando armas de fuego.
En Toscana fue, naturalmente,
Miguel Ángel el maestro indiscutible. El representante de su escuela en
Florencia fue Vasari,
quien se ocupó, al lado de los Médicis, del desarrollo de sus proyectos. Los
papas florentinos se aprovecharon también de tener cerca de ellos, en Roma, a
Miguel Ángel para hacerle trabajar en beneficio de su patria. León X le asedió
para que se ocupase en la fachada de la iglesia de San Lorenzo, de Florencia,
que Brunelleschi
había dejado sin concluir y para la que Miguel Ángel diseñó un proyecto que no
llegó a realizarse. Otro Papa de la familia Medici se empeñó en que el viejo
escultor construyera también para Florencia la escalera de la Biblioteca
Laurenciana, y Miguel Ángel, en este caso, envió sus dibujos, que Vasari se
encargó de ejecutar en 1558, treinta años después del vestíbulo en el que está
situada.
Es una construcción extraña, con
una arquitectura de pilastras y cornisas empotradas en el muro, como excavadas,
que seguramente imitó Miguel Ángel de un edificio funerario ya existente en
Roma. Se trata de una apoteosis del manierismo, concebido como una sublimación
de la forma en el interior de un sistema artificioso, pero altamente
disciplinado. La escalera realizada por Vasari con su triple rampa de escalones
curvilíneos en la parte central y rectangulares en las laterales, propone una
riqueza y complejidad de movimientos que explorarán a fondo, en el futuro, los
arquitectos barrocos.
Vasari dirigió entre 1550 y 1574
el gran edificio de los Uffizi en Florencia, que servía para alojar las
oficinas de la Administración. En el piso superior, actualmente Museo, ya
tenían los Médicis sus colecciones. Habían hecho a través de todo un barrio de
la ciudad una larga galería, que también atravesaba el río, para ir desde el
Palacio Pitti, que les servía de vivienda, a este piso de los Uffizi donde
tenían sus cuadros y estatuas. Un gran señor de aquella época no podía carecer
de este servicio indispensable del museo reunido a su residencia. El edificio
de los Uffizi tiene dos alas que forman largas crujías y una transversal menor
por el lado del río. El espacio que dejan dentro es como un patio rectangular
abierto, que da a la plaza de la Señoría, con la perspectiva maravillosa de la
torre del viejo palacio medieval.
Otro discípulo de Miguel Ángel,
Galeazzo Alessi (1512-1572), llevó el estilo del maestro hasta Génova.
Trabajando para los ricos armadores de Liguria, Alessi tendió a exagerar las
dimensiones. Los palacios de Génova, con sus fachadas larguísimas, tienen
principalmente su parte más grandiosa en la escalera, con varios tramos
combinados en cada rellano.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.