En franco contraste con la obra
de Watteau
se manifiesta la pintura de François Boucher (1703-1770), artista formado en la
Academia e imbuido plenamente del espíritu ligero del mundo rococó. Quizá sean
la cara y la cruz de la misma moneda; Boucher es el perfecto anfitrión para una
fiesta, el que siempre ríe y sabe alegrar las conversaciones, mientras que, por
su parte, Watteau nos recuerda que, antes o después, se debe regresar a una
realidad no siempre agradable. Boucher fue profesor de pintura de la Pompadour
y dirigió la manufactura de tapices de Beauvais y además llegó a ser primer
pintor del rey.
Sobresalió por su actividad de
decorador, y el estudio de la pintura decorativa (de la que hizo bella
aplicación en el Hôtel de Soubise, en
París, y en Fontainebleau) le llevó a Roma, donde residió entre 1727 y 1731.
Su arte se apoya abiertamente en
temas sensuales, muy propios del rococó. En 1733, de regreso de Roma, se casó,
y puede decirse que entonces empieza su brillante carrera, relacionada con los
devaneos del rey. Su estilo revela entonces una visión clara del mundo, al
menos tal como él debía desear que fuese: un jardín poblado de ninfas.
Protegido por la favorita de Luis XV, en varias ocasiones fue la misma marquesa
de Pompadour quien le sugirió los asuntos amorosos (o por mejor decir,
eróticos) de sus cuadros, a que la habilidad de Boucher, como dibujante
estudioso del desnudo femenino, tanto se prestaba. Boucher pintó los más bellos
y juveniles cuerpos de mujer imaginables: Psiquis
conducida por el Céfiro al palacio del Amor, el Baño de Diana, etc. En esos cuadros y plafones hay una auténtica
sinceridad que los hace estimables.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.