La mayoría de las catedrales
italianas han formado un pequeño museo episcopal, donde se han reunido
preciosas reliquias artísticas. El museo del Duomo de Siena posee, entre varias
otras cosas notabilísimas, un gran retablo que en otro tiempo había constituido
el altar mayor de la catedral. Esta pintura, que hoy se expone dividida en
fragmentos, atrae por su encanto irresistible. Es obra de un maestro de la
propia ciudad, llamado Duccio di Buoninsegna, contemporáneo de los florentinos Cimabue y Giotto. Al pie de la Virgen, que ocupa el lugar principal del
magnífico icono, puso él mismo su firma con estas palabras: “Madre Santa de
Dios, procura a Siena la paz y sé Tú, vida para Duccio, el que así te ha
pintado”.
La invocación a la paz que el
artista imploraba para su patria no era impertinente, porque las ciudades
italianas, durante los siglos XIII y XIV, se destruían unas a otras sin piedad,
con odios irreductibles, y formando sólo confederaciones y alianzas para poder
con más fuerza aniquilar a sus vecinas rivales. Siena, la tranquila población
cuya vida sosegada apenas altera en el presente el paso rápido de los turistas,
a principios del siglo XIV se disputaba con Florencia la hegemonía de Toscana.
Duccio trabajó en el nuevo altar
por espacio de dos años; el día 11 de junio de 1311 la pintura fue trasladada
en un desfile solemne, desde el taller del artista, que estaba instalado en una
casa fuera de las puertas, a la catedral, en medio del júbilo de todo el
pueblo. La obra de Duccio permaneció en el presbiterio de la catedral hasta el
siglo XVI, en que, descontentos los canónigos de esta simple belleza del
retablo del gran maestro, la sustituyeron por un rico altar de mármoles.
Al analizar esta pintura, se ve
una obra capital de la escuela de Siena. En el centro está la Virgen sentada en
un trono de mármol, rodeada de ángeles y santos, de donde su tradicional nombre
popular: la Maestá. La acompañan los otros patronos de la ciudad: San Juan
Evangelista y San Juan Bautista, los apóstoles San Pedro y San Pablo, Santa
Inés y Santa Catalina, con los cuatro santos mártires de Siena, o sea Sabino,
Ansanio (o Sano), Crescencio y Víctor. Todas estas figuras, que ocupaban la
parte anterior del retablo son de belleza más suave, más fina y aristocrática
que los personajes del maestro florentino paralelo a Duccio, el gran Giotto.
Los ángeles de Duccio, que en el
cuadro de Siena forman un grupo de veinte figuras, tienen una gracia y una
novedad maravillosas. Los que están detrás del trono de la Virgen apoyan la
cabeza sobre la mano, colocada en el mármol del dosel, asomándose como para
contemplar también, desde la parte posterior, la divina imagen de María.
El
gran retablo se pintó también en su parte posterior porque el altar, aislado,
se veía por ambas caras; y como la madera era suficientemente gruesa, al
deshacerse el altar fue aserrada, y hoy, en el museo de la catedral, el reverso
de la tabla se halla como una pintura separada. Esta segunda parte del altar de
Duccio deja ver la iconografía bizantina de aquel arte y cómo Duccio la
modificó, sin embargo, añadiéndole la distinguida belleza sienesa. Esta parte
posterior no tiene una composición general de grandes figuras, como la de
delante, sino que está dividida por líneas rectas en recuadros con escenas de
la Pasión. La iconografía de las representaciones es casi bizantina. Duccio no
hace más en esto que repetir los modelos de las tablas que llegaban de Oriente,
donde había en varios compartimientos las fiestas del año o calendarios con
representaciones evangélicas.
Fragmento de La Maestà (Opera del Duomo, Siena). La tradición bizantina, de la que Duccio nunca logrará desprenderse por completo, se renueva en esta escena del dorso de La Maestà gracias a un certero conocimiento de la eficacia poética de todos y cada uno de los elementos que la integran.
Es interesante comparar también
esta serie de representaciones evangélicas del retablo de Duccio con las
paralelas que Giotto pintó en la capilla de Padua. Ambas series tienen un mismo
modelo, que son los tipos consagrados del arte cristiano oriental; ambas se
presentan rejuvenecidas con la savia nueva de las poblaciones itálicas
renacientes, pero Giotto y Duccio infunden cada uno la vida en sus imágenes con
los distintos sentimientos que acabarán por formar dos grandes escuelas.
Giotto, hijo del pueblo, dotado
de alma franca, natural y apasionada, tanto en la leyenda franciscana de Asís
como en el evangelio popular de los frescos que decoran la capilla de Padua, es
siempre el artista que plasma sus figuras en el cuadro con toda la franqueza de
expresión de sus sentimientos espontáneos del dolor o de la ternura; a veces
los personajes de Giotto pierden la compostura y adoptan actitudes patéticas exageradas
en los gestos, sin disimular su llanto o desconsuelo. Las mismas
representaciones, en el altar de Duccio, lo que pierden es fuerza expresiva,
pero ganan en delicadeza, sin convertirse en pobres muñecos insensibles.
No es fácil que Duccio conociera
las obras de Giotto de la capilla de Padua; ambos comenzaban la renovación
artística por vías muy diferentes. Si durante el siglo XIV las escuelas de
Florencia y de Siena se desarrollaron paralelas, con sus cualidades bien
propias, la escuela florentina de pintura, penetrada siempre del alma patética
de Giotto, con su espíritu de libertad, deja abierto el camino de las
evoluciones posteriores, y por esto el Renacimiento acaba por ser florentino,
principalmente en el siglo XV.
En cambio, la escuela de Siena,
que en el siglo XIV cuenta con maestros tan excelentes como Simone Martini y
Pietro y Ambrogio Lorenzetti, va lentamente agostándose en su especialidad
aristocrática. Después de haber logrado encerrar sus figuras en un ambiente de
dignidad nobilísima, acaban por fatigarse los pintores de las generaciones
posteriores y así, a fuerza de repetirse, el arte de Siena se diría que queda
amanerado y no progresa.
El altar de Duccio no sólo es la
obra inicial de una escuela, sino su propio resumen, con las cualidades y
defectos que tendrá siempre aquella escuela. Pocas pinturas más se conocen del
primer maestro de Siena; por los libros de cuentas de la ciudad se ha podido
conocer que en ella pintó algunos años, cuando aún no era el autor famoso de la
Madona. Pero hace pocos años se le ha atribuido con toda certeza una obra de
gran importancia, una Virgen con varios ángeles que Vasari y otros
historiadores suponían obra de Cimabue.
Hoy no parecen quedar dudas al
respecto: Duccio, antes de pintar el monumental conjunto del altar de Siena,
por un contrato firmado en abril de 1285 se compromete a pintar para la nueva
iglesia de Santa Maria Novella, de Florencia, una Virgen con ángeles, que debe
ser la misma que estuvo en la capilla Rucellai y que hoy se conserva en la Galería
de los Uffizi con el nombre de Madonna Rucellai.
Realmente aquí el artista no
tiene una personalidad tan acentuada, y se comprende que por el común modelo
bizantino, que Cimabue y Duccio imitaban con estas Vírgenes sentadas, pudieran
confundirse obras del pintor de Florencia con las del artista de Siena. Pero la
delicadeza y el límpido colorido de la Madonna Rucellai, y sobre todo el
exquisito movimiento decorativo de la línea ondulada del borde del manto de la
Virgen, son absolutamente extraños al gusto de Cimabue y muy característicos de
Duccio y de los sieneses en general.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.