En 1547, Tiziano es invitado por
Carlos V a Augsburgo donde se ha establecido la Corte tras la victoria obtenida
en Mühlberg contra la liga protestante y Juan Federico de Sajonia. En enero de
1548, acompañado de su hijo Horacio y de su sobrino César, Tiziano emprende el
viaje, llevando consigo como obsequio para el emperador un Ecce Homo, en la actualidad en el Prado, y una Venus, que ha
desaparecido. Su estancia en la Corte le proporcionó la magnífica ocasión para
retratar a los personajes más importantes y fastuosos de la época y del mundo
imperial. Para él posó el emperador Carlos V. El Retrato ecuestre de Carlos V, del Prado, tiene un carácter casi
simbólico en la exaltación de su realeza. La figura encerrada en una
resplandeciente armadura, en contraste con la desolación algo lívida del campo
de Mühlberg, parece haber perdido toda humanidad para convertirse en mito del
poder real.
Pero su humanidad cansada y
doliente se redime en el retrato, ahora en Munich, del anciano emperador
recostado en la butaca, con expresión casi ausente, sombrío en el fondo negro
del traje, sobre el rojo de la alfombra y el amarillo del damasco. Homenaje al
regio protector es tal vez el retrato póstumo de la Emperatriz Isabel, hoy en el Prado. Espléndido el traje de brocado
morado, palpitante bajo la luz que al otro lado de la ventana vaga sobre los
montes lejanos y juega sobre las joyas regias, acariciando el rostro exangüe,
empañado de melancolía, casi en un presentimiento de muerte. La vida, por el
contrario, vibra en la figura carnosa de Juan
Federico de Sajonia, el vencido de Mühlberg, hoy en Viena. Se transluce en
él la personalidad violenta y tenaz del hombre, poderoso en su ancho cuerpo
envuelto en una pelliza leonada, y de intensos sentimientos que se reflejan en
el rostro grave y sanguíneo.
Se puede fechar en este momento
la Venus con el organista (hacia
1548) del Prado, de la que derivarán más tarde la otra del Prado, la de Berlín
y, sin el organista, la del amorcillo, de los Uffizi, en Florencia. La poesía
de Tiziano se expresa sobre todo en el paisaje crepuscular, amplio y abierto al
fondo, y en el rostro atento y arrobado del joven músico. La presencia del
instrumento nos recuerda el órgano que Tiziano recibió como regalo en 1540, a
cambio de un retrato de Alessandro degli Organi, y nos confirma el interés por
la música, tradicional entre los pintores venecianos, empezando como es bien sabido
por Giorgione. Una fuerte consonancia entre música y pintura se suele reconocer
en el Cinquecento veneciano y ahora resulta espontánea la comparación entre “la
humana suntuosidad de Tiziano y el arte ya polifónico de Andrea Gabrieli”
(Dell’Acqua).
Dánae de Tiziano (Museo y Galería Nacional de Capod1monte, Nápoles). Ésta es una de las versiones del pintor sobre el personaje mitológico, en la que vuelve al clasicismo de la escultura antigua. Sin embargo, no deja de apelar, en la desnudez de la figura, a aquella sensualidad tan típica de épocas anteriores.
Al regresar a Venecia en 1549,
pasando por Innsbruck, Tiziano realiza una serie de pinturas llamadas “de las
Furias” o “de los Condenados” para María de Hungría, hermana del emperador. En
el Sísifo y en el Ticio, del Prado, únicos lienzos
conservados de esta serie, estalla un ímpetu desesperado y salvaje, raro en la
actividad de Tiziano, expresado sobre todo por medios pictóricos. La masa
plástica de los dos gigantes es mitigada por las dominantes tonalidades
monocromas de pardos que se truecan, aquí y allá, en resplandores repentinos de
sombras y luces.
Carlos V vuelve a llamar al
pintor a Augsburgo en 1550, con el encargo un tanto exclusivo de retratar a su
hijo y sucesor Felipe II, el futuro principal cliente de Tiziano. El Retrato de Felipe II, del Prado, es casi
una imagen heráldica. El joven, a sus veinticuatro años de edad, está
representado de pie, tensas sus gráciles piernas, enfundado en la fastuosa
armadura sobre la que bate la luz que crea espléndidos reflejos y pone aún más
preciosos los damasquinados y dorados. Palpitan, en la penumbra, los rojos
amoratados del tejido, los grises plateados de las plumas sobre la cimera del
yelmo, los perfiles de las arquitecturas. Numerosos fueron los retratos
ejecutados por el maestro durante su segunda estancia en la Corte imperial:
unos de carácter oficial, como otro de Felipe II, ahora en Nápoles; otros más
sencillos e inmediatos, como el de Antonio
Anselmi, del Louvre, el llamado Benedetto
Varchi, de Viena, y el Obispo
Ludovico Beccadelli, de los Uffizi.
A su regreso a Venecia en 1551,
Tiziano, aun cuando seguía vinculado a los compromisos adquiridos en Augsburgo
por los encargos imperiales, reanudó sus trabajos para la Serenísima y aceptó
nuevos encargos eclesiásticos. Para Felipe II de España realiza algunas “poesías”
mitológicas: Venus y Adonis y las Dánae del Prado, entre otras, en las que
se expresa principalmente por medio del color, como si la libre fantasía del
tema se tradujera en él en libertad de expresión poética que alcanza mágicas
fusiones de figuras y ambiente, en una gama cromática entretejida de luz. Las
figuras parecen no tener peso y casi flotar en la sombra dorada, donde se
armonizan los más ricos tonos de marrones, rojos y grises en un centellear de
cielos de un azul intenso.
Unos años más tarde, en una carta
de 1559 dirigida a Felipe II, que mientras tanto había sucedido a su padre
retirado en Yuste desde 1555, Tiziano alude a otras dos pinturas alegóricas
realizadas para él: “Ya he entregado las dos poesías dedicadas a Vuestra
Majestad; una de Diana en la fuente a la que se une Acteón, y otra de Calisto
preñada por Júpiter… después de mandar éstas, me dedicaré a terminar el Cristo
en el Huerto y otras dos poesías ya comenzadas: una de Europa sobre el toro, y
otra de Acteón despedazado por sus perros”.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.