El toscano Andrea del Sarto (1486-1531), sucesor
directo del arte florentino, no contaminado de romanismo, era discípulo de Piero di Cosimo, quien
heredó, a su vez, de Botticelli y de Il Verrocchio, las características
de su estilo. Hijo de un sastre, Andrea
d' Agnolo fue apodado por ello del Sarto. Empezó su
carrera pintando los frescos del convento de los carmelitas
y pintó después una infinidad de bellas imágenes de Madonas, de un tipo más florentino y delicado
que las de Rafael.
Sus colores cálidos, sin llegar al amaneramiento,
tienen una gracia sentimental algo afeminada que a
veces los hace deliciosos. Reproduce casi siempre un
tipo de mujer sencilla, su propia esposa, que se llamaba
Lucrecia, a la cual, por averla nel'animo impresa,
se parecían casi todas las cabezas femeninas que el
artista pintaba. La serie de Madonas de Andrea del
Sarto permite seguir su evolución desde el desorden
palpitante de la Anunciación (Galería Pitti), pintada en su juventud, hasta la dulce aristocracia de la célebre
Madona de las Arpías (en los Uffizi), de 1517.
Vasari, que fue su contemporáneo, se muestra muy
difuso al explicar la vida de Andrea del Sarto. No
obstante, se hace cargo de la valía de sus obras y relata,
en los párrafos desordenados de su escrito, algunos
datos biográficos interesantes. Según él, Andrea
del Sarto hubiera sido el primer pintor de su
época de no haber mostrado siempre cierta timidez
de ánimo que le hizo mancar de grandeza e copiosita,
a la maniera que la tuvieron otros pintores, es decir,
Miguel Ángel y sus discípulos. También lamenta que
Andrea no hubiese estado más tiempo en Roma,
para miguelangelizarse.
Para Vasari, Roma era (ya hacia mediados del siglo XVI), por sí sola, la mejor escuela de arte. Se si fusse fermo in Roma, egli avrebbe avanzato tutti gli artefice del tempo suo. Vasari nos informa también del viaje de Andrea del Sarto a Francia y de la acogida que le dispensó Francisco I, así como de la graciosa anécdota de su vuelta, por la nostalgia que le acometió al leer las cartas de su esposa, y de la alegre temporada que pasó en Florencia a su regreso hasta que agotó el dinero que le había dado el rey de Francia. La esposa de . Andrea del Sarto resulta un tipo muy moderno; parece una de esas compañeras de pintor, difíciles de contentar, dominando al marido por la colaboración que le procura como modelo. Así la vemos en los diversos retratos que el artista pintó de esta famosa Lucrecia di Fede.
Cierto es que la repetición del mismo tipo femenino, en todas las obras de Andrea del Sarto, se hace un poco monótona, pero, en cambio, el color es muy bello, los pliegues están suavemente combinados y la composición de los grupos es exquisita. Andrea del Sarto fue, realmente, el último gran artista florentino. Su vida transcurrió casi toda en Florencia y en Toscana, salvo su viaje a Francia. Al verle en Toscana trabajando en el convento de Valombrosa o en otros monasterios vecinos se nos antojaría un pintor cuatrocentista. Sus frescos de los conventos de Florencia constituyen aún grandes series que cautivan el ánimo; parece como si el viejo espíritu de los pintores al fresco florentinos, rejuvenecido, viviera aún en pleno siglo XVI. Después de Andrea del Sarta, Florencia se romaniza, y no queda ambiente, a fines del siglo, para un auténtico espíritu florentino.
En otra escuela, la de Parma, ya en pleno siglo XVI, iniciaría su arte clásico, si bien lleno de delicadeza, Antonio Allegri, llamado il Correggio, del pueblo donde nació. Correggio (¿1489?-1534) puede compararse a Rafael, tanto por la eficacia, como brevedad de su vida. Al contrario de Miguel Ángel; que de los hombres hacía gigantes, parece deleitarse en los cuerpos redondeados de los ángeles y de los Cupidos, y en sorprender la psicología de los pequeii.os seres, la característica especial de la vida de cada uno. Hasta sus grandes personajes tienen algo de andrógino o infantil, llegando al extremo de pintar un San Juan casi hermafrodita en su gran cuadro de la Madona con los santos.
Acentuó siempre la vibración de los contornos de las formas humanas, así como buscó efectos de vibración cromática en su colorido. A Correggio le encantaban las carnes flexibles y rosadas de los niños y de las mujeres, en las que las curvas redondeadas borran la precisión de los músculos, tendones y huesos. Podríamos decir que su ideal de forma no es la del niño, sino la de lo femenino que hay todavía en el niño.
Júpiter y lo de Correggio
(Kunsthistorisches,
Viena). Esta "grazia" del pintor, es una
belleza distinta
de la clásica, refinada y
sensual.
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Este delicado pintor de Parma dulcificaba las curvas del cuerpo, para convertir santos y vírgenes en niños agrandados. Manos y pies son preciosos; en todas sus obras hay un extraño abandono: no es la sensualidad consciente y casi trágica de Tiziano y Giorgione, es como un vago deseo que se satisfaría sólo con el tacto. Tiziano, viendo los frescos de Correggio en Parma, decía: "Si no fuese Tiziano, quisiera ser Correggio". Velázquez, en su segundo viaje a Italia, se detuvo en Parma varias semanas, procurando conseguir para Felipe IV obras de Correggio, y acaso por la intervención personal de Velázquez se conservan hoy en el Prado dos cuadros de aquel pintor. Parecen pintados con esencias olorosas. El paisaje del Noli me tangere, del Prado, es de tonos irisados maravillosos; la Magdalena, rubia, vestida de brocado amarillo, está postrada delante del joven jardinero, también algo infantil. El otro cuadro es una Virgen con el Niño y San Juan que es interesante comparar con la Virgen de las Rocas, de Leonardo.
Correggio murió joven, en 1534, antes de los cuarenta años. Mas tuvo tiempo y ocasión de emprender trabajos de grandes proporciones: el decorado de la cúpula de la catedral de Parma y varias otras pinturas de la misma iglesia. Sin embargo, hay que conocerle más por sus cuadros profanos, donde su estilo se entrevé poético y sensual. Desde el siglo XVI han sido muy estimados y denostados, comprados y vendidos, y hasta cortados y destruidos. Después, por fin, fueron rehechos. Entre tales obras hay que citar su Danae, de la Galería Borghese, la Antíope, del Louvre, y la lo y el Ganímedes, de Viena.
Correggio creó en su Virgen adorando al Niño, de los Uffizi, y en su Nochebuena del Museo de Dresde, un tipo de pintura que representa el Nacimiento en que toda la luz emana del cuerpo del Niño. La composición es de dulces tonos azulados, los colores de una noche clara, pero las figuras están iluminadas por los rayos que proceden del cuerpecito del tierno infante. Esta usurpación de los derechos de la naturaleza se perpetúa en imitaciones pictóricas del período barroco, como la Nochebuena de Carlo Maratta, que se conserva en el Museo de Dresde.
Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.
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