Punto al Arte: La estética barroca y el legado cultural indígena

La estética barroca y el legado cultural indígena

La importación de las formas artísticas del barroco español y portugués en América Latina se llevó a cabo de forma algo tardía, hacia mediados del siglo XVII, y su impronta estética perduró hasta principios del siglo XIX. Al contrario de lo que había ocurrido antes, los nuevos conceptos artísticos, que hasta entonces se habían reproducido de forma casi mimética, dieron paso a un arte nuevo al superponerse al legado cultural autóctono. Este nuevo arte, llamado arte mestizo o arte colonial, alcanzó su máxima expresión en Perú y en México. Pero tampoco cabe hablar propiamente del barroco como base del arte colonial, puesto que, junto con éste, pervivieron en América el gótico y el mudéjar e incluso la estética renacentista.

Palacio de La Moneda, en Potosí (Bolivia). La Legislatura del Estado Libre y Soberano de Potosí, constituido en 1824, creó la Casa de la Moneda que empezó a acuñar en 1828 con la plata procedente de los municipios de Charcas, Catorce y Cerro de San Pedro. En 1893 dejó de funcionar como tal para convertirse en el Palacio Monumental. 

El principal rasgo de la fusión que daría lugar al arte mestizo fue la preponderancia de la arquitectura sobre las demás artes, debido sin duda a la necesidad de adoctrinar a los indígenas, lo que despertó una verdadera fiebre constructiva de iglesias, conventos y catedrales. La utilización de mano de obra autóctona impregnó de sus técnicas, materiales y tendencias decorativas los proyectos de los colonizadores. Además, por motivos prácticos, se impuso la necesidad de incorporar elementos estructurales novedosos, por ejemplo, la utilización del espacio exterior de las iglesias como lugar de culto, ya que los rituales religiosos precolombinos se realizaban al aire libre. A ello cabe añadir la procedencia de los materiales, que iluminaron los nuevos edificios civiles y de culto con variopintas tonalidades de color, como el rosáceo de la piedra de Morelia, el verde de la de Oaxaca, la arenisca amarillenta de Chiluca o el rojo y negro de la piedra volcánica. En México, donde había una pujante industria de loza, las fachadas de los edificios se revistieron de azulejos de colores y de ladrillos, mientras que en las zonas cálidas y costeras se dotó a las balconadas de una mayor amplitud.

Fortificaciones de Cartagena de Indias, en Colombia. Vista de las fortificaciones con el castillo de San Felipe de Barajas al fondo. Esta construcción, realizada bajo el reinado de Felipe II para repeler los ataques de los indios, de los piratas, de las potencias europeas enemigas y, finalmente, de los criollos que pretendían la independencia del territorio americano, cumplió su función durante trescientos años.

Los elementos decorativos de las nuevas construcciones no sólo incorporaron motivos autóctonos como plantas y animales americanos, sino que proliferaron de tal manera, al gusto abigarrado de los indígenas que se deseaba evangelizar, que no quedaba ningún resquicio sin cubrir. El afán ornamental afectó a todo el edificio, pero en particular a las fachadas, que acabaron convirtiéndose en impresionantes conjuntos decorativos trabajados con piedras de colores y revestimientos de ladrillos y azulejos. Ejemplos de esta profusa ornamentación son la portada de la iglesia de San Lorenzo de Potosí (Bolivia), la fachada de la iglesia de la Compañía de Jesús en Arequipa (Perú) o la portada de la catedral de Zacatecas, en México, realizada en piedra roja.

En el siglo XVIII reapareció en México un estilo denominado mudéjar mexicano o tequitqui por ser una mezcla entre el arte español importado y el indígena, en el que la composición de la decoración interior a partir de tipos humanos autóctonos y motivos de la tierra recreaba paraísos perfectamente reconocibles por los indígenas.


Fuente: Historia del Arte. Editorial Salvat.

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