La importación de las formas
artísticas del barroco español y portugués en América Latina se llevó a cabo de
forma algo tardía, hacia mediados del siglo XVII, y su impronta estética
perduró hasta principios del siglo XIX. Al contrario de lo que había ocurrido
antes, los nuevos conceptos artísticos, que hasta entonces se habían
reproducido de forma casi mimética, dieron paso a un arte nuevo al superponerse
al legado cultural autóctono. Este nuevo arte, llamado arte mestizo o arte
colonial, alcanzó su máxima expresión en Perú y en México. Pero tampoco cabe
hablar propiamente del barroco como base del arte colonial, puesto que, junto
con éste, pervivieron en América el gótico y el mudéjar e incluso la estética
renacentista.
El principal rasgo de la fusión
que daría lugar al arte mestizo fue la preponderancia de la arquitectura sobre
las demás artes, debido sin duda a la necesidad de adoctrinar a los indígenas,
lo que despertó una verdadera fiebre constructiva de iglesias, conventos y
catedrales. La utilización de mano de obra autóctona impregnó de sus técnicas,
materiales y tendencias decorativas los proyectos de los colonizadores. Además,
por motivos prácticos, se impuso la necesidad de incorporar elementos
estructurales novedosos, por ejemplo, la utilización del espacio exterior de
las iglesias como lugar de culto, ya que los rituales religiosos precolombinos
se realizaban al aire libre. A ello cabe añadir la procedencia de los
materiales, que iluminaron los nuevos edificios civiles y de culto con
variopintas tonalidades de color, como el rosáceo de la piedra de Morelia, el
verde de la de Oaxaca, la arenisca amarillenta de Chiluca o el rojo y negro de
la piedra volcánica. En México, donde había una pujante industria de loza, las
fachadas de los edificios se revistieron de azulejos de colores y de ladrillos,
mientras que en las zonas cálidas y costeras se dotó a las balconadas de una
mayor amplitud.
Los elementos decorativos de las
nuevas construcciones no sólo incorporaron motivos autóctonos como plantas y
animales americanos, sino que proliferaron de tal manera, al gusto abigarrado
de los indígenas que se deseaba evangelizar, que no quedaba ningún resquicio
sin cubrir. El afán ornamental afectó a todo el edificio, pero en particular a
las fachadas, que acabaron convirtiéndose en impresionantes conjuntos
decorativos trabajados con piedras de colores y revestimientos de ladrillos y
azulejos. Ejemplos de esta profusa ornamentación son la portada de la iglesia
de San Lorenzo de Potosí (Bolivia), la fachada de la iglesia de la Compañía de
Jesús en Arequipa (Perú) o la portada de la catedral de Zacatecas, en México,
realizada en piedra roja.
En el siglo XVIII reapareció en
México un estilo denominado mudéjar mexicano o tequitqui por ser una mezcla
entre el arte español importado y el indígena, en el que la composición de la
decoración interior a partir de tipos humanos autóctonos y motivos de la tierra
recreaba paraísos perfectamente reconocibles por los indígenas.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.
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