A mediados del siglo XVIII, la
preponderancia del estilo barroco puede darse como definitivamente caducada. Y
muy pronto esta fatiga de las formas del barroquismo tomará el aspecto de una
violenta reacción.
En realidad, fueron varias las
causas que contribuyeron a atraer de nuevo la atención hacia el arte antiguo, a
producir un nuevo interés por las formas clásicas, que se valoran entonces de
muy distinto modo a como se las había considerado a partir del Renacimiento. Lo
que se fragua entonces es una convicción de que el arte antiguo ofrecía
posibilidades que jamás habían sido entrevistas, y ello se deriva de varios
hechos.
Sin lugar a duda, uno de los más
importantes es que en 1719 eran descubiertas las ruinas de Herculano,
sepultadas bajo la lava en la famosa erupción del Vesubio. La dureza de la lava
había permitido obtener allí algunos hallazgos, pero impidió su prosecución; en
cambio, las excavaciones empezadas en Pompeya, en 1748, lograron en seguida un éxito
mucho mayor, ya que aquella ciudad había quedado recubierta sólo por cenizas
volcánicas: los monumentos no habían sido tan destruidos, y la menor dureza de
las capas de recubrimiento facilitaba los trabajos de excavación. Estos habían
revelado datos insospechados sobre la vida y el arte entre los antiguos. Y
dichos resultados, acogidos con entusiasmo, habían abierto los ojos hacia un
nuevo modo de contemplar las ruinas monumentales de Roma, mientras restos de
otros monumentos hasta entonces olvidados, como los del palacio de Diocleciano
en Split, eran objeto de estudio.
Mas, por aquella época, también
Grecia, otro de los grandes referentes de la Antigüedad, era objeto de un
"redescubrimiento". En 1751, J. Stuart y N. Revett emprendían un
viaje de exploración de los monumentos griegos. Estuvieron en Grecia cinco
años, y en 1762 publicaban el primer volumen de las Antiquities of Athens. Hacia esta época, Winckelmann publicó su
importantísima Historia del Arte en la
Antigüedad y Lessing su no menos
relevante Laocoonte. El arte antiguo,
por lo que se desprendía de los trabajos críticos, era algo más libre y vivo de
lo que se deducía de las recetas de Vitruvio y de sus comentadores del
Renacimiento. Los órdenes de Vitruvio, que los arquitectos del Renacimiento
habían tratado de reconocer en los monumentos romanos, no eran más que un
fantasma ideológico. Allí estaba, para deponer contra ellos, la Grecia ahora
descubierta con todo un fantástico cúmulo de no pocas sorpresas. El Partenón no
se sujetaba al canon de Vitruvio; cada templo dórico tenía una proporción
diferente. Con cada descubrimiento, con cada nueva interpretación, se derruía
un prejuicio que se había instalado desde el Renacimiento. Al libro de Stuart y
Revett siguieron el de Wilkins, Magna
Grecia; el tratado de Penrose sobre el Partenón, el de Cockerell sobre el
templo de Egina, para no citar sino trabajos ingleses, pues la lista es
realmente extensa.
Fuente: Historia del Arte.
Editorial Salvat.