A lo largo de la evolución milenaria del
arte egipcio, nunca estacionaria, con cambios de estilo y de técnica, no sufrió
más que una sola grande y verdadera sacudida, un cambio súbito, y éste fue en
tiempos del faraón herético Akenatón. Coronado con el nombre de Amenofis IV,
nieto del gran Tuthmosis y descendiente directo de los que instalaron la
capital de ambos Egiptos en Tebas, Akenatón no quiso resignarse a ser
sencillamente uno más en la serie de los monarcas de la XVIII Dinastía ,
sino que osó pensar, creer y hacer pública su fe, aunque sin imponerla a sus
súbditos como una ortodoxia inevitable. La fe de Akenatón, bien conocida por
sus escritos grabados en jeroglíficos, es estrictamente monoteísta, que
desprecia el numeroso panteón de dioses egipcios, y ve la representación del
dios único en el gran disco solar, Atón, que con sus rayos envía la fuerza
vital que hace crecer animales y plantas, da calor al mundo y comunica el
espíritu y la bondad.
⇦ Relieve
de Amenofis IV o Akenatón (Museo de Bellas Artes, Bruselas). Construido en
piedra caliza, acusa un tremendo realismo. Abandonando toda idealización,
quiere registrar la verdad absoluta de la forma. Aquí se está
muy lejos del ideal de belleza que intentaron apropiarse las dinastías
anteriores. Este rostro, demasiado humano e imperfecto, transmite en el límite
de la descarnada crueldad, el perfil del más grande místico de la Antigüedad.
La
nueva religión de Atón es más naturalista, más sentimental que el misticismo
puramente simbólico y geométrico de Ra; en cierto modo parece ser un progreso,
aunque Ra con sus fórmulas y formas también definía y, por tanto, creaba la
vida entera. Pero respecto de quien Atón representaba un verdadero progreso era
de Amón, el dios solar ya humanizado, con consorte, hijo y corte celestial. A
este Amón de Tebas, híbrido de un tótem prehistórico, el carnero, en el cual se
vio una encarnación solar, y Ra, importado del delta, fue al que Akenatón
declaró guerra a muerte. Empezó por trasladar la capital del reino a un lugar
más al norte que hoy se llama Tell el-Amarna, y allí estableció los servicios
imperiales, se rodeó de un cenáculo de amigos que pensaban como él y se cambió
el nombre de Amenhotep (Amenofis IV) por el de Akenatón. Su esposa Nefertiti,
que quiere decir "la Bella" en superlativo, cooperó también a la
reforma.
No sólo cambió Akenatón su nombre, sino que mudó su aspecto físico; por lo menos para los retratos oficiales se hizo representar con facciones ya enteramente opuestas al tipo tradicional del faraón carnoso, cuadrado y atlético. Rompiendo decididamente con los antiguos moldes tradicionales, Akenatón llega a degenerar en un personaje demacrado, hético, inmaterial ... De la misma manera se transfiguran con cráneos alargados y cuellos finos la reina y las princesas.
⇦ Torso
de una princesa de Amarna (Musée du Louvre, París). Identificado con la reina Nefertiti. Esta
obra revela una cuidadosa observación de la naturaleza que pone de manifiesto,
todavía a través de la túnica transparente, las arrugas de la piel. Una sensualidad
difusa se desprende de estos hombros finos y del abdomen dilatado, cortado por
un extraño ombligo lineal. El abultamiento de las caderas es un elemento propio
de las representaciones figurativas de Tell el-Amarna, pero no sólo en las mujeres,
sino también en las imágenes masculinas.
Akenatón
se rodeó de artistas que deseaban el mismo cambio, cansados de los motivos tradicionales
que podían reproducir sólo con una relativa personalidad. Así se creó la
escuela artística que se llamó de Tell el-Amarna, cuyas piezas más importantes
fueron halladas en las excavaciones que dirigió Borchardt en 1907-1908, entre
las que destaca el busto policromado de la reina Nefertiti
que es, sin duda, una de las esculturas más admiradas por toda la humanidad. Sus
facciones regulares y exquisitas, su largo cuello, sus ojos lánguidos y sus
labios carnosos y finamente arqueados expresan una serena calma. Otro
maravilloso retrato de la reina, en cuarcita rosa, está en el Museo de El
Cairo. Fue hallado, sin terminar, en el taller del escultor Tutmés, en Tell
el-Amarna, y le falta la alta corona que, como en el busto de Berlín, debía
completar su tocado. Tan hermosa debió de encontrarla el escultor que, aún sin
terminar su obra, no pudo resistir la tentación de dibujarle en negro la línea
de los ojos y pintarle de rojo la boca.
En
otra escultura en piedra caliza del Museo de Berlín, Nefertiti es presentada
desnuda, sin impudicia, pero sin falso pudor; se acerca lentamente, con los
ojos maquillados por el kohol, pero
en su triste mirada no hay ambición ni malicia. Un torso mutilado de cuarcita
roja, del Museo del Louvre, permite apreciar la belleza del cuerpo de
Nefertiti. Aquí usa una túnica finamente plisada de lino transparente, tan
adherida a la piel como si el tejido hubiera sido mojado. La religión de Atón
estimulaba a no esconder el cuerpo, obra divina, producto de los rayos del Sol.
En Berlín se conservan también varias estelas esculpidas y policromadas,
halladas en Tell el-Arnarna. En una de ellas, Akenatón jura que establece aquella
ciudad para residencia permanente de la corte. En otra, el faraón y la reina están
sentados en dos tronos, frente a frente, y acarician a sus hijas, las princesas.
En
lo alto aparece el disco solar derramando rayos sobre sus personas. La más
famosa de estas estelas es la llamada "de los enamorados en el
jardín". Como obra de arte es un prodigio de gracia. Akenatón se apoya en
un largo bastón y parece fascinado por la visión de la amada. Nefertiti ,
apartando la mirada, le ofrece el fruto de la mandrágora, cuyo poder
afrodisíaco era conocido en la Antigüedad. Su amplio manto transparente y
abierto deja ver un cuerpo pequeño y fino.
A
la muerte de Akenatón siguió el inevitable desastre. El reformador, el faraón
hereje, había reinado sólo dieciséis años. Le sucedió su yerno Semenekhkaré,
casado con la mayor de las princesas, pero el reinado de éste no duró ni un
año. Probablemente, fue víctima de los sacerdotes de Tebas que esperaban
recobrar su perdida influencia con otro faraón más manejable. Fue otro yerno de
Akenatón, que apostató rápidamente y se hizo llamar Tutankamon. Este joven, de
quince años, es el faraón cuyo célebre sepulcro inviolado descubrió Howard
Carter en 1922. La ciudad de Tell el-Amama fue abandonada por completo, y
Borchardt encontró señales de que el lugar había sido evacuado de forma
precipitada por las personas que lo habitaban. Hasta se encontraron las bestias
muertas en sus establos, y las casas con sus objetos como si pesara sobre ellos
una terrible maldición.
Fuente: Historia del
Arte. Editorial Salvat.
Excelente trabajo que me ha servido de gran ayuda y orientación para profundizar en la vida de este faraón. Gracias
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